Marie Curie

Adela Muñoz Páez

Fragmento

1. Una familia aparentemente feliz

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Una familia aparentemente feliz

Sensible, inteligente, querida por su familia, la pequeña lectora lo tenía todo para ser feliz. No obstante, dos grandes dramas ensombrecieron su niñez: la tuberculosis que padeció su madre y haber nacido en un país inexistente.

Tras el matrimonio de sus padres, Bronisława Boguska y Władysław Skłodowski, en julio de 1860, fueron naciendo Sofia, Józef, Bronisława y Helena. La pequeña Mania, cuyos nombres reales eran Maria, como la patrona de Polonia, y Salomea,[*] como su abuela paterna, vino al mundo el 7 de noviembre de 1867 y leyó por primera vez en voz alta con solo cuatro años. No era de extrañar que Mania aprendiera a leer tan pronto, porque la casa de los Skłodowski estaba llena de libros y se ubicaba en el mismo edificio que el pensionado de señoritas más famoso de Varsovia, que era dirigido por su madre.

Tanto los Boguski como los Skłodowski provenían de la szlachta, la pequeña nobleza polaca, que se había levantado varias veces contra la opresión del yugo extranjero, siendo sometida cada vez con más violencia. Las dos familias se habían empobrecido tras los vaivenes económicos causados por las distintas particiones de Polonia, y aunque cuando Mania nació desempeñaban distintas profesiones para sobrevivir, las dificultades materiales no habían logrado doblegar el orgullo de estos miembros de la szlachta.

Por entonces, Bronisława, a pesar de tener ya cuatro hijos, seguía dirigiendo el pensionado por las facilidades que le brindaba el hecho de vivir en el mismo edificio en el que trabajaba. En la biografía que escribió sobre su madre, Ève Curie nos cuenta que Mania sentía un amor infinito por su madre y que para ella no había sobre la Tierra otra criatura más buena, sabia y elegante. En las semblanzas que sus hijos hicieron de ella recuerdan con ternura algunos detalles de su forma de dirigir la familia, o cuando se compró las herramientas necesarias para confeccionar zapatos y no tener que realizar el dispendio de comprar tanto calzado; aunque su trabajo era intelectual, Bronisława no despreciaba el manual. También era aficionada a la música y estaba dotada para ella: tocaba el piano y cantaba con una bonita voz; muchos años después su hija Mania se lamentaría de no haberse formado musicalmente con su madre y de no haber aprendido a tocar el piano con ella.

Podemos encontrar un perfil de Bronisława algo más imparcial que las descripciones que de ella hacían sus hijos en las cartas que escribía a una amiga antes y después de casarse y tras el nacimiento de sus hijos. Estas cartas muestran a una mujer con una marcada personalidad, culta, sensible y preocupada por la educación de sus hijos y por su trabajo. También dejan ver a una mujer abrumada por cinco embarazos en siete años de matrimonio, las responsabilidades de la familia y el trabajo en el colegio que dirigía. Por ello, en una de sus cartas le confesaba a su amiga que, tras comprobar lo complejo que era ser esposa y madre, «no me habría importado volver a ser la señorita Boguska». Bronisława fue una profesora muy estimada a la que muchas de sus alumnas confesaban querer más que a sus propias madres. Con su ejemplo, Bronisława les transmitió a sus hijas una enseñanza fundamental: aunque las labores del hogar eran responsabilidad de las mujeres de la familia, no debían ser su única ocupación, podían y debían desempeñar otras tareas.

Poco después de que Mania cumpliera su primer año, la familia se mudó a una casa en la calle Novolipki, aneja al liceo en el que Władysław acababa de ser nombrado profesor y subinspector docente. El traslado a este domicilio, al que Władysław tenía derecho por su trabajo, significó el fin de Bronisława como directora del pensionado tras ocho años, porque no podía seguir ocupándose de él viviendo lejos del mismo. Ese colegio fue el elegido para que sus cuatro hijas comenzaran la formación escolar.

El padre de Mania, Władysław Skłodowski, se graduó en ciencias en San Petersburgo y trabajó como profesor de física y matemáticas en Varsovia. Su hijo Jozio habla en sus memorias de los conocimientos enciclopédicos de su padre:

Nos dirigíamos a él con todas nuestras dudas, como si fuera una enciclopedia. Pero no solo era destacable la cantidad de información que poseía, sino la manera extraordinariamente clara en que la transmitía.[1]

Jozio añade que a su padre le gustaba salir a caminar por el campo y que cuando los llevaba con él, aprovechaba para hablarles de los fenómenos naturales que veían. Sus amplios conocimientos y sus excelentes dotes como pedagogo fueron decisivos para la educación de sus hijos, especialmente en el caso de la pequeña, la mejor dotada para las ciencias y por la que sentía una especial inclinación. Según contaría su nieta Ève Curie, resultaba sorprendente que Władysław consiguiera mantenerse al día en los avances en física y química, sin dejar de atender al trabajo con sus alumnos y a la educación de sus hijos. Władysław no hacía más que seguir el ejemplo de su padre, Józef Skłodowski, quien también se había dedicado a la enseñanza tras haberse graduado en la Universidad de Varsovia, impartiendo las clases de física y química en el liceo que dirigió en Lublin, una de las principales ciudades del este de Polonia.

Además de lo que enseñó a sus hijos, Władysław les transmitió su pasión por la investigación, tarea a la que él no se había podido dedicar por ser un padre de familia en un país invadido. La colección de instrumentos científicos que había usado durante su juventud o en el laboratorio con sus alumnos siempre ocupó un lugar privilegiado en la casa familiar, por lo que Mania creció rodeada de ellos. Años después recordaría observar embelesada a su padre cuando realizaba las lecturas de la presión atmosférica con uno de los aparatos más fascinantes de la colección: un barómetro de precisión. Mania también miraba con curiosidad los instrumentos guardados en una vitrina: tubos de ensayo, pequeñas balanzas, una colección de minerales, incluso un electroscopio de láminas de oro. El rótulo que había en esta vitrina fue una de las primeras cosas que la pequeña leyó: «a-pa-ra-tos fí-si-cos».

Para los padres de Mania, la enseñanza era una vocación más que una profesión y sus hijos no solo eran sus discípulos más queridos, sino también los más brillantes. A pesar de que no era lo habitual en la Europa de la época, los Skłodowski cuidaron la educación de sus hijas con el mismo esmero que la de su hijo. Entre su brillante prole destacaba la hija mayor, Zofia, pero pronto la pequeña comenzó a hacer sombra a su inteligente hermana. Para satisfacer su insaciable curiosidad, Mania, sensible y callada, devoraba todo tipo de libros hasta tal punto que sus padres llegaron a pensar que tanta lectura podía hacerle daño, por lo que todos en la familia intentaban distraerla y que se dedicara a actividades más propias de su edad, como jugar y pasear.

La vida de los Skłodowski, dedicada casi por entero al estudio y las lecturas a lo largo del curso escolar, tenía su contrapunto durante el verano, época que aprovechaban para visitar a las familias materna y paterna, que vivían en el campo. Entonces Mania disfrutaba del aire libre y de todo tipo de ejercicios físicos, como nadar y pescar en los grandes lagos, correr por los campos o montar a caballo. Uno de los sitios a los que estuvo más vinculada fue la hacienda de Zwola, al sureste de Varsovia, que la familia ocupaba durante el verano en la primera infancia de Mania. Aunque era propiedad de su tío Władysław Boguski, el hermano mayor de su madre, Władysław Skłodowski compró parte de la casa. Esta hacienda fue uno de los primeros lugares en los que Mania sintió el amor por la naturaleza que la acompañaría hasta el fin de sus días. Además de disfrutar del aire libre, estrechaba las relaciones con sus primos y tíos, que hicieron que las raíces polacas ocuparan un lugar destacado a lo largo de su vida. Mania se sentía parte de esa gran familia y más adelante, por extensión, de su país, al que todos ellos amaban de forma apasionada y por el que muchos de sus miembros habían estado a punto de perder la vida.

El fin de la infancia feliz llegó pronto para Mania; cuando tenía unos cuatro años, su madre comenzó a perder mucho peso y a padecer una tos seca que no se curaba con nada, síntomas de la tuberculosis. Además de que esta enfermedad era una condena a muerte a corto o medio plazo, el miedo al contagio segregaba de la vida familiar a quienes la padecían. Bronisława modificó drásticamente sus hábitos de vida. De entrada dejó de abrazar a sus hijos y esto hizo sufrir a Mania muchísimo, ya que era demasiado pequeña para entender los motivos que causaban el desapego de su madre. Además comenzó a usar sus propios platos, vasos y cubiertos y a comer por separado. La necesidad de someterse a curas en casas de reposo en lugares soleados y de alta montaña, como la Costa Azul o los Alpes suizos, la mantuvieron alejada de su hogar durante largas temporadas, ausencias que apenaron extraordinariamente a Mania.

Desde que Bronisława había caído enferma, todos los miembros de la familia añadían un ruego al final de sus plegarias cuando acudían a la misa dominical: «Señor, restablece la salud de nuestra madre».

Puesto que no había un tratamiento efectivo para combatir esta enfermedad, solo quedaba recurrir a Dios. De hecho, una de las veces que Bronisława volvió de una estancia de varios meses en Niza y vino tan demacrada que su hija pequeña apenas reconoció el espectro en el que se había transformado, Mania corrió a la iglesia a ofrecer su propia vida a cambio de la de su madre.

Católica ferviente, la señora Boguska educó a sus hijos en su fe, pero les dio libertad para que cada uno siguiera sus propias inclinaciones religiosas. No obstante, resultaba difícil sustraerse al clima religioso en la Varsovia de la segunda mitad del siglo XIX. Cerca de la casa donde había nacido Mania se elevaba la imponente iglesia de los dominicos, en la que rezaban monjes de hábitos blancos. Justo enfrente estaba la iglesia del Espíritu Santo; un poco más lejos se encontraba la de las Hermanas del Santo Sacramento, de la que entraban y salían monjas vestidas de negro. La infancia de Mania estuvo impregnada de los ritos religiosos tanto por la devoción de su madre como porque el catolicismo se había convertido en uno de los símbolos de identidad del pueblo polaco, entonces sojuzgado por imperios extranjeros. La devoción de Mania no fue incondicional: siendo aún muy joven habría de pedir cuentas al Dios que no había escuchado sus plegarias.

Además de la tuberculosis que padeció su madre, la otra tragedia que ensombreció los primeros años de la vida de Mania fue la situación política de Polonia, porque vino a nacer en la peor época que había vivido hasta entonces este país. Después de 1772 Polonia fue barrida del mapa tras haber sido uno de los principales campos de batalla de las luchas entre los imperios sueco y ruso. La falta de fronteras naturales y de un poder central fuerte la hicieron muy vulnerable, por lo que fue invadida y desapareció como país. Su territorio fue dividido, repartido y ocupado por los imperios austrohúngaro y ruso y por el reino prusiano. En el sur del país, región bajo dominio austriaco, la vida era más fácil, porque la lengua polaca estaba incluida entre las oficiales del imperio, los polacos podían participar en la vida política, pues contaban con representación gubernamental, y tenían sus propias instituciones, tales como centros de enseñanza primaria y secundaria, academias científicas y una universidad (la Jagellónica, en Cracovia).

Es difícil decidir si la situación de los polacos que vivían en el oeste, bajo dominio alemán, era mejor o peor que la de los que vivían en el centro y el este del país (incluida la capital), bajo dominio ruso. Los colegios y el idioma polacos estaban prohibidos en ambas zonas y las personas que violaban estas prohibiciones se arriesgaban a sufrir penas de cárcel. No obstante, en caso de condena, había una gran diferencia entre la suerte que corrían los polacos bajo dominio alemán y los polacos bajo dominio ruso: las cárceles del oeste estaban en suelo polaco, pero los condenados a prisión por los rusos a menudo tenían que cumplir sus penas en Siberia, a miles de kilómetros de distancia. Los rusos controlaban la vida de los polacos hasta el extremo de prohibirles cosas aparentemente inocuas como el uso de trajes tradicionales, los bailes populares y que los que trabajaran para el Estado llevaran barba. El estudio de la historia y la literatura polacas no solo estaba prohibido, sino que su enseñanza se consideraba un acto de traición al zar ruso. A pesar de estas amenazas, en la Polonia rusa hubo dos rebeliones contra las autoridades, una en los años 1830-1831, conocida como Revolución de los Cadetes o Levantamiento de Noviembre, y otra en 1863-1864, unos años antes de que naciera Mania, conocida como Levantamiento de Enero. Ambas rebeliones fueron sofocadas de forma sangrienta y después de cada una de ellas la represión se endureció. La rusificación alcanzó su punto álgido tras el asesinato del zar Alejandro II en 1881, quien había intentado borrar todo rastro de identidad nacional tras el Levantamiento de Enero renombrando Polonia como «país del Vístula».

Tanto la familia paterna de Mania como la materna habían sufrido la opresión rusa por haber participado en rebeliones para derrocar a los invasores. Józef Skłodowski, su abuelo paterno, fue detenido tras haber participado en la Revolución de los Cadetes y tuvo que recorrer descalzo los más de doscientos kilómetros que lo separaban de la prisión de Varsovia, en la que fue encarcelado. Llegó con los pies destrozados y con veinte kilos menos, pero tuvo suerte de conservar la vida y de poder recuperar su trabajo como profesor años después; muchos de sus compatriotas perdieron la vida en la insurrección.

La rebelión de 1863, en la que los jóvenes polacos se negaron a hacer el servicio militar en Rusia, hizo que Józef Skłodowski perdiera su puesto en el liceo de Lublin por no haber reprimido con suficiente dureza a los estudiantes simpatizantes de la rebelión. Su hija mayor, Bolesława, dio cobijo y protegió a los heridos que participaron en este levantamiento, mientras que su hijo, Zdzisław, participó activamente en él, por lo que tuvo que exiliarse a Francia, como cientos de miles de compatriotas suyos. Otro de los tíos de Mania, Henryk Boguski, no consiguió huir y pasó cuatro años en Siberia. Las cabezas de los líderes rebeldes ejecutados tras esta rebelión se pudrieron en las picas que los rusos expusieron en el torreón cercano a la casa en la que nació Mania. Sus padres eran los más prudentes de la familia, especialmente Władysław, que no se involucró directamente en los hechos de armas y se adaptó a las exigencias rusas formándose en una universidad del Imperio, la de San Petersburgo.

Todas estas historias estuvieron muy presentes en la infancia de Mania tanto a través de los relatos de sus padres y tíos como de las sagas familiares escritas por su padre y su hermano. Además de escuchar estas historias, Mania sufrió la ocupación rusa en sus propias carnes durante su niñez, pues la fiscalización del Imperio ruso no solo afectaba a los adultos, también afectaba a los niños, que no podían hablar polaco ni en la escuela ni en la calle so pena de sufrir ellos y sus familias represalias por parte de las autoridades.

Tras la sangrienta represión que siguió al fracaso del levantamiento de 1863, muchos polacos consideraron que el tiempo de los enfrentamientos armados había pasado. Dado que las fuerzas de ocupación eran militarmente muy superiores y las rebeliones estaban condenadas al fracaso, los polacos idearon un nuevo concepto de resistencia: había que centrarse en el estudio y el trabajo. La élite polaca inventó un «positivismo polaco» en cierto modo como reacción al movimiento romántico que había inspirado los levantamientos. A partir de las ideas de Auguste Comte, John Stuart Mill y Herbert Spencer, los positivistas polacos consideraron que la independencia se obtendría gradualmente, construyendo el país desde los cimientos. Como respuesta a los intentos zaristas de erradicar la identidad polaca, las acciones clave propugnadas por este movimiento consistían en extender la educación elemental a toda la población, defender y transmitir la herencia cultural polaca, y desarrollar la economía del país a través de la ciencia. Por este último motivo, el interés de los positivistas se centró en las ciencias naturales, la ingeniería y las matemáticas. Como este movimiento tenía un fuerte trasfondo patriótico, hizo un llamamiento a todos los polacos sin distinción de origen étnico, social, político, religioso o de género. Los campesinos, los judíos, las mujeres y todos los grupos que estaban parcialmente excluidos del sistema educativo de la época fueron llamados a construir la nueva Polonia.

El positivismo se extendió por toda Europa, pero en el país del Vístula tuvo una fuerza especial porque fue uno de los principales símbolos de la lucha contra la ocupación y la opresión. Asimismo, el positivismo polaco tuvo una característica que lo diferenció del movimiento desarrollado en el resto de los países de Europa: integró a las mujeres. Como las purgas que siguieron a los dos levantamientos habían afectado fundamentalmente a los hombres, los positivistas decidieron que era imprescindible reclutar a las mujeres. Como filosofía, el positivismo polaco defendía el uso de la razón sobre las emociones y promovía un altruismo activo como guía moral para sus partidarios. Su principal objetivo era la educación de todos los grupos sociales y contribuir a ella se consideraba el mayor deber patriótico. Los padres de Mania fueron unos positivistas polacos modelo, y como los líderes más famosos del movimiento, mantuvieron los más altos niveles morales e intelectuales.[2]

Aunque los positivistas polacos no consiguieron expulsar a los imperios que habían invadido su país —Polonia no volvió a ser una nación libre hasta 1918, cuando los invasores colapsaron como consecuencia de la Primera Guerra Mundial—, sí sentaron las bases para la independencia cuando se dieron las circunstancias apropiadas.

El desarrollo del positivismo polaco afectó la vida de Mania de diversas formas. Primero, porque Polonia se convirtió en uno de los países más sensibles a los derechos de las mujeres en determinados ámbitos, en un país feminista antes incluso de que se hubiera acuñado ese término. Por ello, además del trato igualitario que recibió en su casa, creció en ambientes en los que las mujeres no eran consideradas inferiores a los hombres. Segundo, porque desde que tuvo edad para entender el movimiento positivista, sus principios guiaron su vida. Su fidelidad al positivismo hizo que siguiera estudiando y confiando en que vendrían tiempos mejores durante los interminables años en los que estuvo trabajando como institutriz antes de poder ir a la universidad. Más tarde, tras haberse graduado en la Sorbona, su compromiso personal con Polonia estuvo a punto de hacer fracasar su carrera científica antes incluso de que hubiera empezado. Mania había heredado el sentimiento patriótico de sus padres y el compromiso de servir a su país a través de la educación, por lo que le costó mucho trabajo quedarse en Francia, dado que al hacerlo sentía que abandonaba a sus compatriotas y traicionaba el ideal por el que habían luchado sus padres y el resto de su familia. Este sentimiento determinaría el nombre del primer elemento que descubrió.

Aunque sabía leer desde los cuatro años, Mania, al igual que sus tres hermanas mayores, no comenzó su enseñanza formal hasta los siete años en el pensionado de la calle Freta que había dirigido su madre, donde las niñas se sentían relativamente libres. Pero en 1877 sus padres decidieron que debía recibir una formación más completa, por lo que la matricularon en la escuela dirigida por la señora Jadwiga Sikorska, una excelente pedagoga y una de las mujeres importantes de su infancia. La señora Sikorska no aceptaba la rusificación impuesta al pueblo de Varsovia, así que sometía a sus alumnas a una dualidad esquizofrénica en la que, de cara a los inspectores rusos que visitaban con frecuencia el centro, se estudiaba y se hablaba en ruso, pero cuando estos se iban, los libros rusos desaparecían de los pupitres y reaparecían los libros en los que se estudiaba historia y literatura en polaco. La portera del colegio tenía un código para avisar a profesoras y alumnas de la llegada de un inspector, dos timbrazos largos y dos cortos; y estas tenían otro para referirse a las asignaturas prohibidas por los rusos: «botánica» significaba «historia polaca» y «lengua alemana» significaba «idioma polaco». Las visitas de los inspectores eran una pesadilla para Mania porque, dada su extraordinaria memoria y su excelente acento ruso, ella era la encargada de recitar las lecciones ante ellos, cosa que la mortificaba hasta el punto de hacerla llorar de rabia y de humillación.

A pesar de todas esas dificultades, Mania disfrutaba estudiando y aprendiendo, cosa que no solo hacía en el colegio, sino también en su casa bajo la tutela de sus padres, que aprovechaban las tardes de los sábados para completar la formación de sus cinco hijos. Aunque Władysław era profesor de ciencias, sentía una gran inclinación por las humanidades, por lo que trataba de familiarizar a sus hijos con las obras cumbre de la literatura universal. Al no haber versión polaca de una de estas obras, David Copperfield de Charles Dickens, él la traducía mientras se la leía a sus hijos en voz alta. Consciente de la importancia de los idiomas, hizo que los estudiaran desde pequeños, por lo que no tardaron mucho en comenzar a leer literatura y poesía en alemán y francés, además del ruso obligatorio en los colegios de Varsovia.

Aunque Bronisława había tenido que dejar su trabajo y renunciar a su sueldo, los Skłodowski pudieron seguir viviendo desahogadamente durante los años en que Władysław fue subinspector docente y disfrutaron de la casa aneja al liceo donde impartía sus clases. Pero a la vuelta de las vacaciones del verano de 1873, encontró una carta en la que las autoridades rusas le informaban de que había sido relevado de su puesto y, por tanto, perdía el derecho a disfrutar de la casa. El proceso de rusificación tras el Levantamiento de Enero avanzaba implacable y había llegado el momento de que todos los funcionarios polacos de nivel medio, como los inspectores docentes, fueran reemplazados por rusos. Los Skłodowski tuvieron que dejar la amplia casa de la calle Novolipki y el sueldo de Władysław mermó considerablemente. La falta de recursos económicos de la familia hizo que este cambio profesional tuviera unas consecuencias nefastas, sobre todo para las hijas.

Pocos años antes Władysław había obtenido una considerable suma de dinero al vender una propiedad heredada de su familia, pero tuvo la mala idea de invertir treinta mil rublos en un negocio que le propuso un hermano de su mujer, Henryk Boguski: construir un fantástico molino de vapor que nunca funcionó. De esa forma se perdieron para siempre los ahorros de los Skłodowski que no se habían gastado en los mejores sanatorios europeos para tratar la tuberculosis de la madre. Por ello, cuando Władysław perdió su puesto de subinspector, se vieron obligados a admitir estudiantes a los que proporcionaban alojamiento, manutención y enseñanza. Inicialmente fueron solo dos o tres, pero conforme el sueldo del padre fue mermando, el número de alumnos internos fue aumentando y fueron ocupando las mejores habitaciones de la casa, relegando a la familia a las estancias más pequeñas.

Aunque todos perdieron intimidad, a Mania, Hela y Bronia les tocó la peor parte porque tenían que dormir en los sofás del comedor, por lo que se acostaban las últimas y se levantaban las primeras para que se pudiera disponer la mesa para el desayuno. Uno de los recuerdos más tristes de Mania de esa época era cuando se tenía que levantar antes de que fuera de día y lo primero que oía era la tos seca de su madre en el cuarto de al lado. La situación empeoró cuando una epidemia de tifus asoló Varsovia y llegó a casa de los Skłodowski con los chinches y piojos de uno de los pupilos. Las dos hijas mayores, Zofia y Bronia, contrajeron la enfermedad y estuvieron muy graves; Bronia se recuperó sin que le quedaran secuelas, pero Zofia no. La hija mayor, la más madura, la que había asombrado a todos sus profesores por su inteligencia y sensibilidad mientras acompañaba a su madre a los sanatorios de Europa, la que estaba empezando a asumir el papel materno en la familia, murió en enero de 1876. Su muerte sumió en la más honda de las penas a toda la familia pero afectó de forma dramática a Bronisława, cuya salud se había deteriorado mucho. Estaba ya tan débil que ni siquiera pudo darle el último adiós a su hija en el cementerio, solo pudo seguir el cortejo fúnebre a través de las ventanas de su casa, por cuyas habitaciones se fue arrastrando llena de pena. Bronisława no se recuperó nunca de esta pérdida y murió en mayo de 1878. No es de extrañar que los peores recuerdos de la niñez de Mania fueran los de la casa de la calle Karmelicka, a la que se habían trasladado después de que Władysław fuera expulsado del liceo.

El luto tiñó de negro las ropas y las ventanas de los Skłodowski y un velo de tristeza cubrió sus corazones, pero a quien más afectó esta muerte, por ser la más pequeña y también la más sensible, fue a Mania. La siguiente vez que fue a la iglesia y se arrodilló para rezar, algo se rebeló en su interior: no volvería a invocar con el mismo fervor a ese dios que tan injustamente le había arrebatado a quien más quería. Mucho más tarde, en las memorias que escribió ya viuda de Pierre Curie, Marie recordaría que desde pequeña había sentido tanto la felicidad como la pena de una forma especialmente intensa; tras la muerte de su madre, el dolor que sufrió fue inmenso.

Mania se refugió en su familia, pero sobre todo desarrolló una relación especial con su hermana Bronia, que fue uno de los principales apoyos a lo largo de toda su vida. Convertida a su pesar en madre sustituta no pudo llenar el vacío que dejó en el corazón de Mania la muerte de Bronisława. La niña lloró de forma inconsolable; durante años padeció lo que hoy probablemente describiríamos como depresión severa.

Cuando ocurrió esta tragedia, Mania era pupila del colegio de la señora Sikorska y esta le recomendó a su padre que repitiera el curso que había adelantado para facilitar su recuperación. No obstante, Władysław no solo no siguió su consejo, sino que hizo todo lo contrario: redobló sus exigencias. Seguramente confiaba en que el trabajo intelectual intenso sería lo único que la ayudaría a superar el trauma por la pérdida de su madre, por lo que en septiembre de 1878 la matriculó en el Liceo de Varsovia III, de titularidad rusa, dado que estos centros eran los únicos que podían expedir el certificado oficial de enseñanza secundaria. Fue una decisión arriesgada, porque Mania fue arrancada de un entorno propolaco y se tuvo que adaptar a uno rusificado en el que el director y la mayor parte de los profesores eran rusos y los escasos profesores polacos mantenían su puesto gracias a la lealtad al régimen. Parece ser que Władysław acertó con la decisión de cambiar de colegio a Mania, porque esto no afectó a su rendimiento académico y ella siguió obteniendo las máximas calificaciones en todas las materias, incluida la lengua y la historia rusas.

No obstante, el sentimiento nacionalista que había anidado en el corazón de Mania desde su infancia se exacerbó en ese entorno rusificado. Una de las profesoras con la que tuvo más enfrentamientos fue la jefa de estudios, la señorita Mayer, su enemiga declarada. Los encontronazos con ella no se limitaban al campo político o al académico; esta profesora la perseguía por cosas como no llevar bien peinado el flequillo, que tenía unos rizos rebeldes que no se sometían a la disciplina del peine.

Pero en el liceo no todo fue negativo: algunos profesores mostraban simpatía por sus alumnos, que no solo eran de procedencia cristiana polaca, sino alemana, rusa o judía; y Mania encontró en su compañera Kazia Przyborowska a su «hermana de elección». El padre de Kazia era el bibliotecario del conde Zamoyski, por lo que la familia vivía en el Palacio Azul, una de las residencias del conde en Varsovia. Mania se encontraba con Kazia cada mañana en la puerta del palacio y caminaban juntas hasta el colegio. Cada tarde, al terminar las clases, volvían juntas y muy a menudo merendaban en la residencia que los Przyborowski tenían en el palacio, momento que la madre de Kazia aprovechaba para mimar a Mania como ya no podía hacerlo la suya. En el camino de vuelta, al atravesar los Jardines Sajones, cumplían el ritual de escupir en el pomposo monumento que el zar había hecho construir en memoria de los generales polacos que le habían sido leales en el Levantamiento de Noviembre. El monumento era un obelisco rodeado por cuatro leones y tenía una inscripción en cirílico que decía: «A los polacos fieles a su soberano». Obviamente, para las dos amigas esos generales eran los peores traidores.

El incidente más grave de los que vivió Mania en el liceo estuvo coprotagonizado por su amiga Kazia cuando celebraron cantando y bailando la muerte del zar Alejandro II tras sufrir un atentado en San Petersburgo en 1881. Formaron tal algarabía que fueron sorprendidas y amonestadas duramente por la señorita Mayer. Pero lo que más entristeció a las dos amigas fue saber que el hermano de una de sus compañeras de clase iba a ser ajusticiado por haber participado en un complot contra el régimen. Ambas, junto con sus respectivas hermanas, pasaron la tarde previa a la ejecución con su desconsolada amiga.

A pesar de los dramas de la ocupación, Mania disfrutó en el liceo, como le confesó a Kazia dos veranos antes de graduarse:

¿Sabes, Kazia? a pesar de todo, me gusta el colegio. Puede que te rías de mí, pero debo decirte que me gusta, que me encanta. Me doy cuenta ahora. ¡No creas que lo echo de menos! Oh, no, en absoluto. Pero la idea de tener que volver a él no me deprime de ningún modo, y los dos años que aún tengo que pasar allí no me parecen tan terribles y dolorosos como me lo parecieron un día.[3]

Ninguno de los tropiezos que tuvo Mania en el liceo fueron un obstáculo para que terminara la enseñanza secundaria un año antes de la edad usual y obtuviera la medalla de oro, concedida a los estudiantes que obtenían las mejores calificaciones. Este honor ya lo habían conseguido sus hermanos mayores Jozio y Bronia. A la ceremonia de graduación, que tuvo lugar el 12 de junio de 1883, acudió toda la familia, pero el día no fue perfecto porque Mania tuvo que estrecharle la mano al encargado de entregarle la medalla, Aleksandr Lvovich Apukhtin, responsable de la educación en la Polonia rusa y una de las personas más odiadas de Varsovia.

Esta ceremonia fue el brillante colofón de un periodo en el que Mania había pasado de ser una triste niña huérfana de madre a convertirse en una joven madura y decidida. Su padre, de nuevo con muy buen criterio, decidió que había llegado el momento de que disfrutara de unas largas vacaciones.

2. Paseos en trineo. Un pacto

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Paseos en trineo. Un pacto

La graduación había significado cosas muy distintas para cada uno de los hermanos de Mania. Mientras que para Jozio representó el comienzo de sus estudios de medicina en la Universidad de Varsovia, una universidad gris y controlada por los rusos, pero que le permitiría obtener un título y ejercer una profesión, para Bronia supuso el fin de su formación y el comienzo de una vida adulta en la que tuvo que hacerse cargo de la casa, donde no solo vivía la familia, sino los alumnos internos, aunque no tantos como cuando murió su madre. Bronia dejó de ser una colegiala para convertirse en una señorita que llevaba el pelo recogido en un moño, la falda hasta el suelo y un polisón. No pudo estudiar medicina en la Universidad de Varsovia como le habría gustado, porque en el Imperio ruso las mujeres no podían ir a la universidad y la economía familiar no permitía sufragar sus estudios en el extranjero.

A diferencia de Bronia, cuando Mania se graduó en el liceo antes de cumplir los dieciséis años, Władysław pensó que aún no había llegado el momento de que entrara en una vida adulta que él anticipaba sombría. Decidió que tenía que olvidar el luto familiar y la ocupación rusa que habían entristecido los primeros años de su vida, por lo que ahora debía descansar y pasarlo bien. Para ello era fundamental que se alejara del ambiente opresivo de la Varsovia dominada por los rusos y de la casa familiar. Mania y Hela aceptarían las invitaciones de tíos y tías e irían a visitarlos por todo el país, dedicarían a este menester todo un curso académico. Durante ese año, que Mania recordaría como uno de los más felices de su vida, la lectora infatigable desde los cuatro años, la estudiante de memoria prodigiosa y dotes extraordinarias para los idiomas, se olvidó de estudiar, ¡se olvidó incluso de leer! Entre divertida y escandalizada, le contaba a su amiga Kazia: «No puedo creer que el álgebra o la geometría existan. Las he olvidado por completo».[4]

Primero visitaron la casa de Władysław Bogowski, el hermano de su madre que vivía en Zwola. Mania volvió a recorrer los bosques de robles y pinos y paseó por la ribera de los arroyos en los que de niña había hecho muñecos de barro. Esta finca estaba situada en las fértiles llanuras del centro de Polonia, a unos ochenta kilómetros al sudeste de la capital. Tras esta estancia, viajaron hacia al este hasta llegar a Zawieprzyce, cerca de la ciudad de Lublin, donde su abuelo paterno había dirigido un liceo. Se alojaron en casa del tío Ksawery, un primo de su padre con el que su abuelo Józef había pasado sus últimos años. Mania y Hela disfrutaron allí de interminables paseos a caballo en los cuales reemplazaron las faldas largas por los pantalones de montar de sus primos.

La llegada del invierno las sorprendió cerca de las montañas del sur de Polonia, los Tatra, en las estribaciones de los montes Cárpatos, en la zona que se encontraba bajo el control del Imperio austriaco. Se alojaban en casa de su tío Zdzisław Skłodowski, el hermano menor de su padre, que entonces ejercía como notario en la ciudad de Skalbmierz. En esta zona de la región hablar polaco no era delito, por lo que por primera vez en su vida, las hermanas pudieron hablarlo en la calle sin temor a ser detenidas, lo cual les proporcionó una agradable y hasta entonces desconocida sensación de libertad.

Los tíos de Skalbmierz eran una pareja singular. Según el padre de Mania, su hermano pequeño

Es el alma de nuestra familia

con nuestro estandarte ondeando al viento en su tejado,

sus hijos e hijas llegan a su casa

desde todos los rincones del mundo.

Los pobres lo adoran,

todo el mundo lo elogia.

Las puertas de su casa se contemplan con reverencia.[5]

El tío Zdzisław se había graduado en derecho en San Petersburgo justo antes de unirse al levantamiento de 1863 como lugarteniente de caballería. Tras la derrota, se vio obligado a huir para no ser ajusticiado o enviado a Siberia, y aprovechó su exilio forzoso en Francia para doctorarse en derecho en la Universidad de Toulouse. A su vuelta a Polonia fue nombrado profesor adjunto en la Facultad de Derecho de la Universidad de Varsovia, pero pronto abandonó ese empleo, muy expuesto al control zarista, y trabajó como abogado durante diez años en un pueblo pequeño hasta que le ofrecieron ser notario en Skalbmierz. Este último trabajo le dejaba tiempo libre para dedicarse a tareas que le gustaban más, como traducir la obra de Shakespeare al polaco. Su esposa, Maria Waleria Rogowska, la madrina de Mania, era una mujer inusual, incluso para los estándares de los Boguski y los Skłodowski. Alta y rubia, no se ocupaba del cuidado de sus hijos ni de cocinar, tareas que delegaba en una tía que vivía en la casa familiar; ella prefería dedicarse a otras ocupaciones, como administrar las fincas familiares, montar una fábrica de muebles o una escuela de encajes. Su sobrino Jozio cuenta que no le atraían los entretenimientos femeninos como bailar o lucir bonitos vestidos y que prefería trabajar con los hombres, en cuya compañía fumaba, cosa que no hacía ninguna mujer decente en esa época.

Esta familia, como las otras que visitaron, acogió a Mania y a Hela como si fueran sus hijas y en su casa ellas disfrutaron de las alegrías de la infancia y la adolescencia que les habían sido arrebatadas. Acompañadas por las tres hijas de Zdzisław, descubrieron la magia de los kulig, o fiesta de trineos, una tradición centenaria en Polonia en la que los jóvenes viajaban a la luz de la luna por caminos helados en trineos tirados por caballos, alumbrados por antorchas y acompañados por el sonido de las campanillas, parando en distintas casas para bailar, brindar y comer. Los participantes iban ataviados con trajes típicos: blusa blanca con mangas de farol, corpiño o chaqueta de terciopelo entallada y falda con estampados multicolores para las chicas, y pantalones bombachos color marfil metidos por dentro de las botas y blusa amplia recogida con un cinturón ornamental para los chicos. Vestidos de esta guisa bailaban las danzas tradicionales polacas, que no eran solo una forma de diversión, sino un desafío al poder ruso que las había prohibido tras el levantamiento de 1863.

Estar a la altura de los participantes en el kulig, tanto por su destreza para la danza como por la belleza de sus trajes, fue todo un desafío para Mania, que se puso a trabajar en ello a destajo. En las cartas que le escribió a su amiga Kazia, le contaba lo ocupada que estaba aprendiendo los bailes típicos y preparando el traje que había de lucir

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