La maldición de los Borbones

José María Zavala

Fragmento

«El Cielo le ha castigado haciendo que su hijo naciera muerto.»

La maldición se había cumplido inexorablemente. Cuatro días después de que la reina Victoria Eugenia de Battenberg alumbrase a su hijo muerto, Elisabeth Newton, una desconocida ciudadana británica, escribía una devastadora carta al rey Alfonso XIII.

Fechada el 25 de mayo de 1910, la misiva era un injusto reproche al monarca por haberse ausentado de palacio para asistir en Londres al funeral de Eduardo VII, dejando sola y desamparada a su esposa, en avanzado estado de gestación. «Su lugar esa vez —advertía la Newton— estaba junto a su mujer. Usted ha jurado fidelidad a ella y a nadie más. El Cielo le ha castigado haciendo que su hijo naciera muerto.»

La carta se conserva aún hoy, señal inequívoca de que Alfonso XIII era supersticioso.

Su padre, el rey Alfonso XII, lo había sido durante toda su vida. Mientras agonizaba en el palacio de El Pardo, tuvo el consuelo de enterarse por su esposa de que esperaba un hijo. Pidió a la reina María Cristina que, si era un varón, no le llamasen Alfonso, como él, sino Fernando. Si le ponían Alfonso, reinaría con el nombre de Alfonso XIII. Y Alfonso XII se llevó a la tumba su temor supersticioso al número de la mala suerte.

Seis meses después de su muerte, vino al mundo su único varón, a quien, contra el deseo de su padre, le fue impuesto el nombre de Alfonso XIII por voluntad de los ministros de la Corona.

«Todos los malos presentimientos de mi abuelo —confesaría Alfonso de Borbón y Battenberg, primogénito de Alfonso XIII, horas antes de su trágica muerte— se han cumplido en mi padre, en mí, en mis hermanos y en toda nuestra familia.» El príncipe de Asturias murió desangrado a causa de la hemofilia en una clínica de Miami, tras un leve accidente de automóvil.

Al año siguiente de nacer él y de saberse que era hemofílico, la reina dio a luz al segundo de sus hijos, el infante don Jaime, que era sordomudo. La tragedia volvía así a cebarse con esta agitada rama de los Borbones, que, por si fuera poco, sufrió otra fuerte sacudida del destino cuando, en la madrugada del 21 de mayo de 1910, Victoria Eugenia dio a luz a un infante muerto.

Tan sólo tres meses después del nacimiento de su hija Beatriz, el 22 de junio de 1909, Victoria Eugenia había vuelto a quedarse embarazada. La reina había aceptado, resignada, su papel de madre prolífica y el hecho de que su marido se acostase con ella movido no tanto por el amor como por la esperanza de engendrar hijos sanos.

No en vano los años de fertilidad de la reina habían dado origen a una tonadilla que cantaban incluso las damas de la corte, abanicándose:

Un mes de placer,
ocho meses de dolor;
tres meses de descanso
y en marcha otra vez.
Oh, qué vida es la vida
de la reina de España…

Pero esta vez, a principios de mayo del año siguiente, la reina supo que su embarazo no marchaba bien. Pronto tuvo la certeza de que la vida que llevaba dentro se iba apagando sin remedio. Es posible que algún médico hubiese decidido practicar con urgencia una cesárea, pero esta solución se descartó entonces de modo categórico por dos poderosas razones: la operación implicaba un riesgo para la madre —hay que tener en cuenta el discreto desarrollo de la obstetricia a principios del siglo XX— y, sobre todo, podía dificultar o incluso anular la capacidad de la reina para tener más hijos.

En cualquier caso, la decisión fue muy cruel porque prolongó el sufrimiento de la joven reina, que un día supo que el niño que llevaba dentro ya estaba muerto. Sin embargo, no tuvo más remedio que resignarse a que el parto se produjese de forma natural. La desgraciada madre se deshizo en sollozos al coger en brazos a su malogrado hijo ochomesino. Pensaba llamarle Fernando, el nombre que había elegido Alfonso XII para su único hijo.

El trágico acontecimiento se comunicó telegráficamente a su padre, el rey, que se hallaba en Londres con motivo de las exequias por Eduardo VII. Por esa razón, el infante muerto no recibió el agua de socorro ni tuvo nombre. Su cadáver permaneció en palacio hasta que su padre regresó, para luego ser trasladado, sin que se le rindieran honores, a El Escorial.

El parte médico oficial se publicó en la Gaceta de Madrid del domingo 22 de mayo de 1910. Decía así:

Excmo. Sr.:

El Excmo. Sr. Decano de los Médicos de Cámara me comunica en este día lo que copio:

Excmo Sr.: Tengo el sentimiento y el honor de comunicar a V.E. que S.M. la Reina Dña. Victoria Eugenia (q.D.g.) ha dado a luz, a las dos y media de la madrugada de hoy, un Infante muerto en los comienzos del noveno mes, a juzgar por los signos exteriores del cadáver.

S.M. la Reina se encuentra en satisfactorio estado. Palacio, 21 de mayo de 1910.

De regreso en Madrid, Alfonso XIII recibió numerosas cartas de condolencia de todo el mundo. Pero la que más le impactó fue, sin duda, la de Elisabeth Newton, a la que, por razones obvias, jamás respondió; se limitó a guardarla en el cajón de un pequeño secreter donde conservaba unos cuantos libros de economía, el Who’s who y una guía de la aristocracia europea.

La maldición de los hijos muertos, que cambió sin duda el curso de la Historia, malogrando la vida y las esperanzas de numerosos infantes de España, había empezado a manifestarse ya con Felipe V, el primero de los Borbones españoles. Su primera esposa, María Luisa Gabriela de Saboya y Orleáns, dio a luz, el 2 de julio de 1709, a un infante que, ante el temor de que su vida peligrase por su bajo peso y sus escasas energías vitales, fue bautizado inmediatamente con el nombre de Felipe Pedro de Borbón y Saboya.

Los malos presagios se confirmaron, y el recién nacido logró sobrevivir tan sólo siete días, falleciendo el 9 de julio. Presentaba malformaciones congénitas: la autopsia reveló una considerable hipertrofia del corazón y una deformación craneana. Su óbito fue ocultado a la reina hasta el día 21 de julio para evitar contratiempos en su recuperación. De todas formas, María Luisa Gabriela quedó tocada ya de por vida, padeciendo ocasionalmente fiebres altas y tumoraciones cervicales que disimulaba luciendo pañuelos, chales y cuellos altos.

La fiebre se le trató entonces con quinina, e incluso se le cortó el cabello para aplicarle sobre el cuero cabelludo «sangre de pichón», que aliviaba sus fuertes jaquecas. Pero, como consecuencia de ello, la reina se quedó calva y tuvo que lucir peluca el resto de su vida.

Su delicado estado de salud, a causa de la prematura muerte de su hijo, llevó al Consejo del Reino y al confesor de Felipe V a recomendar al monarca que se abstuviera de mantener relaciones sexuales que pudiesen dejar de nuevo embarazada a su esposa, a fin de evitar males mayores. Pero pretender que un hombre de la naturaleza de Felipe V sigui

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