Jugando con fuego (Jugando con fuego 1)

Niall Leonard

Fragmento

1

Era un poco temprano para que alguien estuviera aporreando la puerta de casa. Salí de la ducha y bajé a toda prisa, con el pelo aún empapado, y abrí.

—Perdona, hijo, se me ha cerrado la puerta —dijo mi padre, y entró tiritando.

Me fijé en que había salido en zapatillas. Me extrañó, hasta que vi la guía de televisión que llevaba doblada en la mano y se me cayó el alma a los pies.

Estaba bastante hecho polvo. Tenía los ojos azules inyectados en sangre y el pelo rubio de punta, pero no despeinado a propósito ni a la moda, sino con cuernos, como si hubiera dormido en un portal. Le había oído llegar tarde la noche anterior y dar tumbos por el salón intentando no hacer ruido mientras se tropezaba con los muebles y maldecía entre dientes. Pero se había levantado a la misma hora de siempre, poco después de que yo hubiera salido a correr, y el desayuno que había preparado seguía caliente en la mesa: huevos viejos, fino beicon salado y café instantáneo con leche. Ya me tomaría un zumo de naranja cuando llegara al trabajo, aunque el zumo que servíamos casi solo tuviera de naranja el color.

—Joder —dijo mi padre. Llevaba las gafas torcidas y estaba mirando la primera página de la guía con los ojos entrecerrados. No había tardado mucho.

—¿Qué pasa?

—Bill Winchester va a rodar otra temporada de la serie del poli que viaja en el tiempo, el muy cabrón.

—¿Futuro perfecto?

Mi padre me miró como si le hubiera traicionado.

—No la he visto nunca —dije, y me encogí de hombros—. He oído hablar de ella, eso es todo.

—Bill y yo trabajamos juntos hace años, en Henby General.

—Sí, lo comentaste. —Pero no lo comentaba muy a menudo.

Mi padre había sido muy conocido a principios de los años noventa. Durante un tiempo, fue el actor irlandés de ojos risueños más popular de la escena cinematográfica: incluso tenía un premio al mejor actor revelación. La estatuilla de bronce aún estaba en la repisa de la chimenea, acumulando polvo. A partir de entonces, todo había ido cuesta abajo. Mi padre no seguía teniendo la estatuilla a la vista por nostalgia o vanidad, sino para alimentar su envidia. «La envidia da hambre», solía decir, un comentario que yo nunca entendía, porque siempre tenía hambre, y la sensación nunca había llegado a gustarme. Pero a todos los antiguos compañeros actores de mi padre les iba mejor que a él. Si fuera verdad que cada vez que un amigo triunfa una pequeña parte de nosotros muere, mi padre ya sería un verdadero zombi.

Se tenía por un actor apasionado, comprometido y provocador. Los directores enseguida acabaron considerándole caprichoso, obstinado e insufrible. Los trabajos ya habían empezado a escasearle cuando conoció a mi madre, y había interpretado su último papel hacía años, comiéndose una pizza imaginaria en una isla desierta en un anuncio, creo que de una compañía de seguros… aunque podría haber sido de pizzas o de islas desiertas. Nunca se retiró oficialmente, pero se dejó barba y ya no asistió a más audiciones ni dio más la lata a su agente para que le buscara trabajo.

No iba a quedarse esperando a que sonara el teléfono, decía. Iba a labrarse su propia suerte. Escribiría una miniserie tan emocionante y realista que los productores se sacarían los ojos por llevarla a la pantalla, y él se reservaría un papel increíble, para que tuvieran que incluirlo en el reparto. Por supuesto, no sería el de primer actor; había que ser realistas, decía. Ese papel podría interpretarlo uno de sus antiguos compañeros más famosos, para que fuera más fácil encontrar productores. Lo tenía todo pensado. Desde hacía varios años, pero parecía que el momento no llegara nunca.

—No te agobies, papá. Siempre dices que el éxito es la mejor venganza.

—Sí, pero puede que me equivoque —objetó—. Puede que la mejor venganza sea cortarle la cabeza a alguien con un hacha oxidada. Tal vez debería probarlo.

Me llevé los platos vacíos a la cocina.

—¿Qué vas a hacer hoy? —pregunté, más por educación que por interés.

—Trabajar.

Mi padre utilizaba el término en un sentido bastante amplio. Gran parte de su trabajo parecía consistir en mirar por la ventana. Se había leído todos los libros de la biblioteca del barrio sobre cómo escribir guiones y siempre citaba aforismos y lemas sobre la inspiración y el trabajo, la experiencia y la intuición. Escribía diez páginas todos los días, pero el problema era que, al día siguiente, rompía nueve. Algunos días salía a «investigar» por todo Londres, y las notas, apuntes y recortes se le amontonaban en la mesa del comedor junto al ordenador portátil. Luego, durante la cena, trataba de explicarme su última idea para una historia, pero yo había dejado de escucharle hacía mucho tiempo.

—Te harías cruces si supieras lo que me contaron anoche —dijo—. El hampa de Londres es como la corte de Calígula: todos se apuñalan por la espalda. Ese es el verdadero drama. Lo tenemos delante de las narices, pero nadie quiere saber nada.

«Entonces ¿por qué puñetas escribes sobre eso?» pensé. Pero no lo dije en voz alta. La mejor cualidad de mi padre era su eterno optimismo. Algún día, con mucho esfuerzo y un poco de suerte, sería rico y famoso, y no tendríamos que malvivir con sus menguantes pagos de regalías y mi mísero salario de Max Snax.

—¿Quieres que traiga algo para cenar? —pregunté.

—No —respondió—. Es probable que luego salga a comprar.

Yo sabía que no pondría el pie en una tienda hasta que hubiera mirado en los contenedores de la calle por si alguien había tirado a la basura alguna comida preparada caducada. La serviría con un sermón sobre los males de la sociedad de consumo y la cantidad de cosas que se desperdiciaban. Yo siempre pensaba: «Si con eso cenamos, viva el desperdicio».

—¿Sabes dónde está el otro juego de llaves? —me preguntó mientras me anudaba las zapatillas de deporte.

—Colgado —respondí—. ¿Una noche movida?

—No te preocupes —dijo—. Las mías aparecerán.

—Te veo luego, ¿vale? —Me levanté para marcharme. Esperaba oír su hosco adiós habitual, pero él dejó la guía de televisión y me miró.

—¿Finn? —preguntó—. Estamos bien, ¿verdad? ¿Tú y yo?

¿Bien? ¿Cómo íbamos a estar bien? Yo era un ignorante sin estudios atrapado en un trabajo sin futuro, y él era un actor venido a menos que se pasaba la vida escribiendo un guión que jamás estaría terminado y, además, nadie iba a querer leer.

—Sí, papá, claro. Tengo que irme.

—Hasta luego —dijo.

Salí de casa y cerré la puerta. Empecé corriendo despacio para calentar, pero enseguida aceleré.

—Sí, quiero un especial de pollo texano, sin ensalada ni salsa ni nada.

—¿Solo el pollo y el pan?

—Sí.

El cliente medía metro y medio de estatura, y lo mismo de contorno, y yo veía por qué. Siempre me preguntaba qué hacían los tipos como don Esférico para que no se les cayera el pantalón: ¿se grapaban el cinturón a la barriga? Además, sin la salsa, no era un especial de pollo texano, sino solo pollo frito con pan blanducho, pero yo no

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos