Las lágrimas azules

Juliette Morillot

Fragmento

La gaviota

La gaviota

Siempre he sabido que si estoy viva es gracias al empeño de una enfermera austríaca y a la caridad de un borracho en una playa de Kyongsangdo. Los rasgos del hombre minados por el alcohol y los ojos azul pálido de la enfermera borraron en mis sueños incluso el rostro de mi madre.

Concentrada y con el ceño fruncido, trataba de recomponer los rasgos maternos. Un puzle tan frágil como una escultura de barro. Cuando finalmente el rostro se mantenía unido, todo sombras y planos, lo acariciaba con mi pensamiento, tan bonito, tan suave. De pronto, el tabique nasal se hundía, los pómulos atrapados por la vorágine se desdibujaban, dejando solo en mi mente un montón de polvo rojo.

Se me hacía un nudo en la garganta y rechazaba las oleadas de imágenes que me asaltaban. El ruido de los cajones, las risas familiares de las enfermeras, escobilla en mano: «Otro más; esta vez ha sido Kim, un buen hombre ese Kim. Ahora es libre». Sus voces agridulces se perdían en el laberinto de pasillos, amortiguadas por el estrépito de los cubos en el suelo de baldosas. Sus palabras incomprensibles tenían el extraño poder de perseguirme por las noches bajo la manta. Cruzaba las manos por detrás de la nuca y me apretaba las sienes con los codos hasta que la sangre oscurecía mis pupilas, intentando interrumpir en vano el desfile de rostros y palabras. Cerraba los ojos. Mis pesadillas cesaban, ahogadas en el olor a antiséptico. Contenía la respiración. Las voces continuaban. «Que Dios lo tenga en Su Gracia.» Después, una puerta se abría. Entraba un raudal de luz. La deslumbrante extensión del mar hasta donde alcanzaba la mirada, las rocas y las nasas de cangrejos emergiendo de las aguas, me devolvían a mi historia, a mi historia personal y a mis sueños de libertad.

A los ocho años, el único horizonte que conocía era la isla de Sorokto, mi único universo. Cada sendero, cada hierba me resultaba familiar. Cada piedra, cada grano de arena, incluso las volutas de los nudos en los troncos de los árboles, y cada raíz, esas que, lisas y suaves, se enroscan para formar un asiento. Olores a sal y a fango, a savia y a tierra.

Para bajar al cruce de Pyonsari nunca tomaba el camino principal, sino que bordeaba la Gran Escuela y las casas de la maestra y de los guardias. Los espiaba al otro lado de la alambrada y después descendía por los atajos del bosque de pinos hasta la cornisa de Ogori, por encima del mar. Desde su extremo, la mirada abarcaba toda la isla: las chozas en el valle de Haengna-ri, la iglesia y las estacas de los pescadores en las olas. Más allá de las aguas verdes del mar de Tado brillaban las luces de Nokdong, un pequeño puerto de pescadores anidado en una ensenada de piedras al sur de la península de Koheung.

Ese largo rodeo tenía un objetivo: sorprender a mi madre trabajando. Aterrorizada ante la idea de ser descubierta, la observaba agazapada por detrás de las ramas. Sus manos se hundían en la tierra helada, limpiaban, rastrillaban. A veces el cubo se le escurría de los dedos y la comida de los cerdos se derramaba en el fango. Pero la pequeña figura se agachaba y la recogía. Los gestos de mi madre eran rápidos y precisos a pesar del frío, del peso y de sus pies que tropezaban. Estaba contenta de que le hubieran dado ese trabajo en la pocilga, así al menos ganaba algo de dinero para ayudarse en la vida diaria. Un día me compró una cinta. Una bonita cinta encargada en Nokdong, en el continente. Yo no me la ponía por temor a despertar la envidia de mis compañeras de escuela, pero la llevaba enrollada dentro de mi bolsillo. Tan apretada que, cuando la liberaba en la palma de mi mano, se desenrollaba como una culebrilla de cristal, lanzando destellos de raso y rozando mi piel.

Me gustaba ese contacto suave, signo de la vida que corría por mis venas. Una caricia fugaz, la de los ojos de mi madre, inmóvil bajo las acacias, vestida de blanco. Qué guapa estaba bajo las intrincadas ramas. Se peinaba los cabellos hacia atrás y se los recogía en un moño bajo. Cuando no podía dormir por la noche me tranquilizaba imaginando que posaba mis labios en ellos. Entonces cogía la cinta y la deslizaba sobre mis mejillas, imaginando el calor de un beso suyo sobre mi piel.

Cuando no iba a la escuela, me columpiaba durante horas en la puerta giratoria de madera que había entre la pradera y el camino que descendía hasta la playa. En los días de lluvia, la puerta giraba deprisa porque el suelo, erosionado por el agua, se hundía. En mis esfuerzos por empujar la tierra con el fin de acelerar el movimiento, mis pies creaban pequeños montículos de tierra tan altos como diques en miniatura. Escarbaba con todas mis fuerzas con los dedos de mis pies entumecidos de frío, temiendo que me regañara Lim, el viejo pescador que vivía en una choza cercana a la rada. Sus manos gastadas ya no tenían fuerza para empujar la puerta obstruida por la arena, por lo que, para ir al pueblo, tenía que bajar renqueando hasta el mar y luego volver a subir a través de los bosques de Pyonsari. Un esfuerzo sobrehumano para sus pobres piernas. Pero a mí no me preocupaba. El dolor de los otros no me afectaba.

La tentación de escapar del mundo cerrado de la isla, de sus acantilados de granito sumergidos en las olas, de sus bosques de pinos, no me abandonaba. Una tentación agazapada en el fondo de mi ser, una certidumbre, la de partir un día, lejos de las bahías de arena gris, lejos de las colinas verdosas. A la Antártida tal vez, o a Australia con los canguros. La señora Lee, la maestra de la escuela, me había contado cómo era la vida en el continente. Ella procedía del norte de la península, de las llanuras rojas de Pyongyang. La señora Lee era una mujer vigorosa, mucho más alta que los demás habitantes de la isla. Le sacaba al menos una cabeza al guardia del muelle y los niños la temían. Una noche la sorprendí sentada en un tronco de árbol arrojado a la playa, vestida con su blusa sencilla. Se sobresaltó y se cubrió instintivamente los hombros con las manos.

—Seungia, ¿qué haces aquí?

Horrorizada ante la idea de ser castigada, pensé poner pies en polvorosa y regresar a los dormitorios comunes, pero la soledad que se desprendía de su inmensa figura al borde del agua me re tuvo. La maestra observaba el mar con expresión ausente. Un minúsculo hilillo de sangre corría por su piel, en la base del cuello. Fino como un hilo de seda roja, se deslizaba sobre su carne, mezclándose con el agua que chorreaba y, al contacto con la tela de la blusa, se extendía en forma de media luna. Al darse cuenta de que la estaba mirando, murmuró:

—¡Me he herido contra las rocas! Seungia, no deberías pasearte de noche. Tendrías que estar durmiendo. Si Park llegara a enterarse... —Una expresión de terror apareció por un instante en su rostro—. Desconfía del guardia, Seungia, ¡no le gustan los niños!

La señora Lee mostraba una sonrisa que yo nunca le había visto, triste y luminosa, impregnada de una alegría extraña. Se había incorporado y se retorcía enérgicamente el cabello para que escurriera el agua. Gruesas gotas corrían por sus mejillas, que lamió con su lengua como un lagarto.

Sonsaeng-nim,* ¿nada usted todos los días?

—Todos los días desde que llegué a la isla, hace ahora diez años. La gente, al principio, creía que yo recogía conchas en los fondos marinos, ¡en aquel entonces no me querían!

—¡Pero ellos no saben sumergirse!

—No, tienes razón. Sin embargo, la mera idea de ver las riquezas de su mar caer en las manos de una extraña les enfurecía como a los perros cuando les roban un hueso. ¡Las orejas de mar y las ostras no me interesan! ¡Mira, no tengo boya ni red! Cuando el tiempo lo permite, doy la vuelta a la isla. Es un ejercicio para el alma y el cuerpo. ¡Ahora creen que estoy loca y no me hacen caso! ¡Imagínate, una maestra de escuela nadando! —Sus manos acariciaban la corteza del tronco—. En el fondo tienen razón, ¡una persona en su sano juicio no se quedaría más de una semana aquí!

Quebró una ramita con la mano y la lanzó a las olas. La ramita flotó durante un buen rato y luego desapareció bajo la espuma.

—¡El agua me hace mucho bien, sonsaeng-nim, me libera de mis pesadillas! Pero como no sé nadar, me pongo en cuclillas sobre las rocas, ¡me contento con meter la cabeza debajo de las olas y abrir los ojos! Observo los cangrejos que huyen en la arena, entre los dedos de mis pies.

La señora Lee me escuchaba divertida, con el rostro ligeramente ladeado. Yo veía la luna acariciar sus pálidas mejillas y reflejarse en sus pestañas mojadas. Las aletas de la nariz le palpitaban suavemente.

Caminamos por la orilla de la playa y luego ella me acompañó a los dormitorios. Dos construcciones de madera negra rodeadas de piedra de lava cuyo origen nadie sabía explicar. Ni siquiera los viejos pescadores, cuyos ancestros descansaban en las laderas de la colina, conocían más volcán que el monte Halla, en la isla de Cheju, a cientos de kilómetros de allí. Pero yo creía todavía en el dragón que vive bajo el mar y petrifica la espuma de las olas cada vez que se encoleriza. Los fragmentos de mica aprisionados en la roca porosa, joyas de los palacios submarinos destrozados por la ira del monstruo, me daban la razón. Los más bonitos, los kwongdol,* gruesos como pepitas, desprendían reflejos verde azulados, como los que relucen en la cola de los faisanes.

Al día siguiente, la señora Lee recuperó esos bruscos gestos suyos que no admitían réplica. Me regañó cuando balbuceé al recitar el poema de los «Mil caracteres». Esa noche no me atreví a regresar a la playa. Dejé pasar las semanas, encomendándome a mis supersticiones infantiles para decidir el día en que volvería a tomar el camino de la playa. Las sirenas de los barcos a lo lejos debían lanzar un número impar de señales. Si oía cuatro silbatos de niebla, me quedaba en el dormitorio, con la cinta enredada entre mis dedos; si eran cinco, me escondía debajo de las piedras de la escalera y, en cuanto el guardia volvía a su garita, me escapaba.

De las dunas se alzaba un guirigay de voces. En las noches de estío, los isleños buscaban el fresco y miraban las luces de Nokdong al otro lado de las aguas. Un mundo estrellado y brillante de linternas de barcos y de bombillas macilentas que hacían brotar las anécdotas de los labios. A veces, algunas mujeres se alejaban del grupo en dirección a las rocas y volvían con unas botellas de soju,** destilado en secreto en la penumbra de sus casas. Cada una de ellas tenía su propio escondite: en las cavidades de una roca, en una anfractuosidad del acantilado. Los hombres reían mostrando sus dientes amarillos y las mujeres se recogían las faldas por encima de las pantorrillas manchadas de arena mojada. Las mandíbulas se ensañaban con las patas de pulpo secas. Los corazones se abrían, animados por el alcohol. Las imágenes de la guerra volvían sin cesar, a veces gloriosas, a veces ahogadas en lágrimas, y de repente se hacía el silencio. Los recuerdos, revividos por la oscuridad y los espectros del pasado, se apagaban.

La señora Lee se bañaba lejos de allí, en la bahía situada frente a Kumho-do, la isla del Tigre de Oro. Yo la esperaba en cuclillas en la arena, siguiendo con la mirada, antes de que desapareciera bajo las capas de niebla, la masa oscura de sus cabellos en las olas. Encaramada en los arrecifes, me encogía y, curvando la espalda hasta que mis hombros rozaban la superficie de las olas, hundía la cabeza en el agua. Disfrutaba de esa sensación de equilibrio inestable, de ese miedo que me hacía un nudo en el estómago y de la simple potencia de los músculos que me impedía bascular. Esperaba unos minutos a que los remolinos de arena levantados por mis pies cesaran. Después abría los ojos. Me gustaba la penumbra del agua, las volutas de mis mechones negros flotando, el fragor sordo de mi sangre y del mar contra mis tímpanos. En cada ola, el ruido se hinchaba para transformarse en una larga y penosa respiración. Escuchaba la respiración del dragón agazapado en el hueco de la ola bajo el horizonte hasta que me faltaba el aire. Esperaba ese momento último en el que por fin rozaba el antro del monstruo marino; la cabeza me daba vueltas, unas imágenes rojas bailaban delante de mis ojos, pero el rey-dragón nunca conseguía atraerme a su caverna. Recuperaba la respiración a tiempo y sacudía la cabeza proyectando haces de gotitas que se secaban enseguida, lamidas por el viento.

—Pareces una gaviota, ahí posada en tu roca —bromeaba la señora Lee—. Kalmaegi!*

La señora Lee me contó su historia. Su juventud en el norte, en el país de los sueños y de los comunistas, los combates y las multitudes de hombres y mujeres que huían del enemigo por las carreteras devastadas. Me costaba entender. Sabía que los coreanos del norte eran nuestros enemigos, unos rojos, gentes crueles y sin alma.

—Pero, sonsaeng-nim, ¿quién era el enemigo? Y si usted nació en Pyongyang, en el norte, ¿qué hacía en el sur?

Mi lógica infantil estaba confusa. ¿Qué se puede comprender a los ocho años de un país en pleno caos, de la locura de los hombres que exterminan a sus hermanos? Las respuestas de los adul tos no me satisfacían. Las descripciones que la gente hacía de los soldados americanos me aterrorizaban mucho más que la señora Lee y sus antiguos compatriotas.

—¿Son tan negros los extranjeros como dicen? ¿Negros como los demonios que aplastan a los guardias en los pórticos de los templos?

A la maestra le divertía mi candor. Pero ella también había tenido miedo la primera vez. Como la mayoría de los coreanos, nunca había visto a ningún occidental. Los soldados americanos habían acampado en la entrada del pueblo, cerca de los tejados con cuernos del altar de los antepasados. Las gentes oyeron sus risas burlonas mientras posaban delante de los tótems de madera que protegen las viviendas de los malos espíritus. Al amanecer, la columna atravesó la calle principal. La señora Lee se apostó con un grupo de mujeres cerca del olmo donde el jefe del poblado y los ancianos se reunían a tratar los asuntos comunitarios. Bajo el árbol venerado, las campesinas se sentían seguras. La señora Lee estrechó a sus hijos contra ella y la más pequeña, deslizándose bajo su amplia falda, se agarró a sus piernas. Finalmente vieron pasar a un grupo de hombres colorados y fofos. Pero aparte de las orejas rojas y los ojos claros, lo que más le llamó la atención de ellos fue el gigantesco espacio comprendido entre el labio superior y la punta de la nariz. Un signo de simplicidad y brutalidad. Y de pronto lo vio. Al negro. Los murmullos de las mujeres callaron. Más alto todavía que sus compañeros, más terrorífico, con el rostro de color carbón, los ojos desorbitados, blancos, inyectados en sangre, y unos labios carnosos y brillantes. ¡Y las palmas de las manos de color rosa, como el vientre de los cerdos chinos! Las mujeres gritaron y carraspearon para mostrar su desconfianza, pero la señora Lee miró hacia otra parte mientras su pequeña le clavaba las uñas en los muslos.

Yo no me cansaba de oír esa historia y aturdía a la maestra con mis preguntas. ¿Los había tocado? ¿En qué idioma hablaban? La señora Lee mostraba una gran paciencia, y de pronto se levantaba y ajustaba el cinturón de su chaqueta, como si hubiéramos llegado a un límite invisible. Se amurallaba entonces en un silencio colérico que solo finalizaba delante de la puerta de los dormitorios.

En aquella terrible mañana de abril de 1951, la señora Lee se encontraba con sus tres hijos cerca de Uijongbu. Atrapada entre la avanzada comunista y los disparos de la artillería americana, intentó huir a través de los arrozales devastados. Mirara donde mirara, solo veía fuego. Las montañas ardían, con unas llamas altas que iluminaban el horizonte de nubes ardientes empujadas por las rachas de viento. Unos tras otros, los aviones se precipitaron en el valle en un trueno ensordecedor de explosiones que hacían temblar la tierra bajo sus pies, levantando surtidores de piedras. De pronto, se volvió y vio a sus tres hijos envueltos en un halo de fuego. Las tres pequeñas figuras corrían atónitas con las manos levantadas hacia el cielo en la extraña niebla incandescente que avanzaba hacia ellas. La señora Lee perdió el conocimiento, atrapada por el gran horno. Cuando abrió de nuevo los ojos, yacía encogida en unas adujas de jarcias pringosas, en un puerto de la costa sur. Sus ropas se habían deshecho sobre su piel veteada de regueros negros y rojos.

—¿Por qué el napalm no me quemó? —susurró la señora Lee con voz pesarosa—. Aquí la sal del mar reabre mis cicatrices y desgarra mi piel, pero me gusta la caricia tibia de la sangre que resbala por mi pecho...

La maestra entonces me cogió por la barbilla y acercó su rostro al mío.

—Tomé un barco y llegué a Sorokto, Seungia. Esta isla ya forma parte de mi vida, nunca me iré de ella. Aquí, incluso los ciervos y los faisanes que se ven en los recodos de los caminos llevan un peso que apaga el brillo de su pelaje y cubre con un velo sus pupilas. Un día, pequeña gaviota mía, partirás, cruzarás el mar, lo sé. Esta isla no es para los vivos.

El lunes era mi día preferido. Por nada del mundo me hubiera perdido el tercer lunes del mes, la espera bajo el follaje sombrío, la excitación cada vez mayor. Nos poníamos en fila en silencio, detrás de la raya que el señor Park, el guardia, trazaba en la arena con la ayuda de un palito. El hombre tenía el rostro magullado, desprovisto de expresión. Tres pasos exactamente por detrás del surco, dos pasos por delante de los pinos azules y las acacias que bordeaban el camino. Durara lo que durara la espera, a veces varias horas, apoyarse en los troncos finos estaba expresamente prohibido.

El aire era cálido y luminoso. Los niños se alineaban sabiamente, clase por clase. Las niñas, hacia lo alto del camino; los niños, más abajo, cerca de la barrera. Los hermanos y las hermanas separados. Los pequeños del jardín de infancia permanecían reagrupados aparte, junto a la alambrada, al resguardo del viento y del sol, en los brazos de las damas del hospital.

Al otro lado del camino se situaban los hombres y las mujeres. Por orden de llegada, los más animosos y los afortunados que vivían cerca de la escuela se acuclillaban sobre los talones y charlaban en voz baja; mientras que los más lentos y cansados, los ancianos y los habitantes del otro lado de la isla, se colocaban en silencio bajo las frondosidades. Las faldas de las mujeres, enjuagadas para la ocasión en agua de arroz, crujían en el aire. Al poco tiempo, toda la parte derecha del camino, hasta lo alto de la colina, estaba ocupada por esas figuras petrificadas.

A la izquierda, los niños. A la derecha, los adultos.

Las bocas se entreabrían, maravilladas, intimidadas.

Incluso los labios de los hombres se curvaban en una sonrisa desmañada. Las manos se agarraban a los faldones de las chaquetas. El tiempo pasaba sin que nadie se moviera. Poco a poco, las miradas se volvían ávidas, desesperadas. Pero ni un solo sonido salía de las gargantas.

Ese lunes de primavera me había prometido cumplir con la maestra y no gritar ni correr. Pateaba y atusaba por última vez mis cabellos con la mano. Después, sintiendo que era un momento importante, me puse firme, con los brazos pegados al cuerpo y busqué la figura de mi madre en la fila de hombres y de mujeres. Una sucesión de rostros de campesinos y pescadores con los rasgos toscos, ennegrecidos por el reflejo del sol en las aguas.

De pronto, la voz estridente de un niño se alzó en el aire. Le siguió un eco de llamadas surgidas de todas las gargantas. «Omoni! Omoni* El silencio dejó paso a un largo y ronco grito que salía de los pechos, un rugido sordo y poderoso roto por los sollozos y las risas. Un interminable aullido de sufrimiento y de felicidad. En cada lado, las manos se alzaron en un bosque de brazos que se agitaba furiosamente hacia el cielo. Las madres llamaban a sus hijos, gritando lo más fuerte posible para superponerse a la voz de las demás: «¿Has comido bien hoy?». Los pequeños lloraban. Las lágrimas corrían, los dedos arañaban el aire y el viento tratando de empujar la barrera invisible que dividía el camino. Un rayo de sol impalpable y dorado. Un muro tejido de amor y miedo.

El paseo, de apenas unos metros, parecía una extensión infranqueable. Al otro lado de esa frontera de aire esperaba mi madre en medio de los otros padres. No siempre conseguía distinguirme entre la multitud de caras. Su vista se había debilitado tanto que a veces yo solo le veía las pupilas blancas bajo los párpados entrecerrados. Sabía cuándo me reconocía porque todo su cuerpo se relajaba y se volvía hacia mí, indefensa. En el jaleo de gritos y de silencio, yo enrollaba entonces mi amor en un ovillo e imaginaba que la brisa lo llevaba hasta sus labios.

Ese lunes, mi madre no me encontró, pero creyó localizarme. La vi darse la vuelta, como un autómata, hacia otros niños, a los que hizo gestos con la mano. Yo no me moví. ¿Qué más me daba que esos gestos no fueran dirigidos a mí? Me contenté con observarla, toda para mí, inmóvil bajo los árboles, con su hermoso rostro cubierto de sombra y luz. Sus ojos, bordeados de inmensas pestañas negras, tenían una claridad vertiginosa. Me ahogaba en ellos sin ella saberlo hasta que finalmente intuía el calor de mi mirada sobre sus pupilas muertas.

Agi,* ¡detente! ¿Dónde estás? ¡Respóndeme! —me decía con voz ronca—. ¡Noto que me estás mirando! Dime, ¿te dan bien de comer? En otoño te prepararé pasteles de luna rellenos de piñones. ¿Me oyes, Seungia?

Sus manos dibujaron unos círculos en la nada que arrastraron millares de partículas de polvo en los rayos del sol. Mientras ella continuaba preguntándome desde el otro lado del camino, yo grababa en mi memoria la suave gravedad de sus rasgos.

Dos voces gritaron de repente: «¡Se acabó!». Park echó a los escolares, que se dispersaron hacia los dormitorios. Escoltada por guardias uniformados, la columna de hombres y mujeres, con la cabeza baja, se puso de nuevo en camino en dirección a la colina. En fila india, los hombres y mujeres regresaban al otro lado de la isla, a la zona de los enfermos. La segunda barrera se cerró tras la extraña procesión.

Yo no me había movido. Apoyándome en las raíces nudosas de una acacia, me puse de puntillas y busqué los ojos de mi madre, que seguía sin verme. Víctima de sus ilusiones, sonreía de nuevo a otra niña. Una chiquilla con los cabellos de color pasta de soja quemada. Su voz resonaba fuerte y molesta.

—¡Seungia! ¡Te haré medialunas de pasta de arroz, pero no sé si encontraré judías rojas!, ¿y si te las hago de azufaifas? Dime, ¿te gustan? ¿Por qué no me contestas?

Park, irritado por esas interminables despedidas, metía prisa a los rezagados. Conocía el nombre de cada uno de ellos por haber bebido y fumado con todos pero, en esos momentos, el hombre y el amigo desaparecían para dejar paso al representante del orden en la isla. Y a Park le importaban demasiado los innumerables y pequeños privilegios que su posición de guardia le aseguraba para arriesgarse a la menor reprimenda.

Mi madre se volvió por fin hacia mí. Yo no había pronunciado una sola palabra, disfrutando de su desconcierto tanto como de mi pena. Un violento sol bañaba el polvo del camino. Los pasos de los hombres y las mujeres levantaban nubes de tierra os cura y arena. Mi madre se quedó inmóvil, plantada con una seguridad tranquila en medio del camino, sorda a las órdenes del guardia.

Divisé sus pestañas, sus órbitas blancas y su rostro sereno magullado como un membrillo maduro, curiosamente deformado. Y de repente, vi el cielo a través de sus cabellos, por encima de la ceja derecha. Una zanja muy abierta que dejaba pasar el viento y la luz. Sentí un escalofrío. Sus párpados arrugados se estremecieron de placer y su rostro se iluminó.

La enfermera me había prevenido.

—Seungia, a tu madre la han operado. El médico le ha quitado una parte del hueso de la frente. El cerebro no se lo han tocado y sus capacidades intelectuales y sensoriales han sido completamente preservadas. El doctor Han es un gran especialista de Seúl; ha venido expresamente para la operación.

Yo no comprendí los términos, demasiado complicados para mí. No había visto a mi madre desde hacía tres meses. Y por primera vez desde su hospitalización, ella volvía a participar en el encuentro de los lunes. No había cambiado. Nada ni nadie hubiera reemplazado en mi corazón su piel arrugada, su boca siempre entreabierta. A lo sumo, parecía un poco fatigada. Sus bonitos cabellos se agitaban al viento, como una pequeña vela negra por encima de sus ojos, dejando pasar ahora los rayos del sol. La mitad del cráneo había desaparecido.

La mano de la enfermera se posó en mi hombro. Olía a jabón y a antiséptico.

—Tu madre es un caso excepcional, ¿sabes? —dijo con la esperanza de reconfortarme—. ¡Pero si quieres, puedes regresar! No estás obligada a quedarte hasta el final. ¡Los otros ya se están yendo!

Continuó cada vez más suave:

—El doctor Han está muy orgulloso de ella y de sus progresos. Incluso va a escribir un artículo para una revista de cirugía de la capital. ¡Es un honor!, ¿sabes?

Los dedos de la enfermera acariciaban mi cuello. Un movimiento como de pulidor insi

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