1
Los niños juegan en la ribera del mundo.
RABINDRANATH TAGORE
Tamil Nadu, la India
El mar estaba en calma durante las primeras horas del día en que su mundo se vino abajo. Eran hermanas: Ahalya, la mayor, tenía diecisiete años, y Sita, la pequeña, era dos años menor. Al igual que su madre antes que ellas, las dos eran niñas de mar. Cuando su padre, que era directivo informático, se trasladó con la familia de las llanuras de Delhi a Chennai, en la costa de Coromandel, a Ahalya y a Sita les pareció que habían vuelto a su hogar. El mar era su amigo, y los pelícanos, los pomfrets y las olas encrespadas eran sus compañeros de juegos. Nunca pensaron que las aguas se podían levantar contra ellas. Pero eran jóvenes y sabían muy poco sobre el sufrimiento.
Ahalya se dio cuenta de que la tierra temblaba en la penumbra del amanecer. Miró a Sita, que dormía en la cama junto a ella, y le maravilló que no se hubiera despertado. Las sacudidas fueron intensas, pero terminaron pronto; más tarde llegó incluso a preguntarse si acaso las había soñado. En la planta baja de la casa nadie se movió. Era el día después de Navidad, domingo, y toda la India dormía.
Ahalya se arrebujó en las sábanas, aspiró el olor dulce, a madera de sándalo, del cabello de su hermana, y luego se durmió soñando con el salwar kameez de color azul eléctrico que su padre le había regalado para que lo luciera esa noche en el conservatorio de Mylapore. Era diciembre y el festival Madras Music Season estaba en pleno apogeo. Su padre les había comprado entradas para un concierto de violín que comenzaba a las ocho. Ella y Sita practicaban el violín.
Los moradores de la casa se despertaron gradualmente. A las siete y cuarto, Jaya, la sirvienta de la familia desde hacía muchos años, se envolvió en un sari, sacó de la cómoda que tenía a los pies de la cama un pequeño tarro con polvo de piedra caliza y salió al porche de la parte delantera de la casa. Barrió la tierra más allá del umbral con una escoba de cerdas rígidas, e hizo en el suelo unos puntos con el polvillo blanco. A continuación, unió esos puntos con unas líneas elegantes y dibujó la forma estrellada de una flor de jazmín. Complacida con su obra, juntó bien las palmas de las manos y susurró una oración a Lakshmi, la diosa hindú de la fortuna, rogándole que el día fuera propicio. Concluido el ritual del kolam, se encaminó hacia la cocina para preparar el desayuno.
Ahalya se despertó de nuevo cuando la luz del sol se colaba a raudales entre las cortinas. Sita, siempre madrugadora, estaba ya casi vestida, y su cabello negro brillaba húmedo por el agua de la ducha. Ahalya observó cómo su hermana se maquillaba ante un pequeño espejo y sonrió. Sita era de complexión menuda, y había sido agraciada con unas facciones delicadas y los ojos grandes y expresivos de su madre, Ambini. Era delgada para su edad, y la magia de la pubertad todavía no había dado a su cuerpo la silueta de una mujer. Esto hacía que se sintiera muy acomplejada, aunque Ahalya y Ambini la consolaban a menudo diciéndole que el tiempo se encargaría de traerle los cambios que tanto anhelaba.
Ahalya se vistió deprisa con un conjunto amarillo de pantalón churidaar y un pañuelo a juego: quería ir a la par que Sita y, a la vez, no llegar tarde al desayuno. Se puso brazaletes y unas cadenitas en el tobillo y acabó de arreglarse abrochándose un collar y adornándose la frente con un delicado bindi.
—¿Estás lista, cariño? —preguntó Ahalya a Sita en inglés.
En el hogar de los Ghai existía la norma de que las niñas solo podían hablar hindi o tamil si un adulto se dirigía a ellas en ese idioma. Como todos los indios que tenían el privilegio de crecer en el entorno de la clase media alta, sus padres soñaban con enviar a sus hijas a Inglaterra a estudiar en la universidad, y tenían el convencimiento de que el dominio del inglés era el modo de acceso más seguro a Cambridge u Oxford. Además de inglés, en el internado de monjas al que iban las niñas se enseñaba hindi, el idioma nacional, y tamil, la lengua propia de Tamil Nadu; sin embargo, las monjas preferían hablar en inglés y las niñas nunca habían cuestionado esa norma.
—Sí —contestó Sita algo afligida dirigiendo una mirada de desánimo al espejo—, supongo que sí.
—Vamos, Sita —le reprendió Ahalya—. Fruncir el ceño no hará que Vikram Pillai se fije en ti.
Aquel comentario tuvo el efecto que Ahalya esperaba. A Sita se le iluminó la cara con la mención de los planes de la familia para esa noche. Pillai era su violinista favorito.
—¿Crees que podremos hablar con él? —preguntó Sita—. La cola después del espectáculo es siempre tan larga…
—Tú pregúntaselo a baba —dijo Ahalya pensando en la sorpresa que ella y su padre tenían preparada para Sita, y que habían logrado mantener en secreto—. Nunca se sabe, con sus contactos…
—Se lo preguntaré durante el desayuno —dijo Sita, y desapareció por la puerta para bajar la escalera.
Riéndose para sus adentros, Ahalya siguió a Sita hasta la sala de estar. Las dos a la vez hicieron su puja, el ritual matutino, ante los ídolos de la familia, que se encontraban en un altar en un rincón de la estancia: Ganesh, el dios elefante de la suerte, y Rama, uno de los avatares de Vishnu. Como la mayoría de los miembros de la casta de los comerciantes, los Ghai tenían una actitud muy secular y acudían a los templos o los santuarios muy raramente, cuando querían solicitar el favor de los dioses. Sin embargo, cuando la abuela de las niñas venía de visita a su casa, se encendían las varillas de incienso, se preparaba la puja, y todos, mayores y pequeños, participaban en el ritual.
Al entrar en el comedor, las hermanas se encontraron a su padre, Naresh, a su madre y a su abuela dispuestos para tomar el desayuno. Antes de sentarse, Ahalya y Sita tocaron los pies de su padre, en un gesto tradicional de respeto. Naresh sonrió y les dio a las dos un beso en la mejilla.
—Buenos días, baba —dijeron.
—Buenos días, preciosas.
—Baba, ¿tú sabes de alguien que conozca a Vikram Pillai? —preguntó Sita.
Naresh dirigió una mirada de complicidad a Ahalya y guiñó el ojo a Sita.
—Después de esta noche seguro que sí.
Sita levantó las cejas sorprendida.
—¿Qué quieres decir?
Naresh rebuscó con la mano en su bolsillo.
—Quería esperar hasta más tarde, pero ya que lo preguntas… —Sacó entonces un pase VIP y lo colocó sobre la mesa—. Lo saludaremos antes de la actuación.
Sita miró el pase y una sonrisa le iluminó el rostro. Se arrodilló lentamente y de nuevo le tocó el pie a su padre.
—Gracias, baba. ¿Ahalya vendrá también?
—¡Por supuesto! —respondió Naresh colocando otros tres pases VIP más junto al primero—. Y tu madre y tu abuela, también.
—Podremos preguntarle todo lo que queramos —apuntó Ahalya.
Sita miró a su hermana y a su padre con una amplia sonrisa.
Mientras las hermanas tomaban asiento, Jaya iba de un lado a otro de la estancia repartiendo sobre la mesa cuencos con arroz, chutney de coco, masala dosa —unas crepes rellenas de patata— y chapatti, pan en forma de tortitas. La comida se tomaba sin cubiertos y al terminar, todos tenían los dedos manchados con los restos del arroz y el chutney.
De postre, Jaya sirvió chickoo —una fruta parecida al kiwi—, recién cogido del árbol, y mysore pak, una especie de dulce de azúcar. Al cortar un chickoo, Ahalya se acordó del temblor de la madrugada.
—Baba, ¿has notado el terremoto? —preguntó.
—¿Qué terremoto? —quiso saber la abuela.
Naresh se rió.
—¡Qué suerte tienes de dormir tan profundamente, Naani! —Se volvió hacia su hija con una sonrisa tranquilizadora—: Fue un temblor de tierra intenso, pero no ha causado ningún daño.
—Los terremotos son un mal presagio —dijo la anciana apretando su servilleta.
—Son un fenómeno científico —la corrigió Naresh con amabilidad—. Y este fue inofensivo. No hay de qué preocuparse. —Se volvió hacia Ahalya y cambió de tema—: Háblanos de la hermana Naomi. La última vez que la vi no se encontraba bien.
La familia terminó de comer los dulces mientras Ahalya hablaba a su padre de la directora del St. Mary’s. Una brisa entró por las ventanas abiertas, refrescando el aire. Al final, Sita se removió inquieta en el asiento, y pidió permiso para levantarse. Después de que Naresh se lo concediera, se puso en el bolsillo un pedacito cuadrado de mysore pak y salió a toda prisa de la casa en dirección a la playa. Ahalya no pudo evitar una sonrisa ante la vivacidad de su hermana.
—¿Puedo ir yo también? —preguntó a su padre.
Él asintió.
—Creo que nuestra pequeña sorpresa de Navidad ha sido una buena idea.
—Desde luego —contestó ella.
Tras levantarse de la mesa, se calzó las sandalias y siguió a su hermana al exterior.
A las ocho y veinte todos, excepto Jaya y la abuela de las chicas, habían salido a la playa. La discreta casa de la familia se elevaba en un terreno frente al mar situado a unos veinticuatro kilómetros de Chennai y aproximadamente a un kilómetro y medio de la playa de uno de los numerosos pueblecitos pescadores de la costa de Tamil Nadu. Su emplazamiento era rural para el punto de vista indio y a Ambini, criada en los barrios abarrotados de Mylapore, el lugar le parecía remoto. En cualquier caso, había considerado la lejanía respecto a la ciudad un mal menor ante la posibilidad de poder criar a sus hijas tan cerca de su casa solariega.
Ahalya paseaba por la playa mientras Sita correteaba junto al agua recogiendo conchas. Naresh y Ambini las seguían a paso tranquilo, en silencio y satisfechos. Los Ghai iban en dirección norte, hacia el pueblecito de pescadores. Pasaron junto a un matrimonio anciano, que estaba sentado en silencio en la arena, y dos niños que arrojaban piedras a los pájaros. Por lo demás, la playa estaba desierta.
Poco antes de las nueve de la mañana, Ahalya notó algo raro en el mar. Las olas mecidas por el viento ya no alcanzaban la altura de la arena de minutos antes. Escrutó el horizonte y le pareció que el mar se retiraba ante sus ojos. Al poco, quedaron a la vista unos cuatro metros y medio de arena mojada. Los dos niños se perseguían entre gritos de alborozo por la superficie esponjosa en dirección hacia el océano que se replegaba. Ahalya miró la escena con aprensión. Sita, en cambio, se mostró más curiosa que preocupada.
—Idhar kya ho raha hai? —preguntó Sita en su hindi nativo—. ¿Qué ocurre?
—No estoy segura —respondió Ahalya en inglés.
Ahalya fue la primera en ver la ola. Señaló una fina línea de color blanco que se extendía en el borde del horizonte. En menos de diez segundos, la línea se convirtió en una gigantesca ola que se aproximaba tan rápidamente que los Ghai apenas pudieron reaccionar. Naresh empezó a gritar y a sacudir los brazos, pero sus palabras fueron apagadas por el rugido voraz de la ola.
Ahalya cogió a Sita de la mano y, esforzándose por vencer la resistencia de la arena blanda, la arrastró hacia un grupo de palmeras. El agua salobre se le arremolinó en las piernas y entonces, la ola cayó sobre ella, levantándola y volteándola. El agua salada le llenó los orificios de la nariz, le obstruyó los oídos y le escoció los ojos. Empezó a ahogarse y sintió arcadas en el estómago mientras se esforzaba por ir hacia la luz. Cuando alcanzó la superficie, abrió la boca para tomar aire.
Vislumbró entonces un movimiento vago, una agitación de color: era el churidaar turquesa de Sita. Agarró a su hermana de la mano pero la perdió de nuevo a causa de la succión violenta de la ola. Notó en los dedos la corteza suave de una palmera. Se lanzó hacia ahí con todas sus fuerzas, pataleando desesperadamente contra la corriente pero, de nuevo, no consiguió asirse. Mientras el mar la barría tierra adentro, gritó a ciegas con todas las fuerzas que le quedaban: «¡Nada, Sita, nada! ¡Agárrate a una palmera!».
Al volverse vio el tronco de una palmera un instante antes de golpearse contra él. Mientras el dolor le estallaba en la frente, se sujetó al árbol con los brazos y las piernas y deseó no soltarse. Luego perdió el conocimiento.
Cuando volvió a abrir los ojos, el cielo azul asomaba a través de la fronda de la palmera, que el viento agitaba. El silencio alrededor era espeluznante. El corazón le palpitaba con fuerza, y tuvo la sensación de que la cabeza se le había partido en dos. Al cabo de unos segundos, las aguas del mar empezaron a retirarse, cediendo de nuevo espacio a la tierra. Vislumbró a lo lejos la cara de Sita y oyó un grito.
—¡Ahalya, socorro!
Intentó hablar, pero tenía agua salada en la boca. Cuando habló, su voz pareció un graznido:
—¡Espera! —Escupió y volvió a intentarlo—. ¡Espera, Sita! ¡Espera a que el agua baje!
Y así fue. Por fin.
Ahalya descendió lentamente por el tronco de la palmera platanera hasta que tocó con los pies la tierra mojada. Su churidaar estaba hecho trizas y llevaba la cara manchada de sangre. Vadeó la distancia que le separaba de Sita y le soltó los brazos del tronco que le había salvado la vida. Mientras sostenía a su hermana pequeña en actitud protectora, Ahalya miró hacia la playa desde el bosque de palmeras. Al principio no fue consciente de aquella visión atroz. Los arbustos espinosos que la flanqueaban carecían ahora de hojas. En torno a ellos, unas formas oscuras flotaban en la superficie de las aguas fangosas.
Ahalya fijó la vista en esas siluetas. Su respiración empezó a agitarse. De repente, cayó en la cuenta.
—Idhar aawo! —le ordenó a Sita en hindi—. ¡Ven!
Tras asir a su hermana de la mano, Ahalya la llevó entre las aguas, que les llegaban hasta las rodillas. El primer cadáver que encontraron fue el de Ambini. Estaba cubierta de lodo, y cada centímetro de la piel que quedaba a la vista había sido lacerado por las espinas. Tenía los ojos abiertos, y su rostro era una máscara de terror.
Aquella grotesca transfiguración de su querida madre dejó a Sita paralizada. Apretó con tanta fuerza la mano de su hermana que esta gritó y la apartó de sí. Ahalya cayó de rodillas entre sollozos, pero Sita se quedó mirando, sin más. Al cabo de un buen rato, los labios se le torcieron y empezó a llorar. Con el rostro hundido entre las manos, se sacudía con tanta fuerza que parecía presa de un ataque de nervios.
Ahalya abrazó a su hermana y la apretó contra ella. Luego la tomó de la mano y la apartó de Ambini. Al poco tiempo, vieron otro cadáver. Era el de uno de los niños de la zona. Sita se puso tensa. No obstante, Ahalya siguió guiándola entre los restos cenagosos de la playa en dirección a la casa de la familia. Sabía que su única esperanza era encontrar a su padre.
Si Sita no hubiera tropezado, no habrían visto el cuerpo de Naresh. Cuando Ahalya se inclinó para ayudar a su hermana a levantarse, volvió la vista en dirección tierra adentro y distinguió una silueta oscura que flotaba entre los restos encalmados de una laguna de agua salada. La ola había arrastrado a Naresh a través del bosquecillo de palmeras y lo había dejado atrapado entre unas peñas que había al borde de la laguna.
Ahalya arrastró a su hermana por el breve espacio que las separaba del cadáver de Naresh. Se quedó un buen rato mirando a su padre, incrédula. Cuando al fin comprendió lo ocurrido empezó a sollozar, sintiendo sobre sus hombros el peso devastador del dolor. Ella era la favorita de Naresh, igual que Sita lo era de Ambini. Él no podía estar muerto. Le había prometido un marido respetable y una boda de envidia. Había prometido muchas cosas.
—Mira —susurró Sita señalando hacia el sur.
Mientras se secaba las lágrimas, Ahalya siguió la mirada de su hermana al otro lado de aquel mundo desconocido, que había sido devastado por el embate de la ola. Su casa se mantenía en pie en la lejanía. Aquella silueta tan familiar tomó por sorpresa a Ahalya, igual que el repentino silencio de su hermana. Sita había dejado de llorar y se abrazaba con un gesto de autoprotección. Su mirada transida infundió valor a Ahalya. Tal vez Jaya o la abuela habían sobrevivido. Le resultaba insufrible la idea de que ella y Sita se hubieran quedado completamente solas.
Ahalya tomó aire y apretó la mano de su hermana. Tras vadear en aquel paisaje sumergido, las muchachas llegaron a las ruinas de lo que había sido su hogar durante casi una década. Antes de la ola, el jardín que rodeaba su casa era una reserva natural de jardines en flor y árboles frutales. Poco después de mudarse allí con la familia desde Delhi, Naresh había plantado un árbol ashoka cerca de la casa en honor a Sita. De pequeña, ella jugaba a la sombra del joven árbol de hoja perenne imaginándose que era Sita, su tocaya, la protagonista del Ramayana, que fue rescatada de su cautiverio en la isla de Lanka por Hanuman, el noble dios mono. Ahora, el ashoka y todas las plantas que lo habían rodeado eran como palillos, desprovistos de hojas, ramas y flores.
Sita se detuvo junto al esqueleto de su querido árbol, pero Ahalya le tiró de la mano e insistió en que prosiguieran. Las ventanas de la planta baja habían desaparecido, y los muebles que antes habían decorado la sala de estar flotaban ahora por el jardín. Con todo, la casa parecía intacta. Al aproximarse a las puertas delanteras, que estaban abiertas de par en par, Ahalya aguzó el oído por si escuchaba alguna voz, pero no oyó nada. La casa se encontraba tan silenciosa como una cripta.
Entró en el recibidor y arrugó la nariz al notar el aire húmedo y frío. Cuando miró en la sala de estar, vio a su anciana abuela flotando boca abajo en la oscuridad junto a un sofá cubierto de lodo. De nuevo las lágrimas le acudieron a los ojos, pero estaba demasiado exhausta para llorar. El descubrimiento del cadáver de la anciana no la impresionó. Después de encontrar a su padre, ella casi había dado por hecho que su abuela también había fallecido.
En un acopio de valor, Ahalya vadeó por la sala de estar y entró en la cocina, rogando desesperadamente que Jaya hubiera sobrevivido. La sirvienta formaba parte de la familia Ghai desde antes de que Ahalya naciera. Era un miembro más, alguien único e imprescindible.
Cuando Ahalya entró en la cocina siguiendo los pasos de una Sita apagada y renqueante se encontró con un mar de escombros. Cestas volcadas, envases de productos de limpieza, tarros de cristal repletos de dulces así como mangos, papayas y cocos sueltos flotaban en las aguas estancadas. Bajo la superficie, ollas, paellas, cuencos y cubiertos cubrían el suelo como restos de un naufragio. Con todo, no había señal alguna de Jaya.
Al ir a salir de la cocina para buscar en el comedor, Ahalya observó que la puerta de madera que llevaba a la despensa se hallaba entreabierta. Vio la mano antes que su hermana y abrió la puerta con fuerza. Apretujada en el fondo estrecho de la despensa estaba Jaya. De todos los muertos de la familia, Jaya era quien había encontrado la muerte más en paz. Tenía los ojos cerrados y parecía dormida. Sin embargo, su piel estaba fría y pegajosa al tacto.
La impresión tomó a Ahalya de improviso y estuvo a punto de perder el conocimiento. Ahí, de pie, con el agua cubriéndola hasta las pantorrillas, la certeza de su desgracia se abatió sobre ella. Ella y Sita eran huérfanas. Los únicos familiares vivos que les quedaban eran las tías y los primos en la lejana Delhi, a los cuales ella no veía desde hacía muchos años.
Justo cuando se decía que no les quedaban esperanzas, Sita se le acercó y la cogió de la mano. Aquel contacto repentino hizo reaccionar a Ahalya. Retomando su responsabilidad como hermana mayor, subió con Sita la escalera que llevaba a su cuarto.
La ola se había encaramado por los escalones y había cubierto el suelo de fango, pero las ventanas y el mobiliario de la segunda planta estaban intactos. Un único pensamiento ocupaba la mente de Ahalya: recuperar el monedero y su teléfono móvil. Si lograba ponerse en contacto con la hermana Naomi y encontraba un modo de acompañar a Sita hasta el St. Mary’s, en Tiruvallur, ellas estarían a salvo.
Cogió el monedero de la mesilla de noche y llamó a la hermana Naomi con el móvil. En cuanto empezó a oír el tono del teléfono, surgió un ruido sordo y lejano procedente del este. Ahalya se acercó a la ventana y dirigió la mirada hacia la superficie fangosa de la bahía de Bengala. No podía dar crédito a sus ojos. De nuevo un muro de agua avanzaba a toda velocidad hacia la playa. En pocos segundos, el ruido se convirtió en un rugido gutural y ahogó la voz al otro lado de la línea: «¿Diga? ¿Diga? ¿Ahalya? ¿Sita?». Ahalya se olvidó de la hermana Naomi. Su mundo se limitó de pronto a su hermana y a la segunda ola asesina.
La masa agitada de agua llegó a la casa e inundó la planta baja. El edificio se estremeció y crujió en cuanto la ola arremetió contra los cimientos. Ahalya cerró de golpe la puerta del dormitorio y ordenó a Sita que se tumbara en la cama. Mientras abrazaba a su hermana, que temblaba, se preguntó si acaso Shiva había preferido el agua al fuego para provocar el fin del mundo.
El horror de la segunda ola parecía infinito. El agua salobre se coló entre las rendijas de la puerta del dormitorio y se desplegó en forma de abanico por el suelo. Las hermanas se acurrucaron bajo las mantas mientras el nivel del agua iba en aumento. De pronto, la casa se desplazó bajo sus pies y el suelo se inclinó. Entonces la puerta del cuarto se abrió y unas aguas marrones se precipitaron al interior. Ahalya gritó asustada y Sita hundió la cabeza en la tela húmeda del churidaar sucio de su hermana mientras esta apretaba los ojos con fuerza y susurraba una plegaria a Lakshmi para que les perdonara los pecados y les asegurara un buen tránsito a la otra vida.
Sumida en aquel estado de disociación, apenas reparó en que el ruido disminuía y finalmente cesaba. La casa se mantuvo en su sitio cuando la corriente de agua retrocedió y la segunda ola se retiró hacia el mar. Las dos hermanas se quedaron sentadas en la cama, inmóviles. El mundo desolado que las olas habían dejado a su paso parecía raramente despojado de todo sonido.
—¿Ahalya? —susurró Sita al cabo de un buen rato—. ¿Adónde vamos a ir?
Ahalya parpadeó y se recompuso. Soltó a su hermana y notó el peso del teléfono en la mano. Marcó sin más el número conocido.
—Tenemos que llegar al St. Mary’s —dijo—. La hermana Nao mi sabrá qué hacer.
—Pero ¿cómo? —preguntó Sita abrazándose—. Nadie nos puede llevar en coche hasta allí.
Ahalya cerró los ojos y escuchó los tonos del teléfono. Respondió la hermana Naomi. La inquietud se percibía en su voz. ¿Qué había ocurrido? ¿Estaban en peligro? Cuando Ahalya habló, su voz parecía distante. Una ola se les había echado encima. Su familia había muerto. Ella y Sita habían sobrevivido, pero su hogar estaba destrozado. No tenían dinero, solo el teléfono.
El ruido estático interrumpió la comunicación durante unos largos segundos hasta que la hermana Naomi logró hablar. Le dijo a Ahalya que fueran a pie hasta la carretera y que buscaran luego un modo de desplazarse en coche hasta Chennai con algún vecino.
—Id solo con gente de confianza —dijo—. Os estaremos esperando.
Ahalya colgó y se volvió hacia Sita, intentando aparentar tranquilidad.
—Tenemos que encontrar a alguien que tenga coche. Vamos. Necesitamos ropa seca.
Llevó a Sita hasta el otro lado de la habitación, junto a una cómoda. La ayudó a quitarse la ropa húmeda y sucia, y le dio un churidaar limpio. Luego se cambió ella. Comprobó el lavamanos con la esperanza de poder limpiarse la cara, pero no había presión de agua. Hasta que llegaran al St. Mary’s tendrían que acostumbrarse a la arenilla de la piel.
Sita se dirigió hacia la puerta, dispuesta para partir; Ahalya, sin embargo, se detuvo para coger una fotografía de la cómoda que mostraba a la familia Ghai en las Navidades del año anterior. La sacó del marco y se la guardó en la cintura del churidaar. Cogió también una caja de madera y la metió, junto con el móvil, en un saquito de tela. La caja contenía las joyas de oro que durante años habían recibido como regalo: era todo cuanto tenían. Ahalya dirigió una última mirada a la habitación y se despidió de ella con un saludo con la cabeza. Lo demás iba a tener que dejarlo atrás.
Las dos hermanas bajaron la escalera y vadearon por el recibidor hasta el patio delantero. En el exterior el sol era intenso, y el agua que había dejado la segunda ola empezaba a desprender un desagradable hedor a pescado muerto. Ahalya guió a Sita hacia la parte posterior de la casa destrozada, en dirección al camino de salida. Los dos vehículos de la familia, que antes de la ola habían estado aparcados en la vía de acceso, ahora no se veían por ningún sitio. Ahalya pensó en echar una última mirada a la casa, pero al final no lo hizo. Aquel paraje desolado por las aguas ya no era el hogar que ellas habían conocido. Ahora, el paisaje anterior y la familia que lo había habitado ya solo existían en su memoria.
Cuando alcanzaron la carretera principal, la encontraron cubierta por los restos del bosque de palmeras. Ahalya fue presa del desánimo. ¿Quién se aventuraría a salir a la carretera en esas condiciones? Se le ocurrió entonces que tal vez podían partir en coche con alguien del pueblo de pescadores. Sabía que la posibilidad era muy remota. La mayoría de los lugareños habitaba en unas cabañas junto al mar y probablemente todas ellas habían sido arrasadas por la ola. Con todo, los supervivientes iban a necesitar provisiones y ayuda de Chennai. Pronto alguien del pueblo tendría que recorrer ese trayecto.
Las dos hermanas anduvieron en silencio la una junto a la otra. En casi un kilómetro y medio no vieron ninguna señal de vida. Toda la vegetación a ras de suelo había sido arrasada, dejando la tierra a ambos lados del asfalto desnuda y abandonada. Cuando alcanzaron las inmediaciones del pueblo de pescadores sudaban copiosamente, y tenían la garganta reseca. Incluso en invierno, el sol del sur de la India resultaba despiadadamente intenso.
Ahalya dirigió sus pasos hacia la calle que conducía al pueblo de pescadores. Al aproximarse a la línea de la costa, vieron a un hombre vestido con un faldón lungi blanco cubierto de barro que se dirigía hacia ellas sosteniendo a un niño en sus brazos desnudos. Detrás de él marchaba una fila desaliñada de pescadores con cestas de palma en la cabeza y bolsas de tela de colores en los hombros.
El hombre se detuvo ante Ahalya.
—Vanakkam —dijo ella con el saludo habitual—. ¿Adónde vais?
El hombre estaba tan nervioso que ni siquiera se percató de la pregunta. Con gestos y aspavientos nerviosos le habló de la ola.
—Yo estaba en mi barca —dijo—. No sentí nada. Al regresar todo había desaparecido: mi mujer, mis hijos… No sé qué ha sido de ellos. —Se volvió y señaló con un gesto el séquito variopinto que lo acompañaba—. Somos los únicos que quedamos.
Ahalya percibió el tremendo dolor de aquel hombre y procuró no dejarse llevar por el suyo propio. En vez de ello, se concentró en cuestiones prácticas.
—Vuestro jefe tiene una furgoneta —dijo ella—. ¿Dónde está?
El hombre negó con la cabeza.
—Está destrozada.
—¿Y el agua potable? Seguro que aún os quedan bidones del monzón.
—El agua los ha barrido.
—¿Adónde vais? —preguntó Ahalya de nuevo.
—A Mahabalipuram —respondió el hombre—. Tenemos familiares allí.
Ahalya intentó disimular su decepción. Mahabalipuram estaba a unos ocho kilómetros en la dirección opuesta.
—Nosotras tenemos que llegar a Chennai.
El hombre se quedó mirándola, como si ella hubiera perdido la cabeza.
—No lo lograréis.
Ahalya tomó a Sita de la mano y dijo en un tono desafiante:
—Sí lo lograremos.
Las dos hermanas regresaron junto con los habitantes del pueblo a la carretera principal, y allí se despidieron.
—Deberíamos ir a Kovallam —dijo Sita suavemente, hablando por primera vez en muchos minutos—. Tal vez ahí podamos coger un autobús.
Ahalya asintió. Kovallam era un pueblo de pescadores de mayor tamaño, situado a unos tres kilómetros en dirección norte. Aunque no encontraran allí un autobús, posiblemente en el mercado podrían conseguir agua potable. Ahora el agua era su máxima prioridad. El transporte tendría que esperar.
El trayecto transcurrió muy lentamente bajo el sol tropical. La brisa del océano proporcionaba de vez en cuando un alivio pasajero. Por lo demás, el recorrido resultó tedioso y doloroso. Las sandalias que llevaban, empapadas y rebozadas de arena, les cubrieron de llagas las plantas de los pies.
Para cuando llegaron a Kovallam, la mueca de dolor de Sita era ya permanente, y a Ahalya le costaba mucho mantener la compostura. Calculó por el ángulo del sol que serían casi las once de la mañana. A menos que su suerte cambiara, tenían muy pocas posibilidades de llegar al colegio al anochecer.
Kovallam era un hervidero de actividad. Los carros de bueyes y los carromatos competían con los coches y los peatones por sus calles estrechas e inundadas. Ahalya detuvo a una anciana que llevaba un sari manchado de barro y le preguntó por el autobús a Chennai. Sin embargo, la mujer estaba transida de dolor.
—Mi hijo —sollozó—. Estaba en la playa. ¿Lo habéis visto?
Ahalya, apesadumbrada, negó con la cabeza y se dio la vuelta. Pidió ayuda a un hombre que llevaba un cesto con plátanos maduros, pero él la miró perplejo. Otro, que arrastraba un carro cargado de uvas, le respondió con una seca sacudida de cabeza.
—¿Acaso no sabes lo que ha ocurrido? —le preguntó escupiendo zumo de paan a la calle—. Nadie tiene idea de si los autobuses funcionan.
Ahalya intentó sobreponerse a la repentina sensación de desesperación. Sabía que si no conservaba la calma podía tomar una decisión precipitada y poner a las dos en peligro.
Condujo a Sita hasta la plaza del mercado. Tal como esperaba, solo había abiertos unos pocos puestos. Pidió a un vendedor de jugo de caña si podía darle una botella de agua. Con la mejor de sus sonrisas, le explicó que la ola le había arrebatado el monedero y que no llevaba dinero. El vendedor le dirigió una mirada antipática.
—Aquí todo el mundo paga —dijo con brusquedad—. No hay nada gratis.
Ahalya cogió a Sita de la mano y se acercó entonces a un vendedor de verduras. Le explicó lo que les había pasado, y el hombre se mostró compasivo. Les dio unos botellines de agua y les ofreció un poco de sombra debajo de un parasol.
—Nandri —dijo Ahalya aceptando el agua y pasándole una botella a Sita—. Gracias.
Se resguardaron del sol y bebieron con avidez. Tras apurar la botella, Sita apoyó la cabeza en el hombro de su hermana y se quedó dormida. Ahalya, en cambio, no quiso dormir y escrutó el mercado en busca de algún rostro conocido. Su padre conocía a varios hombres en Kovallam, pero ella no recordaba sus nombres.
Conforme el tiempo pasaba y ella seguía sin reconocer a nadie, Ahalya empezó a calcular el valor en el mercado de las joyas que mantenía ocultas en su bolsa. ¿Cuánto costaría un conductor que las llevara a Chennai? Por instinto rechazaba la idea de hacerse con un taxi, pero no había visto pasar ningún autobús por el mercado, y dudaba de que hubiera alguno que realizara el trayecto esa tarde. Ella y Sita no podían ir a pie hasta Chennai, al menos, no esa tarde, y no conocía ningún lugar fuera de la ciudad donde ellas pudieran pasar la noche a salvo.
Las muchachas descansaron durante una hora a la sombra del parasol. Sita no se movía y Ahalya finalmente se abandonó también al sueño. Cuando despertó, observó que el sol había rebasado ya el cenit. Era preciso tomar una decisión sin demora.
Se volvió hacia el vendedor para preguntarle si conocía un conductor, cuando algo asomó en su recuerdo. Un rostro entre la muchedumbre. Una cena en Mylapore celebrada unos meses atrás. Aquel hombre había saludado a su padre de forma afable, y su padre le había correspondido de igual modo. Ahalya no se acordaba de su nombre, pero nunca olvidaba una cara.
Despertó a Sita con un leve pellizco y le pidió que no se moviera de allí. Se abrió paso entre las vacas, los automóviles y los rickshaw y se acercó al hombre.
—Señor —dijo ella en inglés—, me llamo Ahalya Ghai. Mi padre es Naresh Ghai. ¿Se acuerda de mí?
El hombre la miró y sonrió.
—Claro que sí —respondió él con un buen acento en inglés—. Soy Ramesh Narayanan. Nos conocimos la primavera pasada en la Tamil Historical Society. —Su mirada adoptó entonces un aire de desconcierto—. ¿Qué haces aquí? ¿Estás con tu padre?
La pregunta atravesó a Ahalya como un puñal. Apartó la mirada de Ramesh para recobrar la compostura. Con voz entrecortada le contó lo ocurrido con su familia.
El rostro de Ramesh palideció conforme ella hablaba. Buscó algo apropiado que deci