Protociencia ficción

Varios autores

Fragmento

cap-1

Prólogo

Por Rodrigo Fresán

I’ve seen the future, brother:

It is murder.

LEONARD COHEN,

“The Future”

Casi coincidiendo con The Sex Pistols escupiendo aquello de “No Future”, promediando la década de los setenta, la ciencia ficción (o al menos buena parte de ella y acaso la más interesante) decidió que se había acabado todo lo que se daba hasta entonces.

Fue no el principio del fin pero sí el comienzo de una nueva forma de entender al futurismo.

Hasta entonces, el mañana siempre era distante y resplandeciente y, sí, tan pero tan futurístico. Y la ciencia ficción era aquello que le cantaba: la musa robótica e inspirada siempre lista para imaginar no lo (im)posible, sino lo que estaba por venir y llegar.

La ciencia ficción no era estrictamente un género, sino un mecanismo de defensa: el mentiroso consuelo de contar mil variantes del futuro porque no teníamos manera de saber la verdad indivisible y única y singular de lo qué nos ocurriría una vez allí.

De ahí que, tantas veces poniendo el futuro por escrito o filmándolo, nos engañemos a nosotros mismos pensando que poseemos el poder de recordarlo. De ahí también que la ciencia ficción fuese definida como “literatura de anticipación” pero con los cimientos de su torre de lanzamiento siempre, paradójicamente, bien afirmados sobre un pasado que no dejaba de desearla. Así, la ciencia ficción es la paradojal nostalgia por lo que vendrá porque, como bien apuntó Vladimir Nabokov, “cualquiera puede crear el futuro, pero sólo un hombre sabio puede crear el pasado”.

Y, sí, todo tiene pasado. Incluso el futuro

¿Qué es la ciencia ficción, entonces? ¿De dónde viene? ¿Adónde va? ¿Cuándo tuvo hora y lugar su expansivo Big Bang y cuándo alcanzará sus límites y comenzará a contraerse hasta volver a la nave nodriza o a la torre de control de su primer estallido?

Mi confiable pero demasiado ortodoxa Encyclopedia of Science Fiction, a cargo de John Clute y Peter Nicholls, habla de la “contracción” impuesta al término “scientific fiction” por el editor especializado Hugo Gernsback (su nombre, Hugo, daría tiempo y lugar al equivalente al Oscar a la hora de premiar dentro del género) en el primer número de la revista Amazing Stories de abril de 1926.

Pero está claro que la cosa empezó mucho antes.

Y que, si tenemos ganas, su origen puede rastrearse hasta los más inmemoriales textos religiosos y sagrados de la antigüedad, en los que culturas varias ya coincidían en rememorar con anticipación a omnipresentes dioses que vivían en el cielo y más allás de las estrellas y que, en su tiempo libre, creaban al hombre para que el hombre los crease a ellos. Otros señalan Las mil y una noches. El ya mencionado Nabokov aseguraba que el estreno se había producido con The Tempest de William Shakespeare. Y no hay que olvidar a los primeros fantásticos ligados a lo satírico, a Gulliver y Cyrano y Münchhausen, viajando a sitios extraños con mucha gracia.

A mí, en cambio, me gusta mucho la definición del escritor Damon Knight: “Ciencia ficción es todo aquello que señalamos en el momento en que se nos ocurre decir ciencia ficción”.

Aun así, el consenso y la diplomacia han buscado y encontrado la tregua cómoda y práctica de afirmar que el relámpago y el hágase la vida del asunto están en Suiza, en 1818. En la noche de tormenta que trae a la vida al Frankenstein de Mary Shelley (autora también de la futurista y menos conocida El último hombre), imaginado en un tiempo de ocultistas y ladrones de tumbas y resurreccionistas y adoradores de la electricidad hurgando en el hasta entonces prohibido interior de cuerpos muertos. Tocando sus órganos y leyendo en el entonces casi desconocido mapa de sus tripas para trazar nuevas cartas de navegación. El cuerpo eléctrico, sí. Pensando, sin atreverse a decirlo en voz alta, que en la ciencia ficción es donde los mortales juegan a parecerse a dioses.

De ahí en más, todo vale, vale todo. Bienvenidos al infinito posible y a un infinito de posibilidades, y de ahí que escritores “serios” como Margaret Atwood o Anthony Burgess o Rick Moody o Ben Marcus se inscriban en el recreo de la ciencia ficción para viajar sin límites ni fronteras. O –como Stephen King en su saga La torre oscura— envolver todos los géneros con el papel metalizado de la ciencia ficción.

Y está claro que aquel lector de ficción científica (textos donde todo tiempo futuro no era siempre mejor pero sí era posible porque había tiempo para todo) que murió poco después de Jules Verne o H. G. Wells (como aquel estudioso de la novela que se extinguió justo antes del Ulysses de James Joyce) tuvo una idea más bien parcial e insuficiente del género.

Porque en el principio, el único impulso de la ciencia ficción era ir lejos: en el tiempo y en el espacio. De ahí la antimateria pulp y golden age de space-operas y princesas alienígenas con túnicas casi desnudistas a la que Star Wars y sus derivados siguen rindiendo culto para placer de fans que no quieren crecer.

Después, casi enseguida, la ciencia ficción hard, donde lo que más importa es la calidad y la precisión del ingenio propuesto y que funcione (pretende ser más ciencia que ficción) y que, de ser posible, que su creador caiga en éxtasis orgásmicos en convenciones gritando “¡A mí se me ocurrió antes! ¡Yo lo vi primero!” mientras, a su lado, conviven el gelatinoso y tentacular Cthulhu y sus amigos con los líricos y poéticos que proponen ficciones intimistas donde los marcianos son seres melancólicos que se resignan a ser invadidos por los hombres.

Y de pronto, en algún momento, todo cambia, se altera, se abre una grieta en el espacio y el futuro comienza a importar menos. Porque el futuro ya está aquí, ya llegamos a él, ya llegó a nosotros, y no era como lo imaginábamos.

Y este futuro se parece tanto pero tanto al presente.

A este presente del que ahora quieren huir tantos jóvenes para los que se escriben distopías –Los juegos del hambre, Divergente, Maximum Ride, Puro, Soy el Número Cuatro, Traición— en las que ellos, por fin, hacen justicia y ajustician a los adultos que les escribieron un guión sin mañana. Y quienes, también, son directamente responsables de la proliferación exponencial del boom del gran monstruo del siglo XXI: el milenarista y plural y contagioso y viral y populista zombi.

Y el resto del espacio disponible será llenado por los cada vez más nudosos enredos en las redes sociales, que van erosionando la memoria y la capacidad de evocar y de fantasear con lo que ya no es y lo que, de seguir así, ya no será.

Y no me parece casual que los cinco escritores modernos más visionarios del género –Kurt Vonnegut, Philip K. Dick, William Burroughs, J. G. Ballard y William Gibson— hayan sido revolucionarios (más allá de su innegable calidad literaria) por haber renunciado a los dulces y finalmente empalagosos placeres de lo simplemente anticipatorio.

Se sabe que Dick –para desesperación de su editor, en los años sesenta— se negaba a viajar con su imaginación más allá de 1985 o sus alrededores; que naves intergalácticas y androides sólo le interesaban como ingenio

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos