Little Britain (Flash Ensayo)

Eduardo Suárez
María Ramírez

Fragmento

cap

1

El país de la señora Duffy

Ocho días antes de las elecciones de 2010, Gillian Duffy oyó revuelo al lado de su casa de Rochdale, a las afueras de Manchester. Un policía le dijo que Gordon Brown estaba haciendo campaña en el vecindario y Duffy se acercó a preguntar qué iba a hacer para rebajar la deuda nacional.

«He sido laborista toda mi vida y ahora me avergüenza decirlo por ahí», le espetó Duffy al primer ministro. Tenía 66 años, se había quedado viuda cuatro antes y acababa de jubilarse después de tres décadas trabajando como educadora en su ciudad. Duffy se quejó de que las ayudas no siempre se las quedaban las personas más vulnerables y culpó a los inmigrantes: «Todos esos europeos del Este que vienen, ¿por qué llegan en manada?».

Brown le recordó a su interlocutora que un millón de británicos vivían en otros países de la Unión Europea y se despidió de ella sonriente. Luego cometió un error. Al entrar en el coche con su séquito, olvidó apagar el micrófono que lo estaba grabando y se le oyó decir: «Es la típica mujer racista que dice que antes votaba al laborismo...».

El incidente fue una losa para Brown, que se vio obligado a ir a ver a la viuda para disculparse y perdió el poder unos días después. Pero fue también un indicio del malestar que se estaba adueñando de muchos votantes laboristas, que empezaban a asociar el impacto de la crisis con la inmigración.

Por primera vez en cuatro décadas, Gillian Duffy optó por no ir a votar en aquellas elecciones. Seis años después, desveló que votaría a favor del brexit: «La Unión Europea es demasiado grande y ha malgastado billones de libras. Nosotros ponemos dinero y no recibimos nada a cambio. Yo quiero ser inglesa y no europea. Estamos perdiendo nuestra identidad y eso me asusta. Nunca volveremos a ser como éramos».

El brexit ganó por 20 puntos entre los vecinos de la señora Duffy, que percibieron el proyecto europeo como el culpable del declive de su ciudad.

Rochdale (unos 100.000 habitantes) llegó a ser una de las ciudades más innovadoras del mundo con la explosión de la industria textil durante el siglo XIX. Hoy es un lugar deprimido, y volvió a la actualidad en mayo de 2012 después de que la policía arrestara a un grupo de pederastas por explotar a 47 adolescentes de la región. El origen paquistaní de los agresores contribuyó a azuzar los prejuicios raciales y el miedo a la inmigración.

El brexit fue fruto de varios factores. Algunos inmediatos como las contradicciones de David Cameron, la tibieza del líder laborista Jeremy Corbyn o los recortes del gasto público por parte del Gobierno conservador. Otros más profundos como el desencanto con la clase política, la impopularidad de la Unión Europea o las consecuencias del declive industrial.

Sobre esos factores trata este libro, que aspira a explicar qué ocurrió para que una de las naciones más influyentes del mundo se volviera un lugar cada vez más aislado y abandonara su vocación de potencia global. A la vez también es el relato de las fuerzas opuestas que siguen creyendo en un país abierto al mundo e influyente gracias a su cultura y a su idioma. El resultado de las elecciones de 2017 es un buen reflejo de esta tensión.

Durante décadas, los diplomáticos británicos reflejaban el peso extraordinario de su país con una expresión difícil de traducir: «The United Kingdom punches above its weight». Era una forma de explicar que el Reino Unido tenía una influencia muy superior a la que cabría esperar de un Estado relativamente pequeño y cada vez más alejado de su legado imperial.

Ese peso era producto de la relación especial del Gobierno británico con Estados Unidos, pero también de otros muchos factores: su arsenal atómico, la fuerza de sus empresas, la excelencia de sus universidades, el alcance global de su música o la adopción del inglés como lengua franca mundial. Esa influencia ayudó a atenuar el declive de un país que durante la Segunda Guerra Mundial todavía era un imperio global y que fue adaptando sus políticas al impacto de la descolonización.

El ocaso del imperio habría sido más difícil para los británicos si el Reino Unido no hubiera entrado en el proyecto europeo en enero de 1973. El beneficio fue mutuo. El dinamismo económico del Reino Unido ayudó a potenciar el mercado único y sus diplomáticos mejoraron el funcionamiento de las instituciones europeas. Además, su presencia en Bruselas potenció el valor de su alianza con Estados Unidos, cuyos líderes siempre vieron a los británicos como su mejor aliado dentro de la institución.

Entretanto, empezaban a surgir algunos problemas que no estallarían hasta muchos años después. El fiasco de la crisis de Suez en 1956 dejó al desnudo el poder menguante del Reino Unido, y regiones como Gales, Manchester o Yorkshire empezaron a sufrir los efectos del declive industrial.

Hasta 695.000 británicos trabajaban en 1956 en las minas de carbón en Gales y en varias regiones del norte de Inglaterra. Hoy apenas quedan unos 2.000. Ese declive es similar en sectores estratégicos como la industria siderúrgica. El Reino Unido fabricaba casi la mitad del acero del mundo en 1875. Hoy sus 12 millones de toneladas apenas suponen un 0,7 por ciento de la producción mundial.

El sector industrial ha encogido más que en países como Francia o Alemania. A principios de los años cincuenta, representaba un tercio del PIB y empleaba a un 40 por ciento de los británicos. Hoy esa cifra se ha reducido hasta el 8 por ciento y apenas representa el 11 por ciento del PIB, según el libro The Slow Death of British Industry, publicado por el profesor Nicholas Comfort en 2013.

Los expertos suelen atribuir esa merma a distintos motivos: los bandazos políticos, la competencia de países en vías de desarrollo o el avance de la robotización. Sea cual sea su origen, la destrucción de la industria pesada ha contribuido a erosionar el tejido social de decenas de ciudades pequeñas del norte del país.

No es casual que las regiones más afectadas por ese declive fueran las que más votaron a favor de sacar al Reino Unido de la Unión Europea. Muchos se creyeron las soflamas de los ultras del UKIP y votaron convencidos de que sus vecinos polacos o españoles habían destruido su comunidad.

El final de la industria pesada coincidió con el ascenso de Margaret Thatcher en 1979 y el desastre electoral del laborista Michael Foot en 1983. Espoleado por el ala más radical de su partido, Foot se presentó a las elecciones con un programa muy escorado a la izquierda y sacó el peor resultado del laborismo desde 1918.

El impacto de aquella derrota empujó al laborismo a adoptar un mensaje centrista y a cortejar a las élites urbanas, que dieron el triunfo a Tony Blair en 1997. Pero también alejó al laborismo de sus raíces y alimentó el desencanto hacia una clase política cada vez más londinense y más ajena a las comunidades envejecidas de Liverpool, Newcastle o Sunderland.

El ascenso de Blair y las derrotas de 2001 y 2005 tuvieron un efecto similar en los conservadores, que eligieron a un líder centrista como David Cameron y dieron la espalda a su electorado más tradicional.

Margaret Thatcher era la hija de un tendero de Grantham. Muchos de los nuevos líderes tories eran aristócratas o financieros sin conexión con los problemas del votante conservador.

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