Una introducción a Los pilares de la Tierra
Nada ocurre tal como se planea.
La novela Los pilares de la Tierra sorprendió a mucha gente, incluido yo mismo. Se me conocía como autor de thrillers. En el mundo editorial, cuando uno alcanza el éxito con un libro, lo inteligente es escribir algo en la misma línea una vez al año durante el resto de la vida. Los payasos no deberían tratar de interpretar el papel de Hamlet y las estrellas del pop no deberían componer sinfonías. Y yo no debería haber puesto en peligro mi reputación escribiendo un libro impropio de mí y en exceso ambicioso.
Además, no creo en Dios. No soy lo que suele entenderse por una «persona espiritual». Según mi agente, mi mayor problema como escritor es que no soy un espíritu atormentado. Lo último que cabía esperar de mí era una historia sobre la construcción de una iglesia.
Así pues, era poco probable que escribiese un libro como Los pilares, y de hecho estuve a punto de no hacerlo. Lo empecé, lo dejé y no volví a mirarlo hasta pasados diez años.
Ocurrió de este modo.
Cuando era niño, toda mi familia pertenecía a un grupo religioso puritano llamado los Hermanos de Plymouth. Para nosotros, una iglesia era una escueta sala con hileras de sillas en torno a una mesa central. Estaban prohibidos los cuadros, las estatuas y cualquier otra forma de ornamentación. La secta tampoco veía con buenos ojos las visitas de los miembros a iglesias de la competencia. Por tanto, crecí sin saber apenas nada de la gran riqueza arquitectónica de las iglesias europeas.
Comencé a escribir novelas hacia los veinticinco años, siendo reportero del Evening News de Londres. Me di cuenta por aquel entonces de que nunca había prestado mucha atención al paisaje urbano que me rodeaba y carecía de vocabulario para describir los edificios donde se desarrollaban las aventuras de mis personajes. De modo que compré A History of European Architecture, de Nikolaus Pevsner. Tras la lectura de ese libro empecé a ver de otra manera los edificios en general y las iglesias en particular. Pevsner escribía con verdadero fervor cuando hacía referencia a las catedrales góticas. La invención del arco ojival, afirmaba, fue un singular acontecimiento en la historia, resolviendo un problema técnico —cómo construir iglesias más altas— mediante una solución que era a la vez de una belleza sublime.
Poco después de leer el libro de Pevsner, mi periódico me envió a la ciudad de Peterborough, en East Anglia. No recuerdo ya qué noticia debía cubrir, pero nunca olvidaré lo que hice una vez transmitido el artículo. Tenía que esperar aproximadamente una hora para tomar el tren de regreso a Londres y, recordando las fascinantes y apasionadas descripciones de Pevsner sobre la arquitectura medieval, fui a visitar la catedral de Peterborough.
Fue uno de esos momentos reveladores.
La fachada occidental de la catedral de Peterborough cuenta con tres enormes arcos góticos semejantes a puertas para gigantes. El interior es más antiguo que la fachada, y una serie de arcos de medio punto en majestuosa procesión delimita la nave lateral. Como todas las grandes iglesias, es a la vez tranquila y hermosa. Pero yo percibí algo más que eso. Gracias al libro de Pevsner, intuí el esfuerzo que había requerido aquella obra. Conocía los esfuerzos de la humanidad por construir iglesias cada vez más altas y bellas. Comprendía el lugar de aquel edificio en la historia, mi historia.
La catedral de Peterborough me embelesó.
A partir de ese momento visitar catedrales se convirtió en uno de mis pasatiempos. Cada tantos meses viajaba a alguna ciudad antigua de Inglaterra, me alojaba en un hotel y estudiaba la iglesia. Así conocí las catedrales de Canterbury, Salisbury, Winchester, Gloucester y Lincoln, cada una de ellas una pieza única, cada una poseedora de una apasionante historia que contar. La mayoría de la gente dedica una o dos horas a una catedral; yo, en cambio, prefiero emplear un par de días.
Las propias piedras revelan la historia de su construcción: interrupciones e inicios, daños y reconstrucciones, ampliaciones en épocas de prosperidad, y homenajes en forma de vidriera a los hombres ricos que por lo general pagaban las facturas. La situación de la iglesia en el pueblo cuenta otra historia. La catedral de Lincoln se halla justo frente al castillo: los poderes religioso y militar cara a cara. En torno a la de Winchester se extiende una ordenada cuadrícula de calles, trazada por un obispo medieval con ínfulas de urbanista. La de Salisbury fue trasladada en el siglo XIII de un emplazamiento defensivo en lo alto de una colina —donde se ven aún las ruinas de la vieja catedral— a un despejado llano en señal de que había llegado una paz permanente.
Pero una duda me asaltaba sin cesar: ¿Por qué se construyeron esas iglesias?
Hay respuestas sencillas —para glorificar a Dios, para satisfacer la vanidad de los obispos, etc.—, pero a mí no me bastaban. Los constructores carecían de la maquinaria adecuada, desconocían el cálculo de estructuras, y eran pobres: el príncipe más rico vivía peor que, pongamos por caso, un recluso en una cárcel moderna. Aun así, lograron erigir los edificios más hermosos jamás creados y los construyeron tan bien que cientos de años después todavía siguen en pie para que nosotros los estudiemos y admiremos.
Empecé a leer acerca de estas iglesias, pero los libros me resultaban poco convincentes. Encontraba mucha palabrería estética sobre las fachadas pero casi nada respecto a la parte viva de las construcciones. Finalmente descubrí The Cathedral Builders de Jean Gimpel. Gimpel, la oveja negra de una familia francesa de marchantes, se impacientaba tanto como yo al leer sobre la «eficacia» estética de un triforio. Su libro hablaba de la gente real que vivía en míseras casuchas y levantó sin embargo esos fabulosos edificios. Gimpel examinó los libros de cuentas de los monasterios y se interesó en la identidad de los constructores y su remuneración. Fue el primero en advertir, por ejemplo, que una minoría digna de mención eran mujeres. La Iglesia medieval era sexista, pero también las mujeres contribuyeron a la construcción de las catedrales.
Gracias a otra obra de Gimpel, The Medieval Machine, supe que la Edad Media fue una época de rápida innovación tecnológica durante la cual se aprovechó la energía de los molinos de agua para diversos usos industriales. No tardé en sentir interés por la vida medieval en general. Y empecé a forjarme una idea de los motivos que impulsaron a las gentes de la Edad Media a ver la construcción de catedrales como algo lógico y normal.
La explicación no resulta sencilla. Es en cierto modo como tratar de entender por qué el hombre del siglo XX destina tan grandes sumas de dinero a explorar el espacio exterior. En ambos casos interviene toda una red de influencias: curiosidad científica, intereses comerciales, rivalidades políticas y las aspiraciones espirituales de una humanidad atada a este mundo. Y tuve la impresión de que existía una sola manera de trazar el esquema de esa red: escribir una novela.
En algún momento de 1976 escribí las líneas generales y unos cuatro capítulos de la novela. Se la envié a mi agente, Al Zuckerman, que me contestó en una carta: «Has creado un tapiz. Lo que necesitas es una serie de melodramas enlazados».
Volviendo la vista atrás, comprendo que a la edad de veintisiete años no era capaz de escribir una novela de esas características. Era como si un aprendiz de acuarelista proyectase un óleo de grandes proporciones. Para tratar el tema como merecía, el libro debía ser muy extenso, abarcar un período de varias décadas y dar vida al complejo marco de la Europa medieval. Por entonces yo escribía libros mucho menos ambiciosos, y así y todo no dominaba aún el oficio.
Abandoné el libro sobre la catedral y se me ocurrió otra idea, un thriller acerca de un espía alemán en territorio inglés durante la guerra. Afortunadamente ese proyecto sí estaba a mi alcance, y con el título La isla de las tormentas se convirtió en mi primer best seller.
En la década siguiente escribí thrillers, pero continué visitando catedrales, y la idea de la novela sobre una catedral nunca llegó a desvanecerse por completo. La resucité en enero de 1986, después de terminar mi sexto thriller, El valle de los leones.
Mis editores se pusieron nerviosos. Querían otra historia de espías. Mis amigos albergaban también sus temores. No soy la clase de autor capaz de eludir un fracaso amparándome en que el libro era bueno pero los lectores no habían estado a la altura. Escribo para entretener, y ello me complace. Un fracaso me hundiría. Nadie trató de disuadirme, pero muchos expresaron sus reservas.
Sin embargo no deseaba escribir un libro «difícil». Escribiría una historia de aventuras con pintorescos personajes que fuesen ambiciosos, perversos, atractivos, heroicos e inteligentes. Quería lectores corrientes tan fascinados como yo por el aspecto romántico de las catedrales medievales.
Por entonces ya había desarrollado el método de trabajo que sigo usando hoy día. Empiezo con un esquema del argumento que incluye lo que ocurrirá en cada capítulo y mínimos esbozos de los personajes. Pero ese libro no era como los demás. El principio no me dio problemas, pero a medida que el argumento avanzaba década a década y los personajes pasaban de la juventud a la madurez encontraba mayores dificultades para inventar nuevos giros e incidentes en sus vidas. Descubrí que un libro extenso representa un desafío mucho mayor que tres cortos.
El héroe de la historia tenía que ser un religioso o algo parecido. Eso no me resultaba fácil. Me costaría interesarme en un personaje preocupado exclusivamente por la otra vida (como les costaría también a muchos lectores). A fin de que el prior Philip despertase más simpatía, lo doté de una fe muy práctica y realista, un interés por las almas de la gente aquí en la tierra y no solo en el cielo.
La sexualidad de Philip era otro problema. En teoría todos los monjes y sacerdotes eran célibes en la Edad Media. El recurso obvio habría sido mostrar a un hombre debatiéndose en una terrible lucha con su lujuria. Pero no conseguí entusiasmarme con ese tema. Me formé en los años sesenta, y me inclino siempre del lado de quienes afrontan la tentación cayendo en ella. Finalmente lo presenté como una de esas escasas personas para quienes el sexo no tiene gran importancia. Es el único de mis personajes que sobrelleva el celibato con alegría.
Me puse en contacto con Jean Gimpel, que me había servido de inspiración una década atrás, y para mi asombro descubrí que vivía no solo en Londres sino además en mi misma calle. Contraté sus servicios como asesor, y nos convertimos en amigos y contrincantes en tenis de mesa hasta su muerte.
En marzo del año siguiente, 1987, llevaba dos años trabajando en la novela y tenía solo un esquema incompleto y unos cuantos capítulos. No podía dedicar el resto de mi vida a ese libro. Pero ¿qué debía hacer? Podía dejarlo y escribir otro thriller. O podía trabajar con más ahínco. Por aquellas fechas escribía de lunes a viernes y me ocupaba de la correspondencia los sábados por la mañana. A partir de enero de 1988 empecé a escribir de lunes a sábado y contestaba las cartas el domingo. Mi rendimiento aumentó de manera espectacular, en parte por el día extra, pero sobre todo por la intensidad con que trabajaba. El problema del final del libro, que no había esbozado, se resolvió mediante una repentina inspiración cuando se me ocurrió involucrar a los personajes principales en el famoso asesinato de Thomas Becket.
Si no recuerdo mal, terminé el primer borrador a mediados de aquel año. Una mezcla de entusiasmo e impaciencia me impulsó a trabajar aún con mayor denuedo en la revisión, y comencé a trabajar los siete días de la semana. Descuidé por completo la correspondencia, pero concluí el libro en marzo de 1989, tres años y tres meses después del inicio.
Estaba agotado pero contento. Tenía la sensación de haber escrito algo especial, no un simple best seller más sino quizá una gran novela popular.
Poca gente se mostró de acuerdo.
Mi editorial estadounidense para tapa dura, William Morrow & Co., imprimió aproximadamente el mismo número de ejemplares que de El valle de los leones, y cuando vendieron igual cantidad, se dieron por satisfechos. Mis editores londinenses demostraron mayor interés, y Los pilares se vendió mejor que mis anteriores libros. Pero entre los editores de todo el mundo la reacción inicial fue un suspiro de alivio ante el hecho de que Follett hubiese concluido su disparatado proyecto y salido indemne. El libro no ganó premio alguno, ni llegó siquiera a ser finalista. Unos cuantos críticos lo elogiaron encarecidamente, pero la mayoría mostró solo indiferencia. Se convirtió en número uno en ventas en Italia, donde los lectores tienen siempre una actitud favorable conmigo. La edición en rústica ocupó la primera posición en las listas de ventas británicas durante una semana.
Empecé a pensar que me había equivocado. Quizá el libro era solo una lectura amena como tantas otras, bueno pero no extraordinario.
Hubo no obstante una persona que creyó fervientemente que se trataba de un libro especial. Mi editor alemán, Walter Fritzsche, de Gustav Lübbe Verlag, soñaba desde hacía tiempo con publicar una novela sobre la construcción de una catedral. Incluso había comentado la idea a algunos de sus autores alemanes, sin llegar a ningún resultado. Así que se entusiasmó con lo que estaba escribiendo, y cuando por fin recibió el manuscrito, tuvo la sensación de que sus esperanzas se habían cumplido.
Hasta ese momento mi obra había gozado de moderado éxito en Alemania. (Los villanos de mis libros eran a menudo alemanes, así que no podía quejarme.) El entusiasmo de Fritzsche fue tal que pensó que Los pilares cambiaría esa tendencia y me convertiría en el escritor más popular de Alemania.
Ni siquiera yo le creí.
Sin embargo Fritzsche tenía razón.
Lübbe realizó una excelente edición del libro. Contrató a un joven artista, Achim Kiel, para la portada, pero él insistió en realizar el diseño de todo el libro, tratándolo como un objeto, y Lübbe tuvo el valor de aceptar su propuesta. Kiel cobraba unos honorarios considerables, pero logró transmitir al comprador la sensación de Fritzsche de que el libro era algo especial. (Kiel siguió encargándose de mis ediciones alemanas durante años, creando una imagen que Lübbe utilizó después repetidas veces.)
Advertí el primer indicio de que los lectores veían el libro como algo especial cuando Lübbe preparó un anuncio para celebrar los 100.000 ejemplares vendidos. Hasta entonces nunca había alcanzado semejante cifra de ventas con un libro en tapa dura más que en Estados Unidos (que tiene una población cinco veces mayor que Alemania).
Al cabo de dos años Los pilares comenzó a aparecer en las listas de best sellers de más larga duración, habiendo entrado unas ochenta veces en la lista alemana de libros más vendidos. Con el paso del tiempo se integró en la lista de manera permanente. (Hasta el día de hoy ha aparecido más de trescientas veces en la lista semanal.)
Un día me dediqué a comprobar la hoja de liquidación de los derechos del libro enviada por New American Library, editorial responsable de mis ediciones en rústica para Estados Unidos. Dichas hojas están concebidas para evitar que el autor sepa qué ocurre realmente con su libro, pero después de perseverar durante décadas he aprendido a interpretarlas. Y descubrí que Los pilares vendía alrededor de 50.000 ejemplares semestralmente. La isla de las tormentas, en cambio, vendía unos 25.000 ejemplares, como la mayoría de mis otros libros.
Comprobé las ventas en el Reino Unido y vi que se mantenía la misma proporción: Los pilares vendía más o menos el doble.
Empecé a advertir que Los pilares se mencionaba más que cualquier otro libro en las cartas de mis admiradores. Firmando ejemplares en las librerías, me encontré con que era cada vez mayor el número de lectores que consideraban Los pilares su novela preferida. Algunos afirmaban que era el mejor libro que habían leído, un halago que no había recibido por ningún otro título. Una agencia de viajes inglesa se dirigió a mí para plantearme la creación de una festividad de «Los pilares de la Tierra». Empezaba a parecer un libro de culto.
Finalmente comprendía qué ocurría. Era uno de esos libros en que actúa el boca a boca. En el mundo editorial es sabido que la mejor publicidad es aquella que no puede comprarse: la recomendación personal de un lector a otro. Ese era el motivo de las ventas de Los pilares. Tú lo has conseguido, querido lector. Editores, agentes, críticos y aquellos que otorgan los premios literarios pasaron por alto en general este libro, pero no vosotros. Vosotros os disteis cuenta de que era distinto y especial, y vosotros lo comunicasteis a vuestros amigos, y al final corrió la voz.
Y así ocurrió. Parecía el libro menos adecuado; yo parecía el autor menos adecuado, y estuve a punto de no escribirlo. Sin embargo es mi mejor libro, y vosotros lo habéis honrado con vuestra lectura.
Os lo agradezco.
KEN FOLLETT
Stevenage, Hertfordshire, enero de 1999
En la noche del 25 de noviembre de 1120, el Navío Blanco zarpó rumbo a Inglaterra y se hundió en Barfleur con todos cuantos viajaban a bordo salvo uno… El navío era lo más moderno en transportes marítimos e iba dotado de todos los adelantos conocidos por los armadores de la época… La notoriedad de aquel naufragio se debió al gran número de personalidades que se encontraban entre el pasaje. Además del hijo y heredero del rey, iban también dos bastardos reales, varios condes y barones y gran parte de la corte… Su trascendencia histórica fue la de dejar a Henry sin heredero directo y su resultado final el de una lucha por la sucesión y el período de anarquía que siguió a la muerte de Henry.
A. L. POOLE,
Desde el Libro Domesday [1]
a la Carta Magna
Prólogo
1123
Los chiquillos llegaron temprano para el ahorcamiento.
Todavía estaba oscuro cuando los tres o cuatro primeros se escurrieron con cautela de las covachas, sigilosos como gatos, con sus botas de fieltro.
El pequeño pueblo aparecía cubierto por una ligera capa de nieve reciente, como si le hubiesen dado una nueva mano de pintura, y sus huellas fueron las primeras en manchar su inmaculada superficie. Se encaminaron a través de las arracimadas chozas de madera y a lo largo de las calles de barro helado hasta la silenciosa plaza del mercado donde esperaba la horca.
Los muchachos aborrecían todo aquello que sus mayores estimaban. Despreciaban la belleza y se burlaban de la bondad. Se morían de risa a la vista de un lisiado y si topaban con un animal herido lo mataban a pedradas.
Alardeaban de heridas y mostraban orgullosos sus cicatrices, reservando una admiración para cuando de una mutilación se trataba. Un chico al que le faltara un dedo podía llegar a ser un rey. Amaban la violencia, podían recorrer kilómetros para presenciar derramamientos de sangre y jamás se perdían una ejecución.
Detrás de las persianas de las sólidas casas de madera y piedra que se alzaban alrededor de la plaza oscilaba la luz de las velas, en los hogares de
Uno de los muchachos orinó en la tarima de la horca. Otro subió por los escalones, se llevó los dedos a la garganta, se dejó caer y contrajo el rostro parodiando de forma macabra el estrangulamiento. Los otros soltaron gritos de admiración, y dos perros aparecieron en la plaza del mercado, ladrando y corriendo. Uno de los muchachos más pequeños empezó a devorar una manzana, pero uno de los mayores le dio un puñetazo en la nariz y se la quitó. El más pequeño se desahogó lanzando una piedra contra uno de los perros, que se alejó aullando. Luego, como no había nada más que hacer, se sentaron sobre el pavimento seco del pórtico de la gran iglesia a la espera de que sucediera algo.

Detrás de las persianas de las sólidas casas de madera y piedra que se alzaban alrededor de la plaza oscilaba la luz de las velas, en los hogares de artesanos y mercaderes prósperos, mientras las fregonas y los aprendices encendían el fuego, calentaban agua y preparaban las gachas de avena. El día cambió de la negra oscuridad a una luz grisácea. Los pobladores empezaron a salir de los bajos portales, envueltos en gruesos y toscos abrigos de lana, y se dirigieron ateridos hacia el río para recoger agua.
Pronto un grupo de hombres jóvenes, mozos de caballos, braceros y aprendices irrumpió en la plaza del mercado. Desalojaron a bofetadas y puntapiés a los chiquillos del pórtico de la iglesia y luego se apoyaron contra los arcos de piedra esculpida, para comentar, mientras se rascaban y escupían en el suelo, la inminente ejecución por ahorcamiento. Si el condenado tenía suerte, afirmaba uno, el cuello se lo rompía nada más caer al vacío; era una muerte rápida e indolora. En caso contrario quedaba ahí colgado, el rostro se le ponía morado y, con la boca abierta, se agitaba como un pez fuera del agua hasta morir por estrangulamiento. Otro aseguró que morir así podía durar el tiempo que le cuesta a un hombre recorrer un kilómetro, y un tercero dijo que aún podía ser peor. Él había presenciado un ahorcamiento en que antes de morir al condenado se le había alargado el cuello casi treinta centímetros.
Las ancianas formaban un grupo en el lado opuesto del mercado, lo más lejos posible de los jóvenes, que eran capaces de hacer comentarios soeces acerca de sus abuelas. Las ancianas siempre se levantaban temprano, aunque ya no tuvieran bebés ni niños de quienes ocuparse, y eran las primeras en encender el fuego y en barrer el hogar. Su líder reconocida, la fornida viuda Brewster, se unió a ellas haciendo rodar un barril de cerveza con la misma facilidad con que un niño hace rodar un aro. Antes de que diera tiempo a quitar la tapa se congregó un pequeño grupo de clientes que esperaban con sus jarras.
El alguacil del sheriff abrió la puerta principal para dar paso a los campesinos que vivían en los alrededores y junto a las murallas. Algunos llevaban huevos, leche y mantequilla fresca para vender, otros acudían a comprar cerveza o pan, y había quienes permanecían de pie en la plaza aguardando a que tuviese lugar el ahorcamiento.
De vez en cuando los curiosos ladeaban la cabeza como gorriones cautelosos y echaban una ojeada al castillo que se alzaba en la cima de la colina que dominaba el pueblo. Veían ascender de forma constante el humo de la cocina y el ocasional destello de una antorcha detrás de las ventanas estrechas como flechas de la despensa de piedra. Y de repente, aproximadamente en el momento en que el sol apareció por detrás de las densas nubes grises, se abrieron las pesadas puertas de madera y salió un pequeño grupo. El sheriff montaba un hermoso corcel negro, seguido de un carro tirado por bueyes en el que iba el prisionero maniatado. Detrás del carro cabalgaban tres hombres, y aunque a aquella distancia no podían distinguirse sus rostros, su indumentaria delataba que se trataba de un caballero, un sacerdote y un monje. Dos hombres de armas cerraban la comitiva.
Todos ellos habían estado ante el tribunal del condado, que el día anterior se había reunido en la nave de la iglesia. El sacerdote había pillado al ladrón con las manos en la masa, el monje había identificado el cáliz de plata como perteneciente al monasterio, el caballero era el señor del ladrón y lo había identificado como fugitivo, y el sheriff lo había condenado a muerte.
Mientras descendían lentamente por la ladera de la colina, el resto del pueblo se había agolpado alrededor de la horca. Entre los últimos en llegar se encontraban los ciudadanos más destacados: el carnicero, el panadero, dos curtidores, dos herreros, el cuchillero y el saetero, todos ellos con sus esposas.
La multitud parecía mostrar un talante extraño. Habitualmente disfrutaban con los ahorcamientos. Por lo general el preso era un ladrón, y ellos aborrecían a los ladrones, como todos quienes han luchado de firme para conseguir lo que tienen; pero aquel ladrón era diferente. Nadie conocía su identidad ni de dónde había llegado. No les había robado a ellos, sino a un monasterio que se encontraba a treinta kilómetros de distancia, y había intentado llevarse un cáliz incrustado de piedras preciosas, algo de un valor tan grande que habría sido prácticamente imposible venderlo, pues no era como vender un jamón, un cuchillo nuevo o un buen cinturón, cuya pérdida habría podido perjudicar a alguien. No podían odiar a un hombre por un delito tan insensato. Se escucharon algunos insultos y silbidos al entrar el preso en la plaza, pero incluso estos carecían de entusiasmo y solo los chiquillos se burlaron de él de forma encarnizada.
La mayor parte de la gente del pueblo no había presenciado el juicio, ya que estos no se celebraban en días de fiesta y todos tenían que ganarse la vida, de manera que aquella era la primera vez que veían al ladrón. Era realmente joven, entre los veinte y los treinta años, de estatura y constitución normales, pero tenía un aspecto extraño. Su tez era blanca como la nieve en los tejados, tenía los ojos ligeramente saltones, de un verde asombrosamente brillante, y el pelo color zanahoria. A las muchachas les pareció feo, las viejas sintieron lástima de él y los chiquillos se morían de risa.
Todos conocían al sheriff, pero no así a los tres hombres que habían decidido la condena del ladrón. El caballero, gordo y rubio, era sin duda una persona de cierta importancia, pues montaba un caballo de batalla, un animal enorme que debía de costar lo que un carpintero ganaba en diez años.
El monje, mucho más viejo, rondaba la cincuentena. Era un hombre alto y delgado e iba inclinado sobre la montura como si la vida fuera para él una carga insoportable. El sacerdote era realmente impresionante, un hombre joven de nariz afilada, cabello negro y lacio, vestido de negro y a lomos de un semental castaño. Tenía la mirada vivaz y alerta, como la de un gato negro capaz de olisquear un nido de ratones.
Un chiquillo escupió al prisionero, con tan buena puntería que le dio entre los ojos. El preso masculló una maldición y se lanzó hacia el que le había escupido, pero se vio inmovilizado por las cuerdas que lo sujetaban a los lados del carro. El incidente habría carecido de importancia de no haber sido porque las palabras que pronunció eran en francés normando, la lengua de los señores. ¿Era de alto linaje o simplemente se encontraba muy lejos de casa? Nadie lo sabía.
El carro se detuvo delante de la horca. El alguacil del sheriff subió hasta la plataforma del carro con el dogal en la mano. El prisionero comenzó a forcejear. Los chiquillos lanzaron vítores; se habrían sentido amargamente decepcionados si el prisionero hubiera permanecido tranquilo. Las cuerdas que le sujetaban las muñecas y los tobillos le impedían moverse, pero sacudía bruscamente la cabeza intentando evadirse del dogal. El alguacil, un hombre corpulento, retrocedió un paso y golpeó al prisionero en el estómago. El hombre se inclinó hacia delante, sin aliento, y el alguacil aprovechó para deslizarle el dogal por la cabeza y apretar el nudo. Luego saltó al suelo y tensó la cuerda, asegurando el otro extremo en un gancho colocado al pie de la horca.
Aquel era el momento crucial. Si el prisionero forcejeaba solo lograría adelantar su muerte.
A continuación los hombres de armas desataron los pies del prisionero, dejándole en pie sobre el carro, solo, con las manos atadas a la espalda. Se produjo un silencio absoluto entre la muchedumbre.
Cuando se alcanzaba ese punto solía producirse algún alboroto. O la madre del prisionero sufría un ataque y empezaba a dar alaridos o la esposa sacaba un cuchillo y se precipitaba hacia la plataforma en un último intento de liberarlo. En ocasiones el prisionero invocaba a Dios pidiendo el perdón o soltaba maldiciones escalofriantes contra sus ejecutores. Ahora los hombres de armas se habían situado a los lados de la horca, dispuestos a intervenir en caso de producirse algún incidente.
Fue entonces cuando el prisionero empezó a cantar.
Tenía una voz alta de tenor, muy pura. Las palabras eran en francés, pero incluso quienes no comprendían la lengua advertían por la desgarradora melodía que se trataba de una canción de tristeza y desamparo.
Un ruiseñor preso en la red de un cazador
cantó con más dulzura que nunca,
como si la fugaz melodía
pudiera volar y apartar la red.
Mientras cantaba, miraba fijamente a alguien entre el gentío. Gradualmente se fue abriendo un hueco alrededor de la persona a quien miraba y todo el mundo pudo verla.
Era una muchacha de unos quince años. Al mirarla, todos se preguntaban cómo no habían reparado antes en su presencia. Tenía una cabellera larga y abundante de color castaño oscuro, brillante, que le nacía en la frente despejada formando lo que la gente llamaba «pico de viuda». Los rasgos eran corrientes y la boca sensual, de labios gruesos. Las mujeres mayores, al observar su ancha cintura y los abultados senos, imaginaron que estaba embarazada y supusieron que el prisionero era el padre de la criatura, pero nadie más observó nada salvo sus ojos. Podría haber sido bonita, pero tenía los ojos muy hundidos, de mirada intensa y de un asombroso color dorado, tan luminosos y penetrantes que cuando miraba a alguien sentía como si pudiera ver hasta el fondo de su corazón y tenía que apartar la mirada ante el temor de que descubriese sus más íntimos secretos. Iba vestida de harapos y las lágrimas corrían por sus suaves mejillas.
El conductor del carro miró expectante al alguacil y este al sheriff, a la espera de la señal de asentimiento. Impaciente, el joven sacerdote de aspecto siniestro dio un codazo al sheriff, pero este hizo caso omiso. Dejó que el ladrón siguiera cantando. Se produjo un silencio impresionante mientras el hombre feo de voz maravillosa mantenía a raya a la muerte.
Al anochecer, el cazador cogió su presa.
El ruiseñor jamás su libertad.
Todas las aves y todos los hombres tienen que morir,
pero las canciones pueden vivir eternamente.
Una vez acabada la canción, el sheriff hizo un gesto de asentimiento dirigido al alguacil, que azotó el flanco del buey con una cuerda al tiempo que el carretero hacía chasquear su látigo. El buey avanzó, lo que hizo que el condenado se tambalease, arrastró el carro y el hombre quedó colgando en el aire. La cuerda se tensó y el cuello del ladrón se rompió con un chasquido.
Se oyó un alarido y todos se volvieron hacia la muchacha.
No era ella la que había gritado, sino la mujer del cuchillero, que se encontraba a su lado. Sin embargo la joven era el motivo del grito. Había caído de rodillas frente a la horca, con los brazos alzados y extendidos ante ella. Era la postura que se adoptaba para lanzar una maldición. La gente se apartó temerosa, pues todos sabían que las maldiciones de quienes habían sufrido una injusticia eran especialmente efectivas, y sospechaban que algo no marchaba bien en aquel ahorcamiento. Los chiquillos estaban aterrados.
La joven miró con sus hipnóticos ojos dorados a los tres forasteros, el caballero, el monje y el sacerdote, y soltó su maldición, subiendo el tono de la voz a medida que hablaba.
—Yo os maldigo. Sufriréis enfermedades y pesares, hambre y dolor. Vuestra casa quedará destruida por el fuego y vuestros hijos morirán en la horca. Vuestros enemigos prosperarán y vosotros envejeceréis entre sufrimientos y remordimientos, y moriréis atormentados en la impureza y el dolor…
Mientras pronunciaba las últimas palabras, la muchacha cogió un saco que había en el suelo junto a ella y sacó un gallo joven. Sin saber de dónde, en su mano apareció un cuchillo, y de un solo tajo cortó la cabeza del ave.
Mientras la sangre aún brotaba del cuello del gallo, la muchacha arrojó el cuerpo descabezado de este contra el sacerdote de cabello negro. No llegó a alcanzarlo, pero la sangre lo salpicó, al igual que al monje y al caballero que lo flanqueaban. Los tres hombres retrocedieron con una sensación de asco, pero no pudieron evitar que la sangre los alcanzara en la cara y manchase sus ropas.
La muchacha se volvió y echó a correr.
El gentío se apartaba a su paso y se cerraba detrás de ella. Por último, el sheriff, furioso, mandó a sus hombres de armas que fueran en su busca. Empezaron a apartar a empujones a hombres, mujeres y niños, pero la muchacha se perdió de vista en un santiamén y el sheriff sabía de antemano que aunque intentase atraparla no la encontraría.
Dio media vuelta, con fastidio. El caballero, el monje y el sacerdote no habían visto huir a la muchacha. Continuaban con la mirada fija en la horca. El sheriff siguió aquella mirada. El ladrón muerto colgaba del extremo de la cuerda; su rostro, pálido y juvenil, tenía tintes azulados. Debajo de su cuerpo, que oscilaba levemente, el gallo descabezado, aunque no del todo muerto, corría alrededor de él formando un círculo desigual sobre la nieve manchada de su sangre.

PRIMERA PARTE
1135-1136
I
1
Tom estaba construyendo una casa en un gran valle, al pie de la empinada ladera de una colina y junto a un burbujeante y límpido arroyo.
Los muros alcanzaban un metro de altura y seguían subiendo rápidamente. Los dos albañiles que Tom había contratado trabajaban sin prisa aunque sin pausa de sol a sol, con sus paletas, mientras el peón que los acompañaba sudaba bajo el peso de los grandes bloques de piedra. Alfred, el hijo de Tom, estaba mezclando argamasa, cantando en voz alta al tiempo que arrojaba paletadas de arena en un pilón. Junto a Tom había también un carpintero, que en su banco de trabajo tallaba cuidadosamente un trozo de abedul con una azuela.
Alfred tenía catorce años y era alto como Tom. Este superaba en una cabeza a la mayoría de los hombres y Alfred solo medía unos cinco centímetros menos y seguía creciendo. Físicamente también eran parecidos. Ambos tenían el pelo castaño claro y los ojos verdosos con motas color marrón. La gente decía que los dos eran bien parecidos. Lo que más los diferenciaba era la barba. La de Tom era castaña y rizada, mientras que Alfred solo podía presumir de una hermosa pelusa rubia. Tom recordaba con cariño que había habido un tiempo en que su hijo tenía el pelo de ese mismo color. Ahora Alfred estaba convirtiéndose en un hombre, y Tom hubiera deseado que se tomara algo más de interés por el trabajo, porque aún tenía mucho que aprender para ser albañil como su padre. Pero hasta el momento los principios de la construcción solo parecían aburrir y confundir al muchacho.
Cuando la casa estuviera terminada sería la más lujosa en muchos kilómetros a la redonda. La planta baja se utilizaría como almacén, y su techo abovedado evitaría el peligro de incendio. La gran sala, que en realidad era donde la gente hacía su vida, estaría encima y se accedería a ella por una escalera exterior. La altura haría que resultase difícil atacar la casa y en cambio muy fácil defenderla. Adosada al muro de la sala habría una chimenea que expulsaría el humo del hogar. Se trataba de una innovación impresionante. Tom solo había visto una casa con chimenea, pero le había parecido una idea tan excelente que de inmediato se sintió dispuesto a copiarla. En un extremo de la casa, encima de la sala, habría un pequeño dormitorio, porque eso era lo que ahora exigían las hijas de los condes, demasiado delicadas para dormir en la sala con los hombres, las mozas de la servidumbre y los perros de caza. La cocina la construiría aparte, pues más tarde o más temprano todas se incendiaban y el único remedio era que estuviesen alejadas y conformarse con que la comida llegara tibia a la mesa.
Tom estaba haciendo la puerta de entrada. Las jambas debían ser redondas para que diesen la impresión de columnas, un toque de distinción para los nobles recién casados que habitarían la casa. Sin apartar la vista de la plantilla de madera modelada, Tom colocó su cincel en posición oblicua contra la piedra y lo golpeó suavemente con el gran martillo de madera. De la superficie se desprendieron unos pequeños fragmentos. Repitió la operación. La superficie estaba quedando tan redondeada y lisa como la de una catedral.
En otro tiempo Tom había trabajado precisamente en una catedral, la de Exeter. Al principio lo hizo como si se tratara de un trabajo más, y se sintió molesto y resentido cuando el maestro constructor le advirtió que su trabajo no se ajustaba del todo a las exigencias requeridas, ya que él tenía el convencimiento de que era bastante más cuidadoso que la mayoría de los albañiles. Sin embargo, pronto comprendió que no bastaba que los muros de una catedral estuvieran bien construidos. Tenían que ser perfectos, porque una catedral era para Dios y también porque siendo un edificio tan grande la más leve inclinación de los muros, la más insignificante variación en el nivel podía debilitar la estructura de forma fatal. El resentimiento de Tom se transformó en fascinación. La combinación de un edificio enormemente ambicioso con la más estricta atención al más ínfimo detalle, le abrió los ojos a la maravilla de su oficio. Del maestro de Exeter aprendió lo importante de la proporción, el simbolismo de diversos números y las fórmulas casi mágicas para lograr el grosor exacto de un muro o el ángulo de un peldaño en una escalera de caracol. Todas esas cosas le cautivaban. Y quedó verdaderamente sorprendido al enterarse de que muchos albañiles las encontraban incomprensibles.
Al cabo de un tiempo se había convertido en la mano derecha del maestro constructor, y fue entonces cuando empezó a darse cuenta de las limitaciones del maestro. El hombre era un gran artesano, pero un organizador incompetente. Se encontraba absolutamente desconcertado ante problemas tales como el modo de conseguir la cantidad de piedra exacta para no romper el ritmo de los albañiles, el asegurarse de que el herrero hiciera un número suficiente de herramientas útiles, el quemar cal y acarrear arena para quienes hacían la argamasa, el talar árboles para los carpinteros y recaudar el suficiente dinero del cabildo de la catedral para pagar por todo ello.

De haber permanecido en Exeter hasta la muerte del maestro constructor, era posible que hubiera llegado a reemplazarlo en su puesto, pero el cabildo se quedó sin dinero, en parte a causa de la mala administración de aquel, y los artesanos debieron irse a otra parte en busca de trabajo. El gobernador de Exeter le ofreció el puesto de constructor, para reparar y mejorar las fortificaciones de la ciudad. Sería un trabajo para toda la vida, salvo imprevistos, pero Tom lo rechazó porque quería participar en la construcción de otra catedral.
Agnes, su mujer, jamás comprendió esa decisión. Podrían haber tenido una buena casa de piedra, criados y establos, y todas las noches habría carne sobre la mesa a la hora de la cena. Jamás perdonó a Tom que rechazara aquel trabajo. No atinaba a comprender aquel terrible deseo por construir una catedral, provocado por la sorprendente complejidad de la organización, el desafío intelectual de los cálculos, la imponente belleza y grandiosidad del edificio acabado. Una vez que Tom hubo paladeado ese vino, nunca más pudo satisfacerle otro inferior.
Desde entonces habían pasado diez años y jamás habían permanecido por mucho tiempo en un mismo sitio. Tanto proyectaba una nueva sala capitular para un monasterio como trabajaba uno o dos años en un castillo o construía una casa en la ciudad para algún rico mercader. Pero tan pronto como ahorraba algún dinero se ponía en marcha con su mujer y sus hijos en busca de otra catedral.
Alzó la vista que mantenía fija en el banco y vio a Agnes en la linde del solar, con un cesto de comida en una mano y sujetando con la otra un gran cántaro que llevaba apoyado en la cadera. Era mediodía. Tom la miró con cariño. Nadie diría nunca de ella que era bonita, pero su rostro rebosaba fortaleza. Poseía una frente ancha, grandes ojos pardos, nariz recta y una mandíbula vigorosa. Llevaba el cabello, oscuro y recio, recogido en la nuca. Era el alma gemela de Tom.
Sirvió la cerveza para Tom y Alfred. Los tres permanecieron allí por un instante, bebiendo cerveza en tazas de madera. Y entonces, de entre los trigales, apareció saltando el cuarto miembro de la familia, Martha, bonita como un narciso, pero un narciso al que le faltara un pétalo, porque tenía un hueco entre los dientes de leche. Corrió hacia Tom, le besó la polvorienta barba y le pidió un pequeño sorbo de cerveza. Él abrazó su cuerpecillo huesudo.
—No bebas mucho o te caerás en una acequia —le advirtió. La niña avanzó en círculo tambaleándose, simulando estar bebida.
Todos se sentaron sobre un montón de leña. Agnes le tendió a Tom un pedazo de pan de trigo, una gruesa tajada de tocino hervido y una cebolla pequeña. Tom dio un bocado al tocino y empezó a pelar la cebolla. Después de asegurarse de que sus hijos comieran, Agnes comenzó a dar cuenta de su ración. Tal vez fue una irresponsabilidad rechazar aquel aburrido trabajo en Exeter e irme en busca de una catedral que construir, se dijo Tom, pero siempre he sido capaz de alimentarlos a todos pese a mi temeridad.
Del bolsillo delantero de su mandil sacó un cuchillo, cortó un trozo de cebolla y lo comió con un bocado de pan. Paladeó el sabor dulce y picante a la vez.
—Vuelvo a estar preñada —anunció Agnes.
Tom dejó de masticar y la miró fijamente. Sintió un escalofrío de placer. Una sonrisa de azoramiento se dibujó en su rostro, y no supo qué decir.
—Es sorprendente, ¿no? —añadió ella, ruborizándose.
Tom la abrazó.
—Bueno, bueno —dijo sin dejar de sonreír—. Otro bebé para tirarme de la barba. ¡Y yo que pensaba que el próximo sería el de Alfred!
—No te las prometas tan felices todavía —le advirtió Agnes—. Trae mala suerte nombrar a un niño antes de que nazca.
Tom hizo un gesto de asentimiento. Agnes había tenido varios abortos, un niño que había nacido muerto y otra chiquilla, Matilda, que solo había vivido dos años.
—Me gustaría que fuera un niño, ahora que Alfred ya es mayor. ¿Para cuándo será?
—Después de Navidad.
Tom empezó a hacer cálculos. La estructura de la casa estaría acabada cuando llegasen las primeras heladas, y entonces habría que cubrir con paja toda la obra de piedra para protegerla durante el invierno. Los albañiles pasarían los meses de frío cortando piedras para las ventanas y bóvedas, los marcos de las puertas y la chimenea, mientras que el carpintero haría las tablas para el suelo, las puertas y las ventanas, y Tom se encargaría del andamiaje para el trabajo en la parte alta y pondrían el tejado. Aquel trabajo daría de comer a la familia hasta Pentecostés, y para entonces el bebé tendría ya seis meses. Luego se pondrían de nuevo en marcha.
—Bueno —dijo él, contento—. Todo irá bien. —Dio otro bocado a la cebolla.
—Soy demasiado vieja para seguir pariendo hijos —se quejó Agnes—. Este tiene que ser el último.
Tom permaneció pensativo. No estaba seguro de cuántos años tenía su esposa, pero muchas mujeres concebían hijos en esa época de su vida, aunque era cierto que sufrían más a medida que se hacían mayores y que los niños no eran tan fuertes. Sin duda, Agnes estaba en lo cierto, pero ¿cómo asegurarse de que no volvería a concebir? De inmediato comprendió cómo podía evitarse, y su buen humor desapareció.
—Quizá consiga encontrar un buen trabajo en una ciudad —dijo, intentando contentarla—. Una catedral o un palacio. Y entonces podremos tener una gran casa con suelos de madera y una sirvienta para ayudarte con el bebé.
—Es posible —repuso ella con escepticismo, y sus facciones se endurecieron. No le gustaba oír hablar de catedrales. Si Tom nunca hubiera trabajado en una, decía su cara, en aquellos momentos ella podría estar viviendo en una casa de la ciudad, con dinero ahorrado y oculto bajo la chimenea y sin la menor preocupación.
Tom apartó la mirada y dio otro mordisco al tocino. Tenían algo que celebrar, pero estaban en desacuerdo. Se sentía decepcionado. Siguió masticando durante un rato y luego oyó los cascos de un caballo. Ladeó la cabeza para escuchar mejor. El jinete se acercaba a través de los árboles desde el camino cogiendo un atajo y evitando el pueblo.
Al cabo de un instante apareció un muchacho montado en un poni. Parecía un palafrenero, una especie de aprendiz de caballero.
—Tu señor viene de camino —anunció, apeándose.
—¿Te refieres a lord Percy? —Tom se puso de pie. Percy Hamleigh era uno de los hombres más importantes del país. Poseía aquel valle y otros muchos, y era quien pagaba la construcción de la casa.
—A su hijo —puntualizó el palafrenero.
—El joven William. —Era el hijo de Percy y quien había de ocupar aquella casa después de su matrimonio. Estaba prometido a lady Aliena, la hija del conde de Shiring.
—El mismo. —El palafrenero asintió—. Y está furioso.
A Tom se le cayó el mundo encima. En las mejores condiciones era difícil tratar con el propietario de una casa en construcción, pero con un propietario enfurecido resultaba prácticamente imposible.
—¿Por qué está furioso?
—Su novia lo ha rechazado.
—¿La hija del conde? —preguntó Tom, sorprendido. Le asaltó el temor. Hacía un momento que había estado pensando en lo seguro que se presentaba el futuro—. Pensé que todo estaba ya decidido.
—Eso creíamos todos… salvo, al parecer, lady Aliena —respondió el palafrenero—. Nada más conocerlo declaró que no se casaría con él ni por todo el oro del mundo.
Tom frunció el entrecejo, preocupado. Se negaba a admitir que aquello fuera verdad.
—Pero creo recordar que el muchacho no es mal parecido.
—Como si eso importara en su posición —intervino Agnes—. Si se dejara a las hijas de los condes casarse con quienes quisieran, todos estaríamos gobernados por juglares ambulantes o proscritos de ojos oscuros.
—Quizá la joven cambie de opinión —musitó Tom, esperanzado.
—Lo hará si su madre la sacude con una buena vara de abedul —dijo Agnes.
—Su madre ha muerto —informó el palafrenero.
Agnes hizo un gesto de asentimiento.
—Eso explica el que no conozca la realidad de la vida; pero no veo por qué su padre no puede obligarla.
—Al parecer, en cierta ocasión hizo la promesa de que jamás la obligaría a casarse con alguien a quien aborreciera —les aclaró el palafrenero.
—Una promesa necia —comentó Tom con irritación. ¿Cómo era posible que un hombre poderoso aceptara sin más el capricho de una muchacha? Su matrimonio podría influir en alianzas militares, finanzas baroniales…, incluso en la construcción de aquella casa.
—Tiene un hermano —dijo el palafrenero—, de manera que no es tan importante con quién pueda casarse ella.
—Aun así…
—Y el conde es un hombre inflexible —prosiguió el muchacho—. No faltará a una promesa, ni siquiera a la que haya hecho a una niña. —Se encogió de hombros—. Al menos eso es lo que dicen.
Tom se quedó mirando los bajos muros de piedra de la casa en construcción. Advirtió con inquietud que todavía no había ahorrado el dinero suficiente para mantener a su familia durante el invierno.
—Tal vez el muchacho encuentre otra novia con la que compartir esta casa. Tiene todo el condado para escoger.
—¡Por Dios! Creo que ahí está —anunció Alfred con su voz quebrada de adolescente.
Siguiendo su mirada, todos dirigieron la vista hacia el otro extremo del campo. Desde el pueblo llegaba un caballo a galope, levantando una nube de polvo por el sendero. La exclamación de Alfred había sido provocada tanto por el tamaño como por la velocidad del caballo. Era enorme. Tom ya había visto animales como aquel, pero tal vez no fuera ese el caso de Alfred. Se trataba de un caballo de batalla, tan alto de cruz que alcanzaba la barbilla de un hombre, y de anchura proporcional. En Inglaterra no se criaban semejantes caballos de guerra sino que procedían de ultramar y eran extraordinariamente caros.
Tom metió lo que le quedaba del pan en el bolsillo de su mandil y luego, entornando los ojos para protegerse del sol, miró a través del campo. El caballo tenía las orejas amusgadas y los ollares palpitantes, pero a Tom le pareció que llevaba la cabeza bien levantada, prueba de que aún seguía bajo control. El jinete, seguro de sí mismo, se echó hacia atrás al acercarse, tirando de las riendas, y el animal pareció reducir algo la marcha. Tom podía sentir ya el redoble de sus cascos en el suelo. Echó una mirada en derredor buscando a Martha, para recogerla y evitar que pudieran hacerle daño. A Agnes también se le había ocurrido la misma idea, pero no se veía a Martha por ninguna parte.
—En los trigales —dijo Agnes. Tom, que ya había pensado en ello, corría hacia la linde del campo. Escudriñó entre el ondulante trigo, con temor, pero no vio a la niña.
Lo único que se le ocurrió fue intentar que el caballo redujera la marcha. Salió al sendero y empezó a caminar hacia el corcel que avanzaba, agitando los brazos. El animal lo vio, alzó la cabeza y redujo la velocidad de manera perceptible. Sin embargo, y ante el horror de Tom, el jinete lo espoleó.
—¡Maldito loco! —exclamó Tom aun cuando el jinete no pudo oírle.
Y entonces fue cuando Martha salió de los trigales y avanzó hacia el sendero solo unos metros por delante de Tom.
Por un instante Tom quedó petrificado por el pánico. Luego echó a correr hacia su hija, gritando y agitando los brazos. Pero aquel era un caballo de guerra adiestrado para cargar contra hordas vociferantes y no se inmutó. Martha permanecía en medio del angosto sendero, mirando como hipnotizada el enorme animal que se le venía encima. Por un instante Tom comprendió con desesperación que no llegaría hasta su hija antes que el caballo. Se hizo a un lado, rozando con un brazo el trigo alto, y en el último instante el caballo se desvió hacia el otro lado. El estribo del jinete rozó el hermoso pelo de Martha. Uno de los cascos hizo un profundo hoyo en la tierra junto al pie descalzo de la niña. Luego, el caballo se alejó de ellos, cubriendo a ambos de tierra y polvo. Tom abrazó a la niña con fuerza contra su pecho.
Permaneció un momento inmóvil jadeando aliviado, con las piernas y los brazos temblorosos y un nudo en el estómago. Pero de inmediato se sintió invadido por la ira ante la incalificable temeridad de aquel estúpido jinete. Levantó furioso la mirada. Lord William estaba refrenando su montura. El caballo se desvió para evitar el edificio en construcción. Sacudió violentamente la cabeza y se puso de manos, pero William permaneció firme. Lo hizo ir a medio galope y, luego al trote, formando un amplio círculo.
Martha estaba llorando. Tom se la dio a Agnes y esperó a William. El joven lord era un muchacho alto y corpulento, de unos veinte años, pelo rubio y ojos tan rasgados que daba la impresión de tenerlos entornados por el sol. Vestía una túnica corta y negra con unas calzas negras y zapatos de cuero con correas que se entrecruzaban hasta las rodillas. Se mantenía erguido sobre el caballo y no parecía en modo alguno afectado por lo ocurrido. «Ese estúpido ni siquiera sabe lo que ha hecho —pensó Tom con amargura—. Me gustaría retorcerle el pescuezo.»
William detuvo el caballo ante el montón de leña y, dirigiéndose a la familia de constructores, preguntó:
—¿Quién está a cargo de esto?
Tom sentía deseos de decirle: «Si hubieras hecho daño a mi pequeña te habría matado», pero dominando a duras penas la ira, se acercó al caballo y lo sujetó por la brida.
—Soy el maestro constructor —repuso lacónico—. Me llamo Tom.
—Esta casa ya no se necesita —dijo William—. Despide a tus hombres.
Aquello era lo que Tom había temido, pero aún tenía la esperanza de que William estuviera actuando impelido por su enfado y de que lograra persuadirlo para que cambiara de opinión. Hizo un esfuerzo para hablar con tono cordial y razonable.
—Se ha trabajado mucho —dijo—. ¿Por qué dilapidar lo que habéis gastado? Algún día necesitaréis la casa.
—No me expliques cómo tengo que manejar mis asuntos, Tom Builder —replicó William—. Estáis todos despedidos. —Sacudió una rienda, pero Tom seguía sujetando la brida—. Suelta esa rienda —añadió con tono amenazador.
Tom tragó saliva. En un instante William haría levantar la cabeza al caballo. Tom se metió la mano en el bolsillo del mandil y sacó el trozo de pan que le había sobrado de la comida. Se lo tendió al caballo, que bajó la cabeza y lo tomó entre los dientes.
—Debo agregar algo antes de que os vayáis, mi señor —dijo con tono tranquilo.
—Suelta el caballo o te cortaré la cabeza.
Tom lo miró directamente a los ojos tratando de ocultar su miedo. Él era más corpulento que William, pero de poco le serviría si el joven lord sacaba su espada.
—Haz lo que te dice el señor —musitó Agnes, temerosa.
Se produjo un silencio mortal. Los demás trabajadores permanecían inmóviles, observando. Tom sabía que lo prudente era ceder, pero William había estado a punto de pisotear con su caballo a su pequeña, y ello lo había puesto furioso.
—Tenéis que pagarnos —dijo con el corazón desbocado.
William tiró de las riendas, pero Tom siguió sujetándolas con firmeza mientras el caballo hurgaba con el hocico en el bolsillo del mandil de Tom en busca de más comida.
—¡Dirigíos a mi padre para cobrar lo que se os debe! —exclamó William, furioso.
—Así lo haremos, mi señor. Os estamos muy agradecidos —dijo el carpintero con voz aterrada.
«¡Maldito cobarde!», pensó Tom, aunque él mismo estaba temblando.
—Si queréis despedirnos tenéis que pagarnos de acuerdo con la costumbre —se forzó a decir pese a todo—. La casa de vuestro padre está a dos días de viaje, y para cuando lleguemos es posible que él ya no se encuentre allí.
—Muchos hombres han muerto por menos que esto —le advirtió William, que tenía las mejillas enrojecidas por la ira.
Con el rabillo del ojo Tom vio al joven lord llevar la mano a la empuñadura de su espada. Sabía que había llegado el momento de ceder y presentar excusas, pero estaba enfadado, a pesar del miedo que sentía no se resignaba a soltar las bridas.
—Pagadnos primero y luego matadme —dijo con temeridad—. Tal vez os cuelguen o tal vez no, pero más tarde o más temprano moriréis, y entonces yo estaré en el cielo y vos en el infierno.
William palideció y su sonrisa de desprecio se convirtió en una mueca. Tom estaba sorprendido. ¿Qué era lo que había asustado al muchacho? Con toda seguridad no habría sido la mención del ahorcamiento. En realidad no era nada probable que ahorcaran a un lord por la muerte de un artesano. ¿Acaso le aterraba el infierno?
Por unos breves instantes permanecieron mirándose fijamente. Tom observó con asombro y alivio cómo la expresión de furia y desdén de William daba paso a otra de ansiedad y terror. Finalmente, William cogió una bolsa de cuero que llevaba en el cinturón y se la arrojó.
—Págales —le dijo.
Tom tentó a su suerte y siguió sin soltar las riendas cuando William tiró de estas y el caballo alzó la cabeza y avanzó de lado.
—La costumbre es que cuando se despide a un artesano hay que pagar una semana completa de salario —dijo. Detrás de él oyó a Agnes dar un resoplido, y supo que lo consideraba un loco por prolongar aquel enfrentamiento, pero pese a ello continuó, impasible—: De manera que serán seis peniques para el peón, doce para el carpintero y cada uno de los albañiles y veinticuatro para mí. En total, sesenta y seis peniques.
No conocía a nadie que fuera capaz de sumar peniques con tanta rapidez como él.
El palafrenero miraba a su amo con gesto interrogativo.
—Muy bien —dijo William, airado.
Tom soltó las riendas y dio un paso atrás.
William obligó al caballo a volverse espoleándolo con fuerza, y avanzó desde el sendero a través de los trigales.
De repente, Tom se dejó caer sobre el montón de leña. Se preguntaba qué demonios le había pasado. Había sido una locura desafiar de aquella manera a lord William. Se consideraba afortunado de estar con vida.
El resonar de los cascos del corcel de William fue perdiéndose en la lejanía. Tom vació la bolsa sobre una tabla y sintió una oleada de triunfo mientras escuchaba el tintineo de los peniques de plata al caer bajo la luz del sol. Había sido una locura, pero dio resultado. Había logrado un pago justo tanto para él como para los hombres que trabajaban a sus órdenes.
—Incluso los señores han de actuar según las costumbres —susurró casi para sí.
—Confiemos en que nunca tengas que pedir trabajo a lord William —dijo Agnes.
Tom la miró y sonrió. Era perfectamente consciente de que el mal humor de su esposa se debía a que había pasado mucho miedo.
—No frunzas tanto el entrecejo o cuando nazca el niño solo tendrás leche agria en los pechos.
—No podremos comer a menos que encuentres trabajo para el invierno.
—Aún falta mucho para que llegue el invierno —repuso Tom.
2
Pasaron el verano en el pueblo. Más adelante considerarían la decisión terriblemente equivocada, pero en aquel momento les pareció la más acertada, porque tanto Tom como Agnes y Alfred podían ganarse un penique diario cada uno trabajando en los campos durante la cosecha. Cuando al llegar el otoño se pusieron en marcha, poseían una pesada bolsa llena de peniques de plata y un cerdo bien cebado.
La primera noche la pasaron en el porche de la iglesia de un pueblo, pero la segunda encontraron un priorato y disfrutaron de la hospitalidad de los monjes. Al tercer día se encontraron en el corazón de Chute Forest, una vasta extensión de matorrales y monte selvático, por un camino no mucho más ancho que un carro, con la exuberante vegetación estival marchitándose entre los robles que la flanqueaban.
Tom llevaba las herramientas en una bolsa, los martillos colgados del cinturón y la capa enrollada bajo el brazo izquierdo; en la mano derecha, empuñaba su pico de hierro, que empleaba a modo de bastón. Se sentía feliz de encontrarse de nuevo en el camino. Tal vez su próximo trabajo fuera en una catedral. Podía llegar a ser maestro albañil y seguir allí el resto de su vida. Y construir una iglesia tan hermosa que le garantizara su entrada en el cielo.
Agnes llevaba sus escasas posesiones caseras dentro de la gran olla que se había atado a la espalda. Alfred tenía a su cargo las herramientas que utilizarían para construir una nueva casa en alguna parte: un hacha, una azuela, una sierra, un martillo pequeño, una lezna para hacer agujeros en el cuero y la madera y una pala. Martha era muy pequeña para llevar otra cosa que su tazón y su cuchillo atados a la cintura y su abrigo sujeto a la espalda. Sin embargo, tenía la obligación de conducir al cerdo hasta que lograran venderlo en el mercado.
Tom vigilaba a Agnes mientras caminaba por aquel interminable bosque. El embarazo estaba avanzado y, aparte del fardo que soportaba sobre la espalda, llevaba un peso considerable en el vientre. Pero parecía incansable. También Alfred parecía soportarlo muy bien. Estaba en esa edad en que a los muchachos les sobra tanta energía que no saben qué hacer con ella. Solo Martha se cansaba. Sus delgadas piernas parecían hechas para saltar de felicidad, no para largas marchas, y constantemente quedaba rezagada; los demás debían detenerse para que ella y el cerdo los alcanzaran. Mientras caminaba, Tom iba pensando en la catedral que un día construiría. Como siempre, empezó por imaginar una arcada. Era algo muy sencillo: dos verticales soportando un semicírculo. Luego pensó en otra, exactamente igual a la primera. Las unió mentalmente para formar una profunda arcada. A continuación añadió otra, y otra y muchas más, hasta tener una hilera de ellas unidas formando un túnel. Esa era la esencia de una construcción, ya que debía tener un techo para impedir que entrara la lluvia y dos paredes que sostuvieran el techo. Una iglesia no era más que un túnel refinado.
Los túneles eran oscuros, de manera que el primer toque de refinamiento consistía en las ventanas. Si el muro era lo bastante fuerte podían hacerse agujeros en él. Estos debían ser redondos en la parte superior, con los dos costados rectos y un alféizar plano, o sea con la misma forma que la arcada original. Una de las cosas que daban belleza a una construcción era utilizar formas similares para los arcos, las ventanas y las puertas. Otra era la regularidad, y Tom visualizó doce ventanas idénticas, separadas proporcionalmente a lo largo de cada uno de los muros del túnel.
Luego intentó visualizar las molduras sobre las ventanas, pero continuamente perdía la concentración. Tenía la sensación de que estaban observándolo. Claro que era una idea estúpida, se dijo, a menos, naturalmente, que estuvieran observándolos las aves, los zorros, los gatos, las ardillas, las ratas, los ratones, los hurones, los armiños y los campañoles que poblaban el bosque.
Al mediodía se sentaron junto a un arroyo. Bebieron su agua pura y comieron beicon frío y manzanas silvestres.
Por la tarde, Martha estaba cansada. Hubo un momento en que quedó rezagada unos cien metros. Mientras esperaban a que la niña los alcanzara, Tom recordaba a Alfred cuando tenía su misma edad. Había sido un chiquillo guapo, de cabello dorado, vigoroso y audaz. Tom sintió una mezcla de cariño e irritación mientras observaba a Martha reprender al cerdo por su lentitud. De repente, unos pasos por delante de la niña surgió una figura de los matorrales. Fue tan rápido lo que ocurrió después que Tom apenas podía creerlo. El hombre que apareció de súbito blandía una cachiporra. Tom sintió que le subía a la garganta un grito de terror, pero antes de que lograse emitir sonido alguno el hombre descargó la cachiporra sobre Martha. Le dio de pleno en un lado de la cabeza y hasta Tom llegó el espantoso sonido del impacto. La niña cayó al suelo como una muñeca desmadejada.

Tom echó a correr hacia ellos; sobre la dura tierra del camino sus pies sonaban como los cascos del corcel de William. Mientras corría veía lo que estaba pasando, pero era como contemplar una pintura en la parte alta del muro de una iglesia, porque era capaz de verla pero nada podía hacer para cambiarla. El atacante era un proscrito, sin lugar a dudas. Se trataba de un hombre bajo y fornido que vestía una blusa marrón e iba descalzo. Por un instante miró fijamente a Tom, quien observó que tenía el rostro horriblemente mutilado. Le habían cortado los labios, probablemente como castigo por un crimen en el que había tenido el papel destacado la mentira, y su boca, contraída por el tejido de la cicatriz, presentaba una mueca repulsiva. Aquella visión habría hecho pararse a Tom en seco de no haber sido por el cuerpecillo postrado de Martha.
El proscrito apartó la mirada de Tom y la fijó en el cerdo. Lo agarró con la rapidez de un rayo y se lo metió debajo del brazo. Luego desapareció de nuevo entre la enmarañada maleza, llevándose la única propiedad valiosa de la familia.
Tom se arrodilló al lado de Martha. Puso su ancha mano sobre el pequeño pecho de la niña y sintió latir su corazón con regularidad y fuerza, lo que hizo que sus peores temores se desvanecieran. Sin embargo, seguía con los ojos cerrados y tenía el cabello manchado de sangre roja y brillante.
Acto seguido Agnes se arrodilló junto a él. Aplicó la mano al pecho, la muñeca y la frente de Martha, y luego dirigió una firme mirada a su esposo.

—Vivirá —dijo con voz tensa—. Ahora ve a recuperar ese cerdo.
Tom se liberó rápidamente del saco de herramientas y lo dejó caer en el suelo. Con la mano izquierda cogió su gran martillo de hierro. Con la derecha seguía sujetando el pico. Observó los matorrales aplastados por donde había llegado y se había ido el ladrón, y oyó los gruñidos del cerdo por el bosque. Se adentró en la maleza.
Resultaba fácil seguir el rastro. El proscrito era un hombre de constitución pesada, que corría con un cerdo retorciéndose debajo del brazo y había abierto una ancha senda a través de la vegetación, aplastando sin miramientos flores, arbustos e incluso árboles jóvenes. Tom se lanzó furioso tras él, impaciente por echarle mano y golpearlo hasta dejarlo sin sentido. Atravesó, aplastándola, una espesura de pimpollos de abedul, rodó por una vertiente y chapoteó al cruzar una ciénaga que lo condujo hasta un angosto sendero, en el que se detuvo. El ladrón podía haber seguido por la izquierda o por la derecha, y ya no había rastros que mostraran el camino; pero Tom aguzó el oído y oyó gruñir al cerdo hacia la izquierda. También oyó a alguien corriendo por el bosque detrás de él. Lo más probable era que se tratara de Alfred. Corrió en busca del cerdo.
El sendero lo condujo hasta una hondonada; luego torcía bruscamente y empezaba a ascender de nuevo. Ahora ya podía oír claramente al animal. Siguió subiendo por la colina, respirando con dificultad; todos aquellos años de aspirar polvo de piedra habían debilitado sus pulmones. De repente, el sendero se hizo plano y Tom vio al ladrón, que a solo veinte o treinta metros de distancia corría como si le persiguieran todos los demonios. Hizo un esfuerzo supremo y de nuevo empezó a ganar terreno. Si podía continuar a aquel ritmo sin duda lo agarraría, ya que un hombre con un cerdo no puede correr tan deprisa como otro que no tenga que cargar con peso alguno. Pero ahora le dolía el pecho. El ladrón estaba a quince metros de distancia, a doce. Tom alzó el pico sobre su cabeza, a modo de lanza. Cuando se hallase un poco más cerca lo arrojaría contra el proscrito. Once metros, diez…
Un instante antes de lanzar el pico avistó con el rabillo del ojo una cara flaca con una gorra verde que emergía de los matorrales que bordeaban el sendero. Era demasiado tarde para desviarse. Lanzaron frente a él una pesada estaca que lo hizo tropezar y caer al suelo.
Había soltado el pico, pero aún tenía el martillo en la mano. Rodó por el suelo y se incorporó sobre una rodilla. Advirtió que eran dos: el de la gorra verde y un hombre calvo con una enmarañada barba blanca. Corrieron hacia Tom.
Tom se hizo a un lado y atacó con el martillo al de la gorra verde. El hombre lo esquivó, pero la enorme cabeza de hierro lo alcanzó en el hombro y le hizo emitir un alarido de dolor. Se dejó caer al suelo sujetándose el brazo como si lo tuviera roto. Tom no tenía tiempo de levantar nuevamente el martillo para asestar otro golpe demoledor antes de que el hombre calvo lo atacara a su vez, de manera que descargó el martillo contra la cara de su atacante.
Los dos hombres huyeron, atentos solo a sus heridas. Tom comprendió que ya no se animarían a agredirlo. Dio media vuelta. El ladrón seguía huyendo por el sendero. Tom reanudó la persecución, haciendo caso omiso del dolor que sentía en el pecho, pero apenas había corrido unos cuantos metros cuando oyó una voz familiar que gritaba a su espalda.
Alfred.
Se detuvo y volvió la vista atrás.
Alfred estaba peleando con los dos hombres, con los puños y los pies. Golpeó tres o cuatro veces en la cabeza al de la gorra verde y luego asestó varios puntapiés en las espinillas al hombre calvo. Pero los dos hombres lo cercaron de tal manera que Alfred ya no podía defenderse con la fuerza suficiente. Tom vaciló entre seguir tras el cerdo o rescatar a su hijo, pero entonces el calvo le puso una zancadilla a Alfred y al caer al suelo el muchacho los dos hombres se lanzaron sobre él y comenzaron a golpearlo en la cara y en el cuerpo.
Tom corrió hacia ellos. Se lanzó contra el calvo, arrojándolo de una embestida a los matorrales y luego, volviéndose, atacó martillo en ristre al de la gorra verde. El hombre, que ya había sentido los efectos de aquel martillo y que seguía sin poder utilizar más que un brazo, esquivó el primer golpe, dio media vuelta y corrió hacia los matorrales en busca de protección.
Tom se volvió y vio alejarse al hombre calvo por el sendero. Luego miró en dirección contraria. El ladrón con el cerdo había desaparecido de la vista. Masculló un juramento. Aquel cerdo representaba la mitad de cuanto había ahorrado durante el verano. Se sentó, jadeando, en el suelo.
—¡Los hemos vencido! —exclamó excitado Alfred.
Tom lo miró.
—Sí, pero se han llevado nuestro cerdo —dijo.
Habían comprado aquel animal en primavera, en cuanto hubieron ahorrado suficientes peniques, y habían estado engordándolo durante todo el verano. Un cerdo bien cebado podía venderse por sesenta peniques. Con algunas coles y un saco de grano podía alimentar durante todo el invierno a una familia, y además con su piel era posible obtener un par de zapatos y una o dos bolsas. Su pérdida era una catástrofe.
Tom miró con envidia a Alfred, que ya se había recuperado de la persecución y de la pelea y que esperaba impaciente. Qué lejos han quedado esos tiempos, en que yo era capaz de correr como el viento sin sentir apenas los latidos del corazón, pensó. Precisamente cuando tenía su misma edad…, hace veinte años. Veinte años. Parece que hubiese sido ayer.
Se puso de pie.
Pasó el brazo por los anchos hombros de Alfred mientras regresaban por el sendero. El muchacho todavía era un poco más bajo que su padre, aunque pronto lo alcanzaría e incluso lo sobrepasaría. «Espero que también crezca su entendimiento», se dijo Tom.
—Cualquier imbécil puede tomar parte en una pelea, pero el hombre prudente sabe mantenerse lejos de ella —dijo.
Alfred lo miró sin comprender. Salieron del sendero, cruzaron el terreno pantanoso y empezaron a subir por la ladera, siguiendo en sentido inverso el rastro que había dejado el ladrón. Mientras atravesaban el bosquecillo de abedules, Tom pensó en Martha y una vez más sintió que le hervía la sangre. El proscrito la había golpeado sin necesidad, ya que no representaba amenaza alguna para él.
Tom apretó el paso y un momento después salieron al camino. Martha permanecía tumbada en el mismo lugar. Tenía los ojos cerrados y la sangre empezaba a secarse en el pelo. Agnes estaba arrodillada junto a ella, y sorprendentemente había también otra mujer y un muchacho. Se le ocurrió pensar que no era tan extraño que a primera hora de aquel día se hubiera sentido observado, ya que al parecer por el bosque pululaba mucha gente. Tom se inclinó y puso nuevamente la mano sobre el pecho de su hija. Respiraba con normalidad.
—Pronto despertará —dijo la desconocida con tono autoritario—. Luego vomitará y después estará bien.
Tom la miró con curiosidad. Estaba arrodillada al lado de Martha. Era joven; quizá tuviera una docena de años menos que Tom. Su túnica corta, de cuero, dejaba al descubierto unas esbeltas y morenas piernas. Tenía una cara bonita, y el nacimiento de su cabellera castaña formaba un pico de viuda en su frente. Tom sintió el aguijón del deseo. Entonces ella levantó la vista para mirarlo, y él se sobresaltó. Tenía unos ojos intensos, muy hundidos, de un desusado color de miel dorada y oscura, que conferían a su rostro un aspecto mágico. Tuvo la certeza de que ella sabía lo que él había estado pensando.
Apartó la mirada de la mujer para disimular su turbación y se encontró con los ojos de Agnes. Parecía resentida.
—¿Dónde está el cerdo? —preguntó.
—Nos encontramos con otros dos proscritos —dijo Tom.
—Les sacudimos bien, pero el del cerdo logró escapar —añadió Alfred.
Agnes tenía una expresión severa, pero guardó silencio.
—Podemos llevar a la niña a la sombra si lo hacemos con cuidado —dijo la desconocida al tiempo que se ponía de pie.
Tom advirtió entonces que era pequeña, al menos treinta centímetros más baja que él. Se inclinó y cogió con sumo cuidado a Martha. Casi no sentía el peso de la niña. Avanzó unos cuantos pasos por el camino y la depositó sobre la hierba, a la sombra de un viejo roble. Seguía sin recuperar la conciencia.
Alfred estaba recogiendo las herramientas que habían quedado desperdigadas por el camino durante la pelea. El niño que acompañaba a la desconocida lo miraba con expresión de asombro, sin pronunciar palabra. Debía de tener unos tres años menos que Alfred y era un muchacho de aspecto peculiar, observó Tom, sin nada de la belleza sensual de su madre. Su tez era muy pálida, el pelo de un rojo anaranjado y los ojos azules, ligeramente saltones. Tom se dijo que tenía la mirada estúpidamente alerta de un zoquete; era la clase de chico que, o bien moría joven o sobrevivía para convertirse en el tonto del pueblo. Alfred se sentía visiblemente incómodo bajo su mirada.
Mientras Tom los observaba, el niño cogió la sierra de las manos de Alfred, sin decir nada, y la examinó como si se tratara de algo asombroso. Alfred, sorprendido ante aquella descortesía, se la quitó a su vez y el muchacho la soltó con indiferencia.
—¡Compórtate como es debido, Jack! —le dijo su madre, visiblemente contrariada.
Tom la miró. El muchacho no se parecía en absoluto a ella.
—¿Eres su madre? —le preguntó Tom.
—Sí. Me llamo Ellen.
—¿Dónde está tu marido?
—Ha muerto.
Tom se mostró sorprendido.
—¿Viajas sola? —inquirió con tono de incredulidad. El bosque resultaba ya bastante peligroso para un hombre como él. Una mujer sola apenas tendría posibilidades de sobrevivir.
—No estamos viajando —repuso Ellen—. Vivimos en el bosque.
Tom se sobresaltó.
—Quieres decir que sois… —Calló, pues no quería ofenderla.
—Proscritos —dijo ella—. ¿Acaso creías que todos los proscritos eran como ese Faramond Openmouth que te ha robado el cerdo?
—Sí —respondió Tom, aunque lo que hubiera querido decir era: «Jamás pensé que un proscrito pudiera ser una mujer hermosa». Incapaz de contener su curiosidad, preguntó—: ¿Qué crimen cometiste?
—Maldije a un sacerdote —contestó ella, apartando la mirada.
A Tom no le pareció que eso pudiera ser un delito, pero quizá aquel sacerdote tuviese gran poder o fuera muy quisquilloso. O tal vez Ellen no quisiera contar la verdad.
Miró a Martha. Poco después la niña abrió los ojos. Parecía confusa y algo asustada. Agnes se arrodilló junto a ella.
—Estás a salvo —le dijo—. No pasa nada.
Martha se incorporó y vomitó. Agnes la mantuvo abrazada hasta que los espasmos remitieron. Tom se sentía impresionado, pues la predicción de Ellen había resultado cierta. También había dicho que Martha se encontraría perfectamente bien, y al parecer también eso se cumplía. Se sintió aliviado y algo sorprendido ante la intensidad de su propia emoción. No soportaría perder a mi pequeña, se dijo, y tuvo que hacer un esfuerzo para contener las lágrimas. Se dio cuenta de que Ellen lo miraba comprensiva, y una vez más tuvo la impresión de que aquellos ojos de un dorado extraño podían leer hasta el fondo de su corazón.
Arrancó una ramita de roble, la despojó de sus hojas y limpió con ella la carita de Martha, que seguía estando pálida.
—Necesita descansar —dijo Ellen—. Dejadla echada el tiempo en que un hombre recorre cinco kilómetros.
Tom elevó la vista al sol. Todavía quedaba mucha luz por delante. Se acomodó para esperar. Agnes mecía suavemente a Martha en sus brazos. Jack dirigía su atención a la niña y la miraba con la misma estúpida intensidad. Tom quería saber más cosas sobre Ellen. Se preguntó si podría persuadirla de que le contara su historia. No quería que se fuera.
—¿Cómo ocurrió todo? —preguntó con vaguedad.
Ellen volvió a mirarlo a los ojos y luego empezó a hablar.
Su padre había sido un caballero, les dijo, un hombre corpulento, fuerte y violento que quería hijos con quienes cabalgar, cazar y luchar, compañeros con quienes beber e ir de juerga por las noches. Pero en este aspecto fue el hombre más infortunado que pudo existir, ya que su mujer le obsequió con Ellen y luego murió. Y cuando volvió a casarse, su segunda esposa resultó estéril. Acabó por aborrecer a la madrastra de Ellen y finalmente la envió lejos. Debió de ser un hombre cruel, pero a Ellen no se lo parecía; lo adoraba y compartía su antipatía por su segunda mujer. Cuando la madrastra se hubo marchado, Ellen se quedó con su padre y fue creciendo en una casa donde casi todo eran hombres. Se cortó el pelo, llevaba una daga y aprendió a no jugar con gatitos ni a preocuparse por los viejos perros ciegos. Cuando tenía la edad de Martha solía escupir en el suelo, comer corazones de manzana y dar fuertes patadas a los caballos en el vientre para hacerlos aspirar con fuerza y así apretarles más la cincha. Sabía que a todos los hombres que no formaban parte de la pandilla de su padre los llamaban «soplapollas» y a todas las mujeres que no iban con ellos, zorras, aunque no estaba muy segura de lo que aquellos insultos significaban en realidad ni le importaba demasiado.
Mientras escuchaba su voz acariciado por la suave brisa de una tarde otoñal, Tom cerró los ojos y se la imaginó como una chiquilla de pecho liso y cara sucia, sentada a la larga mesa, con los brutales camaradas de su padre bebiendo cerveza fuerte, eructando y entonando canciones sobre batallas, rapiñas y violaciones, caballos, castillos y vírgenes, hasta quedar dormida con la pequeña y trasquilada cabeza apoyada sobre la áspera superficie de la mesa.
Si hubiera seguido teniendo el pecho liso, su vida habría sido feliz, pero llegó el día en que los hombres comenzaron a mirarla de forma distinta. Ya no soltaban risas estentóreas cuando les decía: «Quitaos de mi camino si no queréis que os arranque los cojones y se los dé de comer a los cerdos». Algunos la contemplaban extasiados cuando se quitaba la túnica de lana y se echaba a dormir cubierta con la larga camisola de lino. Cuando hacían sus necesidades en el bosque se volvían de espaldas a ella, algo que nunca habían hecho hasta entonces.
Cierto día vio a su padre conversar seriamente con el párroco, lo cual era verdaderamente inusitado, y ambos se volvían a mirarla como si estuvieran hablando de ella. A la mañana siguiente su padre le dijo: «Vete con Henry y Everard y haz lo que te digan». Luego la besó en la frente. Ellen se preguntó qué le ocurriría. ¿Acaso se volvía blando con la edad? Montó a lomos de su corcel gris, ya que siempre se había negado a cabalgar el palafrén propio de las damas o el poni de los niños, y se puso en marcha con los dos hombres de armas.
La llevaron a un convento y allí la dejaron.
Por todo aquel lugar sonaron los juramentos obscenos de Ellen cuando los dos hombres emprendieron el camino de regreso. Apuñaló a la abadesa y volvió a pie a la casa de su padre. Él la envió de nuevo al convento, atada de pies y manos y sujeta a la montura de un asno. La tuvieron recluida en la celda de castigo hasta que la abadesa se recuperó de las heridas. El lugar era frío, húmedo y tan oscuro como la noche, y aunque había agua para beber no tenía nada de comer. Cuando la dejaron salir huyó de nuevo a casa. Su padre volvió a enviarla al convento, y en esa ocasión la azotaron antes de meterla en la celda.
Ni que decir tiene que finalmente consiguieron que vistiese el hábito de novicia, acatara las reglas y aprendiese las oraciones, aunque en el fondo de su corazón aborreciera a las monjas, despreciara a los santos y en principio no creyese nada de cuanto le decían sobre Dios. Pero aprendió a leer y escribir, dominó la música, los números y el dibujo e incorporó el latín al francés y el inglés que ya hablaba en casa de su padre.
En definitiva, la vida en el convento no era tan mala después de todo. Se trataba de una comunidad exclusivamente femenina, con reglas y rituales peculiares, y aquello era exactamente a lo que ella estaba acostumbrada. Todas las monjas tenían que hacer algún trabajo físico, y Ellen pronto fue destinada a trabajar con los caballos. No pasó mucho tiempo antes de que tuviera a su cargo los establos.
La pobreza jamás le preocupó. No le fue fácil obedecer, pero finalmente lo logró. La tercera regla, la castidad, nunca llegó a molestarle demasiado, aunque de vez en cuando, y solo por fastidiar a la abadesa, descubría a alguna de las otras novicias los placeres de…
Al llegar a ese punto, Agnes interrumpió el relato de Ellen y se llevó consigo a Martha en busca de un arroyo donde limpiarle la cara y lavarle la túnica. Para que le procurase protección se llevó también a Alfred, aunque aseguró que se quedaría cerca. Jack se levantó dispuesto a seguirlos, pero Agnes le dijo con firmeza que no lo hiciera, y el muchacho pareció entender, porque volvió a sentarse. Tom comprendió que Agnes se había llevado a sus hijos para que no siguieran oyendo aquella historia indecente e impía, al tiempo que lo dejaba a él vigilado.
Cierto día, prosiguió Ellen, el palafrén de la abadesa se quedó cojo, cuando esta llevaba varios días fuera del convento. Dio la casualidad de que el priorato de Kingsbridge estaba cerca, de manera que el prior le prestó otro caballo para que siguiera camino. Una vez de regreso en el convento, la abadesa dijo a Ellen que devolviese al priorato el caballo prestado y trajera consigo el animal cojo.
Allí, en el establo del monasterio, a la vista de la ruinosa y vieja catedral de Kingsbridge, Ellen conoció a un muchacho que parecía un animalillo maltratado. Tenía las extremidades flexibles como un cachorro y a pesar de parecer alerta, se mostraba asustado, como si le hubieran arrancado a golpes toda su alegría y sus ganas de jugar. Al hablarle Ellen, no la entendió. Ella probó con el latín, pero no era un monje. Finalmente dijo algo en francés, lo que hizo que al muchacho se le iluminase el rostro y le contestase en la misma lengua.
Ellen jamás regresó al convento.
Desde aquel día vivió en el bosque. Primero en una tosca choza de ramas y hojas, y más adelante en una cueva seca. No había olvidado las habilidades masculinas que había aprendido en casa de su padre. Podía cazar un ciervo, poner trampas a los conejos y abatir cisnes con el arco. Era capaz de despedazar un animal muerto y guisar su carne. Incluso sabía cómo raer y curar los cueros y pieles con que confeccionaba su indumentaria. Además de caza, comía frutos silvestres, frutos secos y vegetales. Cualquier otra cosa que necesitara, como sal, ropa de lana, un hacha o un cuchillo nuevo, tenía que robarla.
Lo peor fue cuando nació Jack.
Tom quiso saber entonces qué había pasado con el francés. ¿Era el padre de Jack? Y en tal caso, ¿cuándo y en qué circunstancias había muerto? Pero por la expresión de ella comprendió que no estaba dispuesta a hablar de aquella parte de la historia y daba la impresión de ser una persona a la que nadie podría persuadir en contra de su voluntad, de manera que Tom decidió no preguntar nada.
Para entonces su padre había muerto, y sus hombres se dispersaron de tal manera que a ella ya no le quedaban parientes ni amigos en el mundo. Cuando Jack estaba a punto de nacer, ella hizo una hoguera en la boca de la cueva, para que se mantuviera encendida durante toda la noche. Tenía comida y agua a mano, así como un arco, flechas y cuchillos para protegerse de los lobos y de los perros salvajes. Incluso disponía de una pesada capa roja que había robado a un obispo para envolver con ella al recién nacido. Pero para lo que no estaba preparada era para el dolor y el miedo de dar a luz, y durante mucho tiempo creyó que se moría. Sin embargo, el niño nació saludable y vigoroso, y ella sobrevivió.
Durante los once años siguientes, Ellen y Jack llevaron una vida sencilla y frugal. El bosque les daba cuanto necesitaban siempre que anduvieran con cuidado y almacenaran suficientes manzanas, nueces y venado ahumado o en salazón para los meses de invierno. Ellen pensaba a menudo que si no hubiera reyes, señores, arzobispos ni sheriffs, todo el mundo podría vivir de esa manera y ser perfectamente feliz.
Tom le preguntó cómo se las arreglaba con los demás proscritos, con hombres como Faramond Openmouth. ¿Qué pasaría si la sorprendieran por la noche e intentaran violarla?, se preguntaba al tiempo que la idea hacía que sintiera un estremecimiento de deseo, aun cuando él jamás hubiera poseído a una mujer contra su voluntad. Ni siquiera a la suya.
Ellen, mirando a Tom con aquellos ojos claros y luminosos, le dijo que los otros proscritos le tenían miedo, y al instante él imaginó el motivo. Creían que era una bruja. En cuanto a las personas cumplidoras de la ley, personas que sabían que podían robar, violar o asesinar a un proscrito sin miedo al castigo, Ellen se limitaba a evitarlas. Entonces ¿por qué no se había ocultado de Tom? Porque había visto a una niña herida y había querido ayudar. Ella también tenía un hijo.
Había enseñado a Jack todo lo que había aprendido en casa de su padre sobre armas y caza, y también todo cuanto le habían enseñado las monjas: a leer y escribir, música y números, francés y latín, cómo dibujar, incluso historias de la Biblia. Finalmente, durante las largas noches invernales le había transmitido todo el legado del muchacho francés que sabía más historias, poemas y canciones que cualquier otro en el mundo.
Tom no creía que un niño como Jack supiera leer y escribir. Él podía escribir su nombre y unas pocas palabras como «peniques», «metros» y «litros». Agnes, que era hija de un hombre de iglesia, sabía algunas más, aunque escribía lentamente y con dificultad, sacando la lengua por la comisura de la boca. Alfred, en cambio, no sabía escribir una sola palabra y apenas era capaz de entender su propio nombre, y Martha ni siquiera sabía eso. ¿Era posible que aquel muchacho medio tonto supiera más que toda la familia de Tom?
Ellen le dijo a Jack que escribiera algo, y el chico alisó la tierra y garrapateó unas letras. Tom reconoció la primera palabra, «Alfred», aunque no las otras, y se sintió un estúpido. Ellen puso fin a aquella situación embarazosa leyendo en voz alta toda la frase: «Alfred es más alto que Jack». Luego el muchacho dibujó rápidamente dos figuras, una más grande que la otra, y aunque ambas eran muy toscas, una tenía los hombros anchos y una expresión más bien bovina y la otra era pequeña y tenía una mueca sonriente. Tom, que por su parte tenía una gran facilidad para el dibujo, quedó asombrado ante la sencillez y vigor de aquellos dibujos.
Pero aun así el muchacho parecía idiota.
Ellen, como si hubiera adivinado los pensamientos de Tom, confesó que había empezado a darse cuenta de ello. Jamás había tenido la compañía de otros niños o de otro ser humano a excepción de su madre, y el resultado era que estaba creciendo como un animal salvaje. Pese a todos sus conocimientos no sabía cómo comportarse con la gente. Ese era el motivo de que guardara silencio, se quedara mirando fijamente o arrebatara las cosas.
Mientras hablaba, la mujer parecía vulnerable por primera vez. Había desaparecido aquella inquebrantable seguridad en sí misma y Tom advirtió que estaba inquieta, casi desesperada. Por el bien de Jack tenía que incorporarse de nuevo a la sociedad, pero ¿cómo? De ser un hombre habría podido convencer a algún señor de que le concediera una granja, sobre todo si le mentía de manera convincente diciéndole que acababa de regresar de peregrinación a Jerusalén o Santiago de Compostela. También había algunas mujeres granjeras, pero invariablemente eran viudas con hijos mayores. Ningún señor daría una granja a una mujer con un hijo pequeño. Nadie en la ciudad ni en el campo la contrataría como trabajadora. Además, no tenía dónde vivir, y rara vez se ofrecía vivienda cuando se trataba de un trabajo para el que no se requería especialización alguna. En definitiva, no tenía identidad.
Tom sintió lástima por ella. Había dado a su hijo cuanto podía, pero no era bastante. No veía solución a su dilema. Pese a ser una mujer hermosa, con recursos y realmente formidable, estaba condenada a pasar el resto de su vida escondiéndose en el bosque con su extraño hijo.
Finalmente volvieron Agnes, Martha y Alfred. Tom miró ansioso a la niña, a quien todo lo que parecía haberle ocurrido era que le hubiesen lavado a conciencia la cara. Durante un rato Tom se había sentido absorto por los problemas de Ellen, pero en aquel momento se enfrentó de nuevo con su propia situación. Estaba sin trabajo y les habían robado el cerdo. Empezaba a anochecer.
—¿Adónde os dirigís? —preguntó Ellen.
—A Winchester —respondió Tom. Winchester tenía un castillo, un palacio, varios monasterios y, lo más importante, una catedral.
—Salisbury está muy cerca —observó Ellen—, y la última vez que estuve allí estaban ampliando la catedral.
A Tom se le aceleró el corazón. Aquello era lo que estaba buscando. Si lograba encontrar trabajo en el proyecto de construcción de una catedral se creía con capacidad suficiente para llegar a ser maestro constructor.
—¿Por dónde se va a Salisbury? —preguntó ansioso.
—Tendréis que retroceder cinco o seis kilómetros por el camino por el que habéis venido. ¿Recuerdas la encrucijada en que cogisteis a la izquierda?
—Sí, junto a una charca de agua estancada.
—Eso es. El camino de la derecha lleva a Salisbury.
Se despidieron. A Agnes no le gustó Ellen, pese a lo cual le dijo con amabilidad:
—Gracias por ayudarme a cuidar de Martha.
Ellen sonrió y permaneció pensativa cuando se alejaron.
Después de caminar unos minutos, Tom volvió la cabeza. Ellen seguía allí, observándolos, de pie en el camino, con las piernas separadas, protegiéndose los ojos con la mano. Junto a ella se encontraba aquel peculiar muchacho. Tom la saludó con la mano y ella le devolvió el saludo.
—Una mujer interesante —le comentó Tom a Agnes.
Agnes no respondió.
—Ese chico es muy extraño —añadió Alfred.
Caminaron bajo el sol otoñal, que ya se ponía en el horizonte. Tom se preguntaba cómo sería Salisbury. Nunca había estado allí. Claro que su sueño era el de construir una catedral nueva desde sus cimientos, pero eso casi nunca ocurría. Era mucho más corriente encontrarse con una vieja construcción que estaba siendo mejorada, ampliada o reedificada en parte. Pero a él le bastaría con eso siempre que ofreciera la posibilidad de intervenir de acuerdo con sus proyectos.
—¿Por qué me golpeó ese hombre? —preguntó Martha.
—Porque quería robarnos el cerdo —le contestó Agnes.
—Debería tener su propio cerdo —dijo indignada Martha, como si solo entonces cayese en la cuenta de que el proscrito había hecho algo malo.
El problema de Ellen estaría resuelto si supiera algún oficio, pensó Tom. Un albañil, un carpintero, un tejedor o un curtidor jamás se hubiera encontrado en la situación de ella. Él siempre podía ir a una ciudad y buscar trabajo. Había algunas mujeres artesanas, pero en general eran esposas o viudas de artesanos.
—Lo que esa mujer necesita es un marido —dijo Tom en voz alta.
—Tal vez, pero no el mío —replicó Agnes con tono resuelto.
3
El día que perdieron el cerdo fue también el último del buen tiempo. Aquella noche la pasaron en un granero, y al salir por la mañana el cielo estaba plomizo y soplaba un viento frío con rachas de fuerte lluvia. Desenrollaron sus gruesos abrigos, se los pusieron, abrochándoselos bien debajo de la barbilla, y se cubrieron la cara con la capucha para protegerse de la lluvia. Echaron a andar con desgana; cuatro lamentables fantasmas bajo un intenso aguacero, chapoteando con sus zuecos de madera por el embarrado camino lleno de charcos.
Tom se preguntaba cómo sería la catedral de Salisbury. En principio una catedral era una iglesia como otra cualquiera; la diferencia residía, sencillamente, en que en ella el obispo tenía su trono. Pero en la realidad las catedrales eran las más grandes, ricas, espléndidas y primorosas iglesias que había. Una catedral rara vez era nada más que un túnel con ventanas. En su mayor parte consistían en tres túneles, uno alto flanqueado por otros dos más pequeños, como si se tratase de una cabeza y los dos hombros. El conjunto formaba una nave con sendos pasillos a los costados. Los muros laterales del túnel central se reducían a dos hileras de pilares enlazados entre sí por arcos, formando una arcada. Las naves laterales se empleaban para procesiones, que en una iglesia catedral podían llegar a ser espectaculares. En ocasiones su espacio se dedicaba también a pequeñas capillas consagradas a determinados santos, que atraían donativos extraordinarios. Las catedrales eran las construcciones más costosas del mundo, mucho más que palacios y castillos, y debían hacerse merecedoras de su mantenimiento.
Salisbury estaba más cerca de lo que Tom había pensado. A media mañana terminaron su ascensión y se encontraron con que el camino descendía suavemente delante de ellos, trazando una larga curva. A través de los campos azotados por la lluvia, sobre la lisa llanura, semejante a una embarcación en medio de un lago, vieron la ciudad fortificada de Salisbury, que se alzaba sobre una colina. Los detalles aparecían velados debido a la lluvia, pero Tom logró distinguir cuatro o cinco torres por encima de los muros de la ciudad. A la vista de tanta obra de sillería, se sintió animado.
Un viento glacial barrió la llanura, helándoles la cara y las manos, mientras avanzaban por el camino en dirección a la puerta del Este de la ciudad. Al pie de la colina convergían cuatro caminos entre un enjambre de casas que se prolongaban desde la ciudad y allí se unieron a ellos otros viajeros que caminaban con la cabeza gacha y los hombros encorvados, luchando contra los elementos y en busca del refugio que ofrecían aquellos muros.
En la ladera que conducía hasta la puerta toparon con una carreta tirada por una yunta de bueyes y cargada con una gran piedra, circunstancia que Tom encontró extremadamente alentadora. El carretero se hallaba inclinado sobre la parte posterior del tosco vehículo de madera, empujando con el hombro e intentando ayudar con su fuerza a los dos bueyes que avanzaban a duras penas.
Tom vio la oportunidad de trabar amistad con alguien. Hizo una seña a Alfred y ambos arrimaron el hombro a la parte trasera de la carreta, ayudando en el esfuerzo.
Las enormes ruedas de madera retumbaron sobre un puente de troncos que cruzaba un enorme foso seco. Los terraplenes eran formidables. Tom pensó que para cavar aquel foso y hacer subir la tierra a fin de formar la muralla de la ciudad debieron de trabajar centenares de hombres, lo que constituía una tarea mucho mayor incluso que excavar los cimientos de la catedral. El puente por el que avanzaba la carreta crujía bajo el peso de esta y los dos vigorosos animales que tiraban de ella.
La ladera se niveló y la carreta se movió con una mayor facilidad cuando se encontraban cerca de la puerta. El carretero se enderezó y Tom y Alfred lo imitaron.
—Os lo agradezco de corazón —dijo el hombre.
—¿Para qué es esta piedra? —le preguntó Tom.
—Para la nueva catedral.
—¿Para la nueva catedral? Oí decir que solo iban a agrandar la vieja.
El carretero asintió.
—Eso era lo que decían hace diez años, pero ahora hay más nueva que vieja.
Seguían las buenas noticias.
—¿Quién es el maestro constructor?
—John de Shaftesbury, aunque el obispo Roger tiene mucho que ver con los diseños.

Era normal. Los obispos muy raramente dejaban que los constructores hicieran solos el trabajo. A menudo uno de los problemas del maestro constructor consistía en calmar la enfebrecida imaginación de los clérigos y establecer unos límites prácticos a la desbordada fantasía de estos, pero el que contrataba a los hombres debía de ser John de Shaftesbury.
—¿Albañil? —preguntó el carretero, indicando con la cabeza la bolsa de herramientas de Tom.
—Sí; y en busca de trabajo.
—Es posible que lo encuentres —le dijo el carretero, sin añadir nada más al respecto—. Si no en la catedral, quizá en el castillo.
—¿Quién gobierna el castillo?
—Roger es a la vez obispo y señor.
«Claro», se dijo Tom. Había oído hablar del poderoso Roger de Salisbury, que desde hacía muchísimos años estaba al costado del rey.
Franquearon la puerta y se encontraron dentro de la ciudad. La plaza estaba tan abarrotada de edificios que tanto la gente como los animales parecían hallarse en peligro de desbordar su muralla circular y caer todos al foso. Las casas de madera estaban pegadas las unas a las otras, empujándose como los espectadores de un ahorcamiento. Hasta la mínima porción de terreno se hallaba ocupada. Allí donde se habían construido dos casas separadas por un callejón, alguien había introducido en este una morada sin ventanas, ya que la puerta ocupaba casi todo el frente. Y allí donde el espacio era demasiado pequeño incluso para la más angosta de las casas, habían instalado un puesto para la venta de cerveza, pan o manzanas. Y si ni siquiera había sitio para esto, entonces había un establo, una porqueriza, un estercolero o un depósito de agua.
Y también era ruidosa. La lluvia no lograba amortiguar el fragor que procedía de los talleres de los artesanos ni los gritos de los vendedores ambulantes que voceaban sus mercancías, o la gente que se saludaba, regateaba o discutía. Había, además, animales que relinchaban, ladraban o se peleaban.
—¿Por qué huele tan mal? —preguntó Martha levantando la voz para hacerse oír por encima del ruido.
Tom sonrió. La niña llevaba un par de años sin pisar una ciudad.
—Es el olor de la gente —respondió.
La calle era poco más ancha que la carreta, pero el carretero no dejó que los bueyes se detuvieran por temor a que no volvieran a ponerse en marcha. Los azuzó con el látigo, haciendo caso omiso de todo obstáculo, y los animales prosiguieron en su ciego avance a través del gentío, apartando por la fuerza, de manera indiscriminada a un caballero a lomos de su brioso corcel, a un guardabosques con su arco, a un monje gordo montado en un poni, a hombres de armas y mendigos, amas de casa y prostitutas. El carro se encontró detrás de un pastor viejo que se esforzaba por mantener unido su pequeño rebaño. Tom pensó que debía de ser día de mercado. Al paso de la carreta, una de las ovejas entró por la puerta abierta de una cervecería y al instante todo el rebaño invadió el local, balando asustadas y derribando a su paso mesas, taburetes y jarras de cerveza.
La calle era un auténtico lodazal cubierto de porquerías. Tom sabía calibrar bien la lluvia que podía caer sobre un tejado y el ancho del canalón capaz de verterla, y advirtió que toda la lluvia que caía sobre los tejados de aquella parte de la ciudad iba a parar a esa misma calle. Se dijo que, de ser muy fuerte la tormenta, se necesitaría una embarcación para atravesarla.
La calle iba ensanchándose a medida que se acercaban al castillo que se alzaba en la cima de la colina. Allí ya había casas de piedra, una o dos de ellas necesitadas de pequeñas reparaciones. Pertenecían a artesanos y mercaderes que tenían sus tiendas y almacenes en la planta baja o en el primer piso de la vivienda. Tom llegó a la conclusión, mientras observaba con mirada experta cuanto se exponía a la venta, de que se trataba de una ciudad próspera. Todo el mundo necesitaba cuchillos y cacerolas, pero solo la gente acaudalada compraba chales bordados, cinturones con adornos y broches de plata.
Frente al castillo, el carretero dirigió los bueyes hacia la derecha y Tom y su familia lo siguieron. La calle formaba un cuarto de círculo, bordeando las murallas del castillo. Cuando hubieron franqueado otra puerta dejaron atrás el tumulto de la ciudad, con la misma rapidez con que se habían sumergido en él, y entraron en una clase diferente de turbulencia: la de la diversidad febril aunque ordenada de una importante obra en construcción.
Se encontraban en el interior del recinto amurallado de la catedral, que ocupaba toda la cuarta parte del círculo noroeste de la ciudad. Tom se detuvo por un instante; solo con ver aquello, escucharlo y olerlo se sentía ilusionado como ante un día soleado. Mientras seguían al carro vieron que otros dos se alejaban vacíos. En alpendes, a lo largo de los muros de la iglesia, había albañiles que esculpían bloques de piedra con cinceles de hierro y martillos de madera, dándoles las formas que una vez unidas formarían plintos, columnas, capiteles, fustes, contrafuertes, arcos, ventanas, remates, antepechos y parapetos. En el centro del recinto, y muy alejada de otros edificios, se encontraba la herrería; a través de la puerta abierta se veía el resplandor del fuego que ardía en la fragua. Y por todo el recinto resonaba el vigoroso sonido del martillo sobre el yunque mientras el herrero hacía herramientas nuevas para sustituir a las que ya estaban desgastándose en manos de los albañiles. Para mucha gente aquella sería una escena caótica, pero lo que Tom vio era un inmenso y complejo mecanismo que deseaba ardientemente controlar. Vio lo que cada hombre estaba haciendo y advirtió de inmediato lo mucho que habían avanzado los trabajos. Estaban levantando la fachada de la parte este.

En el extremo oriental, a una altura de ocho o nueve metros, había una serie de andamios. Los albañiles se habían refugiado en el pórtico, esperando que amainara la lluvia, pero los peones subían y bajaban corriendo por las escaleras cargando piedras sobre los hombros. Más arriba todavía, en la estructura de madera del tejado, se encontraban los fontaneros, semejantes a arañas que se deslizaran por una telaraña gigante de madera, clavando chapas de plomo en las riostras e instalando los tubos y canalones de desagüe.
Tom comprendió con pesar que el edificio estaba prácticamente terminado. Si llegaban a contratarlo, el trabajo no duraría más de un par de años, apenas el tiempo suficiente para alcanzar la posición de maestro albañil, con lo que sus sueños de convertirse en maestro constructor se esfumaban. No obstante, si llegaran a ofrecerle trabajo lo aceptaría, pues el invierno se les venía encima. Él y su familia podrían haber sobrevivido todo un invierno de haber tenido el cerdo, pero sin él Tom estaba obligado a encontrar trabajo.
Siguieron a la carreta a través del recinto hasta donde estaban amontonadas las piedras. Los bueyes hundieron agradecidos sus cabezas en el abrevadero.
—¿Dónde está el maestro constructor? —preguntó el carretero a un albañil que pasaba por allí.
—En el castillo —contestó el hombre.
—Supongo que lo encontrarás en el palacio del obispo —dijo el carretero volviéndose hacia Tom, después de agradecer con un movimiento de cabeza la información.
—Gracias.
—Gracias a ti.
Tom salió del recinto seguido de Agnes y los niños. Volvieron sobre sus pasos por las angostas calles atestadas de gente hasta llegar frente al castillo. Había otro foso seco y una segunda y enorme muralla de tierra que rodeaba la fortaleza central. Atravesaron el puente levadizo. A un lado de la puerta había una garita, y sentado en un taburete un hombre fornido con túnica de piel miraba caer la lluvia. Iba armado.
—Buenos días; me llamo Tom Builder y necesito ver al maestro constructor, John de Shaftesbury —dijo Tom dirigiéndose a él.
—Está con el obispo —le informó con indiferencia el centinela.
Entraron en el castillo que, al igual que la mayoría de ellos, era una serie de construcciones rodeadas por un muro de tierra. El patio debía de tener unos cien metros de parte a parte. Frente a la puerta y en el extremo más alejado se alzaba un macizo torreón, el último reducto en caso de ataque, que se elevaba por encima de las murallas para que sirviera de atalaya. A su izquierda se extendían varias edificaciones bajas, en su mayor parte de madera: un establo largo, una cocina, una panadería y diversos almacenes. En el centro del conjunto había un pozo. A la derecha, ocupando casi toda la mitad septentrional del recinto, se alzaba un gran edificio de piedra, a todas luces el palacio. Estaba construido en el mismo estilo que la catedral nueva, con las puertas y ventanas pequeñas y la parte superior curvada. Tenía dos plantas y los albañiles aún estaban trabajando en una de sus esquinas, al parecer construyendo una torre. Pese a la lluvia había mucha gente en el patio, saliendo y entrando, o yendo de un edificio a otro: hombres de armas, sacerdotes, mercaderes, albañiles y sirvientes del palacio.
Tom observó que el palacio tenía varias puertas, todas ellas abiertas a despecho del mal tiempo. No estaba del todo seguro sobre qué debía hacer. Si el maestro constructor estaba con el obispo quizá no debiera interrumpirlos. Por otra parte, un obispo no era un rey, y Tom era un hombre libre, un albañil con un asunto perfectamente legal entre manos, y no un siervo plañidero que fuera con una queja. Decidió pedir audiencia. Dejó a Agnes y a Martha y, en compañía de Alfred, cruzó el embarrado patio hasta llegar al palacio, en el que entró por la puerta más próxima.
Se encontraron en una pequeña capilla de techo abovedado y una ventana en el extremo más alejado, sobre el altar. Cerca de la puerta estaba sentado un sacerdote ante un escritorio alto, escribiendo rápidamente sobre papel vitela. Alzó la vista.
—¿Dónde está maese John? —preguntó Tom de inmediato.
—En la sacristía —repuso el sacerdote, indicando con la cabeza una puerta.
Tom no preguntó si podía ver al maestro. Pensó que si se comportaba como si estuvieran esperándolo era probable que perdiese menos tiempo. Cruzó la pequeña capilla a grandes zancadas y entró en la sacristía.
Se trataba de una cámara pequeña y cuadrada iluminada por infinidad de velas. La mayor parte del suelo estaba ocupado por un arenal poco profundo. Habían alisado perfectamente la finísima arena con una regla. En la habitación había dos hombres. Ambos dirigieron una rápida mirada a Tom, para volver de inmediato su atención a la arena. El obispo, un arrugado anciano de brillantes ojos negros, trazaba dibujos en la arena con un agudo puntero. El maestro constructor, con mandil de cuero, lo observaba con una actitud que era a la vez de paciencia y escepticismo.
Tom aguardó en silencio, tratando de disimular su preocupación. Tenía que causar una buena impresión, mostrarse cortés aunque no servil y hacer gala de sus conocimientos sin parecer pedante. Por su propia experiencia como contratista, Tom sabía que un maestro artesano quería que sus subordinados fueran tan obedientes como hábiles.
El obispo Roger estaba diseñando un edificio de dos plantas con grandes ventanas en tres de los lados. Era buen dibujante, trazaba líneas muy rectas y también ángulos rectos perfectos. Dibujó un plano y una vista lateral del edificio. Tom comprendió enseguida que jamás sería construido.
—Ahí está —dijo el obispo cuando hubo terminado.
—¿Qué es? —preguntó John volviéndose hacia el recién llegado.
Tom simuló creer que quería conocer su opinión sobre el dibujo.
—No puede haber ventanas tan grandes en una planta baja —dijo.
El obispo lo miró irritado.
—No es una planta baja, sino una sala escritorio.
—Da igual. De todas formas se desplomará.
—Tiene razón —dijo John.
—Pero es que han de tener luz para escribir.
John se encogió de hombros.
—¿Quién eres tú? —preguntó volviéndose hacia Tom.
—Me llamo Tom y soy albañil.
—Lo suponía. ¿Qué te trae por aquí?
—Estoy buscando trabajo. —Tom contuvo el aliento.
John sacudió la cabeza.
—No puedo contratarte.
Todas las esperanzas de Tom se vinieron abajo. Hubiera querido dar media vuelta e irse, pero esperó cortésmente a oír los motivos.
—Esta construcción lleva ya diez años —prosiguió John—. La mayoría de los albañiles tienen casa en la ciudad. Estamos terminando y ahora tengo más trabajadores de los que en realidad necesito.
—¿Y el palacio? —preguntó Tom, aun cuando sabía que era inútil.
—Ocurre otro tanto —contestó John—. Precisamente estoy utilizando en él mi excedente de hombres. De no ser por este y otros castillos del obispo Roger ya estaría prescindiendo de albañiles.
Tom hizo un ademán de asentimiento.
—¿Sabe si hay trabajo en alguna parte? —inquirió con voz natural, intentando disimular su desesperación.
—A principios de año estaban construyendo en el monasterio de Shaftesbury. Tal vez aún sigan. Está a una jornada de distancia.
—Gracias. —Tom dio media vuelta para marcharse.
—Lo siento —dijo John a sus espaldas—. Pareces un buen hombre.
Tom siguió caminando sin contestar. Se sentía defraudado. Había concebido esperanzas demasiado pronto. No tenía nada de extraño el que lo hubieran rechazado, pero se había sentido sumamente ilusionado ante la posibilidad de volver a trabajar en una catedral. Ahora tendría que hacerlo en la aburrida muralla de una ciudad o en la detestable casa de un orfebre.
Se irguió mientras regresaba, cruzando el patio del castillo, donde lo esperaban Agnes y Martha. Tom jamás se mostraba decepcionado. Siempre intentaba dar la impresión de que todo marchaba bien, de que dominaba la situación y que poco importaba si allí no había trabajo, porque con toda seguridad habría algo en la próxima ciudad, o en la siguiente. Sabía que si dejaba traslucir la menor muestra de inquietud, Agnes le exigiría que buscara un trabajo fijo para instalarse definitivamente, y él no quería eso, a menos que pudiera hacerlo en una ciudad donde hubiera que construir una catedral.
—Aquí no hay nada para mí —informó a Agnes—. Pongámonos en marcha.
Ella pareció abatida.
—Imaginé que con una catedral y un palacio en construcción habría puesto para otro albañil —dijo.
—Las dos construcciones están casi acabadas —le explicó Tom—. Tienen más hombres de los que necesitan.
La familia cruzó de nuevo el puente levadizo y se sumió una vez más en las atestadas calles de la ciudad. Habían entrado en Salisbury por la puerta del Este y saldrían por la del Oeste, porque ese era el camino hacia Shaftesbury. Tom torció a la derecha, guiándolos por la parte de la ciudad que todavía no habían visto.
Se detuvo ante una casa de piedra en estado calamitoso, que estaba pidiendo a gritos que la repararan. Era evidente que habían utilizado una argamasa muy floja, por eso estaba desprendiéndose y cayendo. El hielo se había introducido en los agujeros, resquebrajando algunas piedras. Otro invierno en aquellas condiciones y los daños aún serían peores. Tom decidió hablar de ello con el propietario.
La entrada a la planta baja era un arco amplio. La puerta de madera estaba abierta, y a pocos pasos de ella se encontraba sentado un artesano con un martillo en la mano derecha y una lezna, una pequeña herramienta metálica de punta afilada, en la izquierda. Estaba labrando un complejo dibujo sobre una silla de montar de madera colocada sobre el banco, delante de él. Tom observó al fondo provisiones de madera y cuero y a un muchacho que barría la viruta que cubría el suelo.
—Buenos días, maese guarnicionero —dijo Tom.
El guarnicionero levantó la mirada, juzgó a Tom como el tipo de hombre que se haría su propia silla de montar en caso de necesitar una e hizo un saludo breve con la cabeza.
—Soy constructor —continuó Tom—, y he visto que necesitas de mis servicios.
—¿Por qué?
—La argamasa de la casa está desprendiéndose, las piedras se están rajando y es posible que tu vivienda no dure otro invierno.
El guarnicionero sacudió la cabeza.
—Esta ciudad está llena de albañiles. ¿Por qué habría de emplear a un forastero?
—Bien —dijo Tom, dando media vuelta—. Que Dios sea contigo.
—Así lo espero —repuso el guarnicionero.
—Un tipo con muy malos modos —farfulló Agnes mientras se alejaban.
Aquella calle los condujo hasta un mercado instalado en una plaza. Allí los campesinos de los alrededores intercambiaban lo poco que les había sobrado de carne o grano, leche o huevos, por aquellas otras cosas que necesitaban y que no podían hacer por sí mismos, como ollas, rejas de arado, cuerdas y sal. Por lo general, los mercados eran de un gran colorido y más bien ruidosos. Se regateaba mucho, pero con tono cordial, existía una rivalidad simulada entre los propietarios de los puestos contiguos, bollos baratos para los niños, en ocasiones un juglar o un grupo de titiriteros, muchas prostitutas pintarrajeadas y, quizá, un soldado lisiado con historias de desiertos orientales y hordas sarracenas enloquecidas. Quienes habían hecho un buen trato caían con frecuencia en la tentación de celebrarlo, y se gastaban sus beneficios en cerveza, de tal manera que, hacia el mediodía, el ambiente estaba muy caldeado. Otros perdían el dinero a los dados y siempre acababan con pendencias. Sin embargo, en la mañana de aquel día lluvioso, con la cosecha del año vendida o almacenada, el mercado estaba tranquilo. Los campesinos, empapados por la lluvia y taciturnos, hacían tratos con los dueños de los puestos, y unos y otros deseaban estar de nuevo en casa delante de un buen fuego.
Tom y su familia iban abriéndose paso a través del gentío, haciendo caso omiso de los ofrecimientos que con escaso entusiasmo les hacían el salchichero y el afilador.
Casi habían llegado al otro extremo de la plaza del mercado cuando Tom vio su cerdo.
Al principio quedó tan sorprendido que no daba crédito a sus ojos.
—Tom, mira —le siseó Agnes, y entonces comprendió que ella también lo había visto.
No cabía la menor duda. Conocía a aquel cerdo tan bien como a Alfred o a Martha. Lo llevaba sujeto con mano experta un hombre de tez rubicunda y el vientre abultado de quien come toda la carne que necesita y luego repite. Sin duda se trataba de un carnicero. Tanto Tom como Agnes se pararon en seco y se quedaron mirándolo. Como le impedían el paso, el hombre no pudo evitar advertir su presencia.
—¿Qué pasa? —preguntó desconcertado por las miradas que le dirigían e impaciente por seguir adelante.
Fue Martha quien rompió el silencio.
—¡Ese cerdo es nuestro! —exclamó excitada.
—Así es —añadió Tom.
El hombre enrojeció por un instante y Tom comprendió que sabía que el animal era robado.
—Acabo de pagar cincuenta peniques por él y eso lo convierte en mi cerdo —replicó pese a todo.
—Nadie a quien hayas dado tu dinero era el propietario, así que no podía venderlo. Sin duda ese ha sido el motivo de que te lo dejara tan barato. ¿A quién se lo compraste?
—A un campesino.
—¿A uno que conoces?
—No; y ahora escúchame: soy el carnicero de la guarnición. No puedo ir pidiendo a todos los granjeros que me venden un cerdo o una vaca que me presenten a doce hombres que juren que el animal es suyo y que puede venderlo.
El hombre se apartó para seguir su camino, pero Tom le detuvo cogiéndolo del brazo. El hombre pareció enfadarse, pero de inmediato comprendió que si se enzarzaba en una riña tal vez tuviera que soltar al cerdo, y que si alguno de la familia de Tom lograba cogerlo se encontraría en desventaja y entonces sería él quien habría de demostrar que era el propietario del animal.
—Si quieres hacer una acusación ve al sheriff —dijo conteniéndose.
Tom desechó la idea. No tenía prueba alguna.
—¿Qué aspecto tenía el hombre que te lo vendió? —preguntó.
—El de cualquiera —contestó el carnicero con expresión taimada.
—¿Mantenía la boca oculta?
—Ahora que lo pienso, sí.
—Era un proscrito disimulando una mutilación —dijo Tom con amargura—. Supongo que no pensaste en eso.
—¡Está lloviendo a cántaros! —protestó el carnicero—. ¡Todo el mundo intenta ponerse a cubierto!
—Solo quiero que me digas cuánto hace que os separasteis.
—Ahora mismo.
—¿Y adónde se dirigía?
—Supongo que a una cervecería.
—Para gastarse mi dinero —masculló Tom, irritado—. Bueno, vete. Es posible que algún día te roben a ti, y entonces desearás que no haya tanta gente dispuesta a comprar gangas sin hacer antes preguntas.
El carnicero parecía enfadado y vaciló como si quisiera darle una réplica, pero se lo pensó mejor y se marchó.
—¿Por qué has dejado que se fuera? —preguntó Agnes.
—Porque a él lo conocen aquí y a mí no —respondió Tom—. Si me pelease con él, el culpable sería yo. Y como el cerdo no lleva mi nombre escrito en el culo, ¿quién puede decir si es mío o no?
—Pero todos nuestros ahorros…
—A lo mejor aún podemos hacernos con el dinero del cerdo —dijo Tom—. Cállate y déjame pensar. —La disputa con el carnicero lo había puesto de mal humor, y desahogaba su frustración con Agnes—. En alguna parte de esta ciudad hay un hombre sin labios y con cincuenta peniques de plata en el bolsillo. Todo cuanto hemos de hacer es encontrarlo y quitarle el dinero.
—Claro —afirmó Agnes, resuelta.
—Tú vuelve al recinto de la catedral por donde hemos venido. Yo me pondré en marcha y llegaré allí desde la otra dirección. Entonces volveremos por la calle siguiente y así con todas. Si no está en las calles estará en alguna cervecería. Cuando lo veas quédate cerca de él y envía a Martha a avisarme. Alfred vendrá conmigo. Haz lo posible para que él no te descubra.
—No te preocupes —dijo Agnes, implacable—. Necesito ese dinero para dar a comer a mis hijos.
—Eres una leona, Agnes —dijo Tom poniéndole la mano en el brazo y sonriéndole.
Ella fijó la mirada en sus ojos por un instante y de pronto se puso de puntillas y lo besó en la boca, brevemente aunque con intensidad. Luego dio media vuelta y desanduvo el camino a través de la plaza del mercado, con Martha a la zaga. Tom la observó alejarse y no pudo evitar sentirse preocupado por ella pese a su valor. Luego, acompañado de Alfred, tomó la dirección contraria.
El ladrón debía de creer que estaba completamente a salvo. En el momento de robar el cerdo Tom y los suyos se dirigían a Winchester. El ladrón había escapado en dirección contraria para vender el cerdo en Salisbury. Pero aquella mujer proscrita, Ellen, le había dicho a Tom que estaban reconstruyendo la catedral de Salisbury, por lo que él había cambiado de planes, tropezando sin pensarlo con el ladrón. Sin duda el hombre pensaba que nunca volvería a ver a su víctima, lo que le daba a esta la oportunidad de cogerlo por sorpresa.
Tom caminaba lentamente por la embarrada calle, intentando aparentar indiferencia al mirar por las puertas abiertas. Quería seguir pasando inadvertido, porque el episodio podía terminar de forma violenta y lo último que deseaba era que la gente recordase a un albañil alto fisgando por la ciudad. La mayor parte de las viviendas eran chozas de madera, barro y barda, con el suelo recubierto de paja, una chimenea en el centro y algunos muebles de confección casera. Un barril y algunos bancos convertían cualquier casa en una cervecería. Una cama en el rincón con una cortina para aislarla anunciaba que allí podían contratarse los servicios de una prostituta. Y un ruidoso gentío alrededor de una mesa significaba una partida de dados.
Una mujer con los labios manchados de rojo le mostró los pechos y Tom, sacudiendo la cabeza, pasó presuroso de largo. En su fuero interno le intrigaba la idea de hacerlo con una extraña, en pleno día y pagando por ello, pero jamás lo había intentado.
Pensó de nuevo en Ellen, la mujer proscrita. También en ella había algo que le intrigaba. Era muy atractiva, pero aquellos ojos hundidos e intensos lo intimidaban. La invitación de la prostituta lo turbó por unos instantes, pero aún no se había disipado el hechizo de Ellen y sintió un repentino y loco deseo de volver corriendo al bosque, para buscarla y caer sobre ella.
Llegó al recinto de la catedral sin encontrar al ladrón. Miró a los fontaneros clavar las chapas de plomo en el tejado triangular de madera, sobre la nave. Aún no habían empezado a cubrir los tejados inclinados de las naves laterales de la iglesia y todavía era posible ver los medios arcos de apoyo que conectaban el borde exterior del pasillo con el muro principal de la nave, apuntalando la mitad superior del templo. Se los señaló a Alfred y dijo:
—Sin esos apoyos el muro de la nave se curvaría hacia afuera y se doblaría a causa del peso de las bóvedas de piedra. ¿Ves que los medios arcos se alinean con los contrafuertes en el muro de la nave? Dentro se alinean también con los pilares del arco de la nave, y las ventanas de la nave lateral se alinean con los arcos de la arcada. Los fuertes se alinean con los fuertes y los débiles con los débiles.
Alfred parecía confuso y algo molesto. Tom suspiró.
Vio a Agnes aparecer por el lado opuesto y sus pensamientos se centraron de nuevo en el tema que les preocupaba. Agnes llevaba el rostro oculto bajo la capucha, pero Tom la reconoció por su paso decidido y seguro. Campesinos de hombros anchos se apartaban para dejarla pasar. Si llegaba a darse de manos a boca con el proscrito y había pelea, las fuerzas estarían muy igualadas, se dijo.
—¿Lo has visto? —le preguntó ella.
—No. Y es evidente que tú tampoco. —Tom esperaba que el ladrón no hubiera abandonado la ciudad. Estaba convencido de que no lo haría sin antes gastarse unos peniques. El dinero de nada le servía en el bosque.
Agnes era de la misma opinión.
—Está aquí, en alguna parte. Sigamos buscando.
—Recorreremos otras calles y nos encontraremos otra vez en la plaza del mercado.
Tom y Alfred volvieron sobre sus pasos y salieron por el pórtico del recinto. La lluvia estaba empapándoles las capas y Tom pensó en una jarra de cerveza y un cazo lleno de caldo de buey junto al fuego de una taberna. Luego recordó lo mucho que había trabajado para comprar aquel cerdo y vio de nuevo al hombre sin labios descargar su palo sobre la cabeza de la inocente Martha y la furia que se apoderó de él lo hizo entrar en calor.
Resultaba difícil buscar de manera sistemática, ya que el trazado de las calles era caótico. Se extendían de aquí para allá, siguiendo los lugares en los que la gente había construido casas, y había infinidad de esquinas y callejones sin salida. La única calle recta era la que iba desde la puerta del Este hasta el puente levadizo del castillo. Ya había empezado a buscar por los alrededores, acercándose en zigzag a la muralla de la ciudad y de nuevo al interior. Aquellos eran los barrios más pobres; la mayoría de las casas estaban en ruinas, las cervecerías eran las más ruinosas y las prostitutas las más viejas. Los límites de la ciudad descendían desde el centro de tal manera que los desechos de los barrios más opulentos eran desalojados calle abajo para instalarse al pie de las murallas. Algo semejante parecía ocurrir con la gente, ya que en aquel barrio había más lisiados y mendigos, niños hambrientos, mujeres con señales de golpes y borrachos impenitentes.
Sin embargo, el hombre sin labios no aparecía por ninguna parte. Por dos veces Tom avistó a un individuo que se le parecía, pero al acercarse a él comprobó que su rostro era normal.
Terminó su búsqueda en la plaza del mercado. Allí encontró a Agnes, que lo esperaba impaciente, con el cuerpo tenso y los ojos brillantes.
—¡Lo he encontrado! —exclamó.
Tom se sintió tan excitado como desconfiado.
—¿Dónde?
—Entró en una pollería de allá abajo, junto a la puerta del Este.
—Llévame hasta allí.
Rodearon el castillo hasta el puente levadizo, bajaron por la calle recta hasta la puerta del Este y luego entraron en un laberinto de callejas al pie de las murallas. Tom vio entonces la pollería. Ni siquiera era una casa, sino un mero tejado inclinado sujeto a la muralla de la ciudad, con un gran fuego en la parte trasera, en el que se asaba un cordero ensartado en un espetón y borboteaba un caldero. Era casi mediodía y aquel pequeño lugar estaba lleno de gente, hombres en su mayoría. Tom, a quien se le hizo la boca agua al percibir el olor de la carne, escudriñó entre la gente, temeroso de que el proscrito se hubiera ido durante el tiempo que les había llevado llegar allí. De pronto, lo descubrió; estaba sentado en un taburete, algo apartado de los demás, comiendo una ración de estofado y sujetándose la bufanda delante de la cara para ocultar la boca.
Tom se volvió rápidamente para que el hombre no lo viera. Tenía que pensar en el modo de actuar. Estaba lo bastante furioso como para derribar de un golpe al proscrito y quitarle su bolsa, pero la gente no lo dejaría irse. Tendría que dar explicaciones, no solo a quienes presenciaran lo ocurrido, sino también al sheriff. Tom estaba en su perfecto derecho, y el que el ladrón fuera un proscrito significaba que nadie respondería por su honradez, en tanto que él era, sin duda, un hombre respetable, además de albañil. Sin embargo, para dejar en claro todo aquello se necesitaría tiempo, posiblemente semanas si resultaba que el sheriff se encontraba fuera, en alguna otra parte del condado, y en el caso de que se produjera una refriega era posible que tuviera que responder a una acusación por perturbar la paz del rey.
Sería más prudente sorprender al ladrón cuando estuviera solo. No podía pasar la noche en la ciudad, ya que no tenía vivienda en ella, y como no podía acreditar su respetabilidad, tampoco encontraría un lugar donde alojarse. Por lo tanto, tendría que marcharse antes de que se cerraran las puertas de la ciudad al anochecer.
Y solo había dos.
—Probablemente se irá por el mismo camino que ha llegado —dijo Tom a Agnes—. Esperaré al otro lado de la puerta del Este. Deja que Alfred vigile la del Oeste. Tú quédate en la ciudad y observa lo que hace el ladrón. Lleva contigo a Martha, pero no dejes que la vea. Si necesitas enviarnos un mensaje a mí o a Alfred, hazlo a través de la niña.
—De acuerdo —repuso Agnes, lacónica.
—¿Y qué he de hacer si viene por mi lado? —preguntó Alfred. Parecía excitado.
—Nada —contestó Tom con tono tajante—. Observa el camino que toma y luego espera, Martha vendrá a avisarme y los dos nos ocuparemos de él. —Al advertir que el muchacho parecía decepcionado, añadió—: Haz lo que te digo. No quiero perder a mi hijo como he perdido a mi cerdo.
Alfred asintió a regañadientes.
—Separémonos antes de que nos vea juntos conspirando. Vamos —dijo Tom, y se apartó rápidamente de ellos sin mirar atrás. Confiaba en que Agnes siguiera al pie de la letra sus instrucciones. Se dirigió a toda prisa hacia la puerta del Este y abandonó el recinto de la ciudad por el desvencijado puente de madera en el que aquella misma mañana había empujado la carreta con la yunta de bueyes. Delante de él tenía el camino a Winchester, recto como una larga alfombra que fuera desenrollándose a través de colinas y valles. A su izquierda, el Portway, el camino por el que Tom, y seguramente el ladrón, habían llegado a Salisbury, rodeaba una colina y desaparecía. Tom tenía la certeza de que el ladrón tomaría aquella dirección.
Tom bajó por la colina, dejó atrás el grupo de casas que se alzaban en la encrucijada y se dirigió luego hacia el Portway. Tenía que ocultarse. Siguió andando por el camino en busca del escondrijo adecuado. Recorrió doscientos metros sin encontrar nada. Al mirar hacia atrás cayó en la cuenta de que se había alejado demasiado. Ya no distinguía las caras de la gente en los cruces, por lo que no podría saber si aparecía el hombre sin labios y tomaba el camino de Winchester. Miró alrededor. A los lados de la carretera había zanjas que hubieran proporcionado un buen escondrijo con tiempo seco, pero ese día estaban llenas de agua. Del otro lado de las zanjas el terreno ascendía formando un montecillo. En el terreno que se extendía al sur había unas vacas pastando. Tom reparó en una de ellas, que estaba tumbada en el borde elevado del campo, de cara al camino y oculta en parte por el montecillo. Con un suspiro volvió sobre sus pasos. Salvó de un salto la zanja y dio un puntapié a la vaca, que se levantó y se fue. Tom se echó en el suelo seco y cálido donde se había tumbado el animal, se cubrió la cabeza con la capucha y se dispuso a esperar, lamentando no haber sido lo bastante previsor para comprar una hogaza de pan antes de salir de la ciudad.
Se sentía ansioso e intranquilo. El proscrito era un hombre más pequeño, pero se movía con rapidez y era cruel, como lo demostró al golpear a Martha y robar el cerdo. Tom no podía evitar temer que lo hiriera, pero mucho más le preocupaba la idea de no poder hacerse con el dinero.
Esperaba que Agnes y Martha se encontraran bien. Estaba seguro de que su esposa sabía cuidar de sí misma. Además, si el proscrito llegaba a descubrirla, ¿qué podía hacer ella? Solo mantenerse alerta.
Desde donde estaba, Tom alcanzaba a ver las torres de la catedral. Le hubiera gustado tener un momento para contemplar el interior. Sentía deseos de examinar los pilares de la arcada. Estos solían ser gruesos y por lo general estaban coronados por arcos. Dos arcos en dirección norte y sur para conectar con los pilares vecinos en la arcada, y uno hacia el este o el oeste a través de la nave lateral. El resultado era feo, ya que no parecía del todo correcto que un arco emergiera de la parte superior de una columna redonda. Cuando Tom construyera su catedral, cada piso sería un grupo de fustes con un arco que emergería de la parte superior de cada uno de ellos, como era lógico y elegante.
Empezó a visualizar la decoración de los arcos. Las formas geométricas eran las más comunes… No se necesitaba demasiada habilidad para esculpir zigzags y losanges, pero a Tom le gustaba el follaje o cualquier otro motivo que recordase la naturaleza, pues contribuía a suavizar la dura regularidad de las piedras.
Su mente estuvo ocupada por aquella catedral imaginaria hasta que al fin avistó la figura pequeña y la cabeza rubia de Martha, que llegaba corriendo por el puente y entre las casas. Al llegar al cruce vaciló por un instante y luego se decidió por el camino correcto. Tom la observaba acercarse y fruncir el entrecejo al tratar de adivinar dónde podía estar su padre. Cuando llegó a su altura, Tom la llamó en voz queda.
—Martha.
La niña soltó un grito ahogado, luego lo vio y corrió hacia él saltando la zanja.
—Mamá te envía esto —dijo al tiempo que sacaba algo de debajo de la capa.
Era una empanada de carne caliente.
—¡Qué magnífica mujer es tu madre! —exclamó Tom, y dio un gran bocado al pastel, que era de carne de buey y cebolla, y le supo a gloria.
Martha se puso en cuclillas al lado de Tom.
—Esto es lo que le ha pasado al hombre que robó nuestro cerdo. —Arrugando la naricilla se concentró para recordar qué le habían indicado que dijera. Estaba tan bonita que Tom casi se quedó sin aliento—. Salió de la pollería y se reunió con una dama que tenía la cara pintarrajeada y se fue a la casa de ella. Nosotras esperamos fuera.
«De modo que el muy granuja se gasta nuestro dinero con una puta», pensó Tom con amargura.
—Continúa —le pidió a la niña.
—No estuvo mucho tiempo en casa de la dama, y cuando salió se fue a una cervecería. Ahora está allí. No bebe mucho, pero juega a los dados.
—Espero que gane —susurró Tom con expresión adusta—. Sigue.
—Eso es todo.
—¿Tienes hambre?
—He comido un bollo.
—¿Le has contado a Alfred todo esto?
—Todavía no. Tengo que hacerlo ahora.
—Dile que se ande con ojo.
—Que se ande con ojo —repitió la niña—. ¿Debo decirle eso antes o después de que le cuente lo del hombre que robó nuestro cerdo?
—Después —respondió Tom. Poco importaba, en definitiva, pero Martha quería una respuesta firme. Con una sonrisa, añadió—: Eres una chica muy lista. Ya puedes irte.
—Me gusta este juego —dijo ella. Saltó ágilmente la zanja y echó a correr hacia la ciudad. Tom la siguió con la mirada con una mezcla de cariño y enfado. Él y Agnes habían trabajado de firme para ganar dinero y alimentar a sus hijos, y estaba dispuesto incluso a matar para recuperar lo que les habían robado.
Quizá el ladrón también estuviera dispuesto a hacerlo. Los proscritos estaban fuera de la ley, como su propio nombre indicaba. Vivían en un ambiente extraordinariamente violento, y esa no debía de ser la primera vez que Faramond Openmouth tropezaba con una de sus víctimas. Era peligroso, desde luego.
La luz del día comenzó a desvanecerse con sorprendente rapidez, como a veces ocurría en las lluviosas tardes otoñales. Tom empezó a preocuparse por si sería capaz de reconocer al ladrón bajo aquella lluvia. A medida que anochecía entraba y salía menos gente de la ciudad, ya que la mayoría se había ido con tiempo suficiente para llegar a sus aldeas al anochecer. Las velas y linternas empezaron a parpadear en las casas de la parte alta y en las chozas de los barrios pobres. Tom comenzó a preguntarse con pesimismo si después de todo el ladrón no habría decidido pasar la noche en la ciudad. Quizá tuviera en ella amigos tan deshonestos como él que lo acogerían aun a sabiendas de que era un proscrito. Tal vez…
Y entonces divisó una figura embozada con una bufanda.
Avanzaba por el puente de madera acompañado de otros dos hombres. Tom pensó de pronto que era posible que los dos cómplices del ladrón, el calvo y el hombre del sombrero verde, hubieran ido con él a Salisbury. No los había visto en la ciudad, pero podían haberse separado por un tiempo para reunirse en el momento de emprender el camino de regreso. Tom masculló un juramento, ya que no creía que pudiera enfrentarse a tres hombres, pero el grupo se separó a medida que se acercaba, y Tom se sintió aliviado al advertir que no iban juntos. Los dos primeros eran padre e hijo, dos campesinos morenos, de ojos muy juntos y nariz aguileña. Cogieron el camino del Portway seguidos por el hombre de la bufanda.
Mientras el ladrón se acercaba, Tom se fijó en su modo de andar. Al parecer estaba sobrio, lo cual era una lástima.
Al mirar de nuevo hacia la ciudad vio que una mujer y una niña cruzaban el puente. Se trataba de Agnes y Martha. Se sintió consternado. No había imaginado que estarían presentes cuando se enfrentara con el ladrón, pero cayó en la cuenta de que no les había dicho que no lo estuviesen.
Se puso tenso cuando todos ellos avanzaron por el camino en su dirección. Tom era tan corpulento que pocos osaban reñir con él, pero los proscritos eran hombres desesperados y resultaba imposible predecir lo que podía ocurrir durante una pelea.
Los dos campesinos siguieron camino, hablando animadamente de caballos. Tom sacó de su cinturón el martillo de cabeza de hierro y lo empuñó con la mano derecha. Odiaba a los ladrones que no trabajaban y que les quitaban el pan a las buenas gentes. No tendría remordimiento alguno cuando descargase el martillo sobre él.
El ladrón pareció aminorar la marcha al acercarse, como si presintiera un peligro. Tom esperó hasta que estuvo a cuatro o cinco metros de distancia, demasiado cerca para retroceder y demasiado lejos para echar a correr hacia delante; entonces rodeó el promontorio, saltó la acequia y se plantó en el camino.
El hombre se detuvo y, nervioso, preguntó:
—¿Qué es esto?
«No me ha reconocido», pensó Tom.
—Ayer me robaste mi cerdo y hoy se lo has vendido a un carnicero —le dijo.
—Yo nunca…
—No lo niegues. Dame el dinero que te han pagado por él y no te haré daño.
Por un instante Tom creyó que el ladrón iba a entregárselo, pero se sintió decepcionado al comprobar que vacilaba. De pronto el ladrón dio media vuelta y echó a correr, pero tropezó con Agnes.
No iba lo bastante deprisa como para arrojarla al suelo, y además era una mujer a la que no resultaba fácil derribar, así que los dos se tambalearon por un instante como dos torpes marionetas. El hombre cayó en la cuenta entonces de que ella le cortaba el paso deliberadamente, y la empujó a un lado. Agnes alargó la pierna al pasar el ladrón por su lado, y ambos cayeron a tierra.
Tom echó a correr hacia ellos con el corazón en la boca. El ladrón estaba poniéndose de pie con una rodilla sobre la espalda de Agnes. Tom lo agarró por el cuello y lo apartó violentamente de ella. Lo arrastró hasta el borde del camino y antes de que pudiera recuperar el equilibrio lo arrojó a la zanja.
Agnes se incorporó. Martha corrió hacia ella.
—¿Estás bien? —le preguntó Tom.
—Sí —contestó Agnes.
Los dos campesinos se habían detenido y contemplaban la escena preguntándose qué estaría pasando. El ladrón estaba de rodillas en la acequia.
—¡Es un proscrito! —les gritó Agnes para desanimarlos a intervenir—. Nos ha robado el cerdo.
Los campesinos no contestaron, pero se quedaron a ver cómo terminaba aquello.
—Dame mi dinero y te dejaré marchar —dijo Tom al ladrón.
El hombre salió de la zanja, rápido como una rata, con un cuchillo en la mano, y se arrojó sobre Tom. Agnes lanzó un chillido. Tom esquivó la acometida. El cuchillo centelleó delante de su cara, y sintió un agudo dolor en la mandíbula.
Retrocediendo, blandió su martillo al tiempo que el cuchillo volvía a centellear. El ladrón retrocedió de un salto y tanto el cuchillo como el martillo cortaron aire húmedo de la noche sin chocar entre sí.
Por un instante ambos hombres se mantuvieron quietos, frente a frente, jadeando. A Tom le dolía la mejilla. Advirtió que las fuerzas estaban equiparadas, porque aunque él era más alto y corpulento, el ladrón tenía un cuchillo, que era un arma más peligrosa que el martillo de un albañil. Se sintió invadido por un frío temor al comprender que podía estar a punto de morir. De repente tuvo la impresión de que le costaba respirar.
Con el rabillo del ojo detectó un movimiento repentino. También lo captó el ladrón, que lanzó una rápida mirada a Agnes y ladeó la cabeza para esquivar la piedra que esta le arrojaba.
Tom reaccionó con la rapidez de un hombre que teme por su vida y golpeó al ladrón en la cabeza con el martillo.
Le dio en el preciso instante en que el hombre se volvía hacia él. Recibió el impacto en la frente, justo en el nacimiento del pelo, pero carecía de la fuerza de que Tom era capaz. El ladrón se tambaleó, aunque sin llegar a caer.
Tom volvió a golpearlo, esta vez con más fuerza. Tuvo tiempo de medir bien su golpe mientras el ladrón, aturdido, intentaba fijar la mirada. Tom pensó en Martha, descargó el martillo con todas sus fuerzas y el ladrón cayó al suelo, inconsciente.
Tom estaba demasiado tenso para sentirse aliviado. Se arrodilló junto al ladrón y empezó a registrarlo.
—¿Dónde tiene la bolsa? ¡Dónde tiene la bolsa, maldición! —Resultaba difícil mover aquel cuerpo inerte. Finalmente logró ponerlo boca arriba y le abrió la capa. Una gran bolsa de cuero colgaba de su cinturón. La abrió. Dentro había otra bolsa de lana cerrada con un cordel. La sacó. No pesaba—. ¡Vacía! Debe de tener otra —exclamó.
Sacó la capa de debajo del hombre y la palpó a conciencia. No tenía bolsillos disimulados ni nada por el estilo. Le quitó las botas: dentro no había nada. Sacó del cinturón su cuchillo y rajó la suelas. Nada.
Introdujo impaciente su cuchillo por el cuello de la túnica de lana, rasgándola. No llevaba oculto ningún cinturón con dinero.
El hombre yacía en medio del camino, desnudo. Los dos campesinos miraban a Tom como si pensaran que estaba loco.
—¡No tiene ni un penique! —dijo Tom, furioso, dirigiéndose a Agnes.
—Debe de haber perdido todo a los dados —repuso esta con amargura.
—Espero que arda en las llamas del infierno —masculló Tom.
Agnes se arrodilló y puso la mano sobre el pecho del ladrón.
—Ahí es donde está ahora —susurró—. Lo has matado.
4
Para cuando llegase la Navidad habrían muerto de hambre.
El invierno se presentó pronto, y fue tan crudo e implacable como el cincel de hierro de un cantero. En los árboles todavía quedaban manzanas cuando las primeras escarchas cubrieron los campos. La gente decía que era una ola de frío, que duraría poco, pero no fue así. Aquellos que habían dejado para más adelante la labranza de otoño, vieron cómo sus arados se rompían al intentar roturar la tierra, que estaba dura como la roca. Los campesinos se apresuraron a matar sus cerdos y salarlos para el invierno, y los señores sacrificaron su ganado porque los pastos invernales no soportarían el mismo número de animales que en verano. Pero las interminables heladas secaron la hierba, y algunos de los animales que quedaban también perecieron. Los lobos, enloquecidos a causa del hambre, entraban por la noche en las aldeas para robar gallinas escuálidas y niños desnutridos.
Tan pronto como llegaron las primeras heladas, allí donde había obras en construcción se apresuraron a cubrir los muros y paredes levantados durante el verano con paja y estiércol a fin de aislarlos del frío más intenso, ya que la argamasa no se había secado por completo y si se helaba podía agrietarse. Los trabajos no se reanudarían hasta la primavera. Los albañiles que solo habían sido contratados para el verano regresaron a sus respectivas aldeas, donde eran más conocidos como hombres habilidosos que como albañiles, y solían pasar el invierno haciendo arados, sillas de montar, guarniciones, carretas, palas, puertas y cualquier otra cosa que requiriera una mano hábil con el martillo, el escoplo y la sierra. Los demás albañiles se dedicaban, a cubierto, a cortar piedras dándoles diversos tamaños y formas. Sin embargo, como las heladas fueron tempranas, el trabajo avanzaba demasiado deprisa, y puesto que los campesinos tenían hambre, los obispos y señores tenían menos dinero del esperado para invertir en los trabajos de construcción. Por ello, a medida que avanzaba el invierno, fueron despedidos algunos albañiles.
Tom y su familia peregrinaron de Salisbury a Shaftesbury, y de allí a Sherborne, Wells, Bath, Bristol, Gloucester, Oxford, Wallingford y Windsor. Por todas partes ardía el fuego en el interior de las viviendas y en el patio de las iglesias y entre los muros del castillo resonaba la canción que entonaba el hierro al golpear la piedra, y los maestros constructores hacían modelos a escala de arcos y bóvedas, con sus hábiles manos enfundadas en mitones. Algunos se mostraron im