El asesino hipocondríaco

Juan Jacinto Muñoz Rengel

Fragmento

11

          En contra de todas las leyes de la naturaleza, por una suerte de milagro, en este exacto instante paseo mi cuerpo carcomido de enfermedades por el centro de la ciudad, a la vista de todos. Es miércoles, y tengo la absoluta certeza de que hoy moriré. Ahora mismo, mientras me venía a la mente este pensamiento, he tenido que parar en medio de la calle, y asirme a la barandilla que separa la acera del curso del tráfico, porque un estremecimiento ha recorrido mi corazón, y una vez más falta el aire en mis pulmones. No sé, quizá no llegue a esta tarde después de todo. Tendré que sacar fuerzas de flaqueza, y retrepándome por los barrotes de esta barandilla metálica, arrastrando mi inútil cuerpo renqueante, avanzar por la calle Alcalá, hasta encontrarme con Eduardo Blaisten en el punto en el que suele aparecer a las 9.23 los miércoles por la mañana. Y, por todos los medios, tratar de matarlo en unas horas.

Un aire helado me corta la piel de la cara y los labios, y la afluencia de personas desplazándose en todas direcciones mueve al vértigo, pero a pesar de todo tendré que respirar hondo, apretarme el abdomen con la mano izquierda, aplacar con la presión de los dedos los tumores carcinoides de mi intestino delgado, hacer de tripas corazón, y, empujando mi cuerpo purulento, esta especie de milagro médico, seguir al señor Blaisten hasta la oficina de Correos del paseo del Prado, desde donde los miércoles envía su correspondencia al extranjero, y allí acabar con él sirviéndome del abrecartas que llevo en el bolsillo para la ocasión.

Hoy, Blaisten lleva un abrigo de pata de gallo de color marrón oscuro, y una aterciopelada bufanda naranja de punto trenzado. Ha entrado en la oficina de Correos caminando, como siempre, con diligencia, con una salud envidiable. Lo sigo a pocos metros, y entro también en la oficina. Hay mucha gente, y un vigilante próximo a la puerta que me mira con curiosidad, probablemente preguntándose cómo puedo estar vivo. Agarro el abrecartas en mi mano sin sacarlo del bolsillo, para sentirme más seguro. Sí, mucho mejor. La gente se reparte en distintas colas, y de pronto, prestando más atención a lo que veía mi ojo izquierdo que a lo observado con el derecho, he perdido a Blaisten.

Me acerco a una señora para preguntarle si ha visto a un hombre con una bufanda naranja, pero en el último momento cambio de opinión y me dirijo a un joven estudiante, de aspecto más sano.

—Perdone usted —le digo al joven—, ¿ha visto pasar a un señor con una bufanda naranja enrollada al cuello?

El joven me mira con recelo, turbado por mi pregunta y quizá por mi aspecto. Intento sonreír, pero no puedo. No poder sonreír es algo que, en muchas ocasiones, no facilita nada las labores complementarias a mi trabajo. Me esfuerzo entonces en arrancar de mis labios una sonrisa, mi mueca se torna cada vez más sobrecogedora, y el joven reacciona dándome la espalda y tratando de avanzar en su cola.

Vuelvo a probar con otra persona, un hombre grueso de mediana edad, con un mono de trabajo arremangado hasta la cintura y una camiseta que dice: «Jamás he tomado drogas ni lo volveré a hacer».

—Perdone usted, ¿ha visto pasar a un señor con una bufanda naranja enrollada al cuello? —le pregunto.

Esta vez creo que mi interlocutor me responde; sin embargo, en un nuevo revés del azar, en ese justo momento me he quedado dormido. Ha sido un microsueño de un segundo, dos segundos a lo sumo, uno de los efectos secundarios de los estragos de Ondina en mis noches, pero ha bastado para que no oiga la respuesta. Dudo si volverle a preguntar o hacer como que le he oído. Al fin, como no puedo sonreír, como también he sido privado de ese recurso tan eficaz para estas situaciones, resuelvo arriesgarme e insisto:

—Perdone, ¿cómo ha dicho? No le he oído.

El hombre baja una ceja y alza la otra, serio, algo que interpreto como un gesto de desconfianza —¿cómo puede pensar que alguien en mi estado tiene tiempo para andarse con bromas?—, abre la boca para decir algo, y me vuelvo a dormir.

Cuando abro los ojos, apenas un segundo después, ya no recuerdo si le he hecho o no la pregunta. No sé si he pensado hacerla, he soñado hacerla o, en efecto, la he hecho.

—Perdone, ¿cómo ha dicho? No le he oído —vuelvo a decir.

—Se va usted a la mierda —me dice el señor.

En este momento veo a Blaisten. Está dos colas más allá. Dejo allí al señor de mediana edad con el mono de trabajo, doy unos pasos en esa dirección y, para disimular, saco un papelito de la máquina dispensadora de números de espera. Pero nada más darle al botón de «Envíos» de la máquina dispensadora, jugándome la vida, me duermo.

Al despertar no recuerdo si el papelito con el número se me ha caído de la mano, como resultado de la distensión muscular del sueño, o si no ha llegado a salir. Pulso el botón de nuevo. Y me vuelvo a dormir. Me despierto y estoy aquí, en medio de la oficina de Correos, y no sé si la máquina está averiada o si los números están cayendo al suelo; la gente los tira todos al suelo una vez que ha hecho uso de ellos, así que no hay manera de saberlo. Pulso otra vez el botón. En realidad, no estoy seguro de si lo estoy pulsando por primera vez o cuántas veces lo he hecho. Me detengo a pensarlo un minuto, y entonces, increíblemente, me despierto; luego de nuevo me debo de haber dormido. Como no puedo estimar la duración de los microsueños, no sé cuánto tiempo llevo aquí, pero ahora tengo situado a mi lado al vigilante de seguridad.

—Es usted la persona que más números ha sacado en un solo día. Enhorabuena, tiene el récord. Les ha ganado a todos, incluyendo a ese niño de allí. ¿Qué querrá el caballero, un premio?

—No, no es necesario… —le respondo, estudiando su expresión con el ojo derecho, a la vez que con el izquierdo compruebo alarmado que el señor Blaisten ya no está donde lo dejé—. Pero ¿podría decirme si ha visto usted marcharse a un señor con una bufanda naranja enrollada al cuello?

El vigilante de seguridad me ayuda a salir de la oficina de Correos. Apenas hemos intercambiado unas palabras cuando, una vez en la calle, consigo distinguir a Blaisten cruzando el paseo en dirección a la calle Alcalá. Así que abandono la conversación, y apresuro el paso lo que puedo, todo lo que admiten mis pies planos de laxos ligamentos interóseos y el dolor penetrante de mi fémur, porque no me puedo permitir perderlo ahora, ahora que no me restan más que unas horas de vida. No me puedo permitir perderlo bajo ninguna circunstancia, y es por eso que cuando en la esquina con Alcalá veo al señor Blaisten sumergirse en la boca del metro, venciendo todos mis temores y reparos, ignorando la angustia que se cierne ya en torno a mi tráquea como las manos de un estrangulador, a pesar de todo ello, ordeno a mi cuerpo moribundo seguirlo también allí en el subsuelo, en la antesala de lo que en unas horas me está destinado conocer.

Sigo a Blaisten por los pasillos del metro, en el laberinto del inframundo, bajo el peso de la ciudad. Sigo a Blaisten a través de las tripas de un tren de la línea 2. Sigo a Blaisten incluso

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