El gran dolor del mundo

Fragmento

cap-1

Introducción

En mayo de 2011 tuve la oportunidad de conocer a María Candel, hija del escritor y albacea junto a su hermano del legado literario de su padre. Vino a la Unidad de Estudios Biográficos para decirme que entre los muchos papeles encontrados había un diario mantenido desde enero de 1944 hasta poco antes de su muerte —con algunas interrupciones sobre las que ya volveré—. En los días sucesivos fue trayendo los primeros cuadernos, hasta 1975. Era evidente que le costaba desprenderse de ellos, ni que fuera momentáneamente. En total, dieciocho cuadernos escritos, en su mayoría hasta la última página, con letra menuda, clara y regular, con escasas correcciones y sin la menor floritura. Incluían recortes de prensa, dibujos sencillos, anotaciones sobre el precio de las cosas, chistes políticos y, sobre todo, el maravilloso fluir de la vida de un hombre íntegro, con un fondo meditabundo y en lucha abierta contra el franquismo. La historia de España, de Cataluña, vivida y sentida desde un rincón pobre y promiscuo de Barcelona, el barrio de Can Tunis en Montjuïc, discurre por estas páginas en un estilo que, por su verdad, no podía, no puede, dejar a nadie indiferente. Sin embargo, cualquier lector de Candel sabe que hablar de su diario no es ninguna novedad. Él se refiere a menudo en su obra a su hábito de escribir diariamente —inventará la palabra «diariar»— y aquellos cuadernos, siempre abiertos o al alcance en su pequeño estudio de la calle Fundición, le servían para recordar hechos, nombres y situaciones, pero también en sí mismos constituían un taller de escritura, un observatorio permanente del mundo de su entorno y una necesidad vital. Un refugio de su ser, tan dado por otra parte a los otros.

Su primera anotación, a los 18 años, es para decir que su madre ha muerto. Parece no dar crédito a la experiencia de haberla perdido bruscamente, después de tan sólo cinco días de enfermedad, y el diario le sirve para aligerar su pena, pero también para fijar los detalles de su pérdida. No sabemos si ésta es su primera anotación diarística, lo normal es que quien escribe por primera vez para sí mismo dé alguna explicación de por qué lo hace o qué se propone hacer. Nada de ello ocurre en la primera entrada, donde Candel copia con la mayor naturalidad la carta enviada a su querido amigo Cifras (un día, al pedir una partida de nacimiento, Cifras descubrirá que en realidad su apellido es Sifre). Pero también es cierto que la gravedad de lo ocurrido hace aflorar en Candel la necesidad de escribir y volcar sus sentimientos, la nueva soledad que se instala en su vida.[1] Todo lo que no se escribe se olvida y es evidente que él no desea olvidar cómo han sucedido los hechos que marcarán su futuro, pues con la pérdida de la madre el sentido profundo de la unidad familiar también desaparecería. Su amigo Sifre con el tiempo también cultivaría la escritura literaria, como Candel, aunque hasta ese momento, a mediados de los cuarenta, los dos jóvenes vivían apasionados por el dibujo y la pintura. Esa fue su primera vocación, aunque no podría desarrollarla por la falta de medios y de formación, pero en sus cuadernos algo queda de su vieja afición por el dibujo. La literatura, en cambio, no requería más que papel y lápiz —con suerte, una máquina de escribir—, de modo que su talento creativo encontró en la escritura el cauce expresivo más adecuado a sus medios y posibilidades. Candel aprendería a escribir escribiendo; como todos, claro, pero su caso fue especial por la dedicación y los sacrificios que le supuso abrirse camino profesionalmente. Su angustia por labrarse un porvenir como escritor quedaría expuesta en su primera obra publicada, Hay una juventud que aguarda (1956).

El diario arranca precisamente de esa angustia. En enero de 1944, el joven Candel, ávido por encontrarse con su destino, vivía en la portería de la parroquia de Nuestra Señora de Port, en Can Tunis, con sus padres y una hermana menor. Había nacido en un pueblo del interior valenciano llamado Casas Altas, hijo primogénito de un matrimonio ya de cierta edad (ambos rozaban los cuarenta años). La madre, Felipa Tortajada Blasco, era una mujer singular. Candel la evocaría de joven como una «verdadera señorita» porque no trabajaba en el campo, como la mayoría de muchachas de Casas Altas, sino que hacía labores e iba a la iglesia. Siempre fue muy religiosa. En cuanto a su padre, Pedro Candel Muñoz, «un hombre delgado, severo, chupado» procedía de una de las familias más humildes del pueblo. Su madre, viuda, había tenido que luchar mucho para sacar adelante a sus siete hijos a base de gachas de maíz. Todos los hijos emigrarían ante la falta de posibilidades. Por el contrario, en los años veinte, la ciudad de Barcelona, con los fastuosos proyectos urbanísticos vinculados a la organización de la Exposición Universal de 1929, se ofrecía como una salida a la sempiterna miseria del campo. Pedro Candel fue el último de los hermanos en irse de Casas Altas, en 1926, aprovechando que había quedado libre un puesto de picapedrero en la cantera de Montjuïc, donde ya trabajaban sus hermanos. Un año después, en 1927, lo harían la esposa y el hijo de dos años escasos. Una vez en Barcelona, Felipa Tortajada tendría que trabajar duramente. Dicen que al llegar a Montjuïc y ver la barraca en la que iban a vivir los tres, lanzó un grito horrorizado. Debió ser el único, pues aquella mujer que no hablaba por no ofender se adaptó sin una queja, trabajando de asistenta por horas en diferentes casas. Trabajó tanto que sus cuñadas decían de ella con admiración: «Y eso que siempre se crió tan regalada...».[2] Después de la guerra el padre de Candel perdió su trabajo, y la situación de la familia cayó en picado con la muerte de Felipa, año cero del diario candeliano. Pero doña Felipa no se fue de vacío. Poco antes había conseguido que su familia se trasladara a la parroquia de Port, a propuesta del nuevo párroco, mosén Pedro. La propuesta consistía en que ella se encargara de la limpieza de la iglesia y demás dependencias de la parroquia, mientras su marido podía trabajar como sacristán. Unos sueldos escasos pero un lugar mucho más digno para vivir que las barracas que se extendían a lo lejos. El nuevo lugar se constituiría en el epicentro de la literatura candeliana, su infatigable Macondo, su principal fuente de inspiración. María Candel lo recuerda así:

La casa de mis abuelos paternos pertenecía a la parroquia; cubría una de las alas de todo aquel recinto, formado por los despachos parroquiales, la escuela, el dispensario y la iglesia. Tenía una sencilla entrada; el vestíbulo también lo era, con salida al patio, y servía de despacho a mi padre. Un pequeño comedor con acceso a la alcoba de mis padres, dos dormitorios y la cocina. El patio lo presidía la higuera, el muro de piedra que separaba el huerto vecino y un gallinero bajo las escaleras que conducían a un gran terrado con su lavadero. En ese patio transcurrían muchas veladas, con amigos y vecinos: sentados en sillas de mimbre o en hamacas de lona y débilmente iluminados por una única luz hablaban de sus cosas.

El encanto chejoviano del lugar se iría perdiendo a principios de los sesenta, a medida que la parroquia crecía y se estimó conveniente darle un uso más práctico al recinto: se instalaron duchas y aseos junto al campo de fútbol, el vestíbulo donde trabajaba Candel se convirtió en el corredor de acceso para los alumnos de las escuelas (perdiendo la casa toda intimidad); se acabó con el pequeño gallinero y en su lugar se instaló una fuente pública; se talaron las acacias del paseo... Todo ello se construiría con materiales precarios —hormigón, cemento…— y sin ninguna sensibilidad, de modo que el espacio parroquial intensamente vivido por todo el vecindario se transformaría y esa transformación transcurrió en paralelo a la del barrio, iniciándose un «tiempo nuevo» que sería el comienzo de su decadencia y futura desaparición. Candel viviría esa transformación como un dolor: el «progreso» del barrio no se hacía respetando el espíritu y la sensibilidad de su gente. Las decisiones se tomaban en algún despacho ajeno a las necesidades de la comunidad, que debía acomodarse a un modelo de vida urbanística menos humano.

En todo caso, la vida de Candel daría un giro decisivo diez años después de comenzar su diario, al conocer al editor José Janés, en 1955. Se llevaban doce años y se trataban de usted, pero la complicidad entre ambos fue inmediata. Janés buscaba nuevas voces autóctonas que compensaran las muchas traducciones que se hacían de narrativa extranjera, y no cabía duda de que Candel era un joven diferente a todos, capaz de imprimir un sello personal a cuanto escribía. Janés editó su primera novela, Hay una juventud que aguarda (la primera publicada, no la primera escrita, que fue Brisa del cerro), y la segunda, Donde la ciudad cambia su nombre, escrita con toda la rapidez que le permitió recoger algunas de las muchas historias que latían en la intimidad de Casas Baratas. Primero la presentó, con el título El dado (inspirado en La noria de Luis Romero), al Premio Ondas, organizado por Radio Barcelona, un concurso de guiones radiofónicos o de novelas que se pudieran adaptar a la radio. Tomás Salvador (quien había prologado Hay una juventud que aguarda) formaba parte del jurado. Quedó finalista y la editorial CID de Madrid se quedó con el manuscrito para estudiar su publicación. Pero pasaba el tiempo y nadie decía nada. Tomás Salvador se lo comentó a su amigo Janés, a quien le faltó tiempo para llamar a Candel: «Miri jove, si vosté aconsegueix recuperar aquesta novel·la, jo se la publico».

Janés lo dijo a ciegas, sin haberla leído. Cuando lo hizo quedó entusiasmado y la compró por dos mil pesetas, con la única condición de que cambiara el título. Entre todos eligieron el definitivo, Donde la ciudad cambia su nombre. El texto apareció en diciembre de 1957, es decir tan sólo un año después de la obra anterior. El mismo editor iba en aquellos días prenavideños regalando un ejemplar del libro a todos los directivos de banco con los que solía tratar. Era su costumbre: para aquel editor entusiasta obsequiar ejemplares de los libros que publicaba era la mejor publicidad. Nadie reparó entonces en el peligro que albergaba el epílogo de la novela, donde se advertía que los personajes no eran de papel, sino de carne y hueso, y que incluso podían rebelarse. Aquello formaba parte de un juego literario —Laforet había caído en la misma ingenuidad al publicar su primera novela, Nada, sin proteger a su familia paterna de los sórdidos personajes magníficamente dibujados por la joven escritora—. En ambos casos, el afán de verismo y la inexperiencia en las artes narrativas les dio la oportunidad de comprobar las funestas consecuencias de una sencilla frase. Ahora, cualquier editor se mostraría encantado ante el escándalo de un libro, pero Janés y Candel, sobre todo Candel, quedaron desbordados por la terrible reacción desencadenada en Casas Baratas, a medida que los vecinos fueron identificándose con los personajes del libro y comprendiendo que sus rarezas e intimidades eran ya de dominio público. El hecho marcaría a fuego al escritor —tuvo que permanecer escondido unos meses y Maruja, su mujer, viviría en lo sucesivo la aparición de cada nueva obra con verdadero temor. Sin embargo, él no dejaría de proceder con su literatura como lo había hecho hasta entonces. «Cada día observo los atardeceres y los anocheceres» anotaría en su diario años después para resumir su técnica literaria, fundada en la observación. Candel lo observaba todo y todo lo escribía: «No sé inventar». Su poética de narrar los hechos a los que tenía acceso, con sinceridad y sin más comentarios, no ofrecía dudas: implícitamente los hechos, por sí mismos, elevan el umbral de la verdad.

Dos años después aparecía su tercera novela, sobre la que hubo ya una notable expectación, Han matado a un hombre; han roto un paisaje. Janés ya no pudo ver más que los primeros ejemplares salidos de la imprenta, pues moriría en un accidente de coche el 11 de marzo de 1959. El escritor, desolado, se vio obligado a buscar un nuevo editor. Sería Josep Vergès.

Desgraciadamente, de aquellos años magníficos, los años de escritura de sus primeras y principales novelas, pero también los años de su matrimonio con Maruja Martínez y el nacimiento de su primera hija, María, no hay constancia en su diario. Los cuadernos comprendidos entre octubre de 1954 y enero de 1959 no se han podido localizar por el momento. Se corresponden con las libretas 4, 5, 6 y 7, numeradas por el propio Candel, y en parte su contenido fue utilizado para escribir ¡Dios, la que se armó!, el libro donde recogería la experiencia de la rebelión de sus personajes con un finísimo sentido del humor, pero los cuadernos no aparecen. Son muchas las coincidencias entre Vergés, el fundador de Destino, y Janés. Prácticamente de la misma edad, los dos cruzarían los años más duros del franquismo consolidando su posición como editores y revolucionando, cada uno a su manera, el mercado del libro. Ambos mantenían un enemigo común, José Manuel Lara, el ambicioso editor de Planeta. Una anotación de Candel en su diario sirve para comprender la situación editorial a la muerte del editor: «Cuando Janés me cogió Hay una juventud que aguarda, fuimos, al poco tiempo, a cenar juntos Arbó, Janés y yo. Janés hablando de Lara dijo: “Siéntate a la puerta de tu casa y verás pasar el cadáver de tu enemigo”. Pero Janés ha muerto. Arbó publica con Lara. Y yo, a lo mejor, también».

No sería así, quizá por fidelidad al amigo muerto. Poco después de esta anotación, Max Cahner, el primer editor de Edicions 62, le encargó un ensayo que debía inspirarse en el formato de Nosaltres, els valencians, escrito por Joan Fuster. El resultado sería Els altres catalans, un libro fundacional de la cultura catalana contemporánea. «Yo he hecho una defensa social de un infraproletariado» anotará en el Diario. Más que una defensa, Candel lo dotó de una épica, y de ahí el inmenso valor de sus libros. La importante recepción que tuvo el ensayo —pensemos que en ocho días se agotó la primera edición— ocupa muchas páginas de su diario, determinando su futuro profesional, pues en lo sucesivo se le conocerá como el escritor que lucha por la cohesión social de los inmigrantes venidos a Cataluña: conferencias, charlas, artículos, más libros…

Candel mantuvo una relación estrecha y profunda con sus cuadernos de notas: le servían como taller de escritura, como memorándum de situaciones y personajes, y constituían asimismo un espacio de desahogo íntimo en el que volcar sus angustias y preocupaciones. A las angustias las llamaba «pensamientos de mediodía» porque aquella era una hora baja para Candel, y el hecho de poder escribir sin demasiadas restricciones sobre Dios, la muerte o el destino le ayudaba a canalizar las dudas existenciales que siempre le acompañaron. Pero la intensa frecuentación de su diario no siempre era para escribir, sino que a veces lo leía, y esa costumbre de releer entradas o cuadernos anteriores buscando inspiración para sus libros, o bien por puro deleite, le llevaba a actuar sobre ellos, bien suprimiendo pasajes, arrancando hojas e incluso destruyendo libretas enteras. La primera ordenación de su diario (de la que tenemos constancia) la efectúa el 9 de octubre de 1964: elimina, desgraciadamente, mucho material correspondiente a los años 1947, 1949, 1950, 1951 y 1952 y numera las libretas que quedan (casi todas de espiral y tapas de cartulina marrón). En general, las supresiones que hace tienen que ver con hechos de su vida personal que pueden resultar comprometedores (la trágica muerte de la madre, los primeros escarceos amorosos, las intenciones que manifestó su padre de casarse de nuevo o la relación con Maruja, su futura mujer), pero, con la destrucción, también nos hemos perdido muchos detalles del aprendizaje literario de Candel, así como de la publicación de sus primeros libros. El escritor con los años se arrepentiría de aquella destrucción masiva de sus diarios de juventud (a la que hay que sumar, como ya se ha dicho, la «desaparición» de cuatro libretas). A partir de 1964 parece no haber más pérdidas ni destrucciones. Este aspecto coincidirá con su progresiva politización. El diario candeliano juega ahí un papel imprescindible, pues consciente su autor de la falta de libertad en la que vive la sociedad española procurará en su Diario acoger lo que no forma parte de la historia oficial y sí de la lucha diaria de tantísimas personas que de una u otra forma se oponían al franquismo. Su progresiva hostilidad hacia la figura de Franco hace que cada cuaderno sea un pulso silencioso de Candel contra el dictador. ¿En qué cuaderno podrá escribir las palabras que tanto ansía? Este es el motivo principal por el que nos hemos detenido en 1975. Un mundo político (in)moral se cierra con su muerte. Y lo que sigue es ya otra historia.

Por último, un breve comentario sobre el título. Más de una vez Candel anota que el gran dolor del mundo hace inviable el derecho a estar alegre. Su mundo literario está repleto de seres vulnerables y situaciones que reclaman una gran compasión. El novelista de Casas Altas tiene algo de escritor ruso. El respeto que siente por la sencillez y el sufrimiento de los demás, la poderosa naturalidad de su estilo, los abismos a los que imperceptiblemente se nos conduce como lectores, nos hacen pensar en Chéjov, por ejemplo.[3] Creo que ambos poseían una grandeza humana que iba más allá de la literatura, sentían verdadero horror a desperdiciar un átomo de vida. Los diarios de Candel son la mejor muestra de su deseo de retener en lo posible la vida vivida, anotándola, combatiéndola, amándola. No hablamos de un hombre, hablamos de una humanidad entera.

cap-2

Nota de los editores

El texto que sigue es una amplia selección del prolijo diario candeliano, donde el proceso de anotar con exactitud los sucesos del día le conducían a veces al agotamiento. El relato de sus viajes, por ejemplo, se ha reducido a la mínima expresión, así como el detalle de su intensa vida política, favoreciendo el equilibrio entre la vida personal del escritor y la crónica colectiva. Por ello ha habido que reestructurar algunas frases, respetándose sin embargo el sentido de éstas. Nos hemos detenido en la muerte de Franco, pues fue una fecha largamente anhelada por el escritor como símbolo del cierre de la dictadura.

Hemos respetado la informalidad de su estilo, su sintaxis coloquial, tan característica de su obra, y las expresiones idiomáticas no completamente ortodoxas como rasgos que, por tratarse de la escritura de un diario personal, concebido para uno mismo, merecían ser preservados, si bien dentro de ciertos límites. Así, hemos corregido los nombres de países, ciudades o autores extranjeros, pero hemos preservado la vacilación con el catalán escrito —una lengua que no estuvo a su alcance aprender— así como la castellanización de tantos nombres catalanes —onomásticos, geográficos, etc.—, porque así se escribían en la época y sólo de este modo el lector puede comprender la lucha del catalanismo por una identidad reducida en el franquismo a la indigencia, aunque nunca destruida.

Candel se expresa espontáneamente, con abundancia de solecismos y recurriendo al artículo antes del nombre, cuya frecuencia hemos aligerado, pero siempre lo hace con un nivel de rigor y precisión idiomática ejemplares. El escritor nunca revisó su diario con la intención de publicarlo, se trataba de una escritura personal, aunque sí utilizó numerosos pasajes para la composición de libros y artículos. Por ello nos parece que la mínima intervención efectuada no altera en nada el original. Prácticamente en la transcripción no han surgido dudas acerca del significado que Candel daba a sus palabras, de modo que hemos evitado en lo posible las notas. La identidad de los personajes se ha resuelto en el índice onomástico.

Por su parte, María Candel, responsable de la selección del material —labor que ha realizado con la mayor objetividad y sin poner ninguna traba a nuestras propuestas—, y a la que agradecemos la confianza depositada en la Unidad de Estudios Biográficos, comenta la experiencia de colaborar en el proyecto, al que por razones obvias se sintió en todo momento muy próxima: «Acerca de la publicación de los diarios personales del escritor Francisco Candel, mi padre, acude a mi mente la gran pasión que él sentía por este género. Me transmitió el interés por su lectura; recuerdo los diarios de Tolstói, Dostoievski o Mann, entre muchos, y siempre sentí una honda curiosidad y admiración, desde niña, por estas libretas que hoy se publican, y a las que él se entregaba en cuerpo y alma, pasase lo que pasase, para no dejar de aprehender el valioso tiempo que le perteneció y hoy nos lega. Un día, nos dijo, los leería y serían míos y de mi hermano, nuestros. Ahora los ofrezco como un tesoro que sólo los grandes escritores, y una magnífica personalidad, como la de mi padre, son capaces de prestarnos para que el tiempo sea un presente continuo. En su nombre y en el nuestro, gracias a quienes lo han hecho posible, pues por mi parte sólo he conservado, con toda mi fe en su legado, lo que creí que era posible pudiera llegar intacto, como a él le hubiese gustado tanto, a nuevas generaciones de lectores.»

Los editores agradecen, en efecto, la colaboración desinteresada, el entusiasmo y la voluntad de los estudiantes que han participado en el proyecto, turnándose en la transcripción de los cuadernos. Los cafés y las conversaciones han sido muchos y su generosidad, siempre admirable. Así, y por orden de intervención en el proyecto, gracias a Aldo Campodónico, Ada Torres (del programa CASB), Fátima Samaranch, Marta Benito, Yasmina García, Víctor Vázquez, Álex Porcel y Patricio Alvarado (responsable de las ilustraciones).

Por último, nuestro agradecimiento a Miguel Aguilar y a todo el equipo de Debate, en especial a los correctores, por el esmero que han puesto en la edición.

cap-3

Diarios

1944-1975

imagen

cap-4

1944

SIN FECHA, ENERO

Querido Cifras:

Honda pena, que entristece mi corazón y llena mis ojos de lágrimas, es la que tengo que comunicarte: mi madre ha muerto.[1]

No esperabas esta mala noticia, ¿verdad?... También tú sentirás tristeza ante esta dolorosa nueva: primero, porque apreciabas a mi madre... y además porque a un amigo tuyo, quizá el mejor que tienes, le ha caído la más negra desgracia que sobre él podía caer.

Mucho consuela la buena muerte que tuvo..., muerte dulce y santa, que todos habríamos de desear para cuando llegue nuestra última hora. Cinco días, nada más, ha estado enferma. Cinco días y cinco noches que mi pobre padre ha pasado sin dormir, atendiendo a mi madre con toda solicitud y esmero.

El martes a la noche, día 18, recibió los santos sacramentos. Nunca pensé yo que mi madre se moría, ¡ni aun en aquel momento! Después de recibidos los sacramentos, se sosegó un poco, y cerca de las dos de la madrugada del miércoles entró en la agonía. Ella, con una serenidad incomprensible, no cesaba de rezar y decir jaculatorias, preparando su alma para el viaje postrero. Cuando notó que las fuerzas la abandonaban, llamó a mi padre: lo besó; lo mismo hizo con mi hermana; luego me besó a mí: yo cubrí su cara de besos, y rompí en un sollozo desesperado. Poco a poco me serené. Le pasé un brazo por el cuello y ya no me aparté de su lado. Mosén Pedro, a la otra parte de la cabecera, no cesaba de hablarle y confortarla. Las últimas palabras, que mi madre pronunció llena de conocimiento, fueron: «No quiero nada de este mundo...», y con la mano, como pudo, hizo la señal de la cruz.

Después siguió hablando sin entenderse, a ratos, lo que decía; yo le oí pronunciar el nombre de un sobrino suyo (ya muerto) dos veces.

Le pusimos el escapulario sobre la boca: lo besó; le puse mi cara, y me volvió a besar. Yo también la besé. ¡Ah, Cifras!... ¡Y qué buenos son los últimos besos de una madre!... Quiso sentarse en la cama y, al hacerlo, abrió tanto los ojos que parecían saltársele de las órbitas. Yo la acosté otra vez, todo asustado. Le pusieron otra inyección, que no la reanimó casi nada.

Cifras, tú no sabes lo doloroso que es ver que se te escapa la vida de una madre en tus brazos, y no poder hacer nada por ella... Créeme, ¡hay para desesperarse!... quizá algún día lo sabrás.

Poco a poco, noté que a mi madre se le enronquecía la respiración, movió algo los labios como si musitase algo, parpadeó un poco... y entregó su preciosa alma a Dios. La señora Catalina y yo le cerramos los ojos. Besé a mi madre muerta en la frente, y salí llorando de la habitación.

Eran las cuatro menos cuarto de la mañana del miércoles día 19. Aún tuve que ayudar yo, después de estar mi madre amortajada, a levantar su cuerpo muerto, para que arreglasen el lecho en que había fallecido.

¡Qué doloroso fue para mí estrechar contra mi pecho el cuerpo inerte de mi madre!

Después ya te lo puedes figurar, todo el día viniendo gente a verla. ¡Cómo la querían todos! El señor Cabo la retrató. Yo intenté dibujarla y no pude. Siempre que entraba en la habitación y veía aquel cuerpo sin vida que tanto y tanto había hecho por mí... No podía contenerme y gruesas y abundantes lágrimas rodaban por mi cara, por mis mejillas. ¡No puedes imaginarte lo que llegué a llorar aquel día! No parecía que mi madre estaba muerta, sino solamente dormida.

Al día siguiente, jueves por la mañana, el entierro. Antes de entrar en la tumba, le di el último beso aquí en la tierra. No lloré, porque ya no tenía lágrimas para hacerlo.

Cuando volvimos del cementerio, me entregaron una carta tuya, que aunque no lo parezca me consoló algo. Seguramente, fue de pensar que aún tenía un amigo en quien poder confiar mis cosas. El día que nos veamos te contaré muchas cosas más, que ahora mi pobre cabeza no acierta a recordar y que mi pluma no sabría expresar.

Nada más, Cifras.

Un fuerte abrazo de tu amigo

CANDEL

SIN FECHA, ENERO

Inolvidable amigo:

Hay cosas que sólo las sentimos, pero no podemos expresarlas: el fallecimiento de tu madre. Me cogió tan de improviso que estuve un rato dudando lo que mis ojos leían; si alguien que no fuese de tu familia lo sintió más que nadie, fui yo.

Muchos años hacía que no lloraba por nadie; ayer, sin embargo, lloré. Lloraron mis ojos, pero más que ellos, lloró mi corazón. Yo apreciaba a tu madre porque... ¡era una madre!..., la de mi mejor amigo.

Entre dos millones de cosas, el pensar en el fallecimiento de tu madre querida nunca se me hubiera acudido. Tu madre, Candel, era demasiado buena para estar aquí abajo; Dios la ha llamado para sí.

Créeme que estoy triste, parece como si ella fuera algo de mi familia, no sé..., ¡era tan buena! Nunca me reprendió, y eso que le di motivos para hacerlo. Siempre se mostró simpática, amable, cariñosa... ¡Pocas mujeres son igual!

No te diré sus virtudes, porque ninguno puede ver más en la madre que su propio hijo.

Dices bien en la tuya que hay para desesperarse; lo creo, es un sorbo de hiel que todos hemos de tomar; quién antes, quién después, es ley inexorable:

Nuestras vidas son los ríos

que van a dar al mar,

que es el morir.[2]

¡Es una gran verdad, estamos convencidos... pero... sólo nos damos cuenta de ella cuando la sentimos, cuando hiere a los nuestros! Tú has bebido ya el sorbo; yo lo he de beber aún. ¡Es tan triste la vida! Si tu madre tornara a la vida, cómo la estrecharías cerca de tu corazón, cómo la amarías... Mas... ¡no seamos egoístas!... Tu madre goza; su vida en la tierra fue un calvario; a buen seguro Dios le habrá premiado.

Una madre, Candel, es insustituible, nada cubrirá su vacío...; pero acepta mi más sincero cariño, más fuerte que nunca en lugar del suyo; ya sé que muy poco será por más que me esfuerce: el amor de tu madre era un lago, el mío es un charco.

Soporta este dolor con resignación, cuida a tu padre, tiernamente, mímale, ¡ha hecho también tanto por ti!... Agradécele ahora, en vida; no cuando baje del sepulcro a reposar junto al cadáver de tu madre.

Perdona mi brusquedad en intentar consolarte, tú sabes que yo lo hago de corazón; yo lo he sentido y lo sentiré mucho tiempo; mi vocabulario es escueto y llano, no como el de aquellos que en el cementerio te dieron el pésame, con frases más o menos impresionantes, y gesto más o menos trágico, y luego... «he cumplido». No, tú sabes que yo comparto contigo este dolor; allí, cuando estés en la habitación, y recuerdes a tu madre, y ardientes lágrimas surquen tu dolorido rostro, allí estaré yo, a tu lado, enjuagándotelas, siempre.

Tu madre, desde ahora, guiará desde el cielo tus pasos en la tierra.

Candel, un abrazo, muy profundo..., más..., así.

CIFRAS

LUNES, 17 DE JULIO

Estoy en Sarriá, en la casa de Ejercicios.[3] Son cinco o seis días los que he de pasar fuera de casa y ya me estoy añorando. Pienso en mi padre, mi hermana, mi abuela, en mi madre que está en el cielo: y me siento triste. No sé, pero me causa la impresión de que me voy a aburrir. Me acostaré a ver si disipo estos negros temores.

MARTES, 18 DE JULIO

En cuanto he oído el timbre que toca para despertarnos, he saltado de la cama, y abriendo la venta he respirado a pleno pulmón el aire fresco de la mañana. El cielo está despejado y vaticina un día espléndido.

Después de haberme aseado he bajado a la capilla junto con los otros ejercitantes, unos veinticinco o treinta en total. Oraciones, misa, meditaciones; todo muy monótono.

Lo mejor son las comidas. Abundancia de ellas y buenas; se puede repetir. Cerca de mí hay un señor gordo con lentes, que son pocos los platos en que no repita. Yo soy el último de la mesa en servirme y no gasto cumplidos: me echo todo lo que quiero; así no hay necesidad de volver a repetir.

Son ya tres padres los que nos han hablado. Hay uno ya viejo, creo que se llama padre Monfort, que casi siempre trata de apologética: la existencia de Dios, la divinidad de Cristo, etc.

Los otros dos dan las meditaciones. La cosa se pone seria. Se nos ha hablado de la fealdad del pecado. Se nos ha hecho recordar brevemente nuestras faltas, pasando por nuestras edades: de los siete años, que empieza el uso de razón, hasta los doce. Recordándolos he tenido que exclamar como san Agustín: «¡Señor, qué hombre tan pequeño y qué pecador más grande!». De los doce a los diecinueve; y ya no paso adelante porque ya no cuento con más años. ¡Qué bondadoso es Dios y cuán ingrato soy yo! ¡Señor, que no vuelva más a pecar!

MIÉRCOLES, 19 DE JULIO

¡El infierno...! es lo que hoy hemos meditado. Causa horror pensar sobre ello. Por un solo pecado los ángeles fueron arrojados a él; y yo, que soy tan pecador, aún vivo. ¡Qué bueno eres, Señor! San Ignacio dice: «El que se quema mucho durante la vida pensando en el infierno no se quemará después de muerto». ¡Dios mío, haz que piense mucho en el infierno mientras viva y así no me condenaré!

La cena de hoy no ha sido nada buena. Una sopa de harina. Me he reído (aunque disimuladamente) al ver la cara que ponía un joven que tengo delante, con dientes grandes y bigote. Después, patatas y habichuelas; por último, sardina frita. El señor gordo no ha repetido como por costumbre tiene.

Después de la cena, la meditación de la muerte: todos hemos de morir, y en un plazo que siempre nos parecerá breve. El padre nos ha dicho: «¿¡Quién de vosotros me asegura que mañana vivirá, que no morirá esta noche...!?».

Al acostarme, le he pedido a Jesús: «¡Señor, que yo no muera esta noche!».

JUEVES, 20 DE JULIO

Más meditaciones sobre la muerte. La Parábola de hijo pródigo y... ¡a confesar! ¡Qué consuelo más inefable se experimenta después de haber descargado el peso de nuestros pecados a los pies del confesor...! ¡Hasta tiene uno ganas de hablar y romper el silencio!

VIERNES, 21 DE JULIO

Hace un día espléndido de sol y de vida. El cielo se conserva sereno y limpio como nuestras almas. Hoy nos hemos acercado al banquete celestial, a recibir al Rey de los corazones: a Jesús en la Eucaristía. Hemos meditado el misterio de la Encarnación.

Esta tarde se nos ha disertado sobre la elección de estado. Qué camino debo seguir: ¿Religioso...? ¿Casado...? ¿Soltero...? ¡No lo sé! Ya veremos... Aún soy joven...

Acabo de escribir el diario del día.

cap-5

1945

MIÉRCOLES, 24 DE OCTUBRE

El patio grande del cuartel bulle de animación.[1] Jinetes y caballos formamos por escuadras de a ocho en nuestros respectivos escuadrones. Sobre mi espalda, cruzado en bandolera, descansa el fusil: «nuestro hermano», según los mandos, ¡qué ironía! Llevamos macuto con cuchara, plato y vaso. Sobre la «seriana», correaje y cartucheras con quince tiros por munición.

Los caballos piafan, se muestran impacientes y golpean el suelo con las patas. Unos a otros, con los belfos, husmean y rozan las bolsas de cebada que llevan colgando de las sillas. Inteligente, tordo oscuro, destinado para mí en esta marcha, topa con su cabeza en mi espalda cual si quisiera jugar. Lo acaricio dándole palmadas en el cuello. Reina una animación desacostumbrada y se pillan frases sueltas al vuelo:

—Vamos al Campo de la Bota.

—Eso te lo crees tú. Al Vértice Pollo es donde vamos.

—¿Pasaremos todo el día allí?

—Eso parece.

—Dicen que el general subirá a vernos...

—¡Lástima no reventara...!

—Y el coronel también vendrá.

—La madre que los...

Resuenan las voces de los capitanes apagando las murmuraciones:

—Escuadrón... ¡firmes! ¡Prepárense para montar a caballo...!

Tenso las riendas, calzo el estribo izquierdo y me agarro a la montura. Los caballos se mueven de un lado a otro, y damos pequeños saltos con el pie que queda en el suelo para seguir sus vaivenes.

—¡A caballo!

De un pequeño empuje nos enderezamos sobre el estribo.

—¡Ar!

Suavemente nos sentamos en la silla y nos alineamos unos con otros.

A la voz de marchen, salimos de cuatro en fondo, y desfilamos bajo las arcadas de la puerta principal donde la guardia forma a nuestro paso. La gente nos contempla admirada, embelesada, mientras nosotros cabalgamos ufanos cual si fuéramos emperadores.

La formación varía y nos colocamos por parejas de dos. Ahora ya sabemos dónde vamos: al Vértice Pollo. Echamos por la carretera de Granollers, trazando una fila por cada borde del asfaltado. Los vehículos, con precaución, poco a poco, ruedan por medio de las dos hileras. Hace calor, bochorno de plomo, y las ropas se empapan de sudor. El fusil golpea en mi espalda y para amortiguar esos golpes procuro trotar a la inglesa. Polvo, mucho polvo. Tanto, que apenas si distingo la figura que llevo delante. Y así, después de una cabalgata enorme, por carretera, campos y caminos, unas veces al trote y otras al paso, vadeamos un río salpicándonos todos de agua y en sus márgenes, al pie de unos altozanos, hacemos alto. Descendemos de los corceles y los atamos unos con otros, formando grandes circunferencias de unos quince animales cada una. Dejamos en su centro a los guardacaballos y los demás marchamos a las pruebas de tiro.

El sitio es conocido. El Vértice Pollo que le dicen, aunque en realidad ignoro el porqué de ese nombre. El lugar hierve de animación. Oficiales con sus respectivos caballos y otros a pie, arriba y abajo. Carros de morteros, soldados con fusiles ametralladores... Los equipos de transmisiones colocando cables por el suelo, con los cuales tropieza y se enreda uno constantemente.

... Y una confusión y batahola indescriptibles semejantes a la torre de Babel. Nos hacen sentar en el suelo y mientras aguardamos órdenes, nos tumbamos por medio de la hierba y de la florida retama. La posición no resulta muy cómoda debido a los cachivaches que encima llevamos y por hallarnos en una ladera bastante pronunciada. Sudorosos, cubiertos de polvo, con la espalda llagada a causa de los golpes del fusil, procuro dormir.

Hay un revuelo y murmullo de voces: «El general ha llegado». Nos levantamos; en efecto, el general está allí. Gordo, con pelo blanco, semeja un saco de patatas sobre la cabalgadura. Lo acompaña nuestro coronel, que tiene cara de bestia, y otros jefes del Regimiento.

En la carretera observo un automóvil negro, lujoso, allí estacionado. El general ha venido en él y el regreso lo efectuará igual. Y en sus discursos a la tropa les hablará del sacrificio, sufrimientos, heroicidades...

Empiezan las pruebas de tiro de fusil. Como somos tantos y no acabaríamos jamás, escogen al azar unos cuantos soldados por escuadrón y sólo éstos efectúan las pruebas. Acabadas éstas, el general en persona, seguido por un séquito de jefes, trepa loma arriba con el caballo y comprueba él mismo los blancos efectuados. Creo que en todas nuestras mentes bulle la misma idea: «Si resbalases y te rompieses la crisma...». Mientras tanto procuro dormir para distraer el tedio.

Luego entran en acción los fusiles ametralladores; a continuación, los cañones antitanques y después los morteros. Una confusión de tableteos y explosiones se suceden sin cesar y el dormir se hace imposible. Con ansia espero, mejor dicho, esperamos, la hora de comer. Pero dicen que regresamos al cuartel y comemos allí. ¡Y para eso nos hacen traer plato y cuchara!

El regreso es más largo. Lo efectuamos por sitios distintos y dando más rodeo. Nos hacen subir y bajar pendientes, por terrenos desiguales y por bordes de barrancos y altozanos. Cabalgamos más al trote que al paso. Desfilamos por debajo de puentes y túneles, agachando la cabeza al pasar bajo los macizos de hiedra y madreselvas. Cruzamos en tortuosas hileras por medio de campos y caminos que semejan cauces de torrente.

Vuelvo la cabeza hacia atrás. Es un espectáculo maravilloso. Una fila interminable de jinetes marchando al paso va apareciendo por lo alto de la loma; descienden a lo largo de senderos que cruzan por campos de trigo ya segados. El sol cae cada vez más fuerte y relumbra con vivos destellos que hacen entornar los ojos, sobre las parvas de oro. Parece el paisaje una estampa castellana, cruzada por bravas legiones de centauros. También nos trae a la mente el recuerdo de tierras marroquíes.

Un trote largo de cerca de una hora por medio de callejuelas calcinadas y por carreteras llenas de sombra, nos conduce cerca del cuartel. Inteligente, mi bravo corcel que hace honor a su nombre, adivinando que llegamos al final, intenta adelantarse para llegar cuanto antes saliendo de la formación. Fuertes tirones de las riendas que le hacen mascar el hierro, le hacen también desistir de su empeño.

Llegados al cuartel, damos agua a las cabalgaduras, las desensillamos, les damos su ración de pienso y subimos a comer. ¡Bien lo necesitamos!

JUEVES, 25 DE OCTUBRE

Fuimos al picadero a montar. Luego de un largo rato, gritó el teniente:

—Alargando el trote, galope a la izquierda...

Golpeamos con los talones los ijares y los corceles salen como flechas. Por lo visto, el teniente no ha quedado contento con nuestro modo de actuar. En castigo nos hace galopar sin estribos. ¡Qué complicado resulta el sostenerse! Sobre todo en las vueltas. En el momento nos manda trote para luego ponernos al paso, no puedo resistir más y bajo del caballo. Para disimular, arreglo una correa suelta del pecho petral de Jorobado, mi cabalgadura. El teniente no se da cuenta y no dice nada. A otros que se han caído o se han bajado los hace galopar sin estribos y con las manos en la cintura, dejando las riendas sueltas. Los aterrizajes forzosos se suceden sin interrupción. ¡Qué canalladas!

cap-6

1946

MARTES, 12 DE FEBRERO

Hoy he sabido algo que no sé si creer o dejar de creer. Me limitaré a tomar nota de ello. Nos hallamos Cifras y yo conversando con Polo, en la esquina que forman las escuelas adosadas a la iglesia. La noche se ha cerrado por completo. Después de explicar chistes y discutir de política, empezamos a hablar sobre personas conocidas. Polo, con charla suelta, alegre, vivaz, sazonada por abundancia de genialidades, nos dice algo que poco más o menos fue esto: «El señor Eusebio (el hermano del señor Cabo), ahí donde lo veis, un hombre tan formal, que va a misa y comulga cada domingo, intentó a espaldas mías formar plan con mi mujer y entenderse con ella. Y encima tiene el cinismo de que cuando me ve, me saluda atento y cordial: “¿Qué tal, Polo? ¿Cómo va eso?”. “Bien, muy bien”, contesto yo. Me da la mano y mientras se la estrecho, pienso para mi interior: “Usted es un sinvergüenza y un canalla”».

En realidad, Polo no dijo ni sinvergüenza ni canalla. Dijo algo que por educación no está bien que lo escriba; aunque en realidad ya se figura. Después prosiguió: «Igual que la mujer del señor Cabo, ¡vaya una gachi que está hecha! Ya debéis saber que se entendía con Ribera».

Cifras y yo asentimos con la cabeza aunque no estamos muy al corriente de este asunto. Y Polo sigue diciendo: «El señor Cabo, poniendo por cebo a su mujer, quería hacer picar a mosén Pedro, para así poderlo hacer saltar de la parroquia. Pero mosén Pedro no cayó en la trampa; fue más vivo de lo que pensaban».

Y Polo termina así sus confidencias: «Yo seré un sinvergüenza, pero al lado de estos ejemplos de moralidad, merezco estar sentado en una nube tocando un flaviol y rodeado por un sinfín de angelitos».

Éstas fueron las palabras de Polo (si no idénticas, parecidas), pronunciadas hoy, cerca de las once de la noche, siendo testigos Cifras y yo, y Dios, que nos está mirando. La deducción mía y de Cifras es la siguiente: «Polo es muy amigo de mosén Pedro; si no íntimos, se tienen bastante confianza. Mosén Pedro debió contarle todo esto del señor Cabo y su mujer».

Ahora bien, dos conclusiones sacamos de todo este embrollo. Si lo que dice Polo, y, por boca de él, mosén Pedro, es cierto, el señor Cabo es un canalla. Un canalla por emplear métodos tan violentos para la expulsión de mosén Pedro, aunque tanto odio le tenga; y doble canalla por poner en juego la fragilidad de su esposa.

La segunda conclusión es como sigue: «Si lo que cuenta Polo es pura fantasía del mosén Pedro, más le valía colgar los hábitos. Pues está difamando la honra de una mujer casada y, por añadidura, destruyendo la felicidad de un hogar».

MIÉRCOLES, 13 DE FEBRERO

Ingresa mi hermana en el Sanatorio Flor de Mayo en Sardañola.

DOMINGO, 17 DE FEBRERO

Se rumoreaba que hoy sorteaban a los quintos.[1] Ha sido sólo una falsa alarma. Confusionismo. He aquí lo que me han dicho. Se hallaban unos cuantos (entre ellos personas de mucho crédito) tomando café en la rectoría de la parroquia. Mosén Pedro se hallaba sentado al lado de la señorita Ramona. A alguien se le cayó la cucharilla al suelo. Al agacharse para recogerla, vio que mosén Pedro tenía enlazada una pierna con otra —pierna, se entiende— de la antedicha señorita. Luego todos dejaban caer algo al suelo para observar dicho panorama.

VIERNES, 15 DE MARZO

Ayer fue una tarde evocadora y romántica. Evocadora porque nos traía a la memoria el recuerdo de otros buenos tiempos no muy lejanos. Romántica, por lo bella y maravillosa que resultó después.

Luego de haber saboreado una opulenta comida, y mientras fumábamos un cigarrillo rubio y paladeábamos el aromático café, estuvimos trazando puntos y planes sobre el Nupard. Cifras fumaba en su nueva boquilla que estrenaba en aquel momento.

Pagada la cuenta al camarero, salimos fuera, y, subiendo al tranvía, nos dirigimos hacia el puerto. Estaba la tarde alegre y con sol. Subimos en esas especies de lanchas con motor que llaman golondrinas y nos dirigimos hacia el Rompeolas. Una vez allí, pasamos por el largo muro y nos sentamos a los pies del faro, entre los bloques de piedra donde rompen las olas agitadas.

Trazamos algunos apuntes rápidos en el papel que para ello llevábamos, copiando aquellos bellos rincones. El mar estaba plomizo y alborotado. Por la parte de oriente, hacia las montañas, el cielo está negro y oscuro, claro indicio de que habrá tormenta. Por entre el conglomerado de nubes se divisa un trozo de arco iris, símbolo de paz.

A las seis y media, regresamos en otra golondrina hacia el muelle. Sentado en la proa de la embarcación, me sustraigo del paisaje que nos rodea y me absorbo por completo en la maravilla de este atardecer. Hacia donde el sol se oculta, las nubes son rojas como el fuego con sombras violáceas. Por encima de nuestras cabezas, el cielo está encapotado y negro. Por oriente cruzan rápidos relámpagos. Surcamos con rapidez y suave balanceo las aguas grises tirando a verde, y pasamos por medio de barcos y barcazas. A nuestra derecha dejamos la mole inmensa del trasatlántico Cabo de Hornos, todo blanco, que ya empieza a encender las luces de cubierta que brillan como la plata.

Al poner pie a tierra, la noche casi que se nos ha echado encima. Aún no han encendido el alumbrado público y nos rodea una semioscuridad misteriosa. La gente se apresura y parece un hormiguero en completo desorden.

Al llegar a la calle nueva, caen las primeras gotas e inmediatamente el aguacero. Nos dirigimos corriendo hacia el Paralelo, y allí nos refugiamos en un bar. Mientras tomamos Cifras un café y yo una cerveza, esperando que cese la lluvia, tiramos piezas de diez céntimos en una gramola para escuchar sus canciones.

¡Qué tarde más evocadora...! No hemos hecho nada de particular y creo que no la olvidaré nunca.

¡Perdón! Olvidaba decir que el 20 del mes pasado hubo huelga en el taller donde trabajo; talleres Hijos de A. Arisó.

DOMINGO, 17 DE MARZO

Una botella de champán. Pasteles. Pollo. Muchas cuentas y economía.

LUNES, 18 DE MARZO

Esta tarde Cifras y yo hemos ido de compras.

MARTES, 19 DE MARZO

¡San José...! Hemos ido invitados a comer a casa del señor Cabo, Cifras, Catalá y yo.

SÁBADO, 11 DE MAYO

Esta mañana monté el caballo castaño Urgel. Me hizo pasar bastantes malos ratos; pegaba coces, cabeceaba, y cuando trotábamos abandonaba el último puesto que era el que nos pertenecía, pasaba delante de los otros, y una vez se arrancó al galope. Hemos hecho varios ejercicios complicados con el caballo pasado; soltábamos las riendas y, con las manos en las caderas, nos tumbábamos hacia adelante y hacia atrás en la grupa. Urgel no se estaba quieto y cabeceaba hasta sacarse las riendas.

Para bajar del caballo, nos hacen pasar la pierna izquierda por encima del cuello del animal, hasta quedar sentado a la derecha. Luego, con la mano izquierda sujeta al borrén delantero y la derecha en el borrén trasero, te echas hacia atrás, das una vuelta de campana y quedas en pie a la izquierda del animal.

Esta tarde nos han puesto la segunda inyección contra el tifus.

Hoy se cumple un mes desde mi ingreso en este cuartel. Diríase que hace un año.

MIÉRCOLES, 15 DE MAYO

Llevo unos días bastante divertidos.

Domingo por la tarde fui a casa. Lunes por la mañana fuimos a montar a una explanada pegada al lado del cuartel, circundada por calles donde la gente se estacionaba para ver nuestros ejercicios. Ayer, martes, nos llevaron a todo el Regimiento al cine Roxi, a ver la película Los últimos de Filipinas. Resultó una mañana divertida y sobre todo descansada. Por la tarde hubo revista por el general. Luego salí a paseo con Fernández, Sans y Yuste, tres muchachos pueblerinos.

Hoy, sin embargo, ha sido el día más divertido. Por la mañana, luego de haber almorzado y dado pienso al ganado, fuimos al tiro. Se nos dio un mosquetón y cinco proyectiles a cada uno. Con el mono, el gorro, correajes y cartucheras, semejábamos milicianos de la revolución del 36. Doce kilómetros a pie hemos andado antes de llegar al Vértice Pollo, donde se efectuaba el tiro. Estaba la mañana gris y nublada: en una palabra, melancólica. Atravesando barrios, campos, caseríos, por caminos y carreteras, yo me extasiaba en la belleza del paisaje. De vez en cuando, caía una llovizna fina que nos refrescaba. Encerrado en el cuartel, no me había dado cuenta de que la primavera está muy adelantada. Aún están verdes los trigales, pero crecidos y con manchas rojas: amapolas, mucho verdor, muchas flores, mucha hermosura que uno no puede saborear a gusto. Llegamos al final del itinerario. Acampamos, por decirlo así, en un valle que forma la montaña, cubierto de zarzas y retama. Los blancos ya están colocados. Por orden de lista y a treinta metros de distancia, disparamos cuando llega nuestro turno, a la orden de fuego que da el corneta. Yo he tirado rodilla en tierra. He hecho un buen blanco, calificado como de primera. Luego regresamos: dos horas más de camino hacia el cuartel. La vuelta es más penosa y llegamos fatigados. Con un brío increíble atacamos con fuerza el rancho del mediodía, que, dicho sea de paso, es buenísimo. Esta tarde hemos proseguido en el picadero —matadero, según nosotros— la instrucción con el caballo. He cogido para montar un tordo llamado Impuesto, manso como un cordero. A cada momento tenía que pegarle con los talones en los ijares, para que no se retrase en el trote. Luego las dos secciones de caballos, unos dieciséis por banda, nos cruzamos unos con otros, procurando alinearnos bien. Las maniobras de hoy, al igual que un parte militar, puedo decir: efectuadas sin novedad.

JUEVES, 16 DE MAYO

Esta mañana llovió también. No pudimos ir a la pista a montar y fuimos al Picadero a voltear. Me tocó el turno con el Arqueador, que tiene un galope en el que uno oscila hacia arriba y hacia abajo. Subí en él. «¡Ponte de rodillas!», gritaron. Y aún no había puesto la primera pierna en la grupa, cuando fui a dar de costado en el suelo.

Durante todo el día me dolió el anca izquierda.

VIERNES, 17 DE MAYO

El sargento León, el de las botas arrugadas —como le digo yo— y la cara de niño, nos mandó hacer un paso ligero por hacer mal (según él) la instrucción con el fusil.

Le he tomado odio; pero al cabo Crepat aún lo odio más.

SÁBADO, 18 DE MAYO

Montando el caballo negro Salaya, he salido disparado por encima de su cuello y he caído al suelo.

He tenido carta de mi hermana. Según dice, ha estado unos cuantos días mal. Tuvo hemoptisis con hemorragia de sangre. Mi hermana acabará por morirse, no la veré buena ya más. ¡Señor, cúrala!

DOMINGO, 19 DE MAYO

Esta tarde he ido a casa. Luego vino Cifras. Me he alegrado mucho y ha sido como un rayo de sol que pone su nota dorada en medio de los días grises. Me ha acompañado hasta la parada del metro. Por el camino charlamos largamente y formamos planes para el futuro. Renacen las esperanzas.

LUNES, 20 DE MAYO

Esta mañana montando a caballo he pasado un rato desagradable. Llevaba una montura mala y me dolía todo el cuerpo. El teniente instructor la ha tomado conmigo y no hacía más que reñirme.

Esta tarde, pasando revista de equipos, el sargento López, que es medio neurasténico, me ha arrestado. Durante la hora de paseo he estado limpiando la cuadra como castigo.

¡Qué vida más perra!...

MARTES, 21 DE MAYO

Hemos ido al tiro, al famoso Campo de la Bota, junto a la playa del Pueblo Nuevo.

Deficiente en puntería.

MIÉRCOLES, 22 DE MAYO

Ayer por la noche, junto con Fermín Granados, un muchacho venido de Badajoz, tuvimos el primer cuarto de cuadra; desde las diez de la noche hasta la una de la madrugada, de vigilancia por las caballerizas.

Hoy hemos vuelto al tiro al Vértice Pollo. De ocho tiros, he conseguido poner seis en la diana. El día estaba gris, igual que la vez anterior y ayer, y de vez en cuando caía una llovizna fina. ¡Vaya primavera que estamos pasando! Casi cada día llueve y es raro el día que brilla el sol.

Puntería: Primer día, de primera. Segundo día, deficiente. Tercer día, de primera.

JUEVES, 23 DE MAYO

Por la mañana a montar a caballo. Arrestado por no tener el equipo limpio.

Sin salir a paseo. Esta semana es la semana de los arrestos.

VIERNES, 24 DE MAYO

Montar a caballo. Formación por escuadras.

SÁBADO, 25 DE MAYO

De la instrucción a caballo, lo que más me molesta es colocar la montura. No porque sea difícil. No. Es por las prisas que dan y el poco tiempo que dejan para hacerlo.

Esta mañana he sido de los primeros en tener el equipo montado y los leguis puestos en las piernas. Al salir de las caballerizas, formamos de cuatro en cuatro. De pronto se ha puesto a llover. Otra vez adentro a desensillar la cabalgadura. Me ha producido indignación, porque la parte más difícil ya la tenía realizada.

LUNES, 27 DE MAYO

Hoy no he hecho instrucción. Por la mañana estuve de cuadra. Luego me mandó llamar el capitán para dibujar un caballo grande y otros dibujos. Merced a ello, esta tarde me he ahorrado pasar revista de equipos y sables.

MARTES, 28 DE MAYO

Un lance apurado.

Fuimos a montar a la pista esta mañana. Yo llevaba el Galibo, un caballo ruano muy manso. Durante un rato cabalgamos al paso uno detrás de otro. Después mandaron al trote. Entonces me di cuenta que llevaba los estribos cortos. «En cuanto volvamos al paso los aflojaré un punto», pensé. No tuve tiempo de hacerlo; mandaron trote a la inglesa y acto seguido al galope. Llevábamos un galope corto. Mi caballo volaba —por decirlo así— y continuamente le tiraba de las riendas para que no saliese de su tanda y pasase delante de los otros. Yo apretaba las rodillas cuanto podía y, a pesar de eso, botaba en la silla como una pelota. Llegó un momento en que me emocioné; me imaginaba ser un caballista del Oeste; algo así como Pete Rice: mi héroe predilecto.

Después de unas cuantas vueltas, estalló la voz del teniente: «¡Escuadrón..., al trote!». Intenté sujetar mi cabalgadura y no pude. Seis caballos que delante llevaba continuaron galopando cada uno por su lado. El mío, imitando su ejemplo, salió desbocado a una velocidad de mil demonios. No me arredré. Conservaba la serenidad y me repetía para mis adentros: «Dentro de pocos momentos sabrás el desenlace de esto». Efectivamente. Poco antes de llegar a la pared que, circundada por pocilgas y jaulas, rodea la pista, el caballo dobló a la derecha. Dobló y resbaló. Yo, arrojándolo todo por la borda, como aquel que dice, y perdido por perdido, me arrojé al suelo. La caída fue instantánea. Todo sucedió en menos tiempo del que se emplea para contarlo. Caí de espaldas con el pie izquierdo enlazado en el estribo. El instinto de conservación, innato en todos los hombres, me hizo descalzar el pie lo antes posible y echarme hacia un lado. A pesar de eso, no pude impedir que el caballo, al caer, me diese con un casco en la cabeza, encima de la frente, originándome un corte y en la cara algunas contusiones. Y aún doy gracias a Dios de que el caballo no me cayó encima.

Me levanté lleno de sangre y fui a curarme a la enfermería. El caballo se hizo tanto o más daño que yo. Se peló la cabeza y se desolló el anca izquierda.

MIÉRCOLES, 29 DE MAYO

Quiero recordar bien esta fecha. Pues a causa de la herida recibida ayer, me han puesto el suero antitetánico en dos veces, uno a cada lado del vientre.

Revista por el coronel, que ni siquiera llegó a pasarla. Nos hemos levantado a las cuatro de la mañana, para poner todo el escuadrón en revista. Ayer, durante toda la tarde, limpiamos equipos, monturas, bolsas de la cebada, talines de sable y bolsas cañoneras.

Esta mañana me «despisté» de limpiar. Estuve escribiendo con letra clara y bonita, por orden del capitán, el servicio del día en la pizarra. El resto de la mañana me lo pasé en la enfermería. ¡Hay que espabilarse...!

JUEVES, 30 DE MAYO

Ayer repartieron permisos de miércoles a viernes. A mí me tocó uno. Se lo pedí a la Virgen y me lo concedió. Le debo una peseta, que es lo que prometí echarle en su hucha de limosnas si me conseguía el permiso.

Una peseta no es nada... Eso era antes, cuando en mi cartera no brillaban por su ausencia, como ahora, los billetes de cien.

En cuanto llegué a casa me saqué la ropa militar y me vestí de paisano. Me encontraba extraño con ella pero más cómodo. Luego a la noche encontré a Cifras. Estuvimos hablando y paseando hasta muy tarde. Parece mentira pero nuestras conversaciones no se agotan jamás.

Hoy me he levantado tarde. Nada de toque de diana, ni voces de mando. ¡Qué alivio!

Fui a misa de once y llegué tarde. Isabel estuvo para comer en casa. Ella hizo la comida y ella sirvió la mesa. Parece de casa y le hace un gran favor a mi padre ahora que mi abuela está en Valencia, pues le hace todos los quehaceres domésticos. Mosén Pedro se muestra muy amable y halagado conmigo. ¡Qué hipócrita!

Por la tarde fui al cine con Cifras y Catalá. Ellos me lo pagaron. Me aburrí. Es más divertido permanecer al aire libre que no encerrarse en un lugar. Bastante tengo con el cuartel.

VIERNES, 31 DE MAYO

Me levanté temprano, a las cinco. A las siete ya estaba en el cuartel. Más veloz que un soplo de viento ha pasado este día de fiesta.

Hoy he vuelto a montar con algo de miedo, a causa de mi reciente caída. No hemos galopado. ¡Menos mal! A la hora de paseo fui a ver mosén José. Casi no pude hablar con él. Tenía mucho trabajo. Procurará buscarme un destino aquí en la «mili». ¡Dios quiera que lo consiga!

Hoy cumplo veintiún años. ¡Cómo nos hacemos viejos!...

Ayer llovió... Y el día gris, triste, aburrido, monótono, corría parejo con mi estado de ánimo. Hoy ha salido el sol... El día está alegre. Fuerte y duro contraste con la melancolía que lleva uno clavada en el corazón.

Son cerca de las ocho de la tarde. Y pensar que mientras yo me fastidio y me amargo aquí encerrado, todos los muchachos del barrio deben de estar ya en Montserrat, alegres, riendo, divertidos, sin acordarse de los que se consumen por la añoranza. Qué bien viene para el caso aquella frase de: «El recuerdo de días felices, ya pasados, es para nosotros una corona de espinas dolorosas, que atormentará nuestro corazón».

DOMINGO, 23 DE JUNIO

Verbena de San Juan. Fui a casa y a las ocho volví al cuartel. Luego de cenar y dar pienso a los caballos, nos preparamos para salir a paseo. La puerta principal estaba muy vigilada y fue imposible el despistarse.

Barcelona arde en fiestas y desde la ventana del dormitorio nos limitamos a ver las luminarias y oír los estruendos de los fuegos artificiales, pensando en años anteriores que fueron mejores que éste.

San Juan. Mi primera guardia. ¡Ojalá sea la última!

MARTES, 25 DE JUNIO

Ha venido un general de Madrid y delante de él hemos efectuado pruebas con el caballo. Dicen que lo hemos hecho muy mal. A pesar de eso, hoy galopando lo he encontrado más sencillo que otros días.

MIÉRCOLES, 17 DE JULIO

Las doce de la noche. En mi casa, sentado cómodamente, escribo el diario. Me siento contento. La situación ha mejorado para mí.

Hace diez días que me encuentro en el cuartel de Lepanto, aquí, a quince minutos de casa, efectuando un cursillo de automovilismo. Estoy en la gloria comparado con mi estancia en el cuartel de caballería. Tenemos permiso todas las fiestas. Cada día vengo a casa, y me echo una vida descansada. Estudiar, clases de teórica, prácticas con los camiones y mucho rato para descansar. ¡Lástima que sólo sean cuarenta días, el curso!

Recuerdo los últimos días en caballería que fueron muy amargos. Por las fiestas de San Pedro no pude ir con permiso a casa y, por solicitarlo al teniente, me gané un arresto de ocho días de cuadra. Durante toda la semana me levanté cada día a las cuatro de la madrugada para barrer las cuadras y ya no paraba hasta la noche, sin poder salir de paseo ni nada. Menos mal que esto ya pasó. Pero fueron unos días amargos. No lloré porque los hombres no deben llorar. ¡Pero me hacía un daño la garganta al retenerme las lágrimas...!

Pero puesto que ya pasó, no pensemos más en ello. Mañana voy de excursión con Cifras y Andresín. Creo, mejor dicho, lo aseguro, que me divertiré y seré feliz.

VIERNES, 19 DE JULIO

Mis vaticinios se cumplieron y el día de ayer fue feliz en extremo. Por la mañana, aunque algo tarde (las nueve debían de ser), nos pusimos en camino. Echamos vía del tren adelante, cargados con todas las cosas necesarias para estos casos y más alegres que unas pascuas.

El día nublado nos alivia un tanto del calor, y el camino (aunque largo) se desliza en medio del mayor entusiasmo y optimismo. Según dice Cifras, tenemos aspecto de cow-boys. Llevamos nuestros respectivos sombreros encasquetados hacia atrás. A Andresín le bailaba en la cabeza y tiene un aspecto grotesco y gracioso a la vez.

Siguiendo la vía y luego de mucho andar, cruzamos el puente de hierro que une con el Prat, y por un camino lleno de polvo que corre paralelo a las aguas del Llobregat, nos dirigimos hacia la playa. En mi vida he visto caminos con tanto polvo. «Ni los alemanes en Petrogrado», murmura Cifras.

Durante el trayecto damos unos cuantos tanteos a la bota. De vez en cuando tropezamos con jóvenes payesas en bicicletas. Las piropeamos y ellas se ruborizan.

Al llegar a la playa proseguimos orilla adelante buscando un sitio solitario y bello. Pasamos por delante del grupo de bañistas que se nos queda mirando. Llegados ante una hermosa pineda, antes de adentrarnos en ella, decidimos darnos un baño. El día se ha despejado, el sol brilla con fuerza, la arena quema y el agua está fresquísima. Nos bañamos. El mar límpido de color verde se muestra alborotado. Las olas, altas y fuertes, a veces nos arrollan arrojándonos hasta la orilla. Después del baño, una vez secos y vestidos, nos internamos por medio de los pinos buscando un sitio hermoso y apartado. Somos amantes de la soledad y amigos de que nadie nos estorbe.

Hierbas y arbustos lo llenan todo. Cañaverales y juncos crecen a orillas de riachuelos medio secos. En una especie de círculo bordado por cinco pinos, acampamos. El lugar es encantador y reúne las condiciones por nosotros anheladas. Encendemos fuego con ramas de pino y en sus ascuas asamos la carne que adquiere tonos dorados. Luego comemos. El vino corre que es un contento. La ensalada de tomate, pepino y cebolla es fresca y ayuda a abrir el apetito. Las sardinas en escabeche, las olivas rellenas, foie-gras, fuet, butifarra, huevos cocidos... están a la orden del día. Andresín traga como un depósito sin fondo. ¡Pobre muchacho!

Nos hartamos hasta no poder más. Aún sobra carne y fruta que nos guardamos para merendar. Luego nos fumamos un cigarrillo y nos tumbamos a dormir en la plácida calma del mediodía. Una cigarra encima del pino mayor de nuestro grupo no cesa de cantar. Otras más lejanas la acompañan en su monótono concierto... Y la hermosura de este día nos impregna y nos llena de poesía. Cifras y Andresín se quedan en traje de baño para combatir mejor el calor.

En el transcurso de la tarde hacemos de todo. Cantamos, tocamos las armónicas, yo trazo algunos apuntes, Andresín se encarama por los árboles al igual que los monos, todo sazonado por amena charla, abundancia de bromas y risas. Cuando empieza a declinar el sol, atacamos con brío a la merienda. Aún sobran provisiones al acabar. Parte nos las llevamos y parte las dejamos para alimento de las hormigas.

El sol se ha ocultado por completo y emprendemos el regreso. Echamos por diferente camino que al venir y nos dirigimos hacia el pueblo inmediato. Los cañares que crecen a orillas de la acequia que corre a lo largo del camino están cubiertos de pájaros (gorriones en su mayoría), que chillan desaforadamente; a pedrada limpia impones silencio.

Era ya de noche cuando llegamos al Prat. Una vez allí subimos al autobús de línea, que nos conduce hasta Los Cuarteles, en la Gran Vía. Desde allí hasta nuestro barrio solamente hay doce o quince minutos. Las once eran cuando llegábamos a Port.

Muy amargado debo de estar de la vida cuando a los veintiún años sólo vivo del recuerdo.

JUEVES, 25 DE JULIO

Esta tarde he vuelto a ir a ver a mi hermana al sanatorio. He aquí otra espina que llevo clavada en el corazón.

DOMINGO, 11 DE AGOSTO

Si julio ha sido caluroso, agosto se presenta con ánimo de serlo más. El sol quema con fuerza y se suda hasta en la sombra. Las noches no refrescan absolutamente nada y cuesta trabajo hasta conciliar el sueño. He ido con Cifras a ver a mi hermana. Ha perdido mucho. Está más delgada y ha empeorado. Quiere venirse a casa. Probablemente la traeremos. Para morir sola y triste en el sanatorio, que muera en casa rodeada de los suyos. ¡Señor!, una vez más vuelvo a suplicarte: ¡cúrala! Si tú quieres puedes hacerlo.

Llegué al Cuartel de Lepanto a efectuar un curso automovilístico, el 8 de julio. Terminaré el curso el día 28 de agosto, reincorporándome al Regimiento de Caballería el día 29 de agosto.

JUEVES, 29 DE AGOSTO

¡Cincuenta y un días! Un soplo de dicha y vuelta a empezar de nuevo. Caballos, limpieza de cuadras, servicios y más servicios...

Ayer fue el día de las despedidas. Guapos y alegres muchachos que he conocido, quizá ya no los volveré a ver más. La despedida más tierna fue con Peral, el granadino (que le digo yo); nos dimos las manos y nos despedimos con un «¡Hasta la vista!» que quiso ser alegre y no lo fue.

VIERNES, 30 DE AGOSTO

Guardia avanzadilla.

SÁBADO 31 DE AGOSTO

Policía.

DOMINGO, 1 DE SEPTIEMBRE

Cuadra.

LUNES, 2 DE SEPTIEMBRE

Cocina.

MARTES, 3 DE SEPTIEMBRE

Policía y vigilancia. Segunda imaginaria[2] de cuadra y limpiar cuatro cadenas.

MIÉRCOLES, 4 DE SEPTIEMBRE

Guardia Hospital.

JUEVES, 5 DE SEPTIEMBRE

Cuadra.

SÁBADO, 7 DE SEPTIEMBRE

Guardia avanzadilla.

DOMINGO, 8 DE SEPTIEMBRE

Cuartel.

LUNES, 9 DE SEPTIEMBRE

Cuadra.

MIÉRCOLES, 11 DE SEPTIEMBRE

Policía.

VIERNES, 13 DE SEPTIEMBRE

Monturero.

SÁBADO, 14 DE SEPTIEMBRE

Cuadra.

DOMINGO, 15 DE SEPTIEMBRE

Guardia Prevención. (La compré por treinta pesetas.)

MARTES, 17 DE SEPTIEMBRE

Cocina.

MIÉRCOLES, 18 DE SEPTIEMBRE

Cocina (arrestada).

JUEVES, 19 DE SEPTIEMBRE

Guardia Prevención.

SÁBADO, 21 DE SEPTIEMBRE

Cuadra.

DOMINGO, 22 DE SEPTIEMBRE

Policía.

MARTES, 24 DE SEPTIEMBRE

Guardia Prevención.

No por capricho he hecho esta lista de servicios tan abundante. Es para que se vea los pocos días libres de que uno dispone, debido a la poca gente que hay. Me puse a hacer esta lista pensando: a ver cuántos servicios hago, hasta que consiga el destino que mosén José me busca. Mas esta lista se hace larga y el destino no llega; lo dejaremos correr.

Los días en que uno está libre, o según la clase de servicio que se tenga, se va a montar. Creía haber perdido mucho en eso de montar a caballo, después de cincuenta y un días sin hacerlo. En realidad ni lo he notado. Hacemos muchas prácticas de equitación. Movimientos en el picadero, saltar obstáculos, marchas de muchos kilómetros, bajar cortaduras, etc.

El jueves 19 de septiembre salió mi hermana del sanatorio y regresó a casa. Tiene buen aspecto, pero según el doctor Ribas, «sólo Dios puede salvarla».

LUNES, 7 DE OCTUBRE

Cuartel de Numancia. Me siento triste. Tan triste que me echaría a llorar como un pequeñuelo abrazado a la falda de su madre. Esta vida tan dura y cruel me crispa los nervios. ¡Si cuando menos fuesen sacrificios dirigidos a cierto ideal, valdría la pena hacerlos! Pero pensar que a costa nuestra viven esos granujas, chulos, sinvergüenzas de militares, parásitos de la humanidad...

JUEVES, 10 DE OCTUBRE

En la enfermería del cuartel. Ayer por la tarde fui a casa. Llegué tosiendo mucho y con una fiebre atroz. Me puse el termómetro; estaba a treinta y nueve. Hace mucho tiempo que toso en demasía, y esto me da mala espina. Más aún, teniendo a mi hermana de esta manera.

Esta mañana fui a reconocimiento y por la tarde ingresé en la enfermería. Mañana el capitán médico me reconocerá del pecho. De todas maneras esta gente siempre dice que uno no tiene nada. Desde luego que si lo aciertan mucho mejor. Pero yo siempre digo: desgraciado el que coge una enfermedad en el servicio. Difícil será que salga de ella.

VIERNES, 11 DE OCTUBRE

Ha venido mi padre a verme. Nada más me vio casi se echó a llorar. ¡Pobre padre mío! ¡Es tan bueno y ha sufrido tanto! Como aquel que dice, yo soy su esperanza, y el temor a perderme lo atribula y llena de espanto. Desde que murió mi madre, para mi hermana y para mí ha sido como una segunda madre. Mi madre fue una gran mujer. Lloré mucho y su santa muerte jamás se borrará de mi memoria. Pero mi padre... Pienso muchas veces que se merece un monumento. Cuando menos dentro de mi corazón ya se lo he edificado.

SÁBADO, 12 DE OCTUBRE

Han venido mi padre y Cifras. Trajeron provisiones y merendamos los tres juntos. ¡Cifras!... Me precio de ser su amigo y es el mejor encuentro que he hecho en mi vida.

MIÉRCOLES, 16 DE OCTUBRE

Ayer llegué al hospital. A las cinco y cuarto de la tarde ya estaba instalado en mi nueva residencia. Los compañeros de sala son todos castellanos. Padecen de pleura, la mayoría, y alguno tiene aspecto de tísico. El comandante médico me ha visitado esta mañana. No ha dicho nada. El diagnóstico con el que salí del cuartel fue «bronquitis».

Esta tarde ha venido mi padre. Fue al cuartel a verme. Allí le dijeron que había marchado al hospital y aquí ha venido a encontrarme.

«¡En el rincón más pequeño y escondido que estuvieses, te habría encontrado!», ha dicho.

¡Qué bueno eres, padre mío, y cómo me quieres!

VIERNES, 18 DE OCTUBRE

Ayer volvió mi padre a verme. La vida es monótona y metódica. A pesar de eso, esto es mejor que el cuartel. La comida es riquísima.

DOMINGO, 20 DE OCTUBRE

Domingo y sin ninguna visita. ¡Qué desilusión...! «La vida debe afrontarse por el lado que se presenta.» Hace tiempo que hice de esta máxima mi lema. Pero se presenta tan cruel esta vida y sin una pequeña tregua de bienestar.

LUNES, 21 DE OCTUBRE

Vida tranquila y sosegada. A las nueve traen el desayuno a la cama: un tazón de café con leche y un panecillo. Luego me levanto, procedo a mi aseo personal, arreglo la cama y, según las ganas, vuelvo a acostarme o no. Por lo general, me acuesto leyendo el diario o alguna novela, aguardo la visita del comandante médico.

A las doce se come. Según me parece, voy al comedor o me lo sirven en la cama. Son comidas excelentes: un plato de sopa, un plato de cocido —garbanzos, patatas, o bien judías, etc.—, tercer plato: bistecs, huevos fritos, tortilla, siempre variando. Un panecillo, un vaso de vino y fruta. Luego de comer, echado en la cama, leo, dibujo, escribo..., en fin, lo que más me place, o bien salgo a pasear por el sol. A las cinco de la tarde se reza el rosario y a las seis se cena. Después a descansar, fumar, charlar, lo que se quiera.

A las diez apagan las luces para dormir. Como nadie tiene sueño, prosiguen las conversaciones en voz baja. Y así cada día...

VIERNES, 25 DE OCTUBRE

¡Qué día más triste! Llueve... A través de las amplias ventanas de la sala blanca, que invita al recogimiento, se ve caer el agua formando un velo que, aunque no denso, difumina un tanto las formas del paisaje gris. Árboles y casas, montañas y cielo, ponen su nota triste en el paisaje de otoño. Mi imaginación vuela al otro extremo de Barcelona, a mi barrio, a mi casa. Veo a mi hermana tumbada en la cama, pálida y blanca. Mi abuela trajinando de un lado a otro, pequeña y viva como una ardilla, y mi padre..., ¿qué hará mi padre en estos momentos?... Si sus ocupaciones lo permiten, estará haciéndole compañía a mi hermana, procurando distraerla. ¡Pobre padre! Has sufrido mucho y aún te queda mucho por sufrir.

¡Truena! Los relámpagos deslumbran nuestros ojos por pequeños intervalos. Yo no sé qué encanto poseen los días de lluvia que me fascinan de tal manera, me invitan al recogimiento y me predisponen a coger la pluma, los pinceles, el lápiz... Las lluvias de verano, más escandalosas y fugaces, poseen cierta alegría que me contagian el corazón y lo hacen brincar de gozo. Pero estas lluvias de otoño, monorrítmicas, interminables, monótonas, aburridas, sin fin, que duran todo el día y toda la noche, impregnan el alma de tristeza y, en estos momentos, de nostalgia y melancolía.

Tres de la tarde: cesó de llover. Ha salido un sol espléndido.

JUEVES, 31 DE OCTUBRE

Las cinco de la tarde, poco más. Pocos minutos hace que marcharon tío Julián y mi padre, que vinieron a verme. ¡Qué agradable es recibir visitas!

Lo que me preocupa es mi hermana. Cada día va empeorando; algo así como una bujía que se agota lentamente, lentamente, hasta que se apaga. ¡Pobre Maruja! Quizá no te vea nunca más...

LUNES, 4 DE NOVIEMBRE

Había pasado ya mi visita cotidiana el comandante esta mañana. Tumbado en la cama leía El metal de los muertos de Concha Espina. Ha pasado el cura del hospital y se lo ha llevado. ¡Adiós, Charol; adiós, Aurora! Empezaban a interesarme vuestras penas y desventuras.

JUEVES, 7 DE NOVIEMBRE

Tengo el pulso alterado desde hace unos días. Hasta ciento veinte han llegado las pulsaciones de hoy. Ha sido necesario ponerme inyecciones de aceite alcanforado.

Ha venido mi padre a verme. Mi hermana sigue empeorando.

MARTES, 12 DE NOVIEMBRE

Muere mi hermana Maruja a las dos y media de la tarde. No estuve yo presente pero pude verla antes de morir. Tengo en la mano un papel escrito a lápiz que yo mismo escribí contando la visita que hice a mi hermana, en los mismos momentos de su agonía. No puedo asegurarlo. Dice así:

Martes 12. Tumbado en la cama, leía ayer tarde El metal de los muertos, que me fue devuelto con autoridad para leerlo. En esto entró mosén Antón en la sala. Fue una interrupción brusca que me llenó de sorpresa y me hizo enrojecer hasta las orejas. No esperaba visita alguna y menos aquélla. Fue un triste presagio la figura delgada del sacerdote. Sus ropas negras y su ojo tapado con un cristal negro me sonaron a horrible preludio y no me engañé. Mi hermana se moría y antes de morir solicitaba mi presencia; quería verme. Debido a la influencia de mosén Antón —pues seguro estoy que yo solo no lo hubiera conseguido nunca— obtuve un permiso del capitán médico de guardia para ausentarme del hospital hasta las nueve y cuarto de la mañana siguiente. Salimos a la calle. Dio la coincidencia de que un taxi esperaba en la puerta. Subimos en él y antes de media hora llegábamos a la puerta de mi casa. Mientras mosén Antón pagó los honorarios al conductor, yo empujé la verja de la calle y penetré en casa. ¡Pobre Marujilla! ¡Te imaginaba decaída, pero no tanto! Blanca, pálida, tenía los ojillos que brillaban como ascuas y los labios amoratados y resecos. Desmelenada, una greña rebelde caía sobre su frente. Jadeaba al respirar y había perdido las fuerzas. La besé.

No quiero continuar este relato tan lleno de recuerdos tristes y confusos. Sólo diré que cuando a la mañana siguiente volví al hospital, al despedirme y besar a mi hermana, marché con el seguro presentimiento de no volverla a ver viva. Efectivamente, aquella tarde murió.

Estoy harto de escribir este diario. Voy a dejarlo de hacer y para ello lo cerraré con un broche trágico. Copio unas notas, las últimas que escribí en el Hospital Militar.

MIÉRCOLES, 13 DE NOVIEMBRE

El entierro.

SÁBADO, 16 DE NOVIEMBRE

He pasado por rayos, tengo malos presentimientos. Creo que cambio de pabellón. Probablemente al de los tuberculosos.

Esta misma noche, luego de cenar, he pasado al séptimo segunda. He podido leer el dictamen médico: «Gran cavidad en el pulmón izquierdo».

LUNES, 18 DE NOVIEMBRE

He vuelto a pasar por rayos. Las pocas esperanzas de que hubiera sido una equivocación se han desvanecido...

MARTES, 19 DE NOVIEMBRE

Análisis de sangre y esputos.

MIÉRCOLES, 20 DE NOVIEMBRE

Pasar por goma.

LUNES, 25 DE NOVIEMBRE

Tribunal. Inútil total.

MARTES, 26 DE NOVIEMBRE

Hacia casa.

cap-7

1948

MIÉRCOLES, 16 DE MAYO

La higuera es joven, apenas si tiene cuatro años; a pesar de esto, su sombra es tan buena como la de una de veinte. En el tronco he grabado con la navaja un corazón y las inscripciones de: «Yo, Ella»; no me contenté con grabarlas sino que pinté el corazón de rojo y las letras de amarillo. «Yo» soy yo, claro está; pero «Ella» no sé quién es. Cuando alguna me pregunta quién es ella, le contesto: «Ella eres tú». Por lo general se ríen y protestan. Pero yo sé que en el fondo eso les gusta.

Al pie de la higuera coloco una hamaca y tumbado en ella sueño, divago... Por entre las anchas hojas, verdes y frescas, se columbran retazos de cielo azul.

No sé por qué he empezado así este diario. Claro está que de una manera u otra tenía que empezar. Más extraño aún es el porqué lo escribo. Si me preguntasen los motivos me quedaría sin saber qué responder. No sé, quizá sea una manía, ganas de perder el tiempo... No lo hice en momentos en que mi vida fue agitada y osciló a punto de apagarse, y lo hago ahora, que discurre por oasis de paz y tranquilidad.

El corazón humano es extraño, muy extraño, tanto, que dudo que alguna vez sepamos comprenderlo.

MIÉRCOLES, 23 DE JUNIO

Existen hechos que cuando ocurrieron nos parecieron sublimes; luego, en el correr de los años, al recordarlos, encontramos que fueron grotescos. Los hechos son los mismos; es nuestra mentalidad la que ha cambiado.

Esta tarde, a través de la ventana de la escuela, he oído ciertos preparativos y ruidos desacostumbrados. Apoyado en la fuente, disimulando, me he parado a escuchar. Mañana es San Juan y se disponían a felicitar a Pardo, el profesor. He oído a Pañella recitar con voz lenta pero fuerte: «A nuestro querido profesor, señor Juan Pardo, en el día de su santo». Luego, un preámbulo. El suficiente para mirar el regalo (un misal, según he sabido después) y la felicitación. Y la voz de Pardo, entrecortada, vacilante..., dando las gracias, pues no valía la pena que se molestaran tanto... ya que para él, el mejor regalo era un buen comportamiento y la máxima aplicación. Después ha resonado la voz hueca, ampulosa, llena de frases rimbombantes de Pedro, el director. A mis oídos llegaban fragmentos sueltos:

«Un buen comportamiento, una máxima aplicación, es el mejor regalo que le podéis hacer, es verdad... Adquirir una cultura que no sea ligera cual un falso barniz, sino una capa fuerte, sólida... Que el día de mañana, hechos unos hombres, colocados en una fábrica, en un taller o en un despacho, podáis lucir una cultura extensa... Que no salte cual un ligero barniz nada más rozarlo con la uña... Y podáis agradecer a esta escuela el haber formado hombres, pero hombres en todo el sentido de la palabra, hombres de provecho para la Patria..., hombres...».

Francamente, me he reído al oír tantas sandeces dichas en tan poco rato. Palabras por este mismo estilo —huecas, vacías de sentido— se las oí repetir en esta misma clase, hace ya algunos años, por estos mismos motivos. Entonces yo...[1]

LUNES, 11 DE JULIO

Fue anteayer, el sábado. Pardo nos invitó a ir a su casa a Cifras y a mí a oír un concierto de piano que él mismo nos daría, y fuimos. Fue una tarde divertida de esas que pasan volando. Había un amigo suyo, un tal Carlos, con una facha de pingüino que no podía con ella, y que sin embargo tocaba el piano magistralmente. Nos deleitó con el Concierto de Varsovia y la Danza ritual de fuego del maestro Falla, ejecutada sin partitura y divinamente. En especial le pegaron a la música moderna y Cifras disfrutó horrores. Yo también disfruté. Efectuaron algunas partituras entre ambos, a cuatro manos, tales como: Siempre está en mi corazón, Caminito de Sol, Solamente una vez, No puede ser error... Fue maravilloso. Pardo nos obsequió además con un pequeño refrigerio. Pero el tipo curioso resultó ese amigo de Pardo, Carlos. Con una cara que verdaderamente parecía un pingüino, y unas trazas de despistado, de miedo, ejecutó unas filigranas sobre el teclado, capaz de tumbar al mismo Semprini.[2] Muchas veces, en presencia de esta clase de sujetos raros, me he dicho: «Imposible encontrar otro más extraño». Luego me doy cuenta de que ese imposible es una mera suposición. La imaginación de Dios es imponderable.

LUNES, 25 DE JULIO

Con motivo de la festividad de la Virgen del Carmen, mandé una felicitación a la señorita Carmen. Era una acuarela hecha por mí, ejecutada con gran esmero, y en ella se veía un hada vestida de azul, besando en la frente a un enanito. Le puse esta dedicatoria: «A mi hada azul. ¡Felicidades!...».

A los pocos días he recibido una postal de ella. Es una postal extraña que da la sensación de antigua. Es una foto de franceses con uniforme y equipados en plan de marcha. Llevan un perro y una bicicleta. Arriba se lee el siguiente título: «Les Pyrénées Orientales». Y abajo esta explicación: «En Cerdagne. Détachement de douaniers partant pour l’embuscade». El contenido de la postal es éste:

 

Puigcerdà, 22 de julio de 1948

Querido Paco:

Recibí tu felicitación que mucho te agradezco.

Cuídate y trabaja, porque aunque las hadas en los libros lo arreglan todo, en la realidad no es así.

Saludos cariñosos a Pedro, tú recibe el afecto de Carmen.

 

No he podido por menos que contestarle con esta carta:

Barcelona, 25 de julio de 1948

Recordada y —tanto como recordada— querida señorita Carmen:

He recibido su postal de la cual no sabría decir si es bonita o fea, pero sí que es bastante extraña. Parece una foto de aquellas de antaño, viejas, descoloridas, rancias, que aparecen de vez en cuando en los álbumes de nuestros abuelos.

En ella me recalca: «Cuídate y trabaja». Ya lo hago. Me cuido y trabajo. Trabajo, claro está, a mi manera, pero trabajo. Poca tregua le doy al lápiz y al pincel y procuro que mi mano adquiera agilidad y destreza en el dificilísimo arte del dibujo.

Sé lo dura que es la realidad y que no es ningún cuento de hadas. Comprendo y me doy cuenta de que la vida no es un libro donde todo puede acabar a gusto de quien lo escribe.

Sé también que su m

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