Tres maestros: Bellow, Naipaul, Marías (Colección Endebate)

Gonzalo Torné

Fragmento

TRES MAESTROS:

BELLOW, NAIPAUL, MARÍAS

Gonzalo Torné

Hablaban de libros como si en un libro hubiera algo en juego, no lo abrían para reverenciarlo ni exaltarlo ni retirarse del mundo que los rodeaba. No, abrían el libro para boxear con él.

PHILIP ROTH

Con frecuencia he escogido bando en una disputa no tanto por convencimiento intelectual sino por el respeto y aprecio que me merecían los nombres que se empleaban en su defensa, y no seré yo quien niegue que podemos encontrar a individuos bien horribles defendiendo los poderes terapéuticos de la escritura. Si existe algo peor considerado que confiar en esas facultades, ahora mismo no se me ocurre. Pero como estamos entre amigos me animaré a reconocer que parte de mi gratitud hacia los tres escritores aquí reunidos, parte de lo que me empujó a escribir sobre ellos, se debe a que sus libros me ayudaron a corregir o a encauzar debilidades y vicios capaces de secar la raíz de cualquier vocación literaria.

Empecé a leer a Javier Marías a los veinte años, cuando estaba más preocupado por el deporte que por la actividad intelectual. Mi bagaje era bien escaso, disperso entre lecturas obligatorias y «clásicos» que pese a la distancia temporal y geográfica me resultaban cercanos (Sófocles, Shakespeare, Chéjov, qué sé yo). Ese autodidactismo a tirones me convenció de dos cosas: que la literatura ya estaba escrita, que fue una empresa librada por personas que llevaban siglos muertos, y que cuanto podía escribirse en cualquiera de las dos lenguas que manejaba eran libros para papanatas o llepafils. Las dos novelas de Marías en las que insistiré más adelante (y que sin yo saberlo culminaban el lento aterrizaje de Marías en su propia tradición, al superponer el espacio de la narración con el territorio natal del escritor) me abrieron los ojos a la posibilidad de que la novela se atreviese a agarrar su tiempo por el cuello, me despertaron de mi complejo museístico.

Empecé a leer a V. S. Naipaul y a Saul Bellow poco después de publicar mi primer libro. Advertí que ni siquiera en las reseñas más entusiastas reconocía al novelista con el que fantaseaba ser, que no disponía de los recursos necesarios para escribir los libros que había empezado a intuir. Mis novelistas favoritos (Bernhard, Sebald, Kundera, Benet o Beckett) trabajaban en vetas imaginativas y de estilo que su propia obra se encargaba de agotar; te conducían a espacios fascinantes pero una vez allí te dejaban escorado, no se me ocurría la manera de aprovechar sus logros. Supongo que cualquier novelista ambicioso, con independencia de su valor, atraviesa una fase decisiva en la que devora el trabajo de los autores que le ayudan a barruntar la manera de abrir la mente y el estilo, que le suministran el ánimo y el combustible para sus fantasías.

Hayas nacido donde hayas nacido, sea cual sea tu situación de partida, es improbable que el camino que te conduce a revelarte como escritor sea más escarpado que el que tuvo que remontar V. S. Naipaul. Suele decirse que la «antipatía» de Naipaul se debe al resentimiento hacia las heridas que el racismo y el clasismo dejaron en su carne mientras ascendía por el escalafón literario. Pero ese es solo un lado del asunto. Cuando pienso en Naipaul, el rigor, el talento estilístico, el alcance de su mirada, se anticipan al supuesto rencor. No se me ocurre un escritor más melancólico que Naipaul; en comparación, las profundidades nostálgicas de Sebald tienen un tacto, como diría, más sintético. Pero Naipaul apenas se permite pasiones mustias, no tolera que sus circunstancias personales le debiliten como escritor, nunca busca excusas. La lección que los novelistas podemos extraer de Naipaul es que nazcas donde nazcas, sean cuales sean tus padres, con independencia de cuántos libros encontraste en casa, de la falta de interlocutores válidos, de lo que te costó, de lo poco que hayan creído en tu vocación, hay que arreglárselas para extraer la fuerza creativa de esas desventajas, no nos beneficia escudarnos en ellas: cuando se trata de literatura las justificaciones son declaraciones de impotencia, nadie lee por compasión, la lectura piadosa no tiene valor.

Me divierte imaginar que mis escritores favoritos no solo se leen y se

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