Perfección (Traición 2)

Scott Westerfeld

Fragmento

PRIMERA PARTE

LA BELLA DURMIENTE

Recuerda que las cosas más bellas del mundo son también las más inútiles.

JOHN RUSKIN,

Las piedras de Venecia, vol. I

Rebelde

Vestirse era siempre la parte más dura de la tarde.

En la invitación a la Mansión Valentino ponía «semiformal», pero lo peliagudo de la cuestión estaba en la primera parte del término. «Semi» daba pie a un sinfín de posibilidades, como una noche sin fiesta. Para los chicos tenía ya su complicación, pues podía suponer ir con chaqueta y corbata (o sin corbata según el tipo de cuello que llevaran), todo de blanco y en mangas de camisa (atuendo indicado únicamente para las tardes de verano) o con un modelo compuesto de abrigo largo, chaleco, frac, falda escocesa o un jersey precioso. Sin embargo, para las chicas aquella definición equivalía sencillamente a una explosión, como solía ocurrir con todas las definiciones allí, en Nueva Belleza.

Tally casi prefería las fiestas de etiqueta rigurosa o formal. La indumentaria no era tan cómoda y el ambiente no se animaba hasta que todo el mundo iba borracho, pero al menos no había que pensar tanto a la hora de vestirse.

—Semiformal, semiformal —dijo, recorriendo con la mirada el armario abierto mientras el expositor giratorio se movía chirriante hacia delante y hacia atrás en un intento por seguir el ritmo de los clics aleatorios del ratón ocular de Tally, haciendo que las prendas colgadas se balancearan de un lado a otro. Sí, no había duda de que «semi» era una palabra falsa.

—¿Es siquiera una palabra? —preguntó Tally en voz alta—. ¿«Semi»? —Le sonaba rara en la boca, que tenía seca como el algodón después de la noche anterior.

—Solo es media palabra —dijo la habitación, dándoselas de inteligente.

—Cifras —masculló Tally.

Se dejó caer de espaldas en la cama y se quedó mirando el techo, con la sensación de que la habitación amenazaba con empezar a dar vueltas a su alrededor. No parecía justo tener que ponerse histérica por media palabra.

—Haz que desaparezca —ordenó.

La habitación no la entendió y cerró el armario corriendo la pared. Tally no tenía fuerzas para explicar que se refería a la resaca, que se extendía por su cabeza como un gato rollizo, huraño, blando y reacio a moverse.

La noche anterior, Peris y ella habían ido a patinar con otros rebeldes para probar la pista de hielo que se cernía sobre el estadio Nefertiti. La capa de hielo, sostenida en alto por medio de una red de alzas, era lo bastante fina para dejar ver lo que había al otro lado de ella, y se mantenía transparente por la acción constante de una horda de pequeños zambonies que se movían entre los patinadores como chinches de agua nerviosos. Los fuegos artificiales que explotaban en el estadio situado debajo hacían que el hielo brillara como un vitral esquizoide que cambiaba de colores cada pocos segundos.

Todos ellos tenían que llevar arneses de salto por si alguien se precipitaba al vacío en caso de que el hielo se rompiera. Naturalmente, eso nunca le había ocurrido a nadie, pero, ante la idea de que en cualquier momento el mundo pudiera derrumbarse con un súbito estrépito, Tally se pasó la noche bebiendo champán.

Zane, que era más o menos el líder de los rebeldes, había terminado por aburrirse y había vaciado una botella entera en el hielo. Dijo que el alcohol tenía un punto de congelación más bajo que el agua y que así podría provocar que alguien cayera a los fuegos artificiales. Pero no había derramado el champán suficiente como para evitar que Tally tuviera resaca aquella mañana.

La habitación emitió el sonido especial que indicaba que estaba llamando otro rebelde.

—¿Sí?
—Hola, Tally.
—¡Shay-la! —Tally se incorporó a duras penas sobre un codo—. ¡Necesito ayuda!

—Lo dices por la fiesta, ¿no?
—Es que no sé de qué va eso de semiformal.

Shay se echó a reír.
—Qué perdida estás, Tally-wa. ¿No has oído el mensaje? —¿Qué mensaje?
—Pero ¡si lo han mandado hace horas!

Tally miró su anillo de comunicación, que seguía en la mesita de noche. Nunca lo llevaba puesto para dormir, una vieja costumbre de sus tiempos de imperfecta, cuando andaba siempre moviéndose a hurtadillas. Allí estaba el anillo, emitiendo sus pulsaciones sin hacer ruido, aún con el volumen apagado.

—Oh, vamos, despierta.
—Pues nada, olvida lo de «semi». Ahora quieren montar una fiesta en plan carnaval. ¡Tenemos que ir disfrazados!

Tally miró la hora: eran casi las cinco de la tarde.
—¿Cómo? ¿En tres horas?
—Sí, ya sé. Yo estoy buscando uno por todas partes. Qué vergüenza. ¿Puedo bajar?

—Cómo no.
—¿En cinco minutos?
—Claro. Trae desayuno. Adiós.

Tally dejó caer la cabeza en la almohada. La cama le daba vueltas como una aerotabla; el día acababa de comenzar y ya tocaba a su fin.

Se puso el anillo de comunicación y escuchó airada el mensaje, en el que se decía que no se permitiría la entrada a la fiesta sin un disfraz realmente chispeante. Quedaban tres horas para que se le ocurriera algo decente, y los demás le llevaban una ventaja enorme.

A veces tenía la sensación de que ser una rebelde de verdad habría sido muchísimo más sencillo.

Shay llegó con el desayuno: tortillas de bogavante, tostadas, salteado de patatas con cebolla, buñuelos de maíz, uvas, bollos de chocolate y Bloody Marys, más comida de la que podría eliminar un paquete entero de purgantes de calorías. La bandeja rebosante se movía en el aire, y las alzas que la sostenían temblaban como un niño en su primer día de colegio.

—Pero, Shay, ¿es que vamos a ir de zepelines o algo así?

Shay soltó una risita.
—No, pero por tu voz he notado que estabas mal. Y esta noche tienes que estar chispeante. Todos los rebeldes van a venir a votarte.

—Chispeante… Genial. —Tally suspiró mientras aliviaba el peso de la bandeja cogiendo un Bloody Mary. Al dar el primer sorbo, frunció el ceño—. Le falta sal.

—Eso tiene arreglo —dijo Shay, retirando el caviar que adornaba una tortilla para echarlo en la bebida de Tally.

—¡Puaj, sabrá a pescado!
—El caviar queda bien con todo. —Shay cogió otra cucharada y se la llevó a la boca, cerrando los ojos para masticar las huevas. Luego hizo girar su anillo para poner música.

Tally tragó saliva y tomó otro sorbo de Bloody Mary, lo que le sirvió al menos para que la habitación dejara de dar vueltas. Los bollos de chocolate comenzaban a oler bien. Luego pasaría al salteado de patatas con cebolla. Y después a la tortilla; puede que incluso probara el caviar. El desayuno era la comida del día con la que Tally intentaba, más que con ninguna otra, recuperar el tiempo que había perdido durante su estancia en plena naturaleza. Darse un buen atracón para desayunar le hacía sentir que lo tenía todo controlado, como si un aluvión de sabores propios de la ciudad pudiera borrar el recuerdo de meses de guisos y EspagBol.

La música era nueva e hizo que se le acelerara el corazón. —Gracias, Shay-la. Me has salvado la vida.
—De nada, Tally-wa.
—Bueno, ¿y dónde estuviste anoche?

Shay se limitó a sonreír, como si hubiera hecho algo malo.

—¿Qué? ¿Chico nuevo?

Shay negó con la cabeza con una caída de párpados.
—¿No te habrás operado otra vez? —le preguntó Tally, ante lo cual Shay soltó una risita—. Lo has hecho. Se supone que no debes pasar por el quirófano más de una vez por semana. Pero ¿qué podía faltarte?

—Tranquila, Tally-wa. Ha sido algo loc

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