Cartas de la cárcel

Louis-Ferdinand Céline

Fragmento

Gustave Flaubert con Louise Colet, o las misivas enviadas a sus Mamigos por Juan Valera durante su estancia en Rusia para confirmar que, en ocasiones, las reliquias se alzan por sus propios méritos hasta la estatura del altar principal. Ya dentro del devenido subgénero «Correspondencias», las cartas de amor o las cartas de prisión ocupan las posiciones más atractivas en razón, sin duda, de ese componente de alto cotilleo cultural que se presume satisface al tiempo que despierta la noble curiosidad humana que no deja de ser motor de conocimiento y estímulo para la erudición y el estudio.

Cabe entender, por tanto, el interés que en su momento despertó y todavía hoy despierta la recuperación y edición de estas Cartas de la cárcel, que tiene como protagonista a un escritor que encarna de modo casi perfecto esa imagen sagrada del escritor en su versión satánica o maldita. Porque sobre Louis-Ferdinand Céline recaen, sin contradicción aparente, los calificativos más dispares sin que tal disparidad rompa la coherencia de su leyenda y perfil: genio, ángel, demonio, víctima, verdugo, mártir, traidor, abyecto, sublime, inmortal, sucio, mezquino, demiurgo, brujo y mago de la lengua.

Alrededor de la figura del autor y a propósito de la ficción narrativa, la moderna teoría literaria ha venido diferenciando distintos componentes autoriales: el narrador, el escritor, el ciudadano que, además, escribe. De ahí que la primera pregunta que debamos hacernos sea quién es el que nos habla a través de estas cartas. No hay narrador, no hay ficción (aunque pueda haber mentiras u olvidos que no dejan de ser lo mismo). No es el escritor Céline el que escribe estas cartas porque no están escritas desde la actitud literaria propia del escritor (aunque el lector pueda tropezar con algo que puede llamar literatura). Poco que ver, por tanto, con la literatura carcelaria de Silvio Pellico en Mis prisiones, La balada de la cárcel de Reading de Oscar Wilde o El testamento español de Arthur Koestler. Son cartas del ciudadano Louis Destouches quien, como sabemos, ejercía la profesión de escritor bajo el alias de Louis-Ferdinand Céline y que, desempeñando esa actividad, dio a conocer textos que le llevarían a padecer exilio y cárcel entre diciembre de 1945 y junio de 1947 en

la prisión de Vestre Faengsel (Dinamarca). La paradoja casi vilamatiana de que sean cartas escritas por Louis Destouches y no por el escritor Louis-Ferdinand Céline creo que es motivo más que atractivo para entrar en ellas con una especial y nada reprobable morbosidad literaria.

Del camino que llevó a Céline hasta Dinamarca conocemos el destino –una celda en la prisión– pero resulta más complicado ubicar su comienzo. Habría que hablar, sin duda, de la publicación de los famosos panfletos, Bagatelles pour un massacre (1937), L’école des cadavres (1938) y Les beaux draps (1941), de los que no hay traducción al castellano ni ediciones accesibles dado que los herederos del autor no otorgan el consentimiento necesario para su reedición. Tres textos fundamentales para entender la motivada «leyenda negra» –aunque más que de leyenda habría que hablar de pliego de cargos– que todavía hoy persigue a Céline. Tres textos repletos de un claro antisemitismo –«Hitler no ha dicho nada contra los bretones o los flamencos. Nada de nada. Sólo se ha referido a los judíos, porque no le gustan los judíos. Tampoco a mí»– y de un más que turbio coqueteo con el nazismo y con la Alemania de Hitler –«Digo con toda franqueza lo que pienso: preferiría tener una docena de Hitler que un Blum omnipotente»–. Tres textos que permiten, junto con su cómoda, frívola y acrítica convivencia con el régimen impuesta por el enemigo durante la ocupación alemana, que recayese sobre el escritor la temida etiqueta de «colaboracionista» con las consecuencias que este calificativo suponía en la Francia liberada. Se sabe que las fuerzas de la resistencia, desde su centro emisor en Londres, habrían incluido a Céline en la lista de personajes a «represaliar» y que éste, conociendo los riesgos que ello representaba, y una vez que se ha producido la invasión aliada en Normandía, cruza la frontera con la intención de llegar a Dinamarca, país a donde, por precaución, unos años antes había transportado su no escasa fortuna convertida de papel moneda a oro. Tesoro que su amiga Karen Jensen, con el asesoramiento del abogado Wikkelsen, había depositado en una caja privada de un banco danés. El camino hacia Dinamarca se hizo más lar

III go y complicado de lo esperado (todas estas vicisitudes se recogerían en sus obras De un castillo a otro, Norte y Rigodón), y el matrimonio Destouches, su gato Bébert y su amigo Le Vignan, tuvieron que permanecer largo tiempo en Sigmaringen, la ciudad donde encontró asilo el gobierno de Vichy y la tropa de funcionarios y colaboracionistas que con él se desplazó huyendo del avance aliado. Finalmente, Céline, Lucette y Bébert llegarían a Copenhague el 27 marzo de 1946 donde permanecen discretamente retirados hasta que, por una denuncia anónima, son detenidos el 17 de diciembre de ese mismo año, lo que hace posible la petición de extradición por parte del Gobierno francés que, entre otras causas, le acusa de traición. La pugna entre el embajador francés en Dinamarca, Mr. De Charbonnière, y el representante legal de Céline, el abogado Mikkelsen, que se opone a la extradición, se prolongará hasta el 24 de junio de 1947 fecha en la que la justicia danesa permite su salida de la cárcel bajo el compromiso de honor de no abandonar Dinamarca. Dieciséis meses de encierro, más de doscientas cartas que no verían la luz hasta ser editadas en 1998 por François Gibault, amigo personal, buen conocedor de su obra y autor del prefacio que acompaña esta edición.

Al confundir, como tantos otros, la persona de Louis Destouches con la del escritor Céline, el mencionado François Gibault se equivoca cuando en el arranque del prefacio escribe:

En cuanto se encuentra tras los barrotes, todo hombre digno de ese nombre piensa en la evasión. La ley, que no siempre es inhumana, consagra incluso el derecho a la evasión al castigar al evadido sólo si comete fechorías para favorecer su huida o cuando traiciona la confianza que se le había concedido.

No cabe la menor duda de que Brasillach se evadió de Fresnes mediante la poesía y que Pierre Laval intentó también escapar de ella mediante el suicidio. Céline, encarcelado en Copenhague, intentó a su modo, mediante la escritura, huir del infierno del medio carcelero, lo que explica por qué las cartas entonces escritas a su esposa y a su abogado danés constituyen documentos incomparables.

IV

Y pensamos que se equivoca porque lo que las cartas enseñan es que el prisionero no busca en ellos un medio de «evasión» sino más simple y llanamente su «salvación», entendiendo por tal lo más directo y material: su vida, su supervivencia física en muy primer lugar, y su libertad civil, es decir, el derecho a una vida privada y a la libertad de movimiento en segundo. Porque, evidentemente, lo que menos quería el ciudadano Destouches era acabar como acabaron los «evadidos» Brasillach y Pierre Laval: ejecutados. Entendemos, por tanto, que Céline no se refugia en «escritura» alguna sino que se sirve del «escribir» como herramienta necesaria para escapar al destino que muy sensatamente piensa que le espera si la extradición tiene lugar: el juicio rápido y la ejecución ejemplar subsiguiente que los tribunales de la Francia recién liberada ponían en práctica sin demasiados escrúpulos. Noticias en esa dirección no le faltan y el asesinato de su antiguo ed

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