Alfred y Emily

Doris Lessing

Fragmento

Alfred y Emily

Doris Lessing

Traducción de

Verónica Canales

Prólogo

Mis padres eran asombrosos, pero cada uno de forma muy distinta. En cambio, lo que tenían en común era su vitalidad. La Primera Guerra Mundial pudo con ambos. La metralla le destrozó una pierna a mi padre y le obligó a llevar una prótesis de madera. Jamás se recuperó de su época en el frente. Murió a los sesenta y dos años, convertido en un anciano. En el certificado de defunción deberían haber escrito «Causa de la muerte: la Gran Guerra». El gran amor de mi madre, un médico, se ahogó en el canal de la Mancha. Ella nunca se recuperó de esa pérdida.

En este libro he intentado darles la vida que podrían haber vivido de no haber estallado la Primera Guerra Mundial. Algo fácil en el caso de mi padre. Creció jugando con los hijos de los granjeros en los campos que delimitaban Colchester. Toda la vida había deseado ser granjero en Essex o en Norfolk. No tuvo dinero para comprarse una granja, por eso he hecho realidad su deseo más anhelado: ser granjero en la campiña inglesa. Destacaba en los deportes, sobre todo el críquet.

Mi madre fue enfermera de heridos de guerra durante los cuatro años que duró el conflicto. Trabajaba en el hospital Royal Free, que por entonces se encontraba en el East End londinense. A los treinta y dos años le ofrecieron el puesto de comadrona en el hospital Saint George, uno de los mayores centros hospitalarios de la época; en la actualidad es un hotel. El puesto de matrona solía ofrecerse a mujeres que ya habían cumplido los cuarenta. Mi madre era de una eficiencia formidable. De niña yo la hacía rabiar diciendo que, si hubiera estado en Inglaterra, habría dirigido el Instituto de la Mujer o, como Florence Nightingale, habría sido la precursora de la reorganización hospitalaria. Además, tenía un gran talento para la música.

Esa guerra, la Gran Guerra, la guerra que acabaría con todas las guerras, se instaló en mi niñez. Para mí, las trincheras estaban tan presentes como cualquier otra realidad visible. Y aquí sigo, intentando descargarme del peso de ese monstruoso legado, intentando liberarme de él.

Podría haber conocido a Alfred Tayler y a Emily McVeagh en la actualidad, tal como los he descrito, tal como podrían haber sido de no haber estallado la Gran Guerra. Espero que habrían aprobado las vidas que he imaginado para ellos.

PRIMERA PARTE

Alfred y Emily novela corta

Alfred

Emily

1902

Los soles de los largos veranos de principios del siglo pasado eran una continua promesa de paz y plenitud, no digamos ya de prosperidad y felicidad. Nadie recordaba nada parecido a aquellos días estivales en los que siempre lucía el sol. Miles de autobiografías y novelas así lo confirman, y por eso puedo asegurar que ese sábado de agosto de 1902 hacía una tarde espléndida en el pueblo de Longerfield. Estaba celebrándose el encuentro anual de la banca Essex y Suffolk, y el lugar era el espacioso campo que el granjero Redway, que solía destinarlo a pasto para las vacas, cedía todos los años para el evento.

Había varios focos de actividad. En las lindes del campo, chillidos y gritos de emoción indicaban que allí tenían lugar los juegos infantiles. A la sombra de unos robles había un tablón alargado, sostenido por unos caballetes y cubierto con todo tipo de viandas. El foco central de atención era el partido de críquet, y alrededor de los personajes vestidos de blanco se concentraba la mayoría de los espectadores. La totalidad de la escena estaba a punto de ser absorbida por las sombras de los imponentes olmos que separaban aquel campo del contiguo. Allí las vacas desterradas observaban los acontecimientos mientras rumiaban moviendo los carrillos como viejas chismosas. Los jugadores, con sus uniformes blancos recién estrenados, algo polvorientos tras un día de partido, conocían la importancia de esa celebración estival y eran conscientes de ser el centro de todas las miradas, incluidas las de un grupo de aldeanos recostados sobre una valla y decididos a no ser ignorados.

No muy lejos del campo de críquet, sentadas en la hierba sobre unos almohadones, se encontraban una mujer corpulenta y rubia, cuyo rostro enrojecido era señal de que no estaba disfrutando del calor, una muchacha minúscula, hija de la mujer, y otra joven que acababa de inclinarse hacia delante, con la mirada clavada en el rostro de la señora Lane para escuchar sus palabras:

—Querida, pelearte con tu padre es algo muy grave.

En ese momento, un joven avanzaba con su bate para ir a situarse en la zona de los palos, y la señora rubia se inclinó para saludarlo con la mano, gesto al que él correspondió con una sonrisa y un asentimiento de cabeza. El muchacho era increíblemente apuesto, moreno y esbelto, y el hecho de que su presencia allí de pie tuviera algo de especial se hizo evidente por un repentino silencio. El lanzador tiró una pelota y el bateador la propulsó bien lejos como si nada.

—Silencio —dijo Mary Lane—. Un segundo, quiero ver…

Daisy, la joven menuda, empezó a inclinarse hacia delante para contemplar la jugada y Emily McVeagh, la otra joven, también miró, aunque sin duda alguna no vio gran cosa. Estaba roja por la emoción y la determinación, y no dejaba de mirar de soslayo a la mujer mayor, deseando captar su atención.

Otra pelota llegó disparada en dirección al joven apuesto; otro rápido revés seguido de una oleada de aplausos.

—Bien hecho —dijo la señora Lane, y se dispuso a aplaudir, pero el lanzador ya había iniciado su carrera.

Un vez… y otra… una pelota llegó casi hasta donde ellas estaban sentadas y el defensa se acercó a recuperarla. Las entradas fueron sucediéndose; se oyeron varios aplausos aquí y allá, pero estalló una ovación generalizada cuando el joven lanzó una pelota que cayó prácticamente en el lugar donde jugaban los niños.

Era la hora del té. La alargada mesa de caballetes fue asediada, mientras una mujer permanecía de pie junto a la tetera e iba repartiendo tazas.

—Me sentaría bien un poco de té, Daisy —dijo la madre a su hija, y la joven corrió a hacer cola.

Entonces la señora Lane recordó que la joven Emily esperaba mucho más de ella, así que centró su atención en la chica y dijo:

—No creo que sepas realmente en qué te has metido.

La señora Lane era una mujer influyente, con amigos en los lugares más convenientes, y había estado preguntando a decenas de sus contactos en qué estaba metida Emily McVeagh.

La chica había desafiado a su padre y le había dicho que no, que no iría a la universidad, iba a ser enfermera.

«Acabará como una fregona cualquiera», pensó la señora Lane, impactada por la decisión de la joven.

Conocía bien a John McVeagh, conocía a la familia y había sido testigo del éxito académico de Emily, llena de admiración teñida de amargura por que su propia hija no fuera tan inteligente ni tuviera tanto aplomo y carácter. Las chicas eran amigas, aunque todos se asombraban de lo poco que se parecían. Una era retraída, pasaba fácilmente desapercibida y tenía un aspecto frágil; la otra se mostraba siempre dueña de sí misma y de las circunstancias, siempre despuntaba en todo, era la primera de la clase y había ganado varios premios: Emily McVeagh, amiga y defensora de la pequeña Daisy.

—Sé que puedo hacerlo —respondió Emily con toda tranquilidad.

«Pero ¿por qué?, ¿por qué?», quiso preguntar la señora Lane, y quizá lo hubiera hecho de no haber sido porque se le acercó el joven merecedor de tanto aplauso y ella se inclinó para besarlo y decir:

—¡Bien hecho! ¡Sí!, ¡bien hecho!

Ese gesto venía precedido de cierta historia.

El muchacho aceptó una taza de té y un enorme pedazo de pastel que le ofreció Daisy, y se sentó junto a su amiga, la señora Lane. Ella lo conocía desde pequeño.

Dos hermanos: el mayor, Harry, era el ojito derecho de su madre. Ella era famosa por el disgusto que le causaba el hecho de que su esposo, padre del chico y empleado de banca que odiaba su trabajo, pasara hasta el último minuto del tiempo libre tocando el órgano en la iglesia. Su mujer tenía claro que haría mejor en intentar «superarse»; era un hombre sin ambiciones. Pero el hijo mayor había recibido una oferta laboral antes incluso de terminar sus estudios: mucho más de lo que la mayoría de los estudiantes podrían haber deseado. También se trataba de un joven listo, que aprobaba con facilidad los exámenes y ganaba premios. Sin embargo, a la madre no le gustaba su segundo hijo, Alfred, o actuaba como si no le gustara.

En aquella época, pegar a los niños no era más que una forma de ser fiel a los designios de Dios. «Quien bien te quiere te hará llorar.» Pero la señora Lane, al observarlos, había quedado impresionada. Ella también era esposa de un banquero, un alto cargo, pero su marido era un pilar de la Iglesia y participaba en las actividades locales. La mala suerte de Alfred con su madre era por todos bien conocida y comentada, y el joven recibía toda clase de mimos y favores especiales por parte de las personas que se compadecían de él. Aunque no le interesaban los estudios, destacaba en los deportes, sobre todo en el críquet. Hacía una semana más o menos que había cumplido dieciséis años, así que era demasiado joven para jugar con los hombres. Sin embargo, allí estaba, jugando, y si la señora Lane había convencido a personas influyentes para que el muchacho tuviera una oportunidad, ¿quién iba a enterarse? La madre de Alfred estaba sentada entre el público, y cuando los asistentes la felicitaban por su brillante hijo, ella parecía disgustada, pues evidentemente sentía que era su otro retoño quien debería recibir siempre los aplausos.

A Alfred le habían concedido la oportunidad de lucirse y demostrar sus habilidades, y la señora Lane estaba encantada con él y consigo misma. Bastantes veces había dicho ya que quería a ese muchacho como si fuera hijo suyo, así lo habría deseado. Detestaba a la madre de Alfred, aunque en esa sociedad donde todos se conocían era algo que no podía expresar con mucha libertad.

—Alfred —dijo, abanicándose con el programa de las actividades del día—, Alfred, nos has hecho sentir orgullosos a todos.

En ese instante reclamaron al chico en el campo, y este salió corriendo al tiempo que sonreía a las tres mujeres: a Daisy, que lo adoraba, al igual que su madre, y a la otra joven, a quien no le habían presentado.

En el terreno de juego se celebraba una breve reunión con Alfred y, mientras lo observaba, la señora Lane volvió a centrarse en Emily.

—Está muy mal pagado, pero que muy mal pagado, no te haces a la idea —dijo la mujer—. No harás más que limpiar y fregar; es horrible y se trabaja muchas horas. Además, la comida es mala. —Había otra objeción que no le resultaba fácil de expresar. Las enfermeras en prácticas eran del estrato social más bajo; la señora Lane podría haber dicho: «Lo peorcito de la clase trabajadora. Y tú, Emily McVeagh, te has criado entre algodones, siempre has tenido lo mejor de lo mejor y te va a resultar muy, pero que muy duro».

El juego se había reanudado y el apuesto joven había vuelto a sus palos.

—Si al menos entendiera el porqué —se lamentó la señora Lane cuando se le ocurrió qué decir—. Si pudieras decirme por qué, Emily. ¿Sabes? No hay muchos padres que quieran que sus hijas vayan a la universidad. Tu padre tiene que estar tan disgustado…

A la señora Lane no le gustaba mucho John McVeagh, lo consideraba un hombre pedante y pagado de sí mismo. Pero estaba tan orgulloso de Emily, alardeaba tanto de ella allí donde iba, viniera a cuento o no… Por eso debía de sentirse…

—Me dijo: «No vuelvas a poner los pies en mi casa jamás» —confesó Emily, y se le anegaron los ojos en lágrimas al mirar a su mentora. «Ojalá ella fuera mi madre», decía a menudo. Esa joven huérfana de madre con una madrastra antipática había hecho de la señora Lane su segunda madre, y ella estaba mirándola con honda decepción.

—Piensa, Emily, piensa.

Pero a principios de la semana siguiente, Emily iba a empezar a trabajar con lo más bajo de la sociedad en el hospital Royal Free de Londres, en Gray’s Inn Road. No podía seguir viviendo en su casa: la habían echado formalmente.

«No vuelvas a poner los pies en mi casa jamás», le habían dicho. Repetirlo en ese momento le produjo satisfacción, como si con la repetición se deshiciera de su padre, John McVeagh, escupiéndolo de su boca para siempre.

—Dijo que dejara de considerarme hija suya —añadió Emily. Pronunció la frase con desesperación, con tristeza, y empezaron a brotarle las lágrimas.

—Querida —dijo la señora Lane, que rodeó con un brazo a Emily y la besó en una mejilla tibia y húmeda por el llanto—. No importa lo que él diga. Eres su hija, y eso nada ni nadie puede cambiarlo.

Llegaron más aplausos desde el campo de críquet. El apuesto joven había sido expulsado por cometer una falta, aunque era evidente que no lo lamentaba, pues había ido a reunirse con los espectadores entre aplausos. Al muchacho no le sorprendió que su madre, que había estado allí viéndolo jugar, se hubiera marchado ya.

La señora Lane, al moverse para poder ver por detrás de la cabeza de Emily, también se dio cuenta de que aquella desagradable mujer, la señora Tayler, se había ido.

Cuando Alfred se acercó a la señora Lane, esta dejó que Emily se marchara para dar un abrazo al chico, con el que expresaba su deseo de compensar la ausencia de la madre.

—Lo has hecho de maravilla —lo felicitó—. Bien hecho, Alfred.

El joven dudó, vio que la chica cuyo nombre desconocía estaba llorando y se acomodó en una silla apartada.

—¡Oh, mi niña! —exclamó con ternura la señora Lane, abrazando de nuevo a Emily—. ¡Oh, mi pobre niña, mi niña!, ¡ojalá te entendiera!

Alfred seguía el partido, aunque pudo oír que la chica con la cabeza apoyada en el hombro de la señora Lane decía:

—Sé que eso es lo que debo hacer. Lo sé.

Fue como si Alfred necesitara escapar, pero cambió de idea y recogió unas tazas de té de la tetera, que entregó a las tres mujeres junto con un azucarero. Al darle la taza a Daisy, le preguntó en voz muy baja:

—¿Quién es?

Daisy le contestó:

—Es Emily. —Como si no hiciera falta decir nada más—. Es mi amiga —añadió.

«Ah, conque esa es Emily», pensó Alfred, porque lo sabía todo sobre la joven; claro, había oído hablar tanto de ella… Como solía ocurrirle al encontrarse con otras personas cara a cara —en este caso una joven sollozante y despeinada—, le costó entender, al mirarla, por qué significaba tanto para Daisy.

Alfred estaba a punto de volver a sentarse, con la vista fija de nuevo en el partido, cuando un ruido procedente de la valla le llamó la atención. Los adultos habían seguido su camino, pero allí continuaban los niños. Incluso desde donde él se encontraba, a unos metros de distancia, se veía que eran niños pobres. Las niñas llevaban vestidos andrajosos e iban descalzas. Algunos niños intentaban encaramarse a la valla, con los ojos clavados en la mesa repleta de comida.

—Llévales algo, Daisy —sugirió la señora Lane—. Llévales unos bocadillos. Ahora te los traigo —añadió, porque notó que la mujer parapetada tras la tetera tenía la intención de poner alguna objeción. Las demás mujeres, al darse cuenta de lo que ocurría, empezaron a acercarse a la mesa, y la señora Lane añadió en voz alta—: Algunos de los que yo he traído, nada más.

Alfred y Daisy levantaron unas bandejas de bocadillos y un par de bizcochos por encima de la valla, y los niños se los quitaron de las manos. Estaban hambrientos.

Las mujeres que se habían acercado se quedaron allí quietas, indignadas y en hermético silencio.

—Algunos de los que yo he traído —repitió la señora Lane, sonriendo, aunque disgustada. Y añadió entre dientes—: «Sus preciados pasteles están a salvo de mis garras».

—Son gitanos —espetó una de las mujeres—. No estoy dispuesta a que alguien les lleve mi mejor bizcocho.

—Bueno, hasta los gitanos tienen que comer de vez en cuando —dijo la señora Lane, y se puso roja de ira.

—Son tan pobres… —exclamó Alfred, frunciendo el entrecejo y dirigiéndose a la señora Lane como si le pidiera una explicación—. Tienen cara de necesitar un buen plato de comida.

—Sí —afirmó Daisy sonriendo al chico que conocía desde pequeño, el desaliñado estudiante que de pronto se había convertido en héroe.

Emily se apartó de la señora Lane mientras se ataba el lazo negro que le sujetaba la melena. Tenía dieciocho años, llevaba ya el cabello recogido, aunque esa tarde, en compañía de amigas tan mayores, el estilo de colegiala parecía adecuado.

—Tengo que irme —anunció—. Voy a perder el tren.

—Te acompaño —dijo Daisy de inmediato.

Emily se levantó, sonriendo, intentando detener las lágrimas entre parpadeos.

—El primer paso es el más difícil —le confió a la señora Lane al tiempo que le arrebataba las riendas de su futuro, protegiéndolo del rostro serio y de tácito reproche de su mentora.

Las dos jóvenes se dirigieron hacia la valla, Emily y su sombra, Daisy, pisándole los talones.

Una vez en la valla, Emily buscó una cancela o alguna salida… no vio nada.

Los niños se habían quedado por allí, con ansias de más.

La muchacha miró a ambos lados rápidamente, saltó la valla y se quedó mirando sonriente y victoriosa a la señora Lane y a la mujer junto a la tetera, que se quedó impactada por ese comportamiento tan poco digno de una señorita. No había puerta, así que Emily ayudó a subir a Daisy.

—Uno, dos y tres. —Y ambas se encaminaron hacia la estación.

Alfred había regresado con el grupo que se encontraba cerca de los jugadores.

La señora Lane se había sentado bajo una sombra generosa y su rostro enrojecido iba recuperando su tono habitual.

—Pues muy bien… —dijo, dirigiéndose quizá a unos gorriones que picoteaban los bizcochos. Pensó en el maravilloso salto sobre la valla que había dado Emily: grácil, ligero y que por algún motivo parecía la negación de su precipitado e irreflexivo plan para el futuro.

—¡Oh, no! —se lamentó la señora Lane—. ¡Oh, no! No puede ser. ¡Qué lástima tan grande!

Agosto de 1905

El escenario es el mismo. Las vacas están rumiando y mirando. Alfred batea. Ha cumplido los diecinueve años y lleva dos jugando con los adultos. Ya no es aquel muchachito nervioso, aquel chico guapo; ahora es un hombre joven y apuesto, y todo el mundo lo mira, no solo la señora Lane, sentada en una silla bajo su roble, abanicándose y dando aire a la madre de Alfred, que llora de forma ostensible, para que todos la vean.

Es comprensible que el rostro de la señora Lane sea el reflejo de toda una serie de expresiones irónicas.

Al día siguiente de aquel en que los vimos a todos reunidos, Daisy regresó de Londres para anunciar que tenía la intención de convertirse en estudiante de enfermería en el Royal Free, junto con su amiga Emily. Ahora que ya había ocurrido, era evidente que la señora Lane podría haberlo imaginado. Daisy había admirado a Emily toda la vida y había seguido sus pasos siempre que su talento se lo había permitido. La señora Lane estaba muy afectada, con el corazón en un puño, y no podía parar de sollozar, hasta que su marido, disgustado con su hija, pero más aún con la madre, llamó al médico y dijo a su esposa:

—Vamos, querida, ya basta. Estás tomándotelo muy a la tremenda.

La señora Lane ignoraba que alguien pudiera llorar de la forma en que ella estaba haciéndolo. Su niñita, a la que en la intimidad solía llamar «mi princesita», «mi angelito», estaba en ese hospital limpiando el trasero a los pobres. Que Emily hubiera decidido hacerlo era horrible, aunque al menos ella era una chica fuerte. Pero su hijita…, su niña indefensa… Cuando un progenitor se lamenta de manera inconsolable porque un hijo no va en la dirección que él o ella hubiera deseado, cuando menos, cabe hacerse una pregunta: ¿por qué se queda esa madre tan paralizada, tan demolida, como si hubiera sido condenada a muerte o al menos lo hubiese sido una parte de su persona? O, para el caso, ese padre. A John McVeagh lo mataba la angustia, o eso decían.

Más allá, cerca del campo de juego, la señora Tayler lloraba sonoramente, colocada de tal forma que todo el mundo se viera obligado a mirarla. Y su Alfred, que bateaba con serenidad mientras todo el mundo lo admiraba y aplaudía… Le habían ofrecido una serie de puestos en bancos de lugares tan lejanos como Luton e Ipswich, no por sus habilidades con la pluma o con los números, sino porque lo querían para sus equipos de críquet. Y además era bueno jugando al billar, al snooker y a los bolos. Se disputaban a esa joven estrella; su madre se sintió tan complacida como cuando habían escogido a su otro hijo por su inteligencia. Pero Alfred se negó en redondo, hubiera preferido estar muerto a convertirse en empleado de banca; había odiado hasta el último minuto de sus dos años en la banca de Essex y Suffolk. Iba a trabajar para el señor Redway, el granjero que cada año cedía su campo para aquella celebración. Bert Redway era su mejor amigo, habían crecido juntos; en realidad, Alfred había pasado su infancia jugando con los hijos del granjero, entre setos y sembrados.

—Va a ser peón de granja —repetía su madre entre sollozos—. Es igualito a su padre. Lo único que quieren es hacerme desgraciada. —Había ido de cocina en cocina lamentándose delante de las otras mujeres.

Alfred se había limitado a decir:

—Madre, no pienso pasar la vida encerrado en un banco, y no se hable más.

Esa mañana, el chico había reafirmado su decisión limpiando la bosta de vaca del campo, mientras los árbitros, los supervisores del partido infantil, los hombres que estaban dejando en perfecto estado el terreno de juego lo miraban y sonreían, o reían sin disimulo cuando la madre del muchacho no los veía. Su padre, apartándose por un segundo del órgano de la iglesia, había dicho: «Bien hecho, Alfred. Ojalá yo fuera capaz de imitarte».

La señora Lane sentía lástima por la madre de Alfred, aunque estaba convencida de que su propio disgusto tenía que ser peor. Alfred había sido un chico de granja desde pequeño: no era ninguna novedad. Pero su niñita… La señora Lane enviaba a Londres todas las semanas un enorme bizcocho de fruta escarchada, una caja de pastelillos y toda clase de chucherías. Emily y Daisy compartían habitación con otras seis estudiantes de enfermería: la chusma del East End; así lo creía la señora Lane y así lo manifestaba. En los paquetes no quedaba ni una miga diez minutos después de ser abiertos: todas las chicas estaban hambrientas. Las aprendizas tenían poco tiempo libre, y cuando la señora Lane pudo ver por fin a Emily y a su hija quedó tan impresionada y disgustada como le cabía esperar. Estaban tan delgadas…, tan agotadas… No había exagerado al referirse a las privaciones que sufrían; no se explicaba cómo sobrevivían aquellas jóvenes de buena familia.

Esperaba que Emily renunciara, se

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