Prólogo
El proyecto de la Tierra Larga nació en el transcurso de una conversación durante una cena celebrada a principios de 2010, cuando Terry Pratchett me habló de un argumento de ciencia ficción que había dejado de lado mucho tiempo atrás. Antes de que acabara la fiesta, habíamos decidido desarrollar la idea en forma de colaboración. Nuestro plan inicial era escribir dos libros pero, para diciembre de 2011, cuando tuvimos finalizada la primera versión del primer volumen (La Tierra Larga), aquel primer libro se había dividido en dos; tampoco pudimos resistirnos a la tentación de explorar un «Marte Largo» en el volumen 3, y empezamos a tramar cómo llegar a un gran clímax cósmico para la serie entera… De manera que, llegado aquel punto, pudimos poner a prueba la heroica paciencia de nuestros editores presentándoles el plan para una serie de cinco libros.
Se ha ido publicando un título cada año, pero nosotros trabajamos a un ritmo superior; el tiempo no corría de nuestra parte y Terry tenía otros proyectos que atender. Los volúmenes originales 1 y 2 de la serie se publicaron en 2012 y 2013 respectivamente, pero para agosto de ese segundo año ya habíamos presentado a nuestros editores las versiones preliminares de los tres últimos tomos de la serie, incluido el libro al que pertenecen estas líneas, si bien seguimos trabajando en ellos más adelante. La última vez que vi a Terry fue en otoño de 2014, cuando trabajamos, entre otras cosas, en los pasajes sobre los «grandes árboles» de El Cosmos Largo (del capítulo 39 en adelante). Sobre mí ha recaído el deber de ocuparme de las etapas de edición y publicación de este libro.
S. B.
1
Uníos a nosotros
Para quien estaba en tránsito, «abajo» siempre significaba la dirección de la Tierra Datum. Se bajaba a los mundos bulliciosos; se bajaba hacia los millones de personas. «Arriba» era la dirección de los mundos silenciosos y el aire puro de los Altos Megas.
Cinco cruces al Oeste de Madison, en el Wisconsin del Datum, en el pequeño cementerio de un hogar infantil, Joshua Valienté se encontraba de pie ante la lápida de su mujer. Había viajado todo lo abajo que le resultaba posible. Era un día frío y desapacible de marzo. «Helen Green Valienté Doak.»
—¿Cuál es el secreto, cariño? —preguntó en voz baja—. ¿Cómo hemos llegado a esto?
No había llevado flores. No era necesario, dado lo bien que cuidaban los niños del pequeño camposanto, cabía suponer que bajo la bondadosa supervisión de la hermana John, la vieja amiga de Joshua que había pasado a dirigir la institución. Había sido idea de ella colocar aquella lápida, en realidad, a modo de consuelo para Joshua cuando las visitara; Helen había insistido en que la enterrasen en el Datum, en un enclave mucho menos accesible.
La losa llevaba la fecha de la muerte de Helen, en 2067. Aunque habían pasado tres años, Joshua tenía la impresión de que aún estaba intentando aceptar aquella brutal realidad.
Era un hombre que siempre había buscado la soledad, por lo menos durante largos períodos de su vida. Incluso sus experiencias del Día del Cruce habían sido consecuencia de ese anhelo de estar solo. Había transcurrido más de medio siglo desde que un genio irresponsable llamado Willis Linsay subiera a internet las especificaciones de un sencillo artilugio llamado «caja cruzadora», que cualquiera podía fabricar con herramientas caseras. Y cada vez que alguien lo construía, se lo ataba a la cintura y accionaba el interruptor de la parte superior, se descubría «cruzando», abandonando el viejo mundo, al que todos habían pasado a llamar Tierra Datum, y llegando a otro: un mundo silencioso y cubierto de bosque, si se cruzaba desde una ubicación como Madison, Wisconsin, como había hecho Joshua a los trece años. Entonces bastaba con mover el interruptor en la otra dirección para volver al punto de partida; o, si alguien era lo bastante osado, como era el caso de Joshua, podía cruzar una vez más, al mundo siguiente, y luego al otro… Y de repente, la Tierra Larga abrió sus puertas al público. Una cadena de mundos paralelos, parecidos pero no idénticos, y todos, salvo la Tierra original, la Tierra Datum, vacíos de humanidad.
Para un muchacho solitario como Joshua Valienté, un refugio perfecto. Pero por lejos que huyera, al final siempre había que volver. En ese momento, con sesenta y siete años, muerta su esposa, desaparecida Sally Linsay hacía tiempo —las dos mujeres totalmente opuestas que habían definido su vida— y distanciado incluso de su único hijo, al parecer Joshua no tenía más remedio que estar solo.
Sintió un dolor de cabeza repentino y agudo, como una descarga eléctrica en la sien.
Y, allí plantado, le pareció oír algo. Quizá el rumor subsónico de un temblor de tierra profundo, unas ondas sonoras tan enormes y cargadas de energía que, más que oírse, se sentían.
Joshua intentó concentrarse en el momento presente: en aquel cementerio, en el nombre de su mujer grabado en la lápida, en los edificios cuadrangulares de aquella Tierra Baja, con sus muros de madera y sus placas solares. Pero el sonido lejano seguía dejándose notar.
Algo llamaba. El eco resonaba en los Altos Megas.
UNÍOS A NOSOTROS
Y, mucho más lejos del Datum, en un firmamento vacío y salpicado de estrellas donde debería haber flotado una Tierra:
—Es imposible —dijo Stella Welch, observando con atención su tableta.
Dev Bilaniuk suspiró.
—Lo sé.
Stella tenía sesenta y tantos años, por lo que le sacaba más de treinta a Dev. Por si fuera poco, Stella era una Siguiente, tan lista que, cuando se volcaba en serio en una línea de especulación o análisis, Dev, que con su doctorado por la Universidad de Valhalla tampoco era un tarugo, a duras penas podía seguirle el hilo, ni de lejos. También era cierto que, en aquel momento, desde el punto de vista de Dev no parecía tan lista, flotando boca abajo en aquella espaciosa cámara situada en las profundidades de la Luna de Ladrillo, con su mata de pelo canoso esparcida en todas las direcciones a causa de la gravedad cero.
Y en realidad parecía tan desconcertada como Dev por la «Invitación», el mensaje que había captado el radiotelescopio llamado Cíclope.
—Para empezar, ni siquiera tenemos terminado Cíclope —dijo Stella.
—Es verdad. Pero por el momento todas las pruebas de los subsistemas han salido bien. Y estábamos alternando entre varias muestras objetivo cuando este… este mensaje estilo SETI apareció de pronto entre los datos, se descargó solo y…
—También nos han llegado informes de otros telescopios, sobre todo en las Tierras Bajas y el Datum, que han captado lo mismo. O sea, desde mundos paralelos, lo que significa que esto no es una baliza cualquiera que envía mensajes de radio en este cielo en particular. Se trata de un fenómeno a escala de toda la Tierra Larga. ¿Cómo narices es posible?
Dev respondió con todo dubitativo:
—También circulan informaciones extrañas por externet. Noticias sobre sucesos curiosos en la Tierra Larga. No es nada relacionado con la radioastronomía, sino cosas raras en el canto largo de los trolls…
Stella pareció descartarlo con un gesto.
—Y luego está la descodificación. —Stella volvió a contemplar la pantalla de la tableta, aquellas tres palabras simples y directas: UNÍOS A NOSOTROS.
—Parece que hay un montón de información enterrada bajo el patrón básico —señaló Dev—. A lo mejor necesitamos que todos los sistemas de Cíclope estén en funcionamiento para extraerla.
—La cuestión es que lo que hemos recibido llegó con su propio algoritmo de descifrado codificado dentro —dijo Stella con tono apesadumbrado—, como una especie de virus informático. Un algoritmo capaz de traducir su propio significado, ¡a nuestra lengua!
—Y a otras también —apuntó Dev—. Otras lenguas humanas, quiero decir. Lo hemos probado. Lo descargamos en la tableta de un trabajador de aquí de origen chino…
Eso le había valido a Dev una bronca de la empresa, pero las tensas relaciones entre China y las naciones occidentales allá abajo en el Datum no significaban nada allí, a dos millones de mundos de distancia.
—¿Cómo puede ser? —preguntó Stella exasperada—. ¿Cómo diablos puede «hablar» con nosotros, si se supone que no tiene ningún conocimiento previo de la humanidad ni de nuestros idiomas? Creemos que lo mandó alguna civilización remota, en la dirección de Sagitario, a muchos años luz de distancia, quizá incluso cerca del centro de la galaxia. Es imposible que nuestras transmisiones de radio hayan llegado tan lejos, ni siquiera desde el Datum.
Dev, bombardeado, perdió la paciencia.
—Profesora Welch. Usted lleva décadas más que yo estudiando esta disciplina; escribió los textos con los que yo estudié. Además, es una Siguiente. ¿Por qué me pregunta a mí?
Ella lo miró fijamente y Dev atisbó un destello de humor bajo la impaciencia y la irritación.
—Dime lo que piensas, de todas formas. ¿Alguna idea?
Dev se encogió de hombros.
—Supongo que, a diferencia de usted, yo estoy acostumbrado a compartir el mundo con seres más inteligentes. Estos… sagitarianos… son más listos todavía. Más inteligentes que ustedes. Querían hablar con nosotros, y sabían cómo. Lo importante, profesora, es decidir qué hacemos ahora.
Stella sonrió.
—Los dos sabemos la respuesta a esa pregunta.
Dev le devolvió la sonrisa.
—Vamos a necesitar un telescopio más grande.
UNÍOS A NOSOTROS
Y más lejos incluso de la Tierra Datum:
Un día Joshua Valienté le pondría a aquel troll anciano el nombre de Sancho. Pero ya tenía nombre, a su manera, dentro de aquella banda de trolls, aunque no era un nombre que un humano pudiera reconocer o pronunciar, sino más bien un complejo resumen de su identidad, un tema recurrente en la interminable canción de los trolls.
Y en aquel momento, mientras se alimentaba de sabrosa carne de bisonte junto a los demás trolls, a la luz menguante de un día de principios de primavera, algo lo inquietó. Dejó caer su pedazo de costilla, se irguió y oteó el horizonte. Los otros gruñeron, distraídos por un instante, pero pronto devolvieron la atención a su comida. Sancho, sin embargo, permaneció inmóvil, escuchando, observando.
Había sido un buen día para aquellos trolls, allá en el corazón de una Norteamérica diferente. Durante varias jornadas habían seguido el rastro de una manada de animales que eran como bisontes pero no del todo; le habían echado el ojo cooperativo y comunal a un macho anciano en concreto que cojeaba y se había quedado algo rezagado en la migración. Mientras los trolls avanzaban con paso constante hacia el sol poniente, calcando invisibles el movimiento del bisonte desde mundos situados a unos pocos cruces de distancia, sus exploradores habían realizado continuos saltos fugaces para vigilar a la presa y luego volver y comunicar sus observaciones mediante bailes, gestos y aullidos.
Al final, el anciano bisonte había tropezado.
Para él, era el desenlace mascado de una historia casi tan larga como su vida. Una de sus patas traseras no había llegado a sanar del todo de una fractura astillada que había sufrido cuando apenas era un ternero; aquella pata por fin le había traicionado.
Y el bisonte, caído, jadeando por el calor, se vio rodeado al instante de cazadores, unos humanoides grandes y corpulentos, con el pelaje negro como la noche, que blandían cuchillos de piedra y palos afilados en sus manos enormes. Se le echaron encima, asestando tajos y puñaladas, apuntando a los tendones y los ligamentos, buscando cortar alguna vena o perforar el corazón. Los trolls poseían una inteligencia sublime a su manera, pero no como fabricantes de herramientas. Era cierto que usaban piedras afiladas y palos a los que sacaban punta, pero no tenían manera de atacar a sus presas a distancia. Carecían de arcos e incluso de jabalinas, de manera que su estilo de caza era directo, cercano y gloriosamente físico: lanzaban su cuerpo musculoso contra la presa hasta reducirla mediante la aplicación de la fuerza bruta.
El bisonte era viejo y orgulloso, y mugió mientras intentaba levantarse y defenderse, pero cayó de nuevo bajo el ataque en oleadas de los cazadores.
Había sido Sancho quien había rematado al bisonte con un certero golpe de roca, un pedrusco enorme que le había partido el cráneo.
Los trolls se habían reunido alrededor de la bestia caída y habían entonado su canto de la victoria, que expresaba alegría ante la inminente comida y respeto por el bisonte que había entregado la vida. Después se habían volcado en la tarea de descuartizar el animal, y luego había empezado el banquete: primero el hígado, los riñones, el corazón. La noticia de aquella captura no tardaría en incorporase al canto largo de los trolls, compartido por bandas a lo largo y ancho de millares de mundos, y quedaría grabada para siempre en la memoria profunda de ciertos trolls ancianos, como Sancho.
Pero en aquel momento, en las postrimerías de aquel día feliz, Sancho perdió de vista la presa, el banquete. Había oído algo. O quizá no lo hubiera «oído», exactamente.
¿Qué había sido? Su cerebro no era como el de un humano, pero sí espacioso y lleno de recuerdos polvorientos. No conocía ninguna palabra humana pero, de haberla conocido, podría haber llamado a lo que había oído, o percibido, «la Invitación».
Sancho paseó la mirada por la manada, los machos, hembras y cachorros que comían con total tranquilidad. Llevaba años con aquel grupo, había visto nacer a las crías y decaer y morir a los ancianos. Los conocía tan bien como se conocía a sí mismo. Eran todo su mundo. Y aun así, en aquel momento los vio como lo que eran: un puñado de animales perdidos en un paisaje vacío donde resonaba el eco. Apiñados y vulnerables en la oscuridad.
Y desde el otro lado del horizonte, algo se acercaba.
UNÍOS A NOSOTROS
Y en un mundo situado a apenas un puñado de cruces del Datum, en una capilla de piedra recién construida en la huella de una antigua parroquia inglesa llamada St. John on the Water:
Nelson Azikiwe tenía setenta y ocho años y oficialmente estaba jubilado. En realidad, se había mudado a aquel lugar porque su antigua parroquia en el Datum, aún cubierta de hielo en un mundo que todavía atravesaba un largo invierno volcánico, era el lugar donde, en su larga y peripatética vida, se había sentido más a gusto. ¿Dónde jubilarse si no?
Pero para un hombre como Nelson, la jubilación era solo una etiqueta. Seguía trabajando tanto como le permitían las fuerzas en sus diversos proyectos, con la intensidad de siempre. La única diferencia era que se había ganado el derecho a llamarlo juego, en vez de trabajo.
Sin duda, le había supuesto una gran ayuda que la creciente infraestructura tecnológica de aquella Tierra Baja le proporcionase las comunicaciones que necesitaba para mantenerse en contacto con el mundo en general —o mejor dicho, los mundos—, sin tener que abandonar la comodidad de su salita. Así, todos los días dedicaba un rato a comunicarse con los Enigmaestros, un grupo en línea de paranoicos obsesivos, entrados en años y gruñones —a ninguno de los cuales había conocido en persona, que él supiera— que en aquellos momentos estaban repartidos por las Tierras Bajas y más allá, y que aun así a lo largo de varias décadas habían conseguido mantenerse en contacto de forma regular, intercambiando tarjetas de memoria entre mundos paralelos cuando había sido necesario. Algo curioso que pasaba en la Tierra Larga era que, más de medio siglo después del Día del Cruce, todavía nadie había ideado una manera de enviar un mensaje de un mundo paralelo a otro si no era llevándolo a cuestas.
Lo que ocupaba la atención de los Enigmaestros en aquellos instantes era el fenómeno que empezaba a conocerse como la Invitación. La noticia de que un radiotelescopio en la Brecha había recibido una señal de aparente procedencia extraterrestre había causado sensación durante nueve días en los boletines de noticias de las Tierras Bajas, que por lo general vivían aisladas, ensimismadas y obsesionadas con los famosos y la política locales. Se había producido una catarata de informativos, una avalancha de especulaciones sobre el futuro galáctico de la humanidad o su inminente perdición cósmica, antes de que todo el mundo se olvidara de aquella señal. Todo el mundo, menos los Enigmaestros.
Algunos creían que debía de tratarse de lo que parecía a simple vista, es decir, una especie de mensaje extraterrestre llegado del cielo: el sueño hecho realidad, décadas más tarde, de la Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre, un mensaje susurrado a los radiotelescopios de cualquier mundo paralelo donde los hubieran instalado. Otros opinaban que no podía ser eso, precisamente por tratarse de la explicación más obvia. Quizá fuera un experimento militar secreto, una especie de infiltración viral de alguna gran corporación o los primeros movimientos de la tan esperada invasión china de unos Estados Unidos postrados tras el desastre de Yellowstone.
Y fue mientras Nelson ojeaba las comunicaciones del día anterior sobre aquel tema apasionante cuando recibió su propia invitación particular.
De pronto, se apagaron las pantallas de todas sus tabletas y demás dispositivos. Nelson se recostó en la silla, sobresaltado, sospechando que se había producido un apagón, algo nada inusual en un mundo que dependía de una cuidadosa combustión de la madera para alimentar su electricidad. Pero entonces, una tras otra las pantallas se encendieron y mostraron un rostro familiar: una cara de hombre, serena, con la cabeza afeitada.
Nelson sintió una punzada de emoción.
—Hola, Lobsang. Pensaba que te habías ido una vez más.
La cara correspondió a su sonrisa, y en los múltiples aparatos de la habitación de Nelson resonó una voz que era como el tañido de un gong en un templo budista.
—Buenas tardes, Nelson. Sí, tienes razón, me he ido. Piensa en mi presencia como en una especie de simple servicio de mensajería…
Nelson se preguntó con cuánto de Lobsang estaba hablando. Dado que, cuando estaba en pleno funcionamiento, Lobsang había parecido dirigir buena parte de la Tierra Datum, la comunicación vocal para él debía de ser un medio tan eficiente más o menos como entonar un canto tirolés en morse. Probablemente aquel avatar no fuera más que un generador de habla sofisticado. Y aun así, reflexionó Nelson, se había tomado la molestia de hacer que aquel «servicio de mensajería» sonriera a su viejo amigo.
Lobsang siguió hablando:
—Tengo una noticia para ti. —En la tableta que Nelson tenía delante, su propia cara se vio reemplazada por la de un niño, un muchacho bañado por el sol de unos diez u once años—. Aquí tienes a alguien a quien yo mismo acabo de descubrir. Una sonda remota me dio el aviso, con bastante retraso…
—¿Quién es?
—Nelson, es tu nieto.
UNÍOS A NOSOTROS
Y mucho más lejos del Datum, tanto como a más de doscientos millones de cruces de distancia:
El USS Charles M. Duke no era el navío de la almirante Maggie Kauffman. A sus sesenta y ocho años, era demasiado vieja para ejercer un mando operativo, y en realidad sobre el papel estaba retirada, pero eso no le impedía molestar a sus exsuperiores y sucesores nominales en el escalafón de lo que quedaba de la Armada estadounidense. Aun así, aquella última misión a la Tierra Larga profunda había sido idea suya, fruto de su inspiración; qué diantre, era el resultado de una campaña para resolver un cabo suelto en la que llevaba enzarzada veinticinco años.
Y cuando la capitana Jane Sheridan le informó sobre la nota que había llegado desde el Hawái del Datum, descubrió que era un cabo que iba a tener que dejar suelto durante un tiempo más.
Maggie no se dio por vencida a las primeras de cambio, de todas formas.
—Con lo cerca que estamos. ¡Doscientos millones y pico de mundos!
—Y aún faltan otros cincuenta mil, almirante, y además en el tramo más peligroso.
—Bah. Yo podría pilotar esta carraca a través de ese «tramo peligroso» con los ojos cerrados.
—Me temo que la orden de volver a puerto no deja lugar a interpretaciones, señora. Tenemos que dar media vuelta. No despachan lanchas rápidas para entregar órdenes de esa clase todos los días. Y a fin de cuentas, la nota va destinada a usted. El almirante Cutler reclama su regreso en particular.
—Pero si Ed Cutler no sabría comandar ni una bañera con agujeros.
—No sé qué decirle a eso, señora.
—¡Estoy retirada!
—Por supuesto que sí, almirante.
—No tengo por qué aceptar órdenes de ese viejo chupatintas.
—Pero yo sí, señora —observó Sheridan con voz queda.
Maggie suspiró y miró por el resistente ventanal de aquella cubierta de observación, hacia el agitado paisaje volcánico de la última Tierra paralela y la lancha rápida, un navío aerodinámico suspendido en el cielo junto al Duke.
—Con lo lejos que hemos llegado —dijo en tono plañidero—. Y lo mucho que hemos tardado. —Veinticinco años desde que había dejado una expedición científica en Oeste 247.830.855, una Tierra muy, pero que muy extraña, una Tierra que era un mero satélite de otro planeta mayor. Más de veinte años desde que una misión de relevo descubrió que habían desaparecido—. Son mi gente, Jane.
—Lo sé, señora. —Sheridan rondaba los treinta años, pero era una oficial muy capaz y poseía una presencia propia de alguien bastante más mayor—. Pero le explico cómo lo veo yo: después de veinticinco años, o están muertos o han encontrado un modo de sobrevivir. En cualquiera de los dos casos, pueden esperar un poco más.
—Maldita sea. No solo es insultante su juventud, sino la razón que tiene. Y maldito sea Cutler. ¿Qué es eso que dice, no sé qué de una invitación?
—Sé lo mismo que usted, almirante.
Mientras ellas discutían, el Duke emprendió sin dilación su largo viaje de vuelta a casa, de manera que una vez más experimentaron aquella sutil sensación como de balanceo que acompañaba a los cruces regulares. Al otro lado de los cristales desfilaban como cartas de una baraja mundos enteros, uno por segundo, luego dos y después cuatro: sol y lluvia, calor y frío, paisajes, faunas y sistemas climáticos que aparecían y desaparecían en un abrir y cerrar de ojos. Pero nadie contemplaba aquel milagro rutinario.
UNÍOS A NOSOTROS
Y en otra parte:
En aquel gélido día de marzo, el novicio de cabeza rasurada que, sentado con las piernas cruzadas detrás de un escritorio bajo, se quemaba las pestañas leyendo textos que databan del siglo VIII después de Cristo, oyó un ruido lejano que le distrajo. Una llamada tenue.
No eran la charla y las risas de los aldeanos transportadas por el despejado aire del Himalaya, los ancianos con sus pipas humeantes, las mujeres con la colada o los niños que jugaban con sus juguetes de madera caseros. Tampoco el cencerreo de las vacas en los pastos. Había sido como una voz, pensó el chico, un eco procedente de la ladera fría, blanca y helada de la montaña que se cernía sobre aquel valle, en lo más profundo del viejo Tíbet.
Una voz que campanilleaba dentro de su cabeza.
Palabras, pronunciadas en un susurro:
La humanidad debe progresar. Es la lógica de nuestro cosmos finito; en última instancia, debemos elevarnos para estar a la altura de sus desafíos, si no queremos expirar con él… Piénsalo. Nosotros nos las damos de sabios, pero ¿cómo sería un auténtico Homo sapiens? ¿Qué haría? Sin duda, en primer lugar cuidaría su mundo, o mundos, como un tesoro. Buscaría en los cielos otras formas de vida inteligente. Y contemplaría el universo en su conjunto…
El niño dijo:
—¿Joshua?
El maestro dio un palmetazo en el escritorio que sobresaltó al chico.
—¡Presta atención, Lobsang!
UNÍOS A NOSOTROS
UNÍOS A NOSOTROS
Las palabras caían como lluvia de los cielos de toda la Tierra Larga, dondequiera que hubiese oídos que oyeran, ojos que vieran e intelectos que entendieran.
De pie ante la lápida de su esposa, Joshua Valienté no quería ninguna invitación.
—¡Dejadme en paz, maldita sea! —Partió con paso furioso.
El aire que desplazó creó una brisa suave que acarició los pétalos de las flores de la sepultura.
Aun así, la voz del firmamento no cesó.
UNÍOS A NOSOTROS
UNÍOS A NOSOTROS
UNÍOS A NOSOTROS
2
Cuando Bill Chambers llegó al despacho aquella última mañana de abril antes de que Joshua partiera de viaje una vez más, en uno de sus períodos sabáticos, le costó abrir la puerta, y eso que era la puerta de su propio despacho, pues Bill era el actual alcalde de Quinto Infierno, recordó Joshua con pesar.
Joshua estaba en el pequeño cuarto de baño privado. Cuando oyó unos reniegos apagados, salió desnudo de cintura para arriba, con una toalla al cuello y media cara cubierta de espuma de afeitar. Aunque estaba entrada la mañana, las persianas seguían echadas y en la habitación reinaba la penumbra. Bill intentaba cruzar el despacho sin pisar ningún artículo de viaje esencial, cosa que no era tarea fácil. Joshua no solo tenía el camastro plegable de Bill cubierto de mantas y sábanas, sino que había esparcido el resto de su equipo en hileras y montoncitos por todo el suelo e incluso sobre el escritorio.
—Madre mía, Josh, ¿todo esto piensas llevarte? —El acento irlandés impostado de Bill era más marcado cada vez que se encontraban—. Quinto Infierno ahora es un lugar sofisticado, ¿sabes? Debo tener arreglado el papeleo trimestral de las tasas transfronterizas para el fin de semana.
—Bill, creía que tenías un ordenador que se ocupaba de esa clase de asuntos.
Bill parecía afligido. Es decir, más afligido que antes.
—¡No puedes dejar eso en manos del ordenador, hombre! La auténtica contabilidad es el último refugio de la mente creativa.
—Recordarás que yo también ocupé esa silla en otra época. No te tires de los pelos, que pronto me perderás de vista.
—¿Qué pelos? —Bill trató de adentrarse un poco más en el despacho dando largas zancadas y haciendo equilibrios—. Y te digo una cosa, aquí huele a suspensorio de troll. —Levantó una persiana y tiró de un cordel para abrir la ventana de guillotina de madera.
Entró una ráfaga de aire fresco, cargada de olor a polvo, heno y flores primaverales: aire de un mundo que era frío en comparación con los otros de aquel tramo de la Tierra Larga, lo bastante para sufrir heladas en fechas tan tardías como junio, a veces. Eso a Joshua siempre le había parecido refrescante.
Además, de un tiempo a esa parte para él también era el aire del hogar, más que ninguna otra parte, pues era el lugar donde guardaba su mayor reserva de pertrechos. Quinto Infierno no era una población que Joshua hubiese fundado, ni ayudado a fundar, pero sí un sitio que le había servido de hogar durante décadas, junto a su mujer Helen y a su hijo Rod. Cuando llegó, en realidad, el único enclave fijo de la incipiente localidad era la herrería. Como el hierro no podía transportarse de un mundo a otro, la forja era una especie de chincheta que sujetaba la comunidad a aquella Tierra en concreto, y en aquel entonces cumplía el papel de punto de encuentro y centro de chismorreo. No fue por casualidad que, con el paso del tiempo, Joshua, Bill y los demás eligieran esa misma ubicación para construir aquel primer ayuntamiento de Quinto Infierno. Y en el día de la inauguración, colgaron una herradura de hierro sobre la puerta. Una excentricidad, bien pensado, fabricar herraduras en un mundo donde todavía no había caballos, aunque la gente deseaba la buena suerte que se les atribuía.
Sin embargo, el matrimonio de Joshua se había venido abajo. Helen se había marchado para regresar a su localidad originaria de Reinicio, en el Cinturón del Cereal. Y después había muerto. Ahora Joshua rara vez veía a su hijo Rod; en teoría tenía que presentarse para visitarle ese día, pero… Bueno, ese era el plan.
Al apartarse de la ventana y adentrarse de nuevo en la penumbra, Bill se topó de lleno con una ristra de camisetas y pantalones ligeros de Joshua, colgados de una cuerda.
—¡Porras! Es curioso, pero no recordaba que aquí hubiera un hilo de tender. ¿Y dónde lo has sujetado? Ah, ya veo, en el busto de la fundadora del pueblo que hay encima de aquella librería. Se lo has atado al cuello. Es lo que ella hubiese querido.
—Lo siento, tío. Tuve que improvisar. ¿Quieres un café? Tengo una cafetera puesta en la cocinita de ahí detrás.
—¿Me preguntas si me apetece un poco de mi mejor café antes de que desaparezca de aquí y vaya a parar a tu vejiga? Pues sí, mira por dónde, ponme un poquitín.
Joshua, secándose la espuma de la cara, llenó la taza menos pringosa que pudo encontrar en el armarito de encima del fregadero.
—Ahí tienes. Sin leche ni azúcar.
—Nunca. —Bill despejó una esquina de la mesa y se sentó.
—Salud. —Brindaron con las tazas.
—Oye, Bill, hubo una época en la que habrías pedido que te echara… ¿Cómo lo decías? «Una gotita de algo tonificante.» Incluso a estas horas de la mañana.
—Tenía gustos de hombre maduro…
—Empezaste a los catorce, si mal no recuerdo, Billy Chambers, siempre que podías echar mano de algo, y no lo niegues.
—En fin, he cambiado desde aquellos años. Aquellas décadas. Es algo que debo agradecerle a Marea de la Mañana.
—Tienes suerte de contar con ella, y con tus hijos.
—Mi hígado en general está de acuerdo contigo. La misma suerte que tuviste tú con Helen.
—Es verdad.
Se produjo un silencio incómodo.
—Por los amigos ausentes —dijo Bill por fin, y volvieron a entrechocar las tazas. Bill apartó con cuidado un sombrero de ala ancha que ocupaba el asiento de detrás del escritorio—. La de montones de mierda que hay, madre mía. ¿Todo esto es estrictamente necesario?
—Ya lo creo.
—Y todo colocado en orden. —Echó un vistazo a la sala—. Veo ropa de abrigo, de modo que piensas estar fuera unos meses. Mapas universales… —Eran mapas con los accidentes geográficos que solían permanecer en su sitio cuando se viajaba por la Tierra Larga: ninguna obra humana, como poblaciones y calzadas, sino las montañas, los ríos, las costas y los monumentos naturales—. Mantas térmicas de aluminio… ahí están. ¿Dónde tienes la estera para dormir?
—Estás anticuado. Mira esto. —Joshua levantó con la mano izquierda un paquete del tamaño de una pelota de béisbol—. Aerogel: un colchón que te cabe en el puño.
—O en tu caso, en la cibergarra estilo Terminator.
—Ja, ja.
—Botas. Sandalias de acampada. ¡Calcetines! Que nunca falten. Pastillas depuradoras para el agua. Comida, carne seca y tal. Raciones de emergencia, ¿o me equivoco?
—Viviré de lo que encuentre. Cazando y con trampas.
—Siempre fuiste bastante torpe para eso, pero no te vendrá mal perder un poco de peso.
—Gracias.
—Botiquín, listo: pastillas antidiarreicas, antihistamínicos, analgésicos, laxantes, tratamientos antifúngicos, desinfectante, insecticida, comprimidos vitamínicos… ¿Qué más? Puntas de flecha. Cuerda para fabricar arcos. Lazos. Redes. Una hachuela de bronce. Más cuchillos que el cajón de un carnicero. Los cacharritos electrónicos de costumbre: un transmisor-receptor de radio, una tableta, un localizador. —Este último artilugio aprovecharía el GPS en aquellos mundos lo bastante desarrollados para disponer de tales sistemas, pero en los demás ofrecería una ubicación aproximada basándose en la posición del sol y la luna, las constelaciones, la duración del día y cualquier acontecimiento fortuito como un eclipse solar o lunar. Toda aquella tecnología aplicaba el saber procedente de décadas de viajes por la Tierra Larga que tanto había costado acumular—. Un encendedor de pedernal. Y cerillas, bien pensado. Un horno solar. —Un pequeño paraguas invertido, con la cara interna reflectante, que podía colocarse sobre una peana para captar la luz del sol y concentrarla para hervir agua—. Bolsas de colostomía, pegamento para dentaduras…
—Ja, ja.
—Es broma, o casi, Matusalén. Café, especias… ¡Pimienta! Para comerciar, claro. Ah. Y armas. Un par de revólveres de bronce; ¿impulso electromagnético?
—Exacto. —Joshua alzó una de las pequeñas pistolas—. Es lo último. Se carga con energía solar, o manualmente dando apretones a la culata. —Apuntó hacia abajo, disparó y dejó un fino agujero en la esquina del escritorio de Bill.
—¡Oye, un respeto! Esta mesa es una antigüedad.
—No es verdad. La construimos nosotros.
—Bueno, ahora seguro que ya nunca será una antigüedad. Y todo esto cabe en una sola mochila, entiendo. Debo reconocer que tienes varios juguetes estupendos, Josh.
—Y dicen que la innovación frenó en seco tras el Día del Cruce.
Bill respondió con tono neutro:
—Es una pena que no hayan desarrollado todavía un corazón irrompible.
Joshua apartó la vista.
—Perdona, tío —dijo Bill—. Me ha quedado cursi de la hostia. Antes nunca habría dicho algo parecido, ¿verdad? Tú y yo nos criamos juntos; los sentimientos eran cosa de aquellas condenadas monjas, no nuestra. Bueno, pues he cambiado. Y tú cambiaste también, solo que después volviste a cambiar… Vamos, que te quedaste como estabas.
Eso afectó un poco a Joshua, que disimuló escogiendo una de las camisas colgadas y poniéndosela. De repente Bill, a sus sesenta y ocho años, sentado en su propio escritorio cubierto de trastos mientras tomaba café en la penumbra del despacho, le parecía un alcalde. Maduro. Como si el Bill loco de antes, el falso irlandés, hubiese crecido de alguna manera cuando Joshua no miraba. Como si hubiera sobrepasado a Joshua, incluso.
—¿Qué quieres decir con que me he quedado como estaba?
Bill extendió las manos.
—Bueno, por ejemplo, cuando hubo aquella movida con los rebeldes de Valhalla, y todos los trolls de la Tierra Larga desaparecieron sin dejar rastro, ¿recuerdas? Y ese cabrito de Lobsang nos dio un twain para que nos fuéramos a buscar a Sally Linsay.
—Ostras, Bill, de eso debe de hacer treinta años.
—Exacto. Y si no me falla la memoria, lo único que hicimos fue consultarlo una noche con la almohada y salir a la mañana siguiente rumbo al puto final de la Tierra Larga. No recuerdo que te preocuparas tanto de tu equipaje; no te recuerdo contando los dichosos calcetines.
Joshua paseó la mirada por el despacho y contempló todo su equipo ordenado en pulcras hileras y montoncitos.
—Hay que hacer bien las cosas, Bill. Hay que asegurarse de llevarlo todo, de que todo funciona. Después hay que colocarlo bien en la mochila…
—A eso me refiero. Este que habla no es Joshua el alcalde de Quinto Infierno, Joshua el padre, Joshua Valienté, un puto héroe para media Tierra Larga. Este es Josh, el niño al que conocí en el Centro, cuando teníamos once, doce o trece años. Cuando construías tus radios de cristal y tus maquetas, tal y como ahora preparas el equipaje. Primero lo colocabas todo separado, y arreglabas cualquier componente que estuviera estropeado…
—Pintar antes de pegar.
—¿Qué?
—Es lo que Agnes me decía: «Eres la clase de niño que siempre, siempre pinta las piezas antes de pegarlas».
—Pues tenía razón.
—Solía tenerla. En realidad, aún suele tenerla… Y se supone que hoy iba a pasar a verme, sin duda para tener razón una vez más. Oye, Bill, ¿adónde quieres ir a parar?
—Siempre hay un equilibrio, tío. Hay que acertar con la proporción adecuada. Y, por sacar otro tema a colación, señor presidente, ¿no te estás haciendo demasiado viejo para salir de excursión a jugar a que eres Daniel Boone?
—Eso no es asunto tuyo —le espetó Joshua.
Bill alzó las manos.
—Lo que tú digas. No pretendía ofenderte.
Llamaron a la puerta. Bill se levantó.
—A lo mejor es la hermana Mary Stigmata, en el momento justo. Os dejo solos. De todas formas, no lograré adelantar nada hasta que te largues.
—Bill, te lo agradezco…
—Solo recuerda una cosa. Pon una puta señal en algún lugar elevado donde un twain pueda verla, por ejemplo una manta térmica encima de una roca, para que puedan encontrarte cuando, al final, acabes baldado.
—Hecho.
Llamaron a la puerta con más fuerza.
—Ya va, ya va.
Tras la puerta abierta no apareció Agnes, sino el hijo de Joshua. Bill Chambers hizo mutis a toda prisa.
3
Daniel Rodney Valienté tenía treinta y ocho años. Enmarcado por el quicio de la puerta, era más alto que su padre y tenía la piel tan blanca como la había tenido su madre, aunque el pelo era tan moreno como el de Joshua. Llevaba puesto un abrigo con capucha de aspecto práctico, y de su hombro colgaba un pequeño bolso de cuero. Joshua sospechaba que contenía las únicas pertenencias con las que viajaba; quizá sus únicas pertenencias permanentes.
Entró con gesto serio en el despacho del alcalde, contempló con algo de asco los montones de cosas que lo rodeaban, vació de trastos la silla de Bill y se sentó. Todo ello, sin pronunciar una palabra.
Joshua contuvo un suspiro. Se sintió obligado, eso sí, a abrocharse la camisa ante la severa presencia de su hijo. Luego recogió la taza medio vacía que Bill había dejado en el escritorio y la llevó a la zona reservada para cocinar.
—Pues bien —dijo.
—Pues bien.
—¿Quieres un café? Queda un poco en la cafetera.
Rod, como insistía en que le llamasen, sacudió la cabeza.
—Conseguí desengancharme de la cafeína hace años. Una adicción menos que satisfacer en los Altos Megas.
—¿Y agua? El suministro del pueblo vuelve a ser potable desde…
—Estoy bien.
Joshua asintió, dejó las tazas y se sentó en un taburete del que tuvo que quitar un par de presas de escalada.
—Me alegro de que hayas venido.
—¿Por qué?
Joshua suspiró.
—Obviamente, porque desde que tu madre murió somos lo único que tenemos, tú y yo.
Rod se mantuvo imperturbable.
—No me «tienes», papá. Ni yo te «tengo» a ti.
—Rod…
—¿Y por qué quieres desaparecer, una vez más, en la espesura de la Tierra Larga? Tal y como hiciste a lo largo de toda mi infancia, periódicamente. Tal y como hiciste cuando tu matrimonio con mi madre se hundió. Una nota vía externet para decir «Hola, me largo otra vez» no es lo suyo, papá. Además, ¿no eres demasiado viejo para seguir andándote con estos numeritos?
—Mira, Rod… Daniel, me parece que llevo toda la vida aguantando tus juicios. A lo mejor todo el mundo culpa a sus padres…
Rod le interrumpió.
—Solo he venido para hablar de tu testamento.
—Vale. Mira, todo está atestiguado y notarizado como es debido, tanto aquí en Quinto Infierno como en una oficina de la Égida en Madison Oeste 5.
—Papá, me traen sin cuidado los detalles legales. Y no quiero nada tuyo, solo asegurarme de entenderlo antes de que desaparezcas, te partas el cuello en algún lugar perdido y no vuelva a verte.
—Bien. Bueno, ya conoces las condiciones básicas. Aparte de unos pocos regalos, por ejemplo al Centro de Madison, se lo dejo todo a tu tía Katie, que vive en Reinicio, o a sus descendientes en caso de que fallezca. Así de sencillo.
Katie era la hermana mayor de Helen. Las hermanas Green y sus padres, apenas una década más o menos después del Día del Cruce, habían emprendido una travesía a pie por la Tierra Larga y habían participado en la fundación de una nueva comunidad, Reinicio, en los límites de la franja de mundos fértiles que había adoptado el nombre de Cinturón del Cereal. Helen había dejado Reinicio al conocer a Joshua, pero Katie se había quedado, se había casado y había criado a un par de hijas sanas, que, a su vez, le habían dado nietas.
Pero la historia tenía un lado siniestro. Las Green tenían un hermano, Rodney, que era fóbico, por usar el término acuñado en aquella época: era intrínsecamente incapaz de cruzar. Cuando su familia emprendió el viaje, Rodney se quedó atrás con una tía suya. Al final, había desempeñado un papel en la destrucción de Madison, Wisconsin, con una bomba nuclear metida en una mochila, y había pasado el resto de su vida en la cárcel. Al enterarse de la historia completa de la familia, el hijo de Joshua, Daniel Rodney, había abandonado su nombre de la infancia, «Dan», para adoptar el de su traumatizado tío. Era un elemento más en la tensión existente entre padre e hijo.
—Porque claro —dijo Joshua—, por tu lado no hay nadie a quien pueda dejárselo, ¿o sí?
Rod suspiró.
—Se llama matrimonio extendido, papá. Ahora soy uno entre quince maridos. La última vez que hicimos recuento había dieciocho esposas y veinticuatro hijos. No está muy claro: estamos repartidos por muchos mundos y estamos siempre en movimiento. Mira, mantengo una relación estable con Sofia, de momento. Sofia Piper; no la conoces ni la conocerás nunca. Y soy una especie de tío adoptivo para sus sobrinos. Tiastro, o como se diga; la verdad es que las viejas etiquetas ya no valen. Es algo flexible pero estable, que va de maravilla a los migrantes de la Tierra Larga como yo. Ya han pasado dos décadas desde el primer emparejamiento que lo empezó todo.
—Son chaladuras de vagabundo trasnochado, ni más ni menos. Y el derecho de la Égida no lo reconoce. Por lo que respecta a la herencia de propiedades…
—No tenemos propiedades dignas de tal nombre, papá. De eso se trata.
—Parece que has tomado la decisión consciente de no tener ningún hijo propio.
—¿Y formar parte de ese asqueroso experimento de procreación masiva de los viejos cruzadores?
—No tiene por qué ser así.
—Tú mismo fuiste el fruto de un enlace acordado, papá. Y mira lo bien que salió. Tu madre muerta en el parto, tu padre, un depredador sexual y un vago. ¡Una conspiración secular para engendrar de forma selectiva cruzadores naturales! Las cosas así no se esfuman sin más. Y mira lo que ha traído a la humanidad: toda la desestabilización del Día del Cruce.
—No estaríamos aquí sentados de no haber sido por aquello, Rod. Mira, conmigo no vino a hablar nadie. De modo que el Fondo no parece seguir activo en mi generación, ¿verdad? Y desde luego ni tu madre ni su familia tenían nada que ver con todo aquello. Tu propio tío era un fóbico con todas las de la ley.
—Chorradas. Puedes ser portador de un gen sin necesidad de expresarlo. Bah, da lo mismo. Para bien o para mal, esta rama de la familia Valienté, por lo menos, termina conmigo, junto con nuestro infecto genoma.
—¡Pues vale! —exclamó Joshua. Miró a su hijo, sentado en la silla del alcalde, tieso, en una posición nada cómoda, como si estuviera a punto de marcharse en cualquier momento—. Los malditos jóvenes os creéis que lo habéis inventado todo.
Rod se puso en pie.
—Creo que hemos terminado, ¿no te parece? Ah, sí, te he traído un regalo. Ha sido idea de Sofia.
Le entregó un fino estuche. Dentro había unas gafas de sol ligeras. Joshua se las probó y bizqueó.
—Están graduadas.
—Sí. Con tu graduación. La encontré entre los papeles de mamá.
—No necesito gafas.
—Claro que sí. Bah, úsalas o no. Hasta luego, papá.
Y salió por la puerta. Joshua se quedó allí plantado, con las gafas en la mano, rodeado de sus hileras ordenadas de artículos de viaje, durante un rato indefinido.
Entonces llamaron otra vez a la puerta.
La hermana Agnes.
4
Agnes, práctica como siempre, se puso manos a la obra para llenar la mochila de Joshua.
—Recuerdo que te ayudaba a hacer esta clase de cosas cuando eras pequeño. Bueno, más bien me enseñabas tú cómo se hacía. Los pantalones de repuesto en el fondo, las cosas blandas contra la espalda, los cuchillos, pistolas y demás equipo que puede salvarte la vida en la parte de arriba. —Aceptó una taza de té, aunque la limpieza, o no, de los recipientes le hizo esbozar una mueca—. Bill Chambers siempre fue un chico dejado.
—No has viajado hasta aquí solo para verme, ¿verdad?
Agnes resopló.
—No seas presuntuoso. He visitado a varios de mis viejos amigos de Nuevo Springfield. ¿Te acuerdas de Nikos Irwin, el que encontró los escarabajos plateados? Ahora tiene hijos propios.
Llevaba la falda, la blusa y la rebeca limpias y bien planchadas; la hermana Agnes no usaba hábito desde que había regresado de Nuevo Springfield, donde había construido un hogar con un avatar de Lobsang. Su cara era auténticamente la de la hermana Agnes, pensó Joshua, aunque diera algo de repelús que pareciese tan joven en comparación con la última vez que había visto a la Agnes real, en su lecho de muerte, hacía ya treinta y cinco años.
—Fíjate, Agnes, que ya tengo sesenta y siete años, casi sesenta y ocho. De repente eres más joven que yo.
—Buf. No eres tan viejo para que no pueda decirte que cometes un error estúpido al partir solo hacia tierras salvajes a tu edad. Luego no vengas a llorarme a mí.
—Eres la tercera persona que me lo dice esta mañana.
—¿Eso incluye a tu consciencia?
—Ja, ja.
Agnes paró de doblar calcetines y le tocó la mano; la derecha, la que era de carne y hueso y no una prótesis, como la izquierda. Joshua vio que tenía casi tantas manchas en la piel como él.
—Siempre tendremos sitio para ti, ¿sabes? En el Centro. Yo misma voy de vez en cuando, aunque sea solo para asegurarme de que la joven hermana John no se ponga muy fantasiosa.
La joven hermana John tenía más o menos la edad de Joshua, y llevaba décadas dirigiendo el Centro.
—Estoy seguro de que ella te lo agradece —comentó con sequedad.
—Y me ha hablado mucho de ese jovencito que les está dando tantos problemas, Jan… ¿Cómo se apellida?
—Jan Roderick, creo. Lo conocí.
—Sí. El que está devorando todos esos libros y películas antiguos que regalaste al Centro, como un gánster de Chicago esnifando crack.
—¡Agnes!
—Bah, calla. Ahí tenemos a otro niño complicado, como lo fuiste tú. Y estoy seguro de que le sentaría bien verte más. Si hay algo en lo que el Centro no destaca exactamente, por razones obvias, es en ofrecer buenos modelos masculinos.
—Bueno, no estoy seguro de que yo lo haya sido nunca. Mira, Agnes, ando perdido desde hace tres años, cuando Helen murió. Necesito hacer borrón y cuenta nueva. No estaré fuera tanto tiempo. El Centro seguirá en su sitio cuando vuelva.
—Es posible que no.
Lo dijo con tanta contundencia que Joshua se quedó asombrado.
—Agnes, tu cuerpo es artificial, tu cerebro está descargado en gel de la Corporación Black: podrías vivir hasta que se apagara el sol…
—¿Quién querría aguantar para presenciar eso? —Se tocó la piel apergaminada de la mejilla—. Todo tiene que terminar, Joshua. Es una lección que aprendí de Shi-mi, que decidió que al final lo único que quería ser era una gata. Yo quería ser una madre para Ben, y… bueno, eso era todo lo que yo quería, y después estaría preparada para soltar mi carga. Mi hijo adoptivo ya tiene diecinueve años.