En la boca del lobo

William C. Rempe

Fragmento

cap-1

Prólogo: número equivocado

Washington, D.C.

Lunes, 12 de junio de 1995

 

Una tardía tormenta de primavera había tornado gris y húmeda la capital de Estados Unidos. Al mediodía, las calles estaban tan oscuras bajo el cielo denso y plomizo que los conductores encendían las luces de sus coches. Pero en la Avenida C el sol brillaba en un rincón del Departamento de Estado, en la oficina del subsecretario para Asuntos Internacionales de Narcóticos y Cumplimiento de la Ley, a la que sus ocupantes se referían cariñosamente como la oficina del «secretario para drogas y rufianes». El personal a cargo del embajador Robert S. Gelbard estaba celebrando la noticia de que agentes antinarcóticos de Colombia y Estados Unidos acababan de capturar a uno de los peces gordos del cártel de Cali. Después de meses de interminables galanteos, exhortaciones e intimidaciones por parte de Gelbard, finalmente el gobierno colombiano había logrado apresar a un reconocido traficante que estaba en la mira hacía tiempo. En realidad, el golpe no era tan importante para la empresa criminal más rica del mundo. El jefe de jefes, la cabeza del cártel, seguía libre y, al parecer, bajo la protección de las fuerzas políticas más poderosas de Colombia. Sin embargo, Gelbard y su gente se atrevían a confiar en que era posible desmantelar la poderosa corporación caleña.

Al otro lado del río Potomac, en Langley, Virginia, una telefonista contestaba una llamada alrededor de la una y media de la tarde.

—Agencia Central de Inteligencia —dijo amablemente.

—Hola, sí. Perdone mi inglés —contestó en perfecto inglés una voz con marcado acento latino—. Llamo desde Colombia; tengo información importante sobre el cártel de las drogas de Cali… sobre el jefe del cártel. Sé dónde está.

—Sí, señor. ¿Con quién quiere que lo comunique?

—Pues, su agencia tiene gente acá, tratando de localizar a este hombre. Quiero ayudarles.

—Gracias, señor. ¿Con quién quiere que lo comunique?

Después de una larga pausa, el hombre dijo que no conocía a nadie en la CIA,* pero que gustosamente hablaría con cualquier persona que estuviera interesada en capturar a Miguel Rodríguez Orejuela, el padrino del negocio de la cocaína en Colombia. La telefonista no pareció ni escéptica ni impresionada. Sólo le pidió al hombre, con la misma amabilidad, que le dijera específicamente con qué oficina, persona o extensión quería comunicarse. Él la presionó:

—¿Tienen un número de fax?

—Lo siento.

—¿Tienen un teléfono para recibir información de fuentes anónimas?

—No, lo siento. Tal vez usted pueda volver a llamar después.

Unos cuatro mil kilómetros al sur, el hombre que acababa de llamar a la CIA colgó un auricular negro. Era alto, de pelo oscuro y barba cuidadosamente arreglada. Su atuendo elegante pero informal, tan característico del trópico, no decía mucho sobre su procedencia. Para la gente que estaba en ese momento en el concurrido edificio de Telecom,* en el centro de la ciudad, bien habría podido pasar por un profesor universitario de mediana edad, un juez en su tiempo de descanso o el vicepresidente de un banco.

Se quedó unos momentos en la privacidad que le proporcionaba la cabina telefónica insonorizada. Todavía le temblaban las manos. Había arriesgado su vida por hacer esa llamada. Inhaló lenta y profundamente y repasó en su cabeza la conversación. Parecía absurda, hasta que se dio cuenta de que la telefonista no era una inepta; era su labor filtrar las llamadas. Él no era más que otro loco llamando, un pesado. Y tal vez, en realidad, había perdido la razón.

Si Miguel y los otros jefes del cártel de Cali llegaban siquiera a sospechar que él había llamado a la CIA, era hombre muerto. Sin juicio, sin defensa; solo unas cuantas balas directamente a la cabeza… si tenía suerte. Había peores maneras de morir; le había tocado ver algunas de cerca. Pero esa tarde de mediados de junio sabía lo que hacía. Estaba desesperado, pero no loco.

Tenía cuarenta y siete años, era un padre de familia, y durante los últimos seis años y medio había sido la mano derecha de uno de los jefes criminales más poderosos y despiadados del mundo. Pero ahora quería salirse del cártel…, salirse de una empresa que no toleraba el retiro ni la renuncia de sus empleados.

Al salir de la cabina, miró atentamente a su alrededor en busca de algún rostro familiar; tenía una excusa preparada para explicar por qué estaba en Telecom. Después de todo, había teléfonos del cártel cerca de allí. Pero esos no le servían: todos estaban intervenidos. Sabía mejor que nadie que en Cali no había ningún teléfono privado que en realidad lo fuera.

El hombre salió a los treinta grados de la húmeda tarde caleña. Al otro lado de la calle estaba ubicada la iglesia de San Francisco —una de las atracciones de la ciudad—, construida con ladrillo en el siglo XVIII, con su distintivo campanario de estilo mudéjar. Cruzó la calle, entró a la fría y poco iluminada nave principal y se dirigió al altar. Tenía que pensar su próximo movimiento. No le había confiado a nadie su plan desesperado de hacer caer al jefe del cártel; ni siquiera a su esposa, a pesar de que la estaba poniendo en grave peligro, lo mismo que a sus hijos. Se dijo que ella preferiría no saber, que se sentiría aterrorizada y, peor aún, que probablemente no sería capaz de disimular su miedo. Tendría que esconderle la verdad para protegerla, para protegerlos a todos. Nunca se había sentido tan solo.

Aparte del Padre, del Hijo y de la Madre Santísima, a quienes solía rezar, el hombre que esa tarde cayó de rodillas frente al altar de la iglesia de San Francisco no confiaba en nadie más que en la CIA… pero ni siquiera había conseguido ir más allá de la telefonista de Langley.

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cap

PRIMERA PARTE

 

LOS AÑOS DE GUERRA DEL CÁRTEL

(1989-1993)

cap-2

Seis años y medio antes

Bogotá, Colombia

Mediados de enero de 1989

 

Jorge Salcedo guardó su equipaje de mano en el compartimento superior y se dejó caer en una de las sillas de la ventana de un viejo Boeing 727. Era un vuelo de Bogotá a Cali, a primera hora de la mañana, y él viajaba sin muchas ganas. Además de lo inconveniente de la hora, el hombre de negocios de cuarenta y un años no podía darse el lujo de quitarle tiempo a su e

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