Hielo
El jueves mamá no pudo más. Los pies se le amorataron y perdió la conciencia. Vino el médico y dijo que era normal, que después de algunos meses de buena cara al final el cáncer muestra la auténtica.
Cuando el médico se fue mi mujer y yo nos miramos. Ella sonrió derrotada y yo levanté las cejas.
—¿Le podremos comprar un ramo de flores? —preguntó después.
Yo estaba cesante hacía casi un año y, excepto por algún trabajo de horas o días, no había encontrado nada estable.
—Más que eso. Un par de coronas bien bonitas.
Mi mujer y yo nos volvimos a mirar. Desde que mamá enfermó administrábamos nosotros su montepío y apenas nos alcanzaba para comer y pagar las cuentas.
—Tengo una plata ahí —dije—. Poca. La había escondido para esto.
—¿Alcanzará?
—No sé cuánto vale una corona.
Esa misma tarde hablé con una persona de la funeraria. Me hizo media docena de preguntas y dijo que no me preocupara porque la institución encargada del montepío pagaría los gastos del entierro de mamá, que para eso le habían descontado todos los meses durante muchos años. Yo ya lo sabía. Y también que los de la funeraria tramitarían todo.
Subí. Mi mujer estaba con mamá. La miré como diciéndole ¿y?
—Se le helaron las manos —dijo ella.
—¿No ha dicho nada? ¿No ha abierto los ojos?
—No.
Mi mujer salió y volvió con unos guantes de lana que usaba en invierno. Se los puso a mamá; eran de un color amarillo chillón. La pieza estaba en penumbras, la tarde culminaba, alguien se moría, pero los guantes rompían toda esa atmósfera. Era cruel pensarlo, pero alegraban el ambiente. Se lo dije a mi mujer.
—Estás loco —dijo ella.
—No puedo evitar pensarlo.
Estuvimos con mamá hasta pasada la medianoche, luego apagamos la luz. No habíamos comido desde el almuerzo, pero igual nos lavamos los dientes. Acostados, prendí la televisión. La miramos con el volumen casi al mínimo, haciendo zapping todo el rato.
—¡Chit! —dijo de pronto mi mujer.
Apreté un botón y en la pantalla apareció la palabra MUDO.
—Se queja —dijo ella, y levantó un poco la cabeza para escuchar mejor. Se sentó en la cama después—. ¿La oyes?
Permanecimos en silencio.
—Es como un ronquido —dije.
—Un lamento.
Desnudos fuimos a verla. Mamá se quejaba con la boca cerrada, sin palabras igual que la televisión. Sus manos ahora se agitaban como si quisieran agarrar algo, como una guagua en su cuna; un ser de manos amarillas que pretendía tomar su móvil. Era cierto entonces que la vejez o la muerte te volvían niño. Mi mujer le acomodó las frazadas y le metió los brazos bajo éstas antes de volver a la televisión muda.
—Déjala así —dijo, recostándose.
—¿Sin audio? No vamos a entender nada.
—No tengo ganas de entender nada.
Pasamos la noche levantándonos y acostándonos. Mamá volvía a sacar los brazos y sus manos volvían a querer algo. El quejido varió con las horas; de lamentos aislados, en la madrugada se tornó una letanía sorda. Mi mujer y yo nos servimos café abajo. El sueño interrumpido nos había dejado un frío que nos recorría la espalda.
—¿Está limpio tu terno? —preguntó ella luego de un silencio en que nos dedicamos a mirarnos las manos.
—No lo he usado desde el casamiento de tu sobrina.
—¿No estaban rotos tus zapatos?
—Estaban —dije sin ganas, y la miré—. ¿Y tu traje de dos piezas?
Movió la cabeza. Apoyaba el mentón en la mano y tenía los dedos estirados como si sostuviese un cigarro. Nunca había fumado. Miró hacia fuera, las ciruelas que empezaban a brotar, creo; o el cielo azul por encima de los techos de los vecinos. Dos patios más allá había ropa tendida, toda blanca.
—¿Te acuerdas de la mujer de anoche? —dijo, todavía mirando más allá—. La de los helados.
—Ajá.
Sonrió, sus ojos volvieron a la cocina y con ambas manos se agarró el pelo y lo estiró hacia atrás. Se mantuvo así un rato, un raro ejercicio de placer. Había hecho desaparecer sus arrugas de la frente. Después lo fue soltando de a poco.
—Yo desperté igual que ella —dijo mientras su pelo se derramaba sobre la mesa—. Te lo juro. Se me hacía la boca agua por un helado. Un helado bien helado, de esos que te hacen picar la garganta. ¿Los has comido? —No respondí. Su pelo cubrió la taza—. Cuando éramos chicas mi hermana y yo los comíamos, eran helados de agua, con colorante. Frutilla, piña… Eran unos verdaderos hielos. Nos gustaba eso, pero no nos gustaba el verano… Cosas de cabras tontas. Me acuerdo que el día que murió mi abuela salimos las dos a buscar helados de ésos. Recorrimos casi toda la ciudad, quiosco por quiosco, y no los pudimos pillar. Pensamos que habían dejado de hacerlos o que la fábrica había quebrado. —Se calló un momento y me miró—. Nunca se nos ocurrió pensar que estábamos en invierno. Mi hermana se puso a llorar. Imagínate, llorando en la calle por un helado. —Echó violentamente la cabeza para atrás y el pelo se ordenó solo—. Eran tan ricos.
El café se había enfriado.
—Sabes hacer toda una historia de eso.
—Quería decirte que desperté así. Eso es todo. —Apartó la taza—. Antojada como la mujer de la televisión, como cuando era chica. No sé si me entiendes. —Estiró el brazo y me revolvió el pelo.
Cerca del mediodía apareció la madre de mi mujer, asustada. Subió inmediatamente y estuvo un largo rato con mamá, hablándole al oído mientras le sostenía la mano enguantada. Mi mujer y yo mirábamos desde la puerta, y de vez en cuando mi suegra volvía la cabeza y nos miraba a los dos.
—Está respirando cada vez más despacito —dijo finalmente, y se separó de mamá—. Venga, escúchela.
Fui. La frecuencia de circulación del aire se alargaba cada vez más. Algo se estaba cerrando dentro de ella.
—Pobrecita —dijo mi mujer.
Murió pasadas las cuatro. Con mi mujer lloramos en silencio y después le acercamos un espejo a la boca. Sonó el teléfono, pero no contestamos. Le amarramos la mandíbula y comenzamos a vestirla. El teléfono volvió a sonar. Decidimos ponerle zapatos. Mi mujer le pasó una peineta por el pelo. Llamé a la funeraria; quedaron de venir con el furgón y el ataúd en quince minutos. No dijeron sentido pésame.
—¿Y su anillo de casada? —preguntó ella—. ¿Se lo sacamos o no?
Miramos la mano muerta.
—Voy a llamar a mi mamá y a mi hermana —dijo al rato—. Vamos a tener que colocar un aviso en el diario.
Mamá se fue en una urna burdeos. Con mi mujer estuvimos llamando a conocidos hasta casi las seis. Después me afeité y más tarde salimos a comprar una corbata negra; también encargamos dos coronas. Casi estaba oscuro cuando llegamos a la iglesia. Ya habían instalado a mamá. La luz de los cirios se desparramaba por las partes altas de la pieza de cemento.
—Esto parece un refrigerador.
Apareció una pareja de mucha edad con un ramo de flores. Me dieron la mano y besaron a mi mujer en la cara. Se acordaron de tiempos prehistóricos, miraron a mamá y se despidieron entumidos. Nadie más. Llegaron las coronas cuando la iglesia estaba por cerrar. De vuelta a casa mi mujer me tomó la mano.
—Cuando te estabas afeitando me probé el traje de dos piezas —dijo—. Más lo que sufrí, parecía que me iba a ahogar.
—Entonces estás más ancha.
—¿Sííí?
—Los huesos se ensanchan después de los cuarenta.
Un aire tibio corría a veces. En un negocio de compraventa un hombre bajaba la cortina metálica. Los autos iban todos hacia arriba; pocos eran los que bajaban hacia el centro. El cielo se ponía de un azul cada vez más opaco. Varios tomates habían sido reventados en la vereda y de un restorán escapó un olor a legumbres hervidas. Mi mujer me apretó la mano. Su sobrina llevaba dos años de casada y yo todavía no me había probado el terno.
En la casa sacamos algunas cuentas mientras mi mujer masticaba hielo. Se echaba los pedazos directamente de la cubeta; blancos de tan fríos. El ruido del hielo triturándose en su boca se parecía al de una batidora a baja velocidad.
—Mi mamá recibió una plata cuando mi papá llevaba más de seis meses enterrado —dijo.
—A las montepiadas sólo les pagan el funeral.
Otra vez vimos televisión sin audio.
—¿Qué crees que hablan? —dije.
—De política. Todos tienen corbata y mueven las manos.
Mi mujer fue al baño. Cuando regresó venía llorando.
—Me olvidé que tu mamá había muerto. Pensé que todavía estaba en su pieza y pasé a ver si ya estaba durmiendo.
Al rato fui yo al baño y me ocurrió lo mismo. No le conté porque ella se había quedado dormida. Con cuidado saqué el terno de la bolsa y me lo probé. La televisión seguía prendida. Miré a mi mujer durmiendo con los ojos húmedos; volví a mirar la pantalla, a los hombres que continuaban moviendo las manos. De nuevo me miré en el espejo, descalzo, sin camisa, pero con el terno puesto. Abajo sonó una vez el teléfono. Ella se movió en la cama sin despertar. Yo pasé casi toda la noche con el terno encima.
Temprano en la mañana recibimos gente en la iglesia. Parientes, amigos, ancianos desconocidos. La mayoría llegaba con flores, tarjetas, ternos, corbatas, trajes y los zapatos lustrados. Los velorios se confunden con los casamientos. La urna de mamá estaba abierta y todos iban a mirarla; después movían la cabeza, se arrinconaban y hablaban en susurros. No sé de qué.
Más tarde acercamos la urna al altar. Tres hombres y yo, aunque no era un peso exagerado. Mamá había terminado pesando treinta y ocho. Un hombre de la funeraria acarreó los cirios, otro las coronas y ramos de flores. Nadie hablaba. Conté las personas: setenta y ocho. Y algunos niños que miraban los vitrales y las figuras en relieve de las estaciones de Jesucristo. Sobrinos de mi mujer que nunca habían oído la palabra martirio. Los tacos de alguien atrasado. El cura apareció vestido de blanco y amarillo, se inclinó e inició la misa. Nombró a mamá un par de veces. El perfume de mi muje