Fraude al descubierto

Mary Higgins Clark

Fragmento

cap-1

Agradecimientos

Una vez más la historia ha terminado.

Como siempre, he disfrutado del viaje. Aunque me alegra escribir la palabra «Fin», también me causa cierta tristeza. Me he encariñado mucho con los personajes de este libro y dejo que descubráis vosotros a aquellos con los que no tanto.

Como de costumbre, hay quienes me han acompañado en el camino. Me descubro ante ellos y les expreso mi más profundo agradecimiento.

Primero, claro está, a Michael Korda, mi editor desde hace cincuenta años. Me siento muy afortunada por haber colaborado con él durante todo este tiempo.

A Marysue Rucci, vicepresidenta, directora editorial de Simon & Schuster, por sus sabios comentarios y consejos.

A Elizabeth Breeden, por su diligencia y paciencia durante todo el proceso de edición.

A Jackie Seow, directora artística, por los fascinantes diseños de cubierta que crea.

A Ed Boran, agente del FBI retirado y actual presidente de la Marine Corps Law Enforcement Foundation, quien me asesoró sobre cómo investigaría la agencia un delito como este.

A la interiorista Eve Ardia, quien me instruyó sobre cómo gastar cinco millones de dólares en decorar un piso de la novela.

A Nadine Petry, mi ayudante y mano derecha durante estos últimos diecisiete años.

A Rick Kimball, por su asesoramiento sobre cómo mover grandes sumas de dinero lejos de miradas curiosas.

Por último a mi familia, mi grupo de apoyo: a mi excepcional marido John Conheeney por su respaldo incondicional; a mis hijos, siempre dispuestos a ayudarme cuando les pido opinión sobre algún que otro capítulo. Son especialmente importantes cuando me señalan que una expresión que he utilizado es irreconocible para la generación actual.

¡Tempus fugit y eso!

Disfrutad de la lectura, todos y cada uno de vosotros.

MARY HIGGINS CLARK

cap-2

1

Elaine Marsha Harmon, de treinta años, salió de su piso de la calle Treinta y dos Este de Manhattan y se dirigió a buen paso hacia el estudio de interiorismo en el que trabajaba como ayudante, situado a quince manzanas, en el Flatiron Building, entre la calle Veintitrés y la Quinta Avenida. Llevaba un buen abrigo, pero iba sin guantes. Era una mañana fría de principios de noviembre.

Se había recogido la melena en un moño y solo unos pocos mechones cobrizos le ondeaban al viento. Alta, como su padre, y esbelta, como su madre, se había dado cuenta después de graduarse de que la enseñanza no era su verdadera vocación, así que se matriculó en el Instituto de Moda y Tecnología y, al terminar, Glady Harper, la reina del interiorismo entre la gente con dinero y aspiraciones sociales, la contrató como ayudante.

Elaine siempre explicaba, bromeando, que se llamaba así por su tía abuela paterna, una viuda rica y sin hijos. El problema era que la tía Elaine Marsha, gran amante de los animales, legó la mayor parte de su dinero a diversos refugios de animales y muy poco a sus parientes.

En palabras de Lane, «Elaine es un nombre muy bonito, y Marsha también, pero yo no me veía como Elaine Marsha». Resolvió aquel problema sin pretenderlo cuando, de pequeña, pronunciaba «Elaine» como «Lane», que terminó por convertirse en su nombre.

Por algún motivo, estaba pensando en eso mientras cruzaba de la Segunda Avenida a la Quinta y giraba por la calle Treinta y tres. Me siento bien, pensó. Me encanta estar aquí, ahora mismo, en este momento, en este sitio. Me encanta Nueva York. No creo que pudiera vivir en ninguna otra parte. Al menos, no querría hacerlo. Pero probablemente pronto tendría que mudarse a las afueras. Katie empezaría en septiembre en la guardería y los centros privados de Manhattan eran demasiado caros para ella.

Aquella reflexión le provocó una familiar punzada de dolor. Oh, Ken, pensó. Ojalá estuvieras vivo. Apartando el recuerdo, abrió la puerta del Flatiron Building y cogió el ascensor hasta la cuarta planta.

Aunque solo eran las nueve menos veinte, Glady Harper ya había llegado, como Lane esperaba. Los otros empleados, la recepcionista y el contable, solían llegar a las nueve menos dos minutos. Glady no perdonaba la impuntualidad.

Lane se detuvo en la puerta de su despacho.

—Hola, Glady.

Su jefa alzó la vista. Como de costumbre, parecía que no se hubiera molestado en cepillarse el cabello gris plateado. Delgada pero de complexión fuerte, llevaba jersey y pantalón negros. Lane sabía que Glady tenía un armario lleno de conjuntos idénticos a ese y que su pasión por el color, la textura y el diseño estaba exclusivamente reservada para los interiores de casas y oficinas. De sesenta años, divorciada desde hacía veinte, sus amigos y empleados la llamaban Glady, «alegre». Uno de sus proveedores de telas había dicho, bromeando, que «Gris» habría sido un sobrenombre más apropiado, comentario que le costó un lucrativo contrato.

Glady no perdió tiempo en saludarla.

—Pasa, Lane —dijo—. Quiero hablar contigo.

¿Qué he hecho mal?, se preguntó Lane cuando, obedeciendo la orden, entró en el despacho y se acomodó en una de las sillas Windsor delante de su mesa.

—Un cliente nuevo, o quizá debería decir un viejo conocido, me ha pedido algo que no estoy segura de querer hacer.

Lane enarcó las cejas.

—Glady, tú siempre dices que si tienes la sensación de que un cliente va a darte problemas, no merece la pena el esfuerzo. —No es que tú no los des, añadió para sus adentros.

Lo primero que hacía Glady cuando la contrataban era ir a casa del cliente con una carretilla y deshacerse sin piedad de todos los objetos que para ella eran cachivaches.

—Este es distinto —dijo Glady, preocupada—. Hace diez años me encargué de decorar la mansión que Parker Bennett acababa de comprar en Greenwich.

—¡Parker Bennett! —Lane pensó en los titulares sobre el gestor de fondos que había estafado miles de millones de dólares a sus clientes. Había desaparecido mientras navegaba en su velero, justo antes de que se descubriera el robo. Se creía que se había suicidado, aunque no hubieran encontrado el cuerpo.

—Bueno, no me refiero a él en persona —aclaró Glady—. El hijo de los Bennett, Eric, me ha llamado. El gobierno quiere recuperar fondos confiscando todo lo que Parker Bennett tenía, así que han puesto la casa en venta. Lo que queda no tiene mucho valor, de modo que dejarán que Anne, la mujer de Bennett, se lleve lo que necesite para amueblar su apartamento. Eric dice que su madre no está por la labor y que le gustaría que me encargara yo.

—¿Puede pagarte?

—Fue muy sincero. Me dijo que había leído que el mayor encargo de toda mi carrera me lo hizo su padre cuando me dio instrucciones de que no escatimara en gastos. Me pide que lo haga gratis.

—¿Y lo harás?

—¿Tú qué harías?

Lane vaciló un instante, pero finalmente respondió sin dudar:

—He visto fotografías de esa pobre mujer, Anne Bennett. Parece al menos veinte años mayor que c

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