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No se entendía muy bien qué hacía ahí esa onza de chocolate huérfana, arrinconada en el bolsillo del abrigo escolar ya desde antes de sacarlo del armario el primer día de verdadero invierno. Sin tableta que le otorgara sentido, actuaba como embajadora en el presente del gran descubrimiento del curso anterior: el chocolate blanco, muy atrás en nuestros intereses papilares del momento, centrados en el regaliz rojo y en los caramelos con funciones de silbato.
¿Para qué has vuelto, onza? ¿Quieres decirme algo? Así actúan también los recuerdos, resurgiendo sin que se los convoque. Hace tres días se viene proyectando en una pantalla como de cine de verano improvisada en mi propio cerebro el viaje a Sicilia que hice con un grupo de amigos hace siete años, recién comenzado el nuevo siglo. En él aparecen muy fielmente y casi en súper 8, formato en que tenían lugar todas las grabaciones mudas de los veraneos infantiles, un cuscús de pescado, la servilleta del restaurante que alguien se ató a la cabeza con cuatro nudos para hacerse una foto de las catalogables como divertidas, la sorpresa del viajero español al descubrir que en Italia las playas son privadas y su orgullo al darse cuenta de que en su país eso no sucede.
Esta semana es ese viaje y la que viene quizá sea, insistente, la alegre espera grupal en el aeropuerto a la amiga que llevaba un año lejos, y, por lo tanto, las pancartas caseras de papel de embalar, el mensaje de bienvenida escrito con un rotulador grueso cuyo olor marea agradablemente, la ausencia de sentido del ridículo y los gestos de impaciencia repetidos, casi como estereotipias, frente a la barandilla que separa a pasajeros de anfitriones.
Ya que hablamos de regresos y de recibimientos, preguntémonos quién vuelve a quién, ¿nosotros al recuerdo o el recuerdo a nosotros? No queda claro quién hace de agua y quién de nadador que se zambulle en ella, ni quién pronuncia primero el Hola, cuánto tiempo sin saber de ti; tampoco queda claro si el recuerdo es una mera suma de fotografías, anécdotas, objetos y bandas sonoras de un acontecimiento, o si es más bien de índole sinérgica y la suma de todo lo citado no da ni por asomo un resultado equivalente a la escena rememorada.
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Breda se rinde, Granada se conquista, el Nobel se gana: tales eventos merecen ser fijados con pintura al óleo; moldeados en cera, emulsionados en nitrato de plata para ser revividos y, por lo tanto, expuestos. ¿Es la fiesta –party, soirée, serata– uno de estos eventos? Y no me refiero específicamente al fiestorro-catarsis en un local nocturno, ni a esa fiesta en la que te presentaron a Fulano y gracias a eso conseguiste tu trabajo actual; tampoco a la fiesta sorpresa que el grupo de amigos le hizo al primero que cumplió los treinta, ni a la dinner party estadounidense que se limita a ser cena, quizá con un charlar previo, entre vinos de alta gama y almendritas. Me estoy refiriendo en cambio a la reunión festiva formada por las teselas de todas ellas, por la media aritmética de cualquier tipo de fiesta imaginable.
El evento que merece ser reconstruido es más bien similar al vetusto guateque donde los asistentes valoran poder hablar sin que el volumen de la música se lo impida, donde se come algo más sofisticado que patatas fritas y triángulos de maíz sabor tex-mex, donde, mientras se charla y se fuma, se intercambian tarjetas de visita a cuál mejor diseñada. Puede tratarse de una fiesta temática («la fiesta del bigote», «la fiesta color verde», «la fiesta del revés») y, en tanto que fiesta, traerá consigo alcohol, claro que sí, pero alcohol de calidad, jamás suelo pringoso a causa de vasos de plástico estriado que, llenos de cualquier mezcla, se cayeron y nadie recogió. Una discreta presencia de la coca es posible: nada de enharinar el salón con rayas, que vaya al baño quien lo desee, que allí tenga lugar la operación y que quien no esté interesado ni se entere, salvo por la repentina labia de algunos invitados.
Estamos hablando de coordenadas espaciotemporales en las que el presente se portaba bien y nos resguardaba de cualquier variante del frío; el invierno era lo de menos: subíamos temerarios a la azotea a contemplar las vistas sin la ropa de abrigo que habíamos dejado sobre la cama de la anfitriona. Las mujeres llevábamos los vestidos que mejor nos sentaban y lo sabíamos; no había nada muriendo, o eso nos parecía; cualquier acción hacía crecer algo y todo el crecimiento era benigno –¿no es precisamente esa la idea de proyecto?–: los invitados comentaban, animados, los suyos. Los sistemas jurídicos nos eran favorables, no había ningún pasaporte problemático entre los asistentes. Cabelleras limpísimas; el esmalte de los dientes, en su mejor momento: ninguna pieza de aire perruno, ni limada ni roma por arriba, como si una ortodoncia instantánea nos hubiese recolocado la dentadura a todos, a esos mismos todos, que, además, habíamos hecho algún curso de cata y empleábamos con naturalidad términos como retrogusto, tanino y barrica de roble, términos pertinentes en particular cuando nuestra anfitriona descorchaba etiquetas nacionales, crianzas y reservas, y las servía, no en vasos desparejados –atrás queda esa edad de bajo presupuesto–, sino en copas amplias de un vidrio tan limpio que parecía recién soplado.
Esa completa ñoñería para adultos es la fiesta. Ñoña, sí –gente de treinta, de cuarenta y tantos con la ropa al revés, con bigotes postizos incluso–, pero por el momento carecemos de otros eventos que generen tales expectativas solo con pronunciarlos. De hecho, hasta las cámaras de fotos para aficionados traen su correspondiente «modo fiesta» para rememorar celebraciones nocturnas. En él la cámara elige los parámetros que empleará para adecuarse fotográficamente a las condiciones específicas de aquellas, para proporcionar colores festivos, cálidos, a los futuros recuerdos.
Hay unanimidad con respecto a lo bueno de la fiesta. Pero, ojo, no caigamos en el error de recrear sus restos apagados, lo que ve la anfitriona al día siguiente: los vasos de tubo vacíos, los cuencos donde al principio hubo pistachos llenos de cáscaras y colillas, el reloj camuflado entre los almohadones del sofá que se olvidó aquella chica al liarse con un invitado; tampoco las botellas semivacías de vino, ni las de cava tibio, abierto y ya sin fuerza. Se trata de reconstruir la fiesta en el momento en que su nombre no ha sido aún estrenado: los ceniceros limpios, las copas impolutas sin manchas de pintalabios, la bandeja de pasteles todavía intactos (solo un par de ellos, los de frutas, venían algo desmoronados), y nosotros, los recién llegados, igualmente intactos y con la sensación de merecernos algo extraordinario.
Lo reconstruible comienza con los primeros dingdongs del timbre, con la figura de la anfitriona tras la puerta, sonriente como se espera de ella, probablemente hablando por teléfono al tiempo que nos indica mediante gestos eficaces dónde dejar el abrigo, el bolso, la bufanda, el vino que traemos para contribuir a la alegría grupal.
Mucho más proclive a las casualidades que la visita matutina del fontanero a casa, o que sacarse sangre para analizarla, es la fiesta. La excusa para llevarla a cabo: la visita de una pareja de amigos extranjeros a Madrid. La anfitriona generosa, que convierte su casa en cuartel general y la pone a disposición de veintitrés personas durante nueve horas, resulta ser, además de íntima de la pareja, una de mis compañeras de curso en el colegio. Tras dieciocho años sin saber de ella, asisto aquí por vez primera a la evidencia de la acción del tiempo en su cuerpo: más tetona que antes (¿oxidación celular + cirugía?), con esa nariz que apuntaba maneras y que se decantó por la que nos esperábamos, cartilaginosa aunque bien torneada. ¿Es bueno o malo este reencuentro inesperado con la adolescencia en formato ex compañera escolar? Malo sería si me hubiese tocado ser víctima de un anónimo suyo con insultos poblados de faltas de ortografía, o de sus tirones de trenzas recurrentes bajo la mirada cómplice de un grupito de escoltas en miniatura. No ocurrió nada de eso: aquella niña, recién llegada hoy a la cuarentena, no me provocó ninguna cicatriz digamos freudiana en su momento; pocos aspectos recordables de la cría del montón que fue hace décadas salvo sus mellas de los dientes de abajo, sus cuadernos con su nombre y apellidos escritos sobre una etiqueta autoadhesiva con cenefa de fresitas y la sospecha de que, durante la adolescencia, padeció de anorexia o quizá de bulimia, ¿no es una el negativo de la otra?
Tuvo lugar, por ello, una versión bastante estándar de diálogo introductorio, con frases como «Pero bueno, qué sorpresa», «Qué gracia coincidir aquí», «Si te veo en la calle, no te reconozco» y enseguida urgió buscar el vínculo entre ambas. Gianluca y Coralie, la pareja italofrancesa en cuyo honor festejamos todos, funcionan como asidero. Comienzan a dibujarse mentalmente las conexiones: el novio de la anfitriona, Jean-Christophe, es amigo de Coralie desde la infancia. Cómo lucen los nombres extranjeros de sus invitados, cómo resuenan al decirlos en alto. Lucen tanto como su colección de cámaras de fotos de países del bloque soviético que todos toquetean con cuidado y respeto, o como la de juguetes procedentes de las niñeces de muchos de nosotros expuestos en una estantería protegida por una alambrada finita de corral de gallinas. ¡Genial, la idea!, ¿de dónde la has sacado, cómo se te ocurrió instalarla en casa? Y tu novio francés, que también es de algún modo una adquisición, ¿de dónde lo sacaste, cómo se te ocurrió colocar en casa a tu Jean-Christophe de pelo negro, ojos costazules y camisa remangada de lino?
El presente se las arregla para abarcarlo todo, la música de la fiesta acalla cualquier otra voz que quiera sacar la cabeza desde un más allá antiguo, el espacio festivo en el que nos hallamos arrasa con el poder limpiador propio de los productos corrosivos que desatascan cañerías. Nos uniformiza, no tenemos mucho más que decirnos sobre quiénes fuimos (es que no éramos nadie en aquel momento escolar de faldas y corbatas de estampado escocés). Un enorme borrón y cuenta nueva se hace cargo de ambas. Rebotan en las paredes lisas del amplísimo loft sus intentos de hablar con la que fui a mis catorce años para estereotiparme fuertemente con un corsé de entonces, porque ¿a qué otra cosa puede agarrarse salvo a mi colección de horquillas de aquel momento, a mis patines de bota con ruedas color naranja, a mi aversión por subirme en la barra de equilibrio?
Cada poco rato se organizan espontáneamente visitas a la casa guiadas por ella misma, que al recorrerla con nosotros se refiere a sus muebles por sus nombres y por los apellidos de su creador (la butaca Wassily de Breuer, el flexo Tizio de Sapper). Han retirado el falso techo; para el suelo del baño se escogió cerámica negra: se limpia bien y le da un toque matérico. Se detiene en el elemento estrella: la exposición de juguetes. Tras la reja gallinácea de alambre están la caja de la versión francesa del Cluedo, una cocinita infantil española del tardofranquismo, el tablero del juego Operación con el tipo barrigudo al que le faltan órganos y huesos, un garaje con sus cochecitos en miniatura aportado por Jean-Christophe y otros tantos objetos que despiertan un cóctel de nostalgia, admiración y envidia entre los asistentes. Nos abre la alambrada para que podamos manosear los cacharritos de la cocina infantil prefeminista, hojear los álbumes de cromos de equipos de fútbol que el niño Jean-Christophe completó en su infancia bretona y admirar la composición gráfica de las láminas de fondo temático con calcomanías pegadas sobre ellas, la espontaneidad e imperfección infantiles con las que fueron colocadas esas imágenes transferibles.
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