1
¡Buenos días! Vas a morir
Sí, ya lo sé. Cuando leáis que me morí entre terribles dolores diréis: «¡Hala! ¡Cómo mola, Magnus! ¿Puedo morirme yo también entre terribles dolores?».
No. En serio, no.
No saltéis de ningún tejado. No os metáis corriendo en la carretera ni os prendáis fuego. No es así como funciona. No acabaréis donde yo acabé.
Además, no os conviene pasar por lo que yo he pasado. A menos que tengáis el absurdo deseo de ver a guerreros zombis haciéndose trizas a hachazos, espadas cortando narices de gigantes y elfos siniestros vestidos con ropa elegante, no deberíais ni plantearos encontrar las puertas con cabezas de lobo.
Me llamo Magnus Chase. Tengo dieciséis años. Esta es la historia de cómo mi vida fue de mal en peor después de matarme.
El día empezó con bastante normalidad. Estaba durmiendo en la acera debajo de un puente del jardín público cuando un tipo me despertó de una patada y me dijo:
—Vienen a por ti.
Por cierto, durante los dos últimos años he vivido en la calle.
Algunos pensaréis: «Oh, qué pena». Otros pensaréis: «¡Ja, ja, menudo pringado!». Pero, si me vierais en la calle, el noventa y cinco por ciento de vosotros pasaríais de largo como si fuera invisible. Rezaríais por que no os pidiera dinero. Os preguntaríais si soy mayor de lo que aparento, porque un adolescente no estaría envuelto en un apestoso saco de dormir, durmiendo a la intemperie en Boston en pleno invierno. «¡Alguien debería ayudar a ese pobre chico!»
Luego seguiríais andando.
En fin. No necesito vuestra compasión. Estoy acostumbrado a que se rían de mí. Estoy más que acostumbrado a que hagan como si no existiera. Pasemos a otra cosa.
El vagabundo que me despertó se llamaba Blitz. Como siempre, tenía pinta de haber atravesado un huracán de basura. Su tieso pelo moreno estaba lleno de pedazos de papel y ramitas. Su cara era del color del cuero de una silla de montar y estaba moteada de hielo. Su barba se rizaba en todas las direcciones. Llevaba los bajos de la trinchera cubiertos de nieve y los arrastraba alrededor de los pies —Blitz medía un metro sesenta y cinco—, y tenía los ojos tan dilatados que sus iris eran solo pupila. Su expresión de alarma permanente hacía que pareciera que fuese a gritar en cualquier momento.
Me quité las legañas de los ojos parpadeando. La boca me sabía a hamburguesa del día anterior. En el saco de dormir se estaba calentito, y no tenía ganas de salir.
—¿Quién viene a por mí?
—No estoy seguro. —Blitz se frotó la nariz; se la había roto tantas veces que la tenía en zigzag, como un relámpago—. Están repartiendo hojas con tu nombre y tu foto.
Solté un juramento. Podía ocuparme de los ocasionales policías o guardas del parque. De los inspectores de absentismo escolar, voluntarios de servicios a la comunidad, universitarios borrachos, adictos en busca de alguien pequeño y débil a quien atracar... Todos ellos habrían sido tan llevaderos a primera hora de la mañana como unas tortitas y un zumo de naranja.
Pero, si alguien conocía mi nombre y mi cara, la cosa pintaba mal. Eso significaba que me buscaban a mí en concreto. Tal vez la gente del refugio se hubiera enfadado conmigo por estropearles el equipo de música. (Aquellos villancicos me habían estado volviendo loco.) Tal vez una cámara de seguridad había registrado la última cartera que había robado en el barrio de los teatros. (Eh, necesitaba dinero para pizza.) O tal vez, por inverosímil que parezca, la policía seguía buscándome para interrogarme sobre el asesinato de mi madre...
Tardé unos tres segundos en recoger mis cosas. El saco de dormir bien enrollado y guardado en la mochila con mi cepillo de dientes y una muda de calcetines y ropa interior. Aparte de la ropa que llevaba a la espalda, esas eran todas mis pertenencias. Con la mochila al hombro y la cabeza cubierta con la capucha de la chaqueta, podía mezclarme bastante bien con los transeúntes que circulaban por las calles. Boston estaba lleno de universitarios, y algunos eran todavía más flacuchos y aparentaban menos años que yo.
Me volví hacia Blitz.
—¿Dónde has visto a la gente de los papeles?
—En Beacon Street. Vienen hacia aquí. Un hombre blanco de mediana edad y una chica, probablemente su hija.
Fruncí el ceño.
—No tiene sentido. ¿Quiénes...?
—No lo sé, chico, pero tengo que largarme. —Blitz entornó los ojos y miró la salida del sol, que estaba tiñendo las ventanas de los rascacielos de naranja. Por motivos que nunca había acabado de entender, Blitz odiaba la luz del día. Tal vez fuese el vampiro más bajo y rechoncho del mundo—. Deberías ir a ver a Hearth. Está en Copley Square.
Procuré no enfadarme. La gente de la calle decía en broma que Hearth y Blitz eran mi madre y mi padre, porque siempre parecía tener cerca a uno o al otro.
—Gracias —dije—. No me pasará nada.
Blitz se mordió la uña del pulgar.
—No sé, chico. Hoy es distinto. Tienes que tener muchísimo cuidado.
—¿Por qué?
Él echó un vistazo por encima de mi hombro.
—Ya vienen.
Yo no vi a nadie. Cuando me volví otra vez, Blitz había desaparecido.
No soportaba que hiciera eso. De repente, puf. Ese tío era como un ninja. Un vampiro ninja sin hogar.
Tenía que elegir: ir a Copley Square y quedarme con Hearth o dirigirme a Beacon Street y tratar de localizar a la gente que me estaba buscando.
La descripción de Blitz despertó mi curiosidad. Un hombre blanco de mediana edad y una chica buscándome al amanecer una mañana de un frío de mil demonios. ¿Por qué? ¿Quiénes eran?
Avancé sigilosamente por la orilla del lago. Casi nadie tomaba el sendero inferior por debajo del puente. Podía pegarme a la ladera de la colina y divisar a cualquiera que se acercase por el camino superior sin que me viera.
El suelo estaba cubierto de nieve. El cielo era tan azul que hacía daño a la vista. Parecía que las ramas sin hojas de los árboles se hubieran sumergido en cristal. El viento atravesaba todas mis capas de ropa, pero no me molestaba el frío. Mi madre solía decir en broma que yo era mitad oso polar.
«Maldita sea, Magnus», me regañé.
Después de dos años, mis recuerdos de ella todavía eran un campo de minas. En cuanto tropezaba con uno, mi calma se iba enseguida al garete.
Traté de concentrarme.
El hombre y la chica se acercaban por allí. Al hombre le llegaba el pelo rubio al cuello; no de forma intencionada, sino como si no le diera la gana cortárselo. Su expresión de desconcierto me recordó a la de un profesor suplente: «Sé que me ha dado una bolita de papel, pero no tengo ni idea de por dónde ha venido». Sus zapatos de vestir eran totalmente inadecuados para el invierno de Boston. Sus calcetines eran de distintos tonos marrones. Parecía que se hubiera hecho el nudo de la corbata mientras daba vueltas totalmente a oscuras.
La chica era sin duda su hija. Tenía el pelo igual de tupido y ondulado, aunque de un rubio más claro. Ella iba vestida con mayor acierto, con unas botas de nieve, unos vaqueros y una parka, por cuyo cuello asomaba una camiseta naranja. Su expresión era más decidida, furiosa. Sujetaba un fajo de hojas de papel como si fueran trabajos que le hubieran calificado injustamente.
Si me estaba buscando, no me apetecía que me encontrase. Daba miedo.
No los reconocía ni a ella ni a su padre, pero algo tiró del fondo de mi cráneo, como un imán tratando de extraer un recuerdo muy viejo.
Padre e hija se detuvieron donde se bifurcaba el sendero. Miraron a su alrededor, como si acabaran de darse cuenta de que estaban en medio de un parque desierto a una hora intempestiva y en pleno invierno.
—Increíble —dijo la chica—. Tengo ganas de estrangularlo.
Suponiendo que se refería a mí, me agaché un poco más.
Su padre suspiró.
—Deberíamos evitar matarlo. Es tu tío.
—Pero ¿dos años? —preguntó la chica—. ¿Cómo es posible que no nos haya dicho nada durante dos años, papá?
—No puedo explicar los actos de Randolph. Nunca he podido, Annabeth.
Inspiré tan bruscamente que temí que me oyesen. Aquello me había arrancado una costra del cerebro y había dejado al descubierto recuerdos de cuando tenía seis años.
Annabeth. Eso significaba que el hombre rubio era... ¿el tío Frederick?
Me retrotraje al último día de Acción de Gracias que habíamos celebrado: Annabeth y yo escondidos en la biblioteca de la mansión del tío Randolph, jugando al dominó mientras los adultos se gritaban abajo.
«Tienes suerte de vivir con tu madre. —Annabeth colocó otra ficha de dominó en su edificio en miniatura. Era increíble, con columnas en la parte delantera, como un templo—. Yo me voy a escapar.»
No me cabía duda de que hablaba en serio. Me asombraba su seguridad.
Entonces el tío Frederick apareció en la puerta. Tenía los puños apretados. Su expresión seria desentonaba con el reno sonriente de su jersey. «Nos vamos, Annabeth.»
Annabeth me miró. Sus ojos grises eran un pelín demasiado intensos para una colegiala de primero. «Cuídate, Magnus.»
Haciendo un movimiento rápido con el dedo, derribó su templo de fichas de dominó.
Esa era la última vez que la había visto.
Después, mi madre se había cerrado en banda: «Vamos a mantenernos lejos de tus tíos. Sobre todo de Randolph. No pienso darle lo que quiere. Jamás».
No me explicó lo que quería Randolph ni el asunto por el que ella, Frederick y Randolph habían discutido.
«Tienes que confiar en mí, Magnus. Estar cerca de ellos... es demasiado peligroso.»
Yo confiaba en mi madre. Ni siquiera después de su muerte había mantenido contacto con mis parientes.
Y en ese momento, de repente, me estaban buscando.
Randolph vivía en la ciudad, pero, que yo supiera, Frederick y Annabeth seguían viviendo en Virginia. Y, sin embargo, allí estaban, repartiendo hojas con mi nombre y mi foto. ¿De dónde habían sacado una foto mía?
Me daba tantas vueltas la cabeza que me perdí parte de la conversación.
—... encontrar a Magnus —estaba diciendo el tío Frederick. Consultó su smartphone—. Randolph está en el refugio del South End. Dice que no ha tenido suerte. Deberíamos probar en el centro de acogida para jóvenes que hay al otro lado del parque.
—¿Cómo sabemos que Magnus está vivo? —preguntó Annabeth con tristeza—. Lleva dos años desaparecido... ¡Podría estar congelado en una zanja!
Una parte de mí sintió la tentación de salir de mi escondite y gritar: «¡TACHÁN!».
Aunque hacía diez años que no veía a Annabeth, no me gustaba verla tan agitada. Pero, después de pasar tanto tiempo en las calles, había aprendido por las malas: no debes meterte en un lío hasta que sepas de qué va.
—Randolph está seguro de que Magnus está vivo —dijo el tío Frederick—. Está en alguna parte de Boston. Si su vida corre peligro de verdad...
Se encaminaron a Charles Street; sus voces se vieron arrastradas por el viento.
Yo estaba temblando, pero no de frío. Quería correr detrás de Frederick, interceptarlo y exigirle que me contara lo que pasaba. ¿Cómo sabía Randolph que yo seguía en la ciudad? ¿Por qué me estaban buscando? ¿Por qué mi vida corría más peligro entonces que cualquier otro día?
Pero no los seguí.
Me acordé de lo último que me había dicho mi madre. Yo me había mostrado reacio a usar la escalera de incendios, a abandonarla, pero ella me había agarrado por los brazos y me había obligado a mirarla. «Huye, Magnus. Escóndete. No te fíes de nadie. Te encontraré. Hagas lo que hagas, no le pidas ayuda a Randolph.»
Y entonces, antes de que hubiera salido por la ventana, la puerta de nuestra casa se había hecho astillas. Dos pares de brillantes ojos azules habían surgido de la oscuridad...
Volví al presente y observé como el tío Frederick y Annabeth se marchaban, desviándose al este, hacia el parque de Common.
El tío Randolph... Por algún motivo, se había puesto en contacto con Frederick y Annabeth. Los había hecho ir a Boston. Durante todo ese tiempo, Frederick y Annabeth no habían sabido que mi madre había muerto y que yo había desaparecido. Parecía imposible, pero, si era cierto, ¿por qué se lo diría entonces Randolph?
Sin enfrentarme a él directamente, solo se me ocurría una forma de conseguir respuestas. Su vivienda se encontraba en Back Bay, a un paseo de allí. Según Frederick, Randolph no estaba en casa. Estaba en el South End, buscándome.
Como no había mejor forma de empezar el día que con un pequeño allanamiento de morada, decidí visitar su casa.
2
El hombre del sostén metálico
La mansión familiar era un asco.
Sí, claro, vosotros no pensaríais eso. Veríais la enorme vivienda de piedra caliza rojiza de seis plantas, con gárgolas en las esquinas del tejado, montantes con vidrieras, escalones de mármol en la entrada y todos los demás detalles que proclamaban que allí vivía gente rica, y os preguntaríais por qué vivo en la calle.
Dos palabras: tío Randolph.
Era su casa. Como hijo mayor, la había heredado de mis abuelos, que habían muerto antes de que yo naciera. Yo no sabía gran cosa del culebrón familiar, pero había mucha hostilidad entre los tres hijos: Randolph, Frederick y mi madre. Después del Gran Cisma de Acción de Gracias, no volvimos a visitar la casa solariega. Nuestra casa estaba a menos de un kilómetro de distancia, pero era como si Randolph viviera en Marte.
Mi madre solo lo mencionaba cuando daba la casualidad de que pasábamos en coche por delante. Entonces la señalaba como uno señalaría un acantilado peligroso. «¿La ves? Ahí está. Evítala.»
Cuando empecé a vivir en la calle, a veces pasaba por allí de noche. Por las ventanas veía vitrinas brillantes con espadas y hachas antiguas, espeluznantes cascos con máscaras que me miraban, estatuas perfiladas en las ventanas superiores como fantasmas petrificados.
Había considerado varias veces forzar la entrada para fisgonear, pero nunca había estado tentado de llamar a la puerta. «Tío Randolph, ya sé que odiabas a mi madre y que no me has visto desde hace diez años, ya sé que te preocupas más por tus antigüedades oxidadas que por tu familia, pero ¿puedo vivir en tu espectacular casa y comer tus migajas, por favor?»
No, gracias. Prefiero estar en la calle comiendo falafel del día anterior.
Aun así, supuse que sería bastante sencillo entrar a la fuerza, echar un vistazo y ver si encontraba respuestas relacionadas con lo que estaba pasando. Y de paso, podría coger algunas cosas para empeñarlas.
Lo siento si eso atenta contra tu sentido del bien y el mal.
Un momento. No, no lo siento.
Yo no robo a cualquiera. Elijo a capullos odiosos que tienen demasiado. Si conduces un BMW nuevo y aparcas en la plaza para minusválidos sin la tarjeta de discapacidad, entonces no tengo ningún problema en forzar la ventanilla de tu coche y llevarme algo de dinero suelto de tu posavasos. Si sales de una tienda de lujo con una bolsa con pañuelos de seda y estás tan ocupado hablando por teléfono y apartando a la gente a empujones que no prestas atención, allí estaré yo, dispuesto a robarte la cartera. Si puedes permitirte gastarte cinco mil dólares para sonarte los mocos, puedes permitirte invitarme a cenar.
Soy juez, jurado y ladrón. Y en lo tocante a capullos odiosos, no creía que pudiese encontrar un espécimen mejor que el tío Randolph.
La casa daba a Commonwealth Avenue. Rodeé la vivienda hasta una calle con el poético nombre de Public Alley 429. El aparcamiento de Randolph estaba vacío. Una escalera bajaba a la entrada del sótano. Si había un sistema de seguridad, no lo localicé. La puerta tenía un simple pestillo y ni siquiera tenía cerrojo de seguridad. «Venga ya, Randolph. Por lo menos ponlo más difícil.»
Dos minutos más tarde, estaba dentro.
En la cocina, me serví unas lonchas de pavo, unas galletas saladas y leche del cartón. No había falafel. Maldita fuera. Me apetecía mucho uno, pero encontré una tableta de chocolate y me la guardé en el bolsillo de la chaqueta para más tarde. (El chocolate hay que saborearlo, no comerlo con prisas.) Luego subí a un mausoleo de muebles de caoba, alfombras orientales, óleos, suelos de mármol y arañas de cristal... Era vergonzoso. ¿Quién vive así?
Con seis años, no podía apreciar lo caro que era todo aquello, pero mi impresión general de la mansión era la misma: siniestra, opresiva, espeluznante. Costaba imaginar que mi madre se hubiera criado allí. Era fácil entender por qué se había aficionado tanto a la naturaleza.
Nuestra casa, encima de un restaurante coreano en Allston, era bastante acogedora, pero a mi madre no le gustaba estar entre cuatro paredes. Siempre decía que su verdadero hogar era la reserva natural de Blue Hills. Solíamos ir de excursión y de acampada lloviera o hiciese sol: aire fresco, espacio abierto sin paredes ni techo, con la única compañía de los patos, los gansos y las ardillas.
Aquella mansión de piedra caliza, en comparación, parecía una cárcel. Mientras estaba solo en el vestíbulo, noté un hormigueo en la piel, como si me corretearan escarabajos invisibles por encima.
Subí al segundo piso. La biblioteca olía a cera con perfume de limón y cuero, como yo recordaba. A lo largo de una pared, había una vitrina iluminada llena de cascos vikingos oxidados y hachas corroídas. Mi madre me dijo una vez que Randolph daba clases de historia en Harvard antes de que lo despidieran por una grave deshonra. No entró en detalles, pero estaba claro que ese tío seguía pirado por las reliquias.
«Eres más listo que cualquiera de tus tíos, Magnus —me dijo mi madre en una ocasión—. Con tus notas, podrías entrar sin problemas en Harvard.»
Eso había sido cuando ella todavía estaba viva, yo todavía iba al colegio y podría haber tenido un futuro más allá de buscar mi próxima comida.
En un rincón del despacho de Randolph había una gran losa de piedra como una lápida, con la parte delantera tallada y pintada con complejos dibujos de remolinos rojos. En el centro había un tosco dibujo de una bestia que gruñía; tal vez un león o un lobo.
Me estremecí. Mejor no pensar en lobos.
Me acerqué a la mesa de Randolph. Había esperado encontrar un ordenador o una libreta de notas; cualquier cosa que explicase por qué me estaban buscando. En cambio, sobre la mesa había retazos de pergamino finos y amarillentos, como pieles de cebolla. Parecían mapas dibujados por un colegial del medievo para la clase de sociales: dibujos borrosos del litoral y varios puntos marcados en un alfabeto que no reconocía. Encima de todo, como un sujetapapeles, había un saquito de cuero.
Me quedé sin aliento. Reconocía el saquito. Desaté el cordón y cogí una de las fichas de dominó..., solo que no era una ficha de dominó. Eso era lo que había creído a los seis años, cuando Annabeth y yo jugábamos con ellas. Pero, en lugar de puntos, las piedras tenían pintados símbolos rojos.
La que sostenía en la mano tenía la forma de la rama de un árbol o de una efe deformada:
Se me aceleró el corazón. Me pregunté si había sido buena idea ir allí. Era como si las paredes se estrechasen. En la gran roca del rincón, el dibujo de la bestia parecía gruñirme; su contorno rojo relucía como sangre fresca.
Me acerqué a la ventana. Pensé que me ayudaría mirar fuera. En el centro de la avenida se extendía la alameda de Commonwealth: una franja de zona verde cubierta de nieve. Los árboles sin hojas estaban decorados con luces de Navidad blancas. Al final de la manzana, dentro de una verja de hierro, la estatua de bronce de Leif Erikson se alzaba sobre su pedestal, protegiéndose los ojos con la mano. Leif miraba hacia el paso elevado de Charlesgate como diciendo: «¡Mirad, he descubierto una autopista!».
Mi madre y yo solíamos bromear sobre Leif. Su armadura era algo escasa: una falda corta y un peto que parecía un sostén vikingo.
No tenía ni idea de qué pintaba esa estatua en medio de Boston, pero me imaginaba que no podía ser una casualidad que el tío Randolph se dedicara al estudio de los vikingos. Él había vivido allí toda su vida. Probablemente había mirado a Leif cada día desde su ventana. Tal vez de niño hubiera pensado: «Algún día quiero estudiar a los vikingos. ¡Los hombres que llevan sostenes metálicos molan!».
Desplacé la vista al pedestal de la estatua. Había alguien allí... mirándome.
¿Sabes cuando ves a alguien fuera de contexto y tardas un instante en reconocerlo? A la sombra de Leif Erikson, había un hombre alto y pálido con una cazadora de cuero negra, unos pantalones de motociclista negros y unas botas puntiagudas. Su cabello, corto, de punta, era tan rubio que parecía blanco. El único toque de color que lucía era una bufanda a rayas rojas y blancas que le rodeaba el cuello y le caía por los hombros como un bastón de caramelo derretido.
Si no lo hubiera conocido, podría haber pensado que era un cosplayer disfrazado de un personaje de anime. Pero sí que lo conocía. Era Hearth, mi colega sintecho y mi «madre» suplente.
Estaba un poco asustado y un poco ofendido. ¿Me había visto en la calle y me había seguido? No necesitaba que ningún acosador mariposón cuidara de mí.
Extendí las manos: «¿Qué haces aquí?».
Hearth hizo un gesto como si estuviera arrancando algo de su mano ahuecada y tirándolo. Después de acompañarlo durante dos años, había aprendido a interpretar la lengua de signos.
Estaba diciendo: «LÁRGATE».
No parecía alarmado, pero era difícil de saber con Hearth. Él nunca mostraba mucha emoción. Cuando estábamos juntos, se dedicaba sobre todo a mirarme fijamente con aquellos ojos gris claro como si estuviera esperando a que yo explotase.
Perdí unos segundos valiosos tratando de averiguar qué quería decir y por qué estaba allí cuando se suponía que estaba en Copley Square.
Él volvió a gesticular: adelantó las manos con dos dedos extendidos y los subió y bajó dos veces. «Deprisa.»
—¿Por qué? —pregunté en voz alta.
—Hola, Magnus —dijo una voz grave detrás de mí.
Estuvo a punto de salírseme el corazón por la boca. En la puerta de la biblioteca había un hombre de torso fuerte y grueso con una barba blanca recortada y el pelo gris en la coronilla. Llevaba un abrigo de cachemir beis encima de un traje de lana oscuro. Sus manos enguantadas sujetaban el mango de un bastón de madera pulida con la punta de hierro. La última vez que lo había visto tenía el pelo castaño, pero conocía esa voz.
—Randolph.
Él inclinó su cabeza un milímetro.
—Qué agradable sorpresa. Me alegro de que estés aquí. —No parecía ni sorprendido ni alegre—. No tenemos mucho tiempo.
La comida y la leche empezaron a revolverse en mi estómago.
—Mu-mucho tiempo... ¿antes de qué?
Frunció el ceño. Arrugó la nariz como si detectara un olor ligeramente desagradable.
—Hoy cumples dieciséis años, ¿verdad? Van a venir a matarte.
3
No aceptes paseos de parientes extraños
Pues me deseaba a mí mismo cumpleaños feliz.
¿Era 13 de enero? Sinceramente, no tenía ni idea. El tiempo vuela cuando duermes debajo de puentes y comes de los contenedores de basura.
Así que tenía oficialmente dieciséis años. Y como regalo, acabé arrinconado por mi tío Rarito, quien me anunció que estaba destinado a ser asesinado.
—¿Quién...? —empecé a preguntar—. ¿Sabes qué? Olvídalo. Me alegro de verte, Randolph. Me largo.
Randolph permaneció en la puerta, bloqueando la salida. Me apuntó con la punta de su bastón. Juro que noté como me presionaba el esternón desde el otro lado de la estancia.
—Tenemos que hablar, Magnus. No quiero que te atrapen, después de lo que le pasó a tu madre...
Un puñetazo en la cara habría sido menos doloroso.
En mi cabeza empezaron a dar vueltas recuerdos de aquella noche como un vertiginoso caleidoscopio: nuestro edificio temblando, un grito procedente del piso de abajo, mi madre —que había estado tensa y paranoica todo el día— arrastrándome hacia la escalera de incendios, diciéndome que huyese. La puerta se hizo astillas y se abrió de golpe. Del pasillo salieron dos bestias, con la piel del color de la nieve sucia y los ojos de un azul brillante. Se me resbalaron los dedos de la barandilla de la escalera de incendios y me caí, y aterricé sobre un montón de bolsas de basura que había tiradas en el callejón. Momentos después, las ventanas de nuestra casa estallaron escupiendo fuego.
Mi madre me había dicho que huyese, y eso hice. Había prometido que me encontraría, pero no lo hizo. Más tarde, en las noticias, me enteré de que habían rescatado su cuerpo del incendio. La policía me estaba buscando. Tenían preguntas que hacerme: indicios de incendio provocado; mi historial de problemas disciplinarios en el colegio; declaraciones de los vecinos, que afirmaban haber oído gritos y un fuerte estallido en nuestra casa justo antes de la explosión; el hecho de que yo hubiera escapado de la escena. En ninguna de esas declaraciones se hacía mención a unos lobos de ojos brillantes.
Desde esa noche había estado escondiéndome, intentando pasar desapercibido, demasiado ocupado sobreviviendo para llorar la muerte de mi madre como era debido, preguntándome si aquellas bestias habían sido una alucinación..., aunque sabía que no era así.
Entonces, después de todo ese tiempo, el tío Randolph quería ayudarme.
Agarré tan fuerte la pequeña ficha de dominó que me corté la palma de la mano.
—No sabes lo que le pasó a mi madre. Nunca te ha importado ninguno de nosotros.
Randolph bajó el bastón. Se apoyó pesadamente en él y se quedó mirando la alfombra. Casi creí que le había ofendido.
—Le supliqué a tu madre —dijo—. Yo quería que te trajera aquí, a vivir donde pudiera protegerte, pero se negó. Cuando murió... —Sacudió la cabeza—. Magnus, no tienes ni idea del tiempo que hace que te busco ni del peligro que corres.
—Estoy bien —le espeté, aunque el corazón me latía con fuerza contra las costillas—. He cuidado bastante bien de mí mismo.
—Puede, pero eso se acabó. —La certeza de la voz de Randolph me provocó un escalofrío—. Ahora tienes dieciséis años, la edad de la madurez. Escapaste de ellos una vez, la noche que murió tu madre. No te dejarán volver a escapar. Esta es nuestra última oportunidad. Déjame ayudarte o no acabarás el día con vida.
La tenue luz invernal se desplazó a través del montante con vidriera y bañó el rostro de Randolph de colores cambiantes, como si fuera un camaleón.
No debería haber ido allí. Tonto, tonto, tonto. Mi madre me había transmitido una y otra vez un mensaje claro: «No acudas a Randolph». Y, sin embargo, allí estaba.
Cuanto más lo escuchaba, más aterrado estaba y más desesperadamente quería oír lo que tenía que decirme.
—No necesito tu ayuda. —Dejé la extraña pieza de dominó en la mesa—. No quiero...
—Sé lo de los lobos.
Eso hizo que me detuviera.
—Sé lo que viste —continuó—. Sé quién envió a esos animales. Al margen de lo que piense la policía, sé cómo murió realmente tu madre.
—¿Cómo...?
—Magnus, tengo que contarte muchas cosas sobre tus padres, sobre tu herencia... Sobre tu padre.
Un alambre helado descendió por mi columna vertebral.
—¿Conociste a mi padre?
No quería darle a Randolph ninguna ventaja. Vivir en la calle me había enseñado lo peligroso que podía ser perder ventaja. Pero me tenía enganchado. Yo necesitaba oír esa información. Y a juzgar por el brillo apreciativo de sus ojos, él lo sabía.
—Sí, Magnus. La identidad de tu padre, el asesinato de tu madre, el motivo por el que rechazó mi ayuda..., todo está relacionado. —Señaló la vitrina de artículos vikingos—. Llevo toda mi vida trabajando con un solo objetivo. He estado tratando de resolver un misterio histórico. Hasta hace poco no podía ver el panorama en conjunto. Ahora ya puedo verlo. Todo ha conducido a este día, tu decimosexto cumpleaños.
Retrocedí hasta la ventana, lo más lejos que pude del tío Randolph.
—Mira, no entiendo el noventa por ciento de lo que dices, pero si puedes hablarme sobre mi padre...
El edificio se sacudió como si a lo lejos hubieran disparado una descarga de cañones; un rumor tan grave que lo noté en los dientes.
—Dentro de poco estarán aquí —advirtió Randolph—. Se nos acaba el tiempo.
—¿Quién estará aquí?
Randolph avanzó cojeando, apoyándose en su bastón. La pierna derecha no parecía responderle.
—Te estoy pidiendo mucho, Magnus. No tienes motivos para fiarte de mí. Pero tienes que venir conmigo ahora mismo. Sé dónde está tu patrimonio. —Señaló los antiguos mapas extendidos sobre la mesa—. Juntos podemos recuperar lo que es tuyo. Es lo único que podría protegerte.
Eché un vistazo por encima del hombro a través de la ventana. En la alameda de Commonwealth, Hearth había desaparecido. Yo debería haber hecho lo mismo. Mirando al tío Randolph, traté de ver algún parecido entre él y mi madre, algo que pudiera impulsarme a confiar en él. No encontré nada. Su imponente cuerpo, sus intensos ojos oscuros, su cara seria y su actitud rígida... Era lo contrario de mi madre.
—Tengo el coche atrás —dijo.
—Tal... tal vez deberíamos esperar a Annabeth y al tío Frederick.
Randolph hizo una mueca.
—Ellos no me creen. Nunca me han creído. Desesperado, como último recurso, los traje a Boston para que me ayudaran a buscarte, pero ahora que estás aquí...
El edificio volvió a temblar. Esta vez el «bum» se sintió más cerca y más fuerte. Yo quería creer que venía de alguna obra en las inmediaciones o de una ceremonia militar o cualquier cosa fácilmente explicable. Pero mi instinto me decía lo contrario. El ruido sonaba como la caída de un pie gigantesco, como el ruido que había sacudido nuestra casa hacía dos años.
—Por favor, Magnus. —Le temblaba la voz—. Yo también perdí a mi familia a manos de esos monstruos. Perdí a mi mujer y a mis hijas.
—¿Tú... tú has tenido familia? Mi madre nunca me dijo nada...
—No, ella no te lo diría. Pero tu madre... Natalie era mi única hermana. La quería. Me dolió perderla. Y no puedo perderte a ti también. Ven conmigo. Tu padre dejó algo que deberías buscar: algo que cambiará los mundos.
Demasiadas preguntas se agolpaban en mi cerebro. No me gustaba el brillo demencial de los ojos de Randolph. No me gustaba la forma en que había dicho «mundos», en plural. Y no creía que me hubiera estado buscando desde que había muerto mi madre. Yo tenía la antena puesta continuamente. Si Randolph hubiera estado preguntando por mí, alguno de mis amigos de la calle me lo habría chivado, como había hecho Blitz esa mañana con Annabeth y Frederick.
Se había producido algún cambio: algo que hizo que Randolph decidiera que merecía la pena buscarme.
—¿Y si huyo? —pregunté—. ¿Intentarás detenerme?
—Si huyes, te encontrarán. Te matarán.
Tenía la garganta como si estuviera llena de bolitas de algodón. No me fiaba de Randolph. Por desgracia, creía que hablaba en serio sobre la gente que trataba de matarme. Su voz sonaba sincera.
—Pues entonces vamos a dar un paseo —dije.
4
En serio, este tío no sabe conducir
¿Has oído hablar de lo mal que conducen los de Boston? Mi tío Randolph es de esos.
El tío pisó el acelerador de su BMW 528i (por supuesto, tenía que ser un BMW) y enfiló Commonwealth Avenue como un rayo, haciendo caso omiso de los semáforos, tocando el claxon a otros coches y zigzagueando caprichosamente de un carril a otro.
—Te has dejado a una peatona —dije—. ¿Quieres volver para atropellarla?
Randolph estaba demasiado distraído para contestar. No paraba de mirar al cielo como si buscase nubarrones. Cruzó la intersección de Exeter pisando el acelerador de su BMW.
—Bueno, ¿adónde vamos? —pregunté.
—Al puente.
Eso lo aclaraba todo. En la zona de Boston había unos veinte puentes.
Palpé el asiento de cuero caliente. Hacía seis meses que no viajaba en coche. La última vez había sido en el Toyota de un trabajador social. Y, antes de eso, en un coche de policía. Ambas veces había usado un nombre falso. Ambas veces había escapado, pero durante los últimos dos años había llegado a equiparar los coches con las celdas. No estaba seguro de que mi suerte hubiera cambiado ese día.
Esperaba que Randolph respondiera a alguna de las acuciantes preguntas que tenía, como por ejemplo: ¿quién es mi padre? ¿Quién asesinó a mi madre? ¿Cómo perdiste a tu mujer y a tus hijas? ¿Estás teniendo alucinaciones en este momento? ¿De veras tienes que llevar esa colonia con aroma a clavo?
Pero él estaba demasiado ocupado haciendo estragos en el tráfico.
Finalmente, por darle conversación, pregunté:
—¿Quién intenta matarme?
Giró a la derecha en Arlington. Rodeamos el jardín público, pasamos por delante de la estatua ecuestre de George Washington, las hileras de farolas de gas y los setos cubiertos de nieve. Estuve tentado de lanzarme del coche, volver corriendo al estanque de los cisnes y esconderme en mi saco de dormir.
—Magnus —dijo Randolph—, he dedicado mi vida a estudiar la exploración nórdica de Norteamérica.
—Vaya, gracias —contesté—. Eso responde a mi pregunta.
De repente, Randolph me recordó a mi madre. Me dedicó el mismo gesto ceñudo de irritación, la misma mirada por encima de las gafas, como diciendo: «Por favor, déjate de sarcasmos, chico». El parecido me provocó dolor en el pecho.
—Está bien —dije—. Te seguiré la corriente. La exploración nórdica. Te refieres a los vikingos.
Randolph hizo una mueca.
—Bueno... «vikingo» significa «invasor». Es más bien una descripción de trabajo. No todos los nórdicos eran vikingos. Pero sí, me refiero a ellos.
—La estatua de Leif Erikson... ¿significa que los vikingos, digo, los nórdicos, descubrieron Boston? Creía que habían sido los peregrinos.
—Podría darte una clase de tres horas solo sobre ese tema.
—Por favor, ahórratela.
—Basta decir que los nórdicos exploraron Norteamérica e incluso construyeron asentamientos en torno al año 1000, casi quinientos años antes que Cristóbal Colón. Los estudiosos están de acuerdo en ese punto.
—Es un alivio. No soporto cuando los estudiosos no se ponen de acuerdo.
—Pero nadie está seguro de cuánta distancia navegaron hacia el sur. ¿Llegaron a lo que es ahora Estados Unidos? La estatua de Leif Erikson... fue el proyecto favorito de un pensador lleno de ilusiones del siglo XIX, un hombre llamado Eben Horsford. Estaba convencido de que Boston era el poblado nórdico perdido de Norumbega, su punto de exploración más alejado. Tenía una corazonada, un presentimiento, pero ninguna prueba real. La mayoría de los historiadores lo tacharon de chiflado.
Me miró de forma significativa.
—A ver si lo adivino... Tú no crees que fuese un chiflado. —Resistí el deseo de añadir: «Dios los cría y ellos se juntan».
—Los mapas de mi mesa —dijo Randolph—. Son la prueba. Mis colegas los consideran falsificaciones, pero no lo son. ¡Me he jugado mi reputación en ello!
«Y por eso te despidieron de Harvard», pensé.
—Los exploradores nórdicos llegaron hasta aquí —continuó—. Buscaban algo... y lo encontraron aquí. Uno de sus barcos se hundió cerca. Durante años pensé que el buque naufragado estaba en la bahía de Massachusetts. Lo sacrifiqué todo para encontrarlo. Me compré un barco y me llevé a mi mujer y a mis hijas de expedición. La última vez... —Se le quebró la voz—. La tormenta apareció de la nada, el fuego...
No parecía tener ganas de contar más, pero capté la idea general: había perdido a su familia en el mar. Realmente se lo había jugado todo con su absurda teoría de que los vikingos habían estado en Boston.
Me sabía mal por él, claro. Además, no quería ser su siguiente víctima.
Paramos en la esquina de Boylston con Charles.
—Creo que me bajaré aquí.
Tiré de la manija. La puerta se había cerrado desde el lado del conductor.
—Escúchame, Magnus. No fue una casualidad que nacieras en Boston. Tu padre quería que encontraras lo que él perdió hace dos mil años.
Me empezaron a temblar los pies.
—¿Has dicho... dos mil años?
—Más o menos.
Consideré gritar y aporrear la ventanilla. ¿Me ayudaría alguien? Si pudiera salir del coche, tal vez encontrase al tío Frederick y a Annabeth, suponiendo que no estuvieran tan locos como Randolph.
Nos metimos en Charles Street y nos dirigimos al norte entre el jardín público y el parque de Common. Randolph podría haberme llevado a cualquier parte: Cambridge, el North End o un depósito de cadáveres apartado.
Traté de no perder la calma.
—Dos mil años... Eso supera la esperanza de vida media de un padre normal.
La cara de Randolph me recordó las viejas caricaturas en blanco y negro de la Luna con rostro de hombre: pálida y redondeada, llena de marcas y cicatrices, con una sonrisa reservada que no era muy amistosa.
—¿Qué sabes de mitología nórdica, Magnus?
«Esto se pone cada vez mejor», pensé.
—Ejem, no mucho. Mi madre tenía un libro ilustrado que solía leerme cuando era pequeño. ¿Y no han hecho un par de películas sobre Thor?
Randolph movió la cabeza con gesto de indignación.
—Esas películas son terriblemente inexactas. Los auténticos dioses de Asgard (Thor, Loki, Odín y el resto) son mucho más poderosos, mucho más aterradores que cualquier invención de Hollywood.
—Pero... son mitos. No son reales.
Randolph me lanzó una especie de mirada compasiva.
—Los mitos son simplemente historias sobre verdades que hemos olvidado.
—Mira, me acabo de acordar de que tenía una cita más abajo...
—Hace un milenio, los exploradores nórdicos vinieron a esta tierra.
Randolph pasó por delante del bar Cheers, en Beacon Street, donde los turistas bien abrigados se hacían fotos delante del rótulo. Vi una hoja de papel arrugada volando por la acera: tenía escrita la palabra DESAPARECIDO y una vieja foto mía. Uno de los turistas la pisó.
—El capitán de esos exploradores —continuó Randolph— era hijo del dios Skirnir.
—Hijo de un dios. En serio, aquí me va bien en cualquier parte. Puedo ir andando.
—Ese hombre llevaba un objeto muy especial —dijo Randolph—, algo que una vez perteneció a tu padre. Cuando el barco nórdico se hundió en plena tormenta, ese objeto se perdió. Pero tú... tú tienes la capacidad de encontrarlo.
Intenté abrir la puerta otra vez. Seguía cerrada.
¿Sabéis lo peor de todo? Que cuanto más hablaba Randolph, menos me convencía a mí mismo de que estaba loco. Su historia penetró en mi mente: tormentas, lobos, dioses, Asgard. Las palabras encajaron como piezas de un puzle que nunca había tenido el valor de terminar. Estaba empezando a creerle, y me daba un miedo terrible.
Randolph torció de repente en la vía de acceso a Storrow Drive. Aparcó delante de un parquímetro de Cambridge Street. Hacia el norte, más allá de la vía elevada de la estación del Hospital General de Massachusetts, se elevaban las torres de piedra del puente de Longfellow.
—¿Es allí adonde vamos? —pregunté.
Randolph buscó unas monedas en su posavasos.
—Todos estos años ha estado mucho más cerca de lo que yo pensaba. ¡Solo te necesitaba a ti!
—Me siento muy querido.
—Hoy cumples dieciséis años. —Los ojos de Randolph brillaban de emoción—. Es el día perfecto para reclamar tu herencia. Pero también es lo que tus enemigos han estado esperando. Nosotros tenemos que encontrarla primero.
—Pero...
—Confía un poco más en mí, Magnus. Cuando tengamos el arma...
—¿Arma? ¿Ahora resulta que mi herencia es un arma?
—Cuando la tengas en tu poder, estarás mucho más seguro. Puedo explicártelo todo. Puedo ayudarte a prepararte para lo que se avecina.
Abrió la puerta del coche. Antes de que pudiera salir, lo agarré por la muñeca.
Normalmente evito tocar a la gente. El contacto físico me da repelús. Pero necesitaba contar con toda su atención.
—Dame una respuesta —dije—. Una respuesta clara, sin divagar ni darme lecciones de historia. Has dicho que conociste a mi padre. ¿Quién es?
Randolph posó su mano sobre la mía, cosa que me hizo retorcerme. Tenía la palma demasiado áspera y callosa para un profesor de historia.
—Te juro por mi vida que la verdad es esta, Magnus: tu padre es un dios nórdico. Y ahora date prisa. El tiempo límite del aparcamiento es de veinte minutos.
5
Siempre he querido destrozar un puente
—¡No puedes soltar una bomba como esa y largarte! —grité cuando Randolph se alejó.
A pesar del bastón y la pierna anquilosada, se movía muy bien. Parecía un medalla de oro olímpico en cojeo. Siguió adelante y subió a la acera del puente de Longfellow mientras yo trotaba detrás de él, con el viento resonando en mis oídos.
Los trabajadores matutinos estaban llegando de Cambridge. A lo largo del puente, se extendía una caravana de coches que apenas se movían. Cualquiera pensaría que mi tío y yo seríamos los únicos lo bastante tontos para cruzar el puente a temperaturas bajo cero, pero, al tratarse como se trataba de Boston, había media docena de corredores que avanzaban resoplando, como focas esqueléticas con sus bodis de licra. Por la acera de enfrente caminaba una madre con dos niños arrebujados en un cochecito. Sus hijos parecían compartir el entusiasmo que yo sentía.
Mi tío iba todavía casi cinco metros por delante de mí.
—¡Randolph! —grité—. ¡Estoy hablando contigo!
—La fuerza del río —murmuró—. Los residuos de las orillas..., teniendo en cuenta mil años de pautas cambiantes de las mareas...
—¡Eh! —Atrapé la manga de su abrigo de cachemir—. Rebobina hasta la parte del dios nórdico que es mi padre.
Randolph escudriñó los alrededores. Nos habíamos detenido ante una de las torres principales del puente: un cono de granito que se alzaba quince metros por encima de nosotros. A la gente, las torres les recordaban a saleros y pimenteros gigantes, pero yo siempre había pensado que se parecían a los Dalek de Doctor Who. (Soy un friki. ¿Qué se le va a hacer? Y sí, hasta los chicos sin hogar ven la tele a veces: en las salas de recreo de los refugios, en los ordenadores de las bibliotecas públicas... Tenemos nuestros medios.)
A treinta metros por debajo de nosotros, el río Charles relucía con un tono gris acerado, su superficie salpicada de manchas de nieve y hielo, como la piel de una enorme pitón.
Randolph se inclinó tanto por encima de la barandilla que me puso nervioso.
—Qué ironía —murmuró—. Tenía que ser precisamente aquí...
—En fin —dije—, volviendo a mi padre...
Randolph me agarró por el hombro.
—Mira allí abajo, Magnus. ¿Qué ves?
Miré con cautela a un lado del puente.
—Agua.
—No, los adornos grabados, justo debajo de nosotros.
Volví a mirar. En mitad del lado del estribo, un saliente de granito asomaba por encima del agua como un palco de teatro acabado en punta.
—Parece una nariz.
—No, es... Bueno, desde este ángulo, sí que parece una especie de nariz, pero es la proa de un barco vikingo. ¿Lo ves? El otro estribo tiene otro. Al poeta Longfellow, que dio nombre al puente, le fascinaban los nórdicos. Escribió poemas sobre sus dioses. Como Eben Horsford, Longfellow creía que los vikingos habían explorado Boston. De ahí los diseños del puente.
—Deberías organizar visitas —dije—. Los fanáticos de Longfellow pagarían una pasta.
—¿No lo ves? —Randolph todavía tenía la mano en mi hombro, cosa que no me tranquilizaba nada—. Muchas personas lo han sabido a lo largo de los siglos. Lo han sentido de forma instintiva, aunque no tuvieran pruebas. Esta zona no solo era objeto de visita para los vikingos. ¡Para ellos era sagrada! Justo debajo de nosotros (cerca de esos barcos decorativos) están los restos de un barco vikingo que contiene un cargamento de valor incalculable.
—Sigo viendo agua. Y sigo queriendo oír cosas sobre mi padre.
—Magnus, los exploradores nórdicos vinieron aquí buscando el eje de los mundos, el tronco del árbol. Y lo encontraron...
Un débil «bum» resonó a través del río. El puente se sacudió. A un kilómetro y medio, en medio de la maraña de chimeneas y chapiteles de Back Bay, una columna de humo negro oleaginoso ascendía con forma de hongo hacia el cielo.
Mantuve el equilibrio apoyándome en la barandilla.
—Ejem, ¿eso no estaba cerca de tu casa?
La expresión de Randolph se endureció. Su barba incipiente emitía destellos plateados a la luz del sol.
—Se nos acaba el tiempo. Estira la mano por encima del agua, Magnus. La espada está allí abajo. Llámala. Concéntrate en ella como si fuera lo más importante del mundo: lo que más deseases.
—¿Una espada? Mira, Randolph, sé que estás teniendo un día duro, pero...
—HAZLO.
La severidad de su voz me hizo estremecerme. Randolph tenía que estar loco, hablando de dioses y espadas y antiguos barcos naufragados. Y, sin embargo, la columna de humo que se alzaba sobre Back Bay era muy real. Las sirenas gemían a lo lejos. En el puente, los conductores asomaban la cabeza por la ventanilla para mirar, haciendo fotos con sus smartphones.
Y, por mucho que quisiera negarlo, las palabras de Randolph tuvieron eco en mí. Por primera vez, me sentía como si mi cuerpo emitiera la frecuencia correcta, como si por fin me hubieran afinado para acompañar la banda sonora cutre de mi vida.
Estiré la mano por encima del río.
No pasó nada.
«Pues claro que no ha pasado nada —me reprendí a mí mismo—. ¿Qué esperabas?»
El puente se sacudió con más violencia. En la acera, un corredor tropezó. Detrás de mí se oyó el crujido de un coche al chocar contra otro por detrás. Sonaron cláxones.
Por encima de los tejados de Back Bay se elevó una segunda columna de humo. Vimos saltar por los aires una nube de ceniza y brasas naranjas, como si un volcán hubiera entrado en erupción y las hubiera arrojado desde el suelo.
—Nos... nos ha ido de un pelo —observé—. Es como si nos estuviera apuntando algo.
Esperaba que Randolph dijera: «Qué va. ¡No seas tonto!».
Parecía que estuviera envejeciendo delante de mis narices. Las arrugas se le oscurecieron. Sus hombros se hundieron. Se apoyó pesadamente en el bastón.
—Otra vez no, por favor —murmuró para sus adentros—. Como la última vez, no.
—¿La última vez?
Entonces me acordé de lo que había dicho sobre la pérdida de su mujer y sus hijas: una tormenta surgida de la nada, fuego...
Randolph me miró fijamente.
—Inténtalo otra vez, Magnus. Por favor.
Alargué la mano hacia el río. Me imaginé que se la tendía a mi madre, tratando de arrancarla del pasado; tratando de salvarla de los lobos y la casa en llamas. Buscaba respuestas que explicasen por qué la había perdido, por qué desde entonces toda mi vida no había sido más que una espiral de desastres.
Justo debajo de mí, la superficie del agua empezó a desprender vapor. El hielo se derritió. La nieve se evaporó y dejó un agujero con forma de mano: mi mano, pero veinte veces más grande.
No sabía lo que estaba haciendo. Había experimentado la misma sensación que cuando mi madre me había enseñado a montar en bicicleta: «No pienses en lo que estás haciendo, Magnus. No dudes o te caerás. No te pares».
Moví la mano de un lado al otro. Treinta metros más abajo, la mano humeante emuló mis movimientos y derritió la superficie del río Charles. De repente me detuve. Noté un punto de calor en la palma de la mano, como si hubiera interceptado un rayo de sol.
Allí abajo había algo: una fuente de calor enterrada en el frío lodo que estaba en el fondo del río. Cerré los dedos y tiré.
En el río se formó una bóveda de agua y se rompió como una burbuja de hielo duro. Un objeto semejante a una tubería de plomo subió disparado y cayó en mi mano.
No se parecía en nada a una espada. La sostuve por un extremo, pero no tenía empuñadura. Si alguna vez había tenido punta o un filo agudo, ya no los tenía. El objeto era del tamaño de una espada, pero estaba tan lleno de marcas y tan corroído, tan incrustado de percebes y reluciente de barro y lodo, que ni siquiera estaba seguro de que fuese de metal. En resumen, era la chatarra más patética, endeble y repugnante que había sacado de un río por arte de magia.
—¡Por fin!
Randolph alzó la vista al cielo. Me dio la impresión de que, de no haber sido por la r