Una sala llena de corazones rotos

Anne Tyler

Fragmento

cap-1

1

Es inevitable preguntarse qué le pasa por la cabeza a un hombre como Micah Mortimer. Vive solo; es reservado; su rutina está grabada en piedra. Todas las mañanas a las siete y cuarto se le ve salir a correr. Alrededor de las diez o las diez y media pega el cartel magnético de TECNOERMITAÑO en el techo de su Kia. Las horas a las que sale para atender llamadas varían, pero no hay prácticamente ni un solo día en el que los clientes no requieran sus servicios. Por las tardes, siempre lo vemos haciendo arreglos en el edificio donde vive; hace doblete como hombre de mantenimiento. A veces barre el camino de entrada, otras sacude el felpudo o charla con un fontanero. Los lunes por la noche, la víspera del día de recogida de residuos generales, acerca los cubos de basura a la calleja; los miércoles por la noche, los cubos de reciclaje. A las diez de la noche, más o menos, las tres ventanas entrecerradas del sótano se oscurecen. (Sí, su piso está en el sótano. No debe de ser muy alegre.)

Es un hombre alto y huesudo de cuarenta y pocos años, con una postura corporal no muy buena: la cabeza levemente inclinada hacia delante, los hombros algo caídos. El pelo negro azabache, aunque cuando pasa un día sin afeitarse el bigote empieza a salirle canoso. Ojos azules, cejas pobladas, hoyuelos en las mejillas. Una boca de aspecto reprimido. Siempre con el mismo atuendo: vaqueros y una camiseta o una sudadera, según la estación del año, con una cazadora de cuero marrón bastante gastada cuando hace frío de verdad. Zapatos marrones de puntera redondeada muy usados y modestos, como los zapatos de los escolares. Incluso sus zapatillas de deporte son anodinas y viejas, de un blanco sucio (nada de rayas fosforescentes ni de suelas rellenas de gel ni esas pijadas que les gustan a tantos corredores), y los pantalones que lleva para correr son en realidad vaqueros cortados por encima de la rodilla.

Tiene novia, pero, al parecer, llevan vidas bastante independientes. De vez en cuando la vemos encaminándose a la puerta de atrás con una bolsa de comida para llevar; los vemos montarse en el Kia una mañana de fin de semana, entonces sin el cartel de TECNOERMITAÑO. Él da la impresión de no tener amigos. Es cordial con los vecinos, pero nada más. Lo saludan cuando se lo encuentran, y él les devuelve el saludo con un gesto de la cabeza y levanta la mano, a menudo sin molestarse en abrir la boca. Nadie sabe si tiene familia.

El edificio está en Govans, es un pequeño cubo de ladrillo de tres plantas de York Road, en la zona norte de Baltimore, con un local especializado en truchas a la derecha y una tienda de ropa de segunda mano a la izquierda. Un aparcamiento minúsculo detrás. Parcelas de césped también minúsculas delante. Un porche discordante (en realidad, es poco más que una entrada de losas de hormigón) con un astillado balancín de madera en el que nunca se sienta nadie y una fila vertical de timbres junto a una mugrienta puerta blanca.

¿Alguna vez se para a reflexionar sobre su vida? ¿Sobre su sentido, su objetivo? ¿Le atormenta pensar que lo más probable es que pase los próximos treinta o cuarenta años de la misma manera? Nadie lo sabe. Y, casi con total seguridad, nadie se lo ha preguntado nunca.

Un lunes, hacia finales de octubre, todavía estaba desayunando cuando recibió la primera llamada. Normalmente, su mañana transcurría así: correr, ducharse y desayunar, y después limpiar un poco la casa. Detestaba que algo interrumpiera la secuencia habitual. Se sacó el teléfono del bolsillo y miró la pantalla: EMILY PRESCOTT. Una anciana; había trabajado para ella con tanta frecuencia que había grabado su teléfono en la agenda. Las ancianas eran quienes tenían los problemas más fáciles de resolver, pero también quienes hacían más preguntas irritantes. Siempre querían saber por qué.

—Pero ¿cómo ha podido pasar? —preguntaban—. Anoche cuando me fui a dormir el ordenador funcionaba bien y esta mañana se había vuelto majara. Pero ¡yo no le he hecho nada! Estaba dormida como un tronco.

—Sí, bueno, no se preocupe. Ahora ya lo tiene arreglado —contestaba él.

—Pero ¿por qué había que arreglarlo? ¿Cómo se estropeó?

—Esa pregunta no es muy práctica cuando se trata de un ordenador.

—¿Por qué no?

Por otra parte, las ancianas eran su pan de cada día; además, aquella en cuestión vivía cerca, en Homeland. Pulsó la tecla de respuesta y dijo:

—Tecnoermitaño, dígame.

—¿Señor Mortimer?

—Sí.

—Soy Emily Prescott. ¿Se acuerda de mí? Tengo una emergencia muy urgente.

—¿Qué sucede?

—Uf, ¡no consigo que el ordenador vaya a ninguna parte! ¡Se niega en redondo! ¡No quiere entrar en ninguna página web! ¡Y eso que aún veo la señal del wifi!

—¿Ha probado a reiniciar el equipo? —le preguntó.

—¿Qué es eso?

—Apagarlo y volver a encenderlo, tal como le enseñé...

—Ah, sí. «Darle un respiro», como me gusta llamarlo. —Soltó una risita nerviosa—. Sí, lo he probado. No ha funcionado.

—De acuerdo. ¿Qué le parece si me paso sobre las once?

—¿Las once en punto?

—Exacto.

—Pero quería comprarle un regalo a mi nieta por su cumpleaños, que es el miércoles, y tengo que pedirlo pronto para que me lo envíen gratis y que llegue dentro de dos días.

Micah no contestó.

—Bueno —dijo la anciana. Suspiró—. Está bien: a las once. Estaré esperándolo. ¿Recuerda la dirección?

—Sí, tranquila.

Colgó y dio otro mordisco a la tostada.

Su piso era más grande de lo que sería de esperar, teniendo en cuenta que estaba en el sótano. Un único espacio largo y abierto albergaba la sala de estar y la cocina, y luego había dos dormitorios separados, algo pequeños, y un cuarto de baño. El techo tenía una altura aceptable y el suelo era de baldosas de vinilo no demasiado chabacanas y de un tono marfil jaspeado. Había una única alfombra beis delante del sofá. Las minúsculas ventanas cercanas al techo no ofrecían muchas vistas, pero siempre informaban de si hacía sol (como ese día, por ejemplo), y ahora que los árboles habían empezado a perder las hojas, Micah veía algunas secas acumuladas alrededor de los arbustos de azalea. Más tarde las quitaría con el rastrillo.

Se terminó el café, deslizó la silla hacia atrás, se levantó y llevó los platos al fregadero. Tenía su propio método: dejaba los platos en remojo mientras limpiaba la mesa y la encimera, guardaba la mantequilla, pasaba la aspiradora por debajo de la silla por si se le había caído alguna miga. El día fijado para la aspiradora era el viernes, pero entretanto le gustaba tener las cosas impolutas.

El lunes era el día de fregar el suelo: el de la cocina y el del baño. «La temida hoga de fgegag», dijo mientras vertía agua caliente en un cubo. Solía hablar consigo mismo mientras trabajaba, casi siempre poniendo algún acento extranjero. Ese día se decidió por el alemán, o tal vez el ruso. «Fgegag todos los suelos.» No se molestó en aspirar antes el baño, porque no hacía falta; el suelo continuaba prístino de la semana anterior. La teoría personal de Micah era que si alguien percibía la diferencia después de limpiar (la mesita de centro de repente brillante, la alfombra de repente sin una sola pelusa) era porq

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