M Train

Patti Smith

Fragmento

cap-1

 

—No es tan fácil escribir sobre nada.

Lo decía un cowboy cuando me introduje en un sueño. Vagamente atractivo y parco en palabras, se mecía en una silla plegable y con su Stetson rozaba la pared exterior de color parduzco de una cafetería solitaria. Digo solitaria porque no había nada a su alrededor, aparte de un surtidor de gasolina anticuado y un oxidado abrevadero adornado con un collar de tábanos que colgaba sobre los restos de agua estancada.

Tampoco había nadie más, pero a él no parecía importarle; se bajó el ala del sombrero sobre los ojos y siguió hablando. Era el mismo modelo Open Road plateado que solía llevar Lyndon Johnson.

—Pero seguimos adelante —continuó—, abrigando toda clase de esperanzas demenciales. Para redimir lo perdido, un fragmento de revelación personal. Es algo adictivo, como jugar a las máquinas tragaperras o al golf.

—Es mucho más fácil hablar de nada —dije yo.

No ignoró del todo mi presencia, pero no respondió.

—Bueno, al menos esta es mi opinión.

—Estás a punto de dejarlo estar y tirar los palos al río cuando le pillas el truco, la pelota va directa al hoyo y las monedas llenan tu gorro vuelto del revés.

El sol se reflejaba en la hebilla de su cinturón, lanzando un destello en la llanura desierta. Sonó un silbato agudo, y mientras daba un paso a la derecha vi cómo su sombra derramaba otra serie completa de sofismas desde un ángulo totalmente distinto.

—He estado antes aquí, ¿verdad?

Él se limitó a quedarse allí sentado, mirando la llanura.

Qué cabrón, pensé. Me está ignorando.

—Eh, no soy un muerto ni una sombra pasajera. Estoy aquí en carne y hueso.

Él se sacó un cuaderno del bolsillo y se puso a escribir.

—Míreme al menos. Al fin y al cabo, este es mi sueño.

Me acerqué más a él. Lo suficiente para ver lo que escribía. Tenía el cuaderno abierto por una página en blanco y de pronto se materializaron tres palabras.

«No, es mío.»

—Vaya, quién lo hubiera dicho —murmuré.

Me quedé ahí de pie, protegiéndome los ojos con una mano y mirando hacia lo que él veía: nubes de polvo camioneta plantas rodadoras cielo blanco..., una inmensa nada.

«El escritor es un director de orquesta», garabateó.

Me alejé sin rumbo, y lo dejé allí perorando sobre la sinuosa trayectoria de las circunvoluciones de la mente. Palabras que se prolongaban y descendían abruptamente mientras yo me subía a mi propio tren que me dejó totalmente vestida en mi cama revuelta.

Al abrir los ojos, me levanté, entré tambaleante en el cuarto de baño y me eché agua fría en la cara con un gesto rápido. Me puse las botas, di de comer a los gatos, cogí mi gorro de lana y mi viejo abrigo negro, y enfilé hacia la calle tantas veces recorrida. Luego crucé la ancha avenida hasta llegar a Bedford Street y a una pequeña cafetería de Greenwich Village.

 

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© Patti Smith

El café ’Ino

cap-2

El café ’Ino

Cuatro ventiladores de techo girando sobre mi cabeza.

En el café ’Ino no hay nadie aparte del cocinero mexicano y un chico llamado Zak que me trae lo de siempre: una tostada de pan moreno, un platito con aceite de oliva y un café solo. Me apretujo en mi rincón sin quitarme el abrigo ni el gorro. Son las nueve de la mañana. Soy la primera en llegar. Bedford Street mientras la ciudad despierta. Mi mesa, flanqueada por la máquina de café y la ventana que da a la calle, me da una sensación de intimidad, allí me refugio en mi mundo.

Finales de noviembre. En la pequeña cafetería hace frío. Entonces, ¿por qué dan vueltas los ventiladores? Tal vez si los miro mucho rato mi mente también dará vueltas.

«No es tan fácil escribir sobre nada.»

Oigo la voz del cowboy, lenta y autoritaria al arrastrar las palabras. Garabateo su frase en la servilleta. ¿Cómo puede un tipo sacarte de quicio en un sueño y luego tener las agallas de desaparecer? Siento la necesidad de llevarle la contraria, no solo con una réplica aguda sino con hechos. Bajo la vista hacia mis manos. Estoy segura de que podría escribir sin parar sobre nada. ¡Si solo tuviera esas naderías que decir!

Al cabo de un rato Zak me pone delante otra taza.

—Esta es la última vez que la atiendo yo —anuncia con solemnidad.

Prepara el mejor café del barrio, así que me llevo un disgusto al oírlo.

—¿Por qué? ¿Te vas a algún sitio?

—Voy a abrir un café en el paseo marítimo de Rockaway Beach.

—¡Un café en la playa! ¡Mira por dónde, un café en la playa!

Estiro las piernas y observo cómo Zak realiza sus tareas matinales. Él no sabe que en otros tiempos abrigué el sueño de tener un café. Supongo que todo empezó al leer sobre la vida de café a la que tan aficionados eran los beat, los surrealistas y los poetas simbolistas franceses. Donde yo crecí no había cafés, pero existían en mis libros y adornaban mis fantasías. Desde el sur de Jersey en 1965 vine a Nueva York solo para deambular por sus calles, y nada me parecía más romántico que sentarme a escribir poesía en una cafetería del Greenwich Village. Al final me armé de valor y entré en el café Dante, en MacDougal Street. Como no podía pagar una comida, solo tomé café, pero a nadie pareció importarle. Las paredes estaban cubiertas con murales de la ciudad de Florencia y escenas de la Divina comedia. Las mismas escenas perduran hoy en día, descoloridas tras décadas de humo de cigarrillo.

En 1973 me trasladé a una espaciosa habitación encalada con una pequeña cocina en esa misma calle, a solo dos manzanas del café Dante. Podía salir por la ventana delantera, sentarme en la escalera de incendios por las noches y cronometrar el flujo de gente que entraba y salía del Kettle of Fish, uno de los bares frecuentados por Jack Kerouac. A la vuelta de la esquina de Bleecker Street había un pequeño puesto donde un joven marroquí vendía panecillos recién hechos, anchoas en salazón y manojos de menta fresca. Yo me levantaba temprano y compraba provisiones. Ponía agua a hervir, la echaba en una tetera llena de hojas de menta y me pasaba las tardes tomando té y fumando un poco de hachís mientras releía los cuentos de Mohamed Mrabet e Isabelle Eberhardt.

El café ’Ino no existía entonces. Me instalaba junto a una ventana baja del café Dante que daba a la esquina de un pequeño callejón, leyendo The Beach Café de Mrabet. Un joven vendedor de pescado llamado Driss conoce a un viejo excéntrico poco amistoso y dado a recluirse que tiene lo que él llama un café con una sola mesa y una silla en un rocoso tramo de playa cerca de Tánger. El ambiente letárgico que envuelve el local me cautivó de tal modo que no quería otra cosa que habitar en él. Al igual que Driss, yo soñaba con abrir un local que fuera mío. Pensé tanto en él que casi podía verlo: el café Nerval, un pequeño lugar de reunión donde poetas y viajeros hallarían la simplicidad de un refugio.

Imaginé alfombras persas deshilachadas sobre suelos de tablas anchas, dos largas mesas de madera con bancos, unas pocas mesas más pequeñas y un horno para hacer pan. Todas las mañanas limpiaría las mesas con té aromático, como hacen en Chinatown. No habría música ni cartas de menú. Solo silencio café aceite de oliva hojas de menta pan moreno. Y fotografías adornando las paredes: un melancólico retrato de quien da nombre al café y una imagen más pequeña del desamparado poeta Paul Verlaine con abrigo, inclinado sobre un vaso de absenta.

En 1978 conseguí algún dinero y pude pagar la fianza para el alquiler de un edificio de una sola planta en la calle Diez Este. Había sido un salón de belleza, pero solo quedaban tres ventiladores de techo blancos y unas pocas sillas plegables. Mi hermano Todd supervisó las obras, encalamos las paredes y enceramos los suelos de madera. Dos grandes claraboyas llenaban el espacio de luz. Pasé varios días sentada a una mesa de juego justo debajo de ellas, bebiendo café de la tienda de delicatessen y pensando en lo que había que hacer a continuación. Necesitaría fondos para un nuevo cuarto de baño y una máquina de café, también para las yardas de muselina blanca que cubrirían las ventanas. Cosas prácticas que suelen replegarse en la música de mi imaginación.

Al final me vi obligada a renunciar a mi café. Dos años antes había conocido al músico Fred «Sonic» Smith en Detroit. Fue un encuentro inesperado que poco a poco cambió el curso de mi vida. Mi deseo de él lo impregnaba todo: mis poemas, mis canciones, mi corazón. Sobrellevamos vidas paralelas yendo y viniendo entre Nueva York y Detroit, breves encuentros que siempre acababan en separaciones dolorosas. Cuando estaba decidiendo dónde instalar el fregadero y la máquina de café, Fred me imploró que me fuera a vivir con él a Detroit. Nada me pareció tan crucial como reunirme con mi amor, con quien estaba destinada a casarme. Me despedí de Nueva York y de las aspiraciones que encerraba, embalé lo más preciado y dejé atrás todo lo demás, perdiendo por el camino la fianza y el local. No me importó. Las horas que había pasado en solitario tomando café sentada a la mesa de juego, rodeada del resplandor de mi sueño, me bastaban.

Varios meses antes de nuestro primer aniversario de boda, Fred me dijo que si prometía darle un hijo me llevaría a donde yo quisiera. Sin titubear escogí Saint-Laurent-du-Maroni, una ciudad fronteriza al noroeste de la Guayana Francesa, en la costa del Atlántico norte de Sudamérica. Hacía mucho que deseaba ver lo que quedaba de la colonia penal francesa donde mandaban a los delincuentes contumaces antes de trasladarlos a la isla del Diablo. En el Diario del ladrón Jean Genet presentaba Saint-Laurent como un lugar sagrado y describía con ferviente empatía a los presos allí encerrados. También hablaba de una jerarquía de criminalidad inviolable, una santidad masculina que afloraba en los terribles confines de la Guayana Francesa. Él había ascendido para alcanzarla: reformatorio, hurtos menores y condenas consecutivas; pero cuando lo sentenciaron, la prisión que él tanto reverenciaba había sido cerrada por inhumana y los últimos reclusos vivos habían sido enviados de regreso a Francia. Genet cumplió la condena en la prisión de Fresnes, lamentando amargamente la imposibilidad de alcanzar la grandeza a la que había aspirado. Destrozado, escribió: «Me extirpan la infamia».

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© Patti Smith

Fred, río Maroni

A Genet no lo encarcelaron a tiempo para reunirse con la hermandad que él había inmortalizado en su obra. Se le dejó fuera de los muros de la prisión como al niño cojo de Hamelín al que se le negó la entrada a la tierra feliz porque llegó demasiado tarde a sus puertas.

A los setenta años, la salud de Genet era, según decían, tan precaria que probablemente nunca llegaría a ir allí. Me imaginé llevándole un puñado de tierra y piedras. Fred, que a menudo escuchaba divertido mis quijotescas ideas, no se tomó a la ligera esa tarea y me apoyó sin cuestionarme. Escribí a William Burroughs, a quien conocía desde los veintipocos años. Había estado unido a Genet y poseía su misma sensibilidad romántica, y prometió ayudarme a llevar las piedras en el momento adecuado.

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Fred Smith

El guía, río Maroni

Como parte de los preparativos del viaje, Fred y yo pasamos días en la biblioteca pública de Detroit estudiando la historia de Surinam y de la Guayana Francesa. Estábamos impacientes por explorar un lugar donde ninguno de los dos había estado y planificamos las primeras etapas de nuestro viaje: la única ruta a nuestro alcance era un vuelo comercial a Miami, desde donde una compañía aérea local nos llevaría a Barbados, Granada y Haití, y finalmente nos dejaría en Surinam. Tendríamos que desplazarnos hasta un pueblo ribereño alejado de la capital y una vez allí alquilar una embarcación para cruzar el río Maroni hasta la Guayana Francesa. Nos quedábamos despiertos hasta tarde haciendo planes. Fred compró mapas, ropa de color caqui, cheques de viaje y una brújula; se cortó su pelo largo y lacio, y se compró un diccionario de francés. Cuando se proponía algo lo estudiaba desde todos los ángulos. Pero no leyó a Genet. Eso me lo dejó a mí.

Fred y yo volamos un domingo a Miami, donde nos alojamos dos noches en el motel de carretera Mr. Tony. Fijado a la pared, cerca del techo, había un pequeño televisor en blanco y negro que funcionaba con monedas. Comimos frijoles rojos y arroz amarillo en la Pequeña Habana, y visitamos el Mundo del Cocodrilo. La breve estancia nos preparó para el calor extremo que estábamos a punto de afrontar. Fue un viaje largo, pues nos hicieron bajar del avión en Granada y en Haití mientras registraban la bodega en busca de artículos de contrabando. Al final aterrizamos en Surinam al amanecer; unos cuantos soldados jóvenes provistos de armas automáticas hacían guardia mientras nos montaban a un autocar que nos llevó a un hotel autorizado. El primer aniversario del golpe militar del 25 de febrero de 1980, que había derrocado al gobierno democrático, y que caía solo unos días antes que el nuestro, se aproximaba. Éramos los únicos estadounidenses en los alrededores y nos dijeron que estábamos bajo su protección.

Tras varios días aplastados por el calor de Paramaribo, un guía nos llevó a la pequeña ciudad de Albina, a ciento cincuenta kilómetros de la capital, en la margen occidental del río que delimitaba la frontera con la Guayana Francesa. El cielo de color rosado estaba veteado por relámpagos. Nuestro guía dio con un chico que se avino a llevarnos a la otra orilla del río Maroni en su piragua, una embarcación larga y estrecha tallada en un tronco. Habíamos preparado el equipaje con tanta prudencia que era muy manejable. Salimos bajo una llovizna que rápidamente se convirtió en lluvia torrencial. El chico me ofreció un paraguas y nos advirtió de que no sumergiéramos los dedos en el agua que rodeaba la embarcación. De pronto me fijé en que el río estaba rebosante de pequeños peces negros. ¡Pirañas! El barquero se rió de lo deprisa que saqué la mano del agua.

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Fred Smith

Quartier Disciplinaire

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© Patti Smith

Barrotes de la celda común

Alrededor de una hora después nos dejó al pie de un embarcadero enlodado. Arrastró la piragua a tierra y se reunió con unos obreros que se resguardaban bajo un hule negro extendido sobre cuatro postes. Nuestra momentánea confusión les divirtió y nos señalaron la carretera principal. Subimos con esfuerzo un montículo resbaladizo mientras una lluvia persistente ahogaba el ritmo de calipso de «Soca Dance», de Mighty Swallow, que sonaba en un radiocasete. Totalmente empapados, cruzamos penosamente el pueblo desierto hasta que finalmente nos guarecimos en lo que parecía ser el único bar de los alrededores. El camarero le sirvió una cerveza a Fred y un café a mí. Había dos hombres bebiendo calvados. Pasé la tarde tomando café mientras Fred entablaba conversación en una mezcla de francés e inglés con un tipo de piel curtida que dirigía las reservas de tortugas que había no muy lejos de allí. En cuanto amainó apareció el dueño del hotel del pueblo para ofrecernos sus servicios. A continuación se presentó una versión más joven y más huraña del hombre para llevar nuestro equipaje, y los seguimos por un sendero lodoso que descendía hasta el que sería nuestro nuevo alojamiento. No habíamos reservado habitación y ya teníamos una esperándonos.

El Hôtel Galibi tenía un aire espartano pero era confortable. Encima del tocador encontramos una pequeña botella de coñac aguado y dos vasos de plástico. Agotados, dormimos toda la noche a pesar de la lluvia y su golpeteo incesante sobre el tejado de zinc. Cuando nos despertamos nos esperaban unos boles con café. El sol matinal pegaba fuerte. Dejé nuestra ropa en el patio para que se secara. Un pequeño camaleón se fundió inmediatamente con el color caqui de la camisa de Fred. Esparcí lo que llevábamos en los bolsillos sobre una pequeña mesa. Un mapa arrugado, recibos húmedos, restos de fruta y las omnipresentes púas de la guitarra de Fred.

Hacia el mediodía un obrero de la cementera nos llevó en coche a las ruinas de la prisión de Saint-Laurent. Vimos unas cuantas gallinas escarbando la tierra y una bicicleta volcada, pero no parecía que hubiera nadie por ahí. El chófer cruzó con nosotros el arco bajo de piedra de la entrada y luego se escabulló. En el recinto se respiraba el aire de una ciudad próspera que había decaído trágicamente, una ciudad que había minado las almas de sus habitantes y enviado sus restos a la isla del Diablo. Fred y yo dimos vueltas en un silencio alquímico con cuidado de no molestar a los espíritus reinantes.

Buscando las piedras adecuadas entré en las celdas solitarias y examiné los desteñidos grafitis que tatuaban las paredes. Huevos peludos, pollas aladas, el principal órgano de los ángeles de Genet. Aquí no, pensé. Aún no. Busqué a Fred con la mirada. Se había abierto paso entre la hierba alta y las palmeras desmesuradamente crecidas hasta dar con una tumba pequeña. Vi que se detenía ante una lápida en la que se leía: «Hijo, tu madre está rezando por ti». Se quedó mucho rato allí de pie mirando al cielo. Lo dejé solo, inspeccioné los edificios anexos y finalmente decidí coger las piedras del suelo de tierra de la celda común. Era un lugar húmedo del tamaño de un pequeño hangar. Sujetas a los muros iluminados por finos haces de luz había unas pesadas cadenas oxidadas. Aun así flotaba cierto olor a vida: estiércol, tierra y un montón de escarabajos huidizos.

Cavé un poco en busca de piedras que pudieran haber pisado los pies encallecidos de los presos o las suelas de las pesadas botas de los celadores. Con cuidado escogí tres y las introduje en una caja grande de cerillas Gitanes, dejando intacta la tierra en la que estaban adheridas. Fred me ofreció su pañuelo para que me limpiara las manos, luego lo sacudió e hizo un pequeño saco para guardar en él la caja de cerillas. Lo puso en mis manos, un primer paso hasta dejarlas en manos de Genet.

No nos quedamos mucho tiempo en Saint-Laurent. Nos dirigimos a la costa, pero no pudimos acceder a las reservas de tortugas porque era la época del desove. Fred pasó mucho tiempo en el bar hablando con los lugareños. Pese al calor que hacía iba con camisa y corbata. Los hombres lo respetaban y al mismo tiempo lo miraban con cierta ironía. Provocaba esa reacción en los demás hombres. Yo me contenté con sentarme en un cajón fuera del bar y mirar una calle desierta que nunca había visto y que tal vez nunca volvería a ver. En otro tiempo habían desfilado prisioneros por ese mismo lugar. Cerré los ojos, los imaginé arrastrando las cadenas en medio del intenso calor, un espectáculo cruel para los pocos habitantes de un pueblo polvoriento y desolado.

Mientras caminaba desde el bar al hotel no vi perros, niños jugando, ni mujeres. La mayor parte del tiempo me mantuve al margen. De vez en cuando entreveía a la criada, una joven con una larga melena morena que correteaba descalza por el hotel. Sonreía y gesticulaba, pero no hablaba inglés y siempre estaba en movimiento. Nos limpió la habitación, y recogió la ropa del patio para lavarla y plancharla. En agradecimiento le regalé uno de mis brazaletes, una cadena de oro con un trébol de cuatro hojas que, cuando nos despedimos, vi que llevaba en la muñeca.

En la Guayana Francesa no había trenes ni ningún tipo de instalación ferroviaria. El tipo del bar nos había buscado un chófer que se comportaba como un extra de Caiga quien caiga. Llevaba gafas de aviador, gorra ladeada y una camisa con estampado de leopardo. Acordamos un precio y él se comprometió a llevarnos a Cayena, a doscientos sesenta y ocho kilómetros de allí. Conducía un destartalado Peugeot color canela e insistió en que dejáramos el equipaje en el asiento delantero, pues solía transportar gallinas en el maletero. Avanzamos por la Route Nationale bajo continuas lluvias interrumpidas por un sol fugaz, escuchando reggae en una emisora plagada de interferencias. Cada vez que se perdía la señal el chófer ponía un casete de una banda llamada Queen Cement.

De vez en cuando yo desataba el pañuelo para mirar la caja de cerillas de Gitanes, la silueta de una gitana que posa con su pandereta envuelta en una espiral de humo teñido de añil. Pero no la abría. Imaginaba el breve y triunfal momento en que le entregaría las piedras a Genet. Fred me cogió la mano mientras avanzábamos en sile

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