Noticias desde el fin del mundo
Francisco Coloane no lo estaba pasando bien. Tenía poco más de veinte años y había cambiado el sur —los paisajes de sus orígenes: Chiloé, Punta Arenas, la Patagonia— por una vida en Santiago. La escritura era, en ese entonces, para él, un trabajo: al llegar a la capital se desempeñó por un tiempo como reportero policial en Las Últimas Noticias, mientras descubría la ciudad, sus callejones, sus códigos.
Pero no lo pasaba bien.
Estaba solo, ya no tenía trabajo y vivía en una pensión, en la calle Agustinas, en el centro. Fue ahí, en ese tiempo, en ese lugar, cuando un día, bajo una gripe terrible que lo tumbó sin esperanzas, se iba a aventurar por primera vez a escribir un cuento.
Sería el comienzo de todo: el resfrío, esa fiebre, la soledad y un amigo que lo visitó y le propuso —después de verlo tan mal— que por qué no escribía un cuento para publicarlo en El Mercurio, que pagaban y que él mismo, si lo necesitaba, podía ir a entregarlo al diario. Coloane lo miró algo extrañado y guardó silencio.
Esa noche escribiría su primer relato, «Cabo de Hornos», la historia de dos hermanos, únicos habitantes de una isla en el fin del mundo, que se encuentran con un prófugo de Ushuaia, quien les asegura conocer una caverna llena de lobos de mar, donde podrían cazar a un sinnúmero de recién nacidos para conseguir sus preciados cueros. A partir de ese encuentro fortuito, lo que viene es una pesadilla, una matanza brutal, y un despliegue de muchas de las obsesiones que recorrerán buena parte de la obra de Francisco Coloane: la naturaleza y la violencia, el paisaje y los animales, la compasión y las lealtades, el mar, sobre todo el mar, y un compendio de personajes masculinos expuestos a la intemperie.
Al día siguiente le pasaría este primer cuento a su amigo y unas semanas después se publicaría en El Mercurio bajo el título «Lobo de dos pelos».
Era 1935.
«Esta es la creación de un hombre con cuarenta grados de fiebre, tendido en una cama, con el peligro de la muerte al frente. Y lo escribí así, a mano», recordaría Coloane, muchos años después, sobre ese primer cuento y uno de sus mejores relatos, es decir, uno de los mejores de la literatura chilena del siglo XX.
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Le gustaba decir que había nacido en el mar.
Fue en Quemchi, en la isla de Chiloé, el 19 de julio de 1910.
La infancia y la adolescencia de Coloane estarían marcadas por los paisajes del sur: Puerto Montt, Punta Arenas, Tierra del Fuego; el viento desbocado, los mares oscuros, el frío, la pampa patagónica, los cielos despejados, los bosques. En esos lugares, conviviendo con un territorio tan fascinante como hostil, Coloane encontraría una explicación del mundo. Y también un consuelo: tenía quince años cuando muere su madre, y entonces el mundo, tal como lo conocía, ya nunca volvería a ser el mismo.
Todo lo que va a vivir entre esa muerte y aquella noche afiebrada en la que escribirá su primer cuento será la materia fundamental de su literatura. Y, particularmente, de sus cuentos. No se trata de autobiografía, por supuesto, sino de un cúmulo de experiencias que serán convertidas en relatos duros, violentos, conmovedores.
Todo lo que vio y escuchó Coloane en esas tierras le servirá para hablar de un mundo salvaje, poblado de hombres silenciosos, rústicos, no muy dados a expresar sus emociones, sus tormentos, como si en realidad el paisaje —el frío, el mar— hablara por ellos.
«Así como entre los hombres surge de vez en cuando el genio, entre los animales se da, a veces, algún ejemplar extraordinario, cuya existencia nos acerca a los misterios de la naturaleza, para hacérnoslos más inescrutables.
El que ha visto degollar desde un hombre hasta una oveja, y conoce el último grito de terror, el mugido, el postrer relincho y hasta ha creído escuchar la exhalación de una mariposa clavada, sabe cómo son de iguales estas últimas voces de la vida en todos los seres», anota Coloane en el comienzo de «El Flamenco», otro de sus cuentos imprescindibles, en el que el protagonista es un caballo alazán que va a tomar venganza contra los hombres y su violencia. En ese mismo relato, Coloane escribe: «A veces, uno, sin quererlo, mira a los animales, a la naturaleza misma, como preguntándoles algo y ellos, al parecer, nos devuelven la mirada inexpresivamente, pero una corriente se establece, algo ocurre en nuestras mentes, una luz se mueve, y descubrimos lo que buscábamos, aunque no sea más que la paz de nuestra inquietud».
La forma que descubre Coloane para reconstruir la dureza de aquel territorio —y de aquellas experiencias— es dejar que las frases deambulen hasta encontrar un ritmo capaz de transmitir la soledad. Porque es ese fraseo el que le permite transmitir, también, la extrañeza que habita, sobre todo, en esas tierras del fin del mundo, y convertir estas historias realistas en algo más que simples e inolvidables anécdotas: la literatura está ahí, en esos quiebres, en esas epifanías.
Después de ese primer cuento que publicaría en El Mercurio, Coloane dejaría pasar unos años hasta hacer su debut en la literatura chilena, y que sería a lo grande y por partida doble: en 1941 publicaría El último grumete de la Baquedano —novela que se convertiría rápidamente en lectura obligatoria— y Cabo de Hornos: catorce relatos que permitirían vislumbrar su talento para las distancias breves —ahí están, de hecho, «Cabo de Hornos», «El Flamenco» y el que quizá sea su cuento más famoso y citado: «El témpano de Kanasaka».
De aquel debut rotundo y tempestivo, el crítico Yerko Moretic iba a decir: «Coloane ingresó rudamente en la literatura chilena, sin miramientos de ninguna especie, sin elegancias aparentes, más preocupado de contar lo que traía en los ojos y en el corazón que de garantizar los fueros de la gramática, la eufonía de las frases o la ingeniosidad de las figuras, aunque pronto depuró su idioma de las asperezas iniciales hasta obtener —sin perder ninguna característica vital— uno de los estilos más armónicos, en su estructura interna, de toda la literatura nacional».
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Después de Cabo de Hornos vendrían dos libros de cuentos más: Golfo de Penas (1945) y Tierra del Fuego (1956) —y ya de forma póstuma, se reunirían algunos de sus cuentos y relatos inéditos en Antártico (2008).
Esos libros contienen toda la producción en el género breve de Francisco Coloane y son parte fundamental de su literatura. Quizá habría que decirlo de otra forma: son la columna vertebral de su obra, los textos que van a contener sus mayores hallazgos, sus más importantes proezas. Hay algo intacto —siempre nuevo, imposible de cristalizar— en sus cuentos. Son las imágenes de un país que nunca se termina de descubrir, es la violencia masculina retratada con precisión, es la naturaleza indomable capaz de configurar y luego desconfigurar todo. Los cuentos de Coloane exigen al lector habitar otro mundo, otro espacio. Salir de su encierro voluntario o involuntario y quedarse un rato en la intemperie, escuchar a los otros, sentir cómo el mar puede acabar con uno, cómo esas tierras descampadas esconden secretos terribles.
Hay algo fantasmagórico en algunos de sus relatos que los vuelve pesadillescos, que rompe cualquier idea de retrato costumbrista y que le permite interpelar al presente. Están los ecos de Melville, London y Conrad, pero también el deseo de contundencia y precisión de Hemingway. Son las lecturas que le permitirán a Coloane ir descubriendo una voz, pero sobre todo una forma de mirar y de oír; habría que detenerse en eso, en su capacidad para escuchar una lengua teñida de experiencias y matices. Coloane sabe que narrar se trata de levantar la vista y escuchar al otro, y que si no hay experiencia es muy difícil sentarse y escribir. Eso lo supieron muy bien algunos de sus compañeros de ruta en ese viaje que podría ser la narrativa chilena: Marta Brunet, González Vera, Manuel Rojas, Marta Jara, Alfonso Alcalde. Leerlos es entender mejor de qué estamos hechos y cómo llegamos hasta acá.
Coloane se detiene en los otros, los escucha y luego narra, como el protagonista de «El témpano sumergido», que se sube a un barco para ir a trabajar a una isla —donde vivirá una historia de terror— y piensa en lo que significa viajar en tercera clase, en los que van ahí, como él: «Todos formamos una especie de frontera de la humanidad; eso que es como la costra de la tierra, la que se queda afuera, sobresalida, recibiendo en la superficie el roce de la intemperie, el hálito de los astros, mientras la bola opaca rueda y rueda para sostenerse en la noche de los abismos».
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«Hay paisajes, como instantes de la vida, que no se borran jamás de la mente; vuelven siempre a traspasarnos desde adentro, cada vez con mayor intensidad», escribe en el relato «Tierra de olvido», en el que narra el encuentro con un hombre cuya lengua es ininteligible, un personaje que vive totalmente aislado. En un momento, uno de los protagonistas que se encuentra con este hombre lanza una teoría que sirve para entender el mundo que retrata Coloane en sus cuentos. Una teoría sobre la desintegración que puede producir la naturaleza en las personas. «La naturaleza primero lo desintegra a uno, y luego lo integra a ella como uno de sus elementos. En la primera etapa parece que se fuera a desaparecer, algunos perecen, y en la segunda se renace con un nuevo vigor; así tal vez selecciona y destruye lo que más le conviene».
Muchos de los personajes que protagonizan las historias de Coloane han experimentado esa desintegración, pero los lectores llegan a conocerlos cuando ya son otros, cuando habitan la soledad, cuando ya están entregados a la locura. El paisaje inevitablemente modifica a las personas, y eso traspasa cada uno de estos relatos.
«Toda la obra de Coloane, en su ambiente, en su trama, en el deambular de los personajes entre la vida y la muerte, entre la tranquila y frágil vida y la desatada desordenada desgracia, es un rechazo consciente o inconsciente al papel desintegrador, diluyente, de la desgracia y de su aspecto más persistente y socorrido, la soledad», escribió Carlos Droguett en una entrevista incómoda pero realmente valiosa que le hizo al autor. El mismo Droguett escribiría allí: «Coloane, sin duda, ensanchó geográficamente los límites de la literatura chilena, creando tipos y arquetipos memorables entre los animales irracionales y este otro animal, a veces más irracional, que se llama hombre».
Porque eso es: Coloane incorporó una serie de historias y personajes que hasta antes de él no existieron para la literatura chilena. Inventó un paisaje nuevo y lo habitó de forma generosa, diseñando las coordenadas para que también otros lo habitaran y lo reescribieran. Y, además, le dio a esos personajes una humanidad encomiable. Ahí está, de hecho, desplegada en «Galope en la Patagonia», el cuento inédito que cierra este libro, un encuentro fortuito —un aborto inesperado— y la complicidad de guardar un secreto para siempre, en aquel paisaje austral, inhóspito, en el fin del mundo.
La literatura de Francisco Coloane convertida, entonces, en un refugio que hay que visitar con urgencia: tomar aire, levantar la cabeza, acercarse al fuego y escuchar una y otra vez sus historias.
Diego Zúñiga
Cabo de Hornos
Las costas occidentales de la Tierra del Fuego se desgranan en numerosas islas, entre las cuales culebrean canales misteriosos que van a perderse allá en el fin del mundo, en La Sepultura del Diablo.
Los marinos de todas las latitudes aseguran que allí, a una milla de ese trágico promontorio que apadrina el duelo constante de los dos océanos más grandes del mundo, en el cabo de Hornos, el diablo está fondeado con un par de toneladas de cadenas, que él arrastra, haciendo crujir sus grilletes en el fondo del mar, durante las noches tempestuosas y horrendas, cuando las aguas y las oscuras sombras parecen subir y bajar del cielo a esos abismos.
Hasta hace pocos años, sólo se aventuraban por esas regiones audaces nutrieros y cazadores de lobos, gentes de distintas razas, hombres corajudos que tenían el corazón nada más que como otro puño cerrado.
Algunos de estos hombres han quedado engarzados para toda la vida en esas islas. Otros, desconocidos, acorralados por el látigo del hambre que parece arrearlos de oriente a occidente, llegan de tarde en tarde a esas tierras inhospitalarias, donde pronto el viento y la nieve les machetean el alma, dejándoles sólo los filos con dureza de carámbano.
Al final de los canales existe un lugar de tenebroso renombre: el presidio de Ushuaia. De las sangrientas evasiones de presidiarios también han quedado regados por las islas, entre los indios, a veces, hombres que han conquistado su libertad a tiro limpio y que no podrán asomar la cabeza por donde haya una luz de justicia.
Nada debe extrañar al hombre de esas tierras; que un barquichuelo se haga a la mar con cuatro marineros y regrese con tres; que un cúter haya desaparecido con toda su tripulación, etcétera. Nada debe extrañarle cuando las pieles y el oro son repartidos proporcionalmente entre los tripulantes...
Al final de esos canales, cercana al cabo de Hornos, está situada la isla Sunstar.
Los dos únicos habitantes de la isla, Jackie y Peter, están sentados en el umbral del rancho en un inacabable anochecer de diciembre. El rancho es una construcción de dos piezas formadas con troncos rústicos, sobre cuyo techo los líquenes y musgos verde-amarillentos crecen, como una tiesa sonrisa de esa naturaleza agreste, hacia el cielo que, cargado de desgracias, deja caer sus nieves durante la mayor parte del año.
Los cazadores dicen que son hermanos, pero nadie sabe nada; ellos nunca lo han manifestado, como que no abren la boca sino para la violencia y para engullir.
Jackie tiene la faz impersonal y vaga de un recién nacido; de regular estatura, con un chispeante reflejo en los ojos sumidos en párpados sin pestañas, enrojecidos y tumefactos, parece a veces un gran feto o una foca rubia.
Peter es más interesante con sus rasgos de zorro, de felino hipócrita y cansado. A primera vista tiene una actitud apacible, pero en la cabeza de estopa asoleada hay unos mechones turbios, más oscuros, que advierten, sin saberse por qué, de algo sórdido y agresivo que se esconde en su aparente mansedumbre.
Comentan que tienen algunas libras esterlinas guardadas y que están juntando más para irse a sus tierras... ¿A qué tierras? ¿De dónde han venido...?
Nadie sabe el origen de muchos hombres de esos lugares, nadie sabe dónde van a ir a parar. Parecen emergidos de la tierra misma, de esas aguas raras y perdidas en el extremo del orbe.
Hablan una mezcla de español e inglés gutural. Su trato con los indios y la soledad les ha hecho perder el don de hilvanar pensamientos y frases largas. Son entrecortados en su decir y difíciles de entender para los hombres un poco más civilizados que bajan desde Magallanes a buscar las codiciadas pieles.
Después de haber comido un poco de pescado se han sentado a la puerta, a descansar, en medio de la tarde que ya va cayendo con los más extraños reflejos del crepúsculo austral.
Al frente, las aguas del canal están tranquilas y profundas; en el fondo de las ensenadas, circundadas de robles, tienen un color más oscuro, y parecen vagar sobre la tersa superficie vahos de negruras inquietantes.
El silencio es completo, estático y frío.
Jackie lanza un bostezo desde sus quijadas de foca, apoya la cabeza en la mano y mira una nevada montaña, a lo lejos, por detener los ojos en algo. Esa curiosidad no la produce, tan solo, un leve instinto de gozar la belleza.
De pronto hace un movimiento inquieto y para la oreja en dirección a un ruido que advierte venir de la playa cercana. Primero es un chapoteo como el de una nutria que sale del mar, trepando por los acantilados; después es un suave y tierno despegar de remos en el agua.
Por costumbre de cazador va a buscar un Winchester al interior de la choza y aguarda en medio de la puerta. Peter también se ha levantado en actitud de espera.
Al cabo de un rato, el mojado ruido cesa, y a poco se oye un abrir de malezas en el robledal que circunda, en parte, al rancho, y, ya no les cabe duda, alguien avanza entre los robles bajos y tupidos.
Entre hombre y hombre, nadie allí usa armas; Jackie, con desgano, deja el rifle detrás de la puerta.
Nadie usa armas, porque un cartucho vale una piel de lobo o de nutria; y cuando alguien quiere evitar el molesto reparto de los cueros, se elimina al socio abandonándolo en un peñasco solitario en medio del mar, o basta con un pequeño empujón junto a la borda del celoso cúter, en una noche tranquila, mientras se navega.
Una mancha parda apareció entre el verde del ramaje, y un hombre echado hacia adelante con la ropa desgarrada y empapada, avanzó al pequeño claro de pampa, como un animal apaleado surgido de una charca.
Los hermanos se miraron; el hombre se detuvo a unos pasos de ellos; alto, magro y noble a pesar de que en él todo estaba desvalido; renegridos los poblados bigotes y la barba. Levantó la cabeza, y con una extraña mirada de súplica, como si todo él se hubiera azotado contra el suelo, dijo:
—¡Un poco de comida!... ¡Vengo arrancando de Ushuaia!...
La voz salió rara, como si en todos los días de peripecias no la hubiera usado y ahora no tuviera timbre.
Peter, el de los mechones oscuros en la cabellera de lampazo, movió la cabeza negativamente y, con la mano levantada, indicando el camino por donde el hombre había llegado, dijo tropezando en las palabras:
—¡Vamos!... ¡Andando!... ¡Lárgate!...
El hombre no rogó, sabía que estaba de más; y ya se disponía a volverse, cuando su vista se detuvo fijamente en un montón de cueros de lobeznos, estaqueados junto a las paredes de la choza.
Las pieles más codiciadas por los cazadores son las de lobos de dos pelos; pero los industriales europeos han imitado muy bien esta fina piel con los cueros de los lobitos de un pelo, muertos dentro de los ocho días de su nacimiento y descuerados antes de las veinticuatro horas de haberlos sacrificado.
Esas pieles se conocen con el nombre de popis, y los compradores en Magallanes pagan a razón de cuarenta a cincuenta peniques por cada una.
La abundancia de lobos de un pelo en las regiones antárticas es enorme. La dificultad está en los inaccesibles lugares en que paren las lobas y la duración de la caza, que debe ser, como dijimos, dentro de los ocho días del nacimiento.
—¡Ustedes cazan popis!... —dijo el prófugo con algo en la cara que no alcanzó a ser sonrisa, y continuó—: Yo conozco una caverna, una enorme lobería donde abundan más popis de lo que se puede cazar.
La cara de Peter se ensanchó, y en los labios apareció una sonrisa, como el oscuro pantano que, en alguna noche plateada, se ilumina igual que la fuente.
—¡Pero, antes, un poco de comer!... ¡Estoy que caigo de hambre! —siguió el prófugo.
—Primero dinos: ¿dónde está la lobería? —exclamó uno.
—¿Han oído ustedes hablar de La Pajarera?...
—¡Sí! Vaya una novedad, ya sabemos que en su interior hay una lobería y que nadie ha podido entrar en esa isla endiablada, porque la boca de la caverna está en pleno océano, llena de peñascos y rompientes.
—¡Eso es!... —dijo satisfecho el prófugo—. ¡Nadie ha entrado por ahí, pero donde hay pájaros hay lobos, y donde hay lobos, peces!... ¡Antes de salir mar afuera, en el recodo que tiene la isla en la mitad, allí donde nadan y juguetean las manadas de focas, hay una entrada oculta!...
—¡Vamos, quédese aquí! —sonrió Peter con su cara maligna.
El hombre comió un poco de pescado seco, restos de carne asada, y se acomodó para dormir sobre unos cueros, detrás de la mohosa y destartalada cocina.
Los gringos se echaron sobre sus camastros de toscas tablas de roble, apegados a la pared, que en esta parte estaba calafateada de estopa y pedazos de cueros podridos, para guarecerse del viento y de la nieve.
Volvió a reinar de nuevo el silencio. La noche austral afuera, quieta y helada.
¡Todo es cuestión de precio, en esa tierra y en todas partes! Al amanecer, más o menos a las dos y media de la mañana, ya estaban a bordo del pequeño cúter con su chalana a popa, los tres hombres afanados en zarpar, como si se hubiesen conocido toda la vida.
El sol semipolar empezaba a iluminar el paisaje de soslayo, como un reflector paliducho y lejano, cuando las explosiones del motor a kerosene del cúter taladraron la paz de los lugares y la embarcación fue avanzando despaciosamente, rumbo al sur, canal abajo.
A las tres horas de navegación llegaron a la desembocadura del canal. Más allá se divisaban las grandes olas del océano, que iban menguando sus furias al acercarse a la pequeña angostura de la salida. Ésta las transformaba en mar picado y correntoso, peligrosísimo cuando las mareas subían o bajaban.
El cúter inició un tenue balanceo por la amura de babor y, virando, fue a buscar el recodo de la isla, donde, después de buscar fondo, Jackie lanzó al mar la pequeña ancla.
La Pajarera es una isla alargada en forma de monstruo o lobo echado, cuya cabeza, cimbrada por los recios vendavales del cabo, parece agacharse desafiante y vomitar rocas despedazadas donde el mar va a romperse eternamente.
—¡Allí es!... —dijo el prófugo, señalando desde la proa del cúter una disimulada hendidura que penetraba en la isla, y que se perdía en tupido ramaje. Contemplando la pared grisácea de la isla, sintió escapársele un respiro desde el fondo del ser.
Ésa era su «pajarera»; ocho años sin verla. La caverna que él solo conocía. Entre esos mismos recovecos estuvo escondido una vez, cuando en Ushuaia los malditos reflectores de los guardacostas le pescaron el contrabando de aguardientes...; hubo tiros y necesidad de acertar. ¡Quién sabe cuántos!... Todo quedó atrás.
La alta roca se cortaba en una línea pareja, inclinada hacia el mar. La sombra de su cumbre saliente robaba una zona de claridad en las aguas.
Hubiera semejado un trozo de un mundo extraño, muerto, si en las pequeñísimas grietas, como escalones formados por capricho natural, millares de pájaros no estuvieran constantemente apiñados. Balconeaban, cual habitantes de un curioso rascacielos, cuervos de mar, patoliles, caiquenes blancos, triles, albatros, gaviotas y palomas del cabo.
Un orden admirable guardaba esa «pajarera», que le había dado el nombre a la isla. En la parte de abajo, los pingüinos se aglomeraban con sus pechos de nieve y con su estúpida gravedad; seguían arriba los cuervos y patoliles con sus pazguaterías de mirones, escandalizándose por todo. En la parte alta, saliendo y llegando como a determinadas expediciones, las gaviotas y albatros ponían sus notas de lontananza.
De vez en cuando, un picotazo en la riña lanzaba al espacio a un cuervo que sostenía la caída con las alas; otro llegaba en vuelo recto dispuesto a abrirse un lugar, y se armaba un tumulto de alas, picos y graznidos.
«Donde hay gaviotas, hay lobos, y donde hay lobos, peces», había dicho el forastero. La corriente que se estrecha en esa parte y la ensenada guarecida y profunda de La Pajarera eran la vía central del tráfico incesante de los habitantes del mar.
Así, la eterna lucha aparecía del fondo del mar cuando un lobo sacaba de un estirón el redondo cogote fuera de la superficie, mordiendo un róbalo que se retorcía como un brazo blanco y espejeante.
Era un espectáculo escultórico del mar: la piel del lobo, reluciente y oscura, el cuello dilatado en formas vigorosas, las fauces de perro y de hombre, con sus bigotes destilantes cual trozos de cristal, apretando la cola del pez que se enroscaba y abofeteaba las quijadas ansiosas de la bestia.
Más allá, en pequeños grupos, con sus cuerpos esbeltos de delfines, nadaban a saltos y en parejas los lobos finos de dos pelos.
Los tres cazadores, embarcados en la pequeña chalana, se acercaron a la hendidura oculta por la cortina de líquenes y enredaderas.
Apartando el verde cortinaje, penetraron en una boca oscura. Era la entrada oculta de la caverna. La roca sudaba humedad y el agua de una pequeña vertiente caía en inflados goterones al mar.
Alumbrados con un farol, avanzaron empujándose con los pequeños remos contra las paredes lisas y viscosas.
Habríanse internado unos treinta metros, cuando una claridad confusa fue recibiéndolos poco a poco y un sordo rumor lejano, como retumbos de bombos colosales, turbó aquella paz de tumba. Era el mar bravío que se rompía en la entrada inaccesible de la caverna, la que quedaba hacia el cabo.
Poco a poco la semiclaridad disminuyó, se hizo más pareja. Las paredes se adivinaban cortadas a pique y hacia el techo de la caverna no se veían más que negruras espesas y aplastantes.
El prófugo tomó la singa de la chalana, haciéndola avanzar con mil precauciones. El remo, aleteando suavemente en forma de hélice, apenas producía un ruido cuyo eco se tragaban las oquedades.
Los tres hombres se agachaban instintivamente oteando hacia adelante, donde parecía estar poblado de pavuras.
De pronto, un extraño olor a sangre de pescado putrefacta llegó a atosigar a los tres hombres, en ondas tibias y nauseabundas.
El olor se fue intensificando; las ondas tibias se hicieron oleadas sofocantes y pesadas, y un rumor blando y apagado fue percibiéndose.
De súbito, la galería de la caverna se ensanchó y en el fondo de una poza enorme se divisaron montoneras de cuerpos grandes, pardos y redondos, que se movían con pesadez y lentitud.
—¡Ésa es la lobería! —dijo el prófugo, y su voz enronquecida continuó—: Hay que tener cuidado con los machos viejos, esos grandes y barbudos, que son los únicos que se quedan acompañando a las hembras en la parición. Preparen el rifle y, cuando estemos cerca, disparen unos balazos para que las lobas se abran y podamos bajar en las toscas de la pequeña playa.
A los disparos se agitaron los cuerpos y en un breve claro de playa los hombres atracaron la chalana; cada uno desembarcó, llevando en la mano un grueso palo en forma de maza.
Un macho enorme, con bigotes tiesos y horribles, movió las arrugas de sus belfos; sus ojos se movieron con extraños reflejos y se levantó sobre sus aletas en actitud feroz... Un disparo de Jackie, que llevaba el rifle, retumbó, y el lobo se desplomó, lanzando un bramido sordo y profundo.