Ciudad satélite (Flash Relatos)

Toni Hill

Fragmento

cap

1

Violeta se enteró de que se marcharían del pueblo el mismo día que a Roque, el hijo de los Tintas, lo mató un lobo en la sierra. Justo cuando se le cerraban los ojos oyó desde su cama que su madre se lo decía a la abuela y que esta, por una vez, protestaba sin demasiado convencimiento. Eso fue después del episodio en que un grupo de lugareños rodeó la casa, sumidos en un silencio fúnebre, y de que la madre de los Tintas, Luciana, que dirigía su familia y la comitiva con voz de acero, exigiera a gritos ver a la niña. «La que le echó mal de ojo a mi Roque en la fiesta del Árbol —dijo—. La misma que con sólo seis años ya ha enterrado a media docena de inocentes. La que casi no habla con los vivos si no es para mandarlos a la tumba»

Violeta se alarmó, por supuesto; aunque era verdad que hablaba poco, oía a la perfección, y el tono de la mujer, estridente como el crepitar de un leño húmedo en el fuego, no presagiaba nada bueno. Se acercó a la ventana y atisbó hacia el exterior, amparada por los visillos ásperos y ajironados que la abuela procuraba mantener de un blanco impoluto, por más que ahora ni su vista ni sus ganas de lavar eran ya las de antes. El grupo lo formaba una docena de personas, hombres y mujeres, casi todos provistos de linternas cuyos haces de luz apuntaban hacia la casa como rayos acusadores. Uno atravesó el cristal y la deslumbró, como parecía suceder a los personajes de las estampitas bíblicas que Violeta coleccionaba con fruición y con las que jugaba a inventar historias que, en realidad, tenían poco de religioso. Se metió en la cama de nuevo, se tapó hasta la cabeza e hizo lo que solía hacer cuando el mundo la amenazaba: cerrar los ojos y buscar en la oscuridad caras amigas. Sonrió al ver que Roque ya estaba allí, tan rubio y tan apuesto como antes de que se empeñara en salir de caza con los quintos para acabar con el maldito lobo que irrumpía en el pueblo de noche y diezmaba las gallinas.

—Te lo dije —le susurró, y Roque se encogió de hombros con ese gesto tan suyo que había encandilado a la mayor parte de las muchachas de los pueblos de la sierra.

A Roque Trujillo y sus familiares los llamaban los Tintas por su bisabuelo, Amador, que tenía fama de ser muy presumido y de arreglarse en exceso. En unas fiestas salió a la calle con una flamante chaqueta nueva, de un color muy claro, y se pavoneó por el pueblo como lo habría hecho un señorito. Nadie sabía muy bien por qué llevaba una pluma en el bolsillo del pecho o si acaso pretendía escribir algo con ella, él, que apenas sabía firmar con una cruz, pero los más viejos aún recordaban la mancha, negra como un escarabajo, que fue creciéndole en la pechera sin que se diera cuenta y desgraciando poco a poco una prenda que ya no tuvo arreglo. Después del sofoco inicial Amador se lo tomó con bastante buen humor y aceptó con resignación simpática las irremediables mofas de sus vecinos. Desde ese día pasó a ser el Tintas, un apodo que heredarían sus numerosos descendientes y que, en plena década de 1970, seguía tan vivo como lo fue la mancha que lo originó. Los Tintas se habían caracterizado por ser guapos, rubios y de piel blanca en un mundo de morenos castigados por el sol, así como también por casarse con mujeres fuertes y mandonas. El pobre Roque no habría sido la excepción ya que, a sus diecinueve años, andaba en relaciones con Carolina, una muchacha seria, prima lejana de la madre de Violeta, tan devota que había estado a punto de hacerse monja. Quizá ahora, tras ese desengaño trágico, la llamada sonara de nuevo y la arrastrara al convento. «Me alegra que no le haya dado por ahí —comentaría Roque a Violeta unas noches más tarde, cuando se hubo acostumbrado a ese nuevo lugar donde residiría eternamente, sin envejecer un ápice—. Prefiero verla disfrutar con otro lo que no pudo gozar conmigo.»

Violeta estaba tan encantada con su nuevo amigo, el mismo que en vida apenas le había dedicado una mirada, que se olvidó de lo que sucedía fuera, de la medialuna de personas —más avergonzadas que hostiles— que cercaban su casa. La mayoría de ellas estaban allí por Luciana, por no dejarla sola, pero sobre todo por salir del velatorio, porque había algo horrible en ver a aquel mozo espléndido amortajado sobre las sábanas, un recordatorio de que la muerte no siempre se llevaba a los viejos o a los enfermos, ni siquiera a los malos. En el fondo, pocos de los congregados creían en la letanía de aquella madre destrozada que difamaba a una niña de tan corta edad.

Porque sí, sin duda, algunos habían visto a la cría acercarse a Roque y a Carolina el día de la fiesta del Árbol en el bosque, a media tarde, mientras el sol ya acariciaba con desgana las jaras florecidas, y abrazarse al cuello del mozo cuando este estaba recostado contra el tronco de una encina contemplando a su novia, que, sentada a unos metros de distancia, también se dejaba acariciar por esa mirada impúdica, atrayente y terrorífica. Había sido un día de febrero luminoso y agradecido, y niños y mayores habían plantado las semillas de los futuros pinos entre juegos, meriendas y canciones. Roque y Carolina, junto con otros jóvenes, habían ayudado al maestro a dirigir a los ejércitos de pequeños campesinos armados con palas y otros aperos, y luego, cuando ya se cansaron, buscaron un rincón discreto y fresco entre las encinas que ahora ocupaban el lugar de los antiguos robles, y se dedicaron a flirtear sin tocarse, a lanzarse besos al aire y, al menos Roque, a contener ese calor que le subía desde e

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