La belleza de la noche

Nina George

Fragmento

Capítulo 1

1

Ese anhelo que brota de la nada más recóndita y atenaza el alma con firmeza existía realmente. El deseo de dejarse caer al mar y sencillamente sumergirse en las profundidades de las aguas. Sin oponer resistencia, hundiéndose cada vez más, arrojando la propia vida igual que se tira una piedra, como si uno hubiera surgido del abismo de los mares y, un buen día, se viera obligado a regresar al lugar exacto al que pertenecía.

Vertigo marée, llamaban los viejos pescadores bretones a este deseo procedente de la nada de extinguirse, de ser libre, de librarse de todo. Afloraba casi siempre precisamente en las noches más hermosas; por eso a los pescadores no les gustaba mirar al fondo del océano, y en tierra cubrían las ventanas que daban al mar con gruesas cortinas.

En eso pensaba Claire mientras se vestía. El desconocido preguntó:

—¿La volveré a ver?

Estaba desnudo encima de la cama; en el techo, el ventilador de latón giraba perezosamente dibujando en su piel una estrella formada por franjas de sombra que daban vueltas. Cuando Claire se cerró la cremallera de atrás de la falda de tubo, el hombre estiró un brazo y le cogió la mano.

Ella sabía que con ese gesto quería preguntarle si lo iban a hacer otra vez. Compartir a puerta cerrada una hora en la clandestinidad. Si la cosa iba a continuar o terminaba ya en la habitación 32 del hotel Langlois de París. Si aquello iba a empezar a significar algo.

Claire lo miró a los ojos. Unos ojos de color azul oscuro. Qué fácil habría sido entregarse a ellos, a su profundidad.

«En cada mirada buscamos el mar. Y en cada mar, esa mirada única.»

Sus ojos eran el mar de verano en Sanary-sur-Mer, en un día caluroso, cuando el mistral sacude los árboles y hace caer los higos demasiado maduros, cuando las blancas aceras se tiñen de su jugo de color morado y se cubren de flores mecidas por el viento. Unos ojos que había mantenido abiertos mientras lo hacían, y con los que había observado a Claire buscando en todo momento su mirada mientras se movía en su interior. El mar lejano de su mirada había sido uno de los motivos por los que lo había escogido esa mañana, cuando estaban en la terraza de las Galeries Lafayette. Y porque llevaba una alianza en el dedo.

Como ella.

—No —dijo Claire.

Desde el principio sabía que solo sucedería una vez. Nada de apellidos. Nada de intercambiar números de teléfono. Nada de intimidades propias de una conversación demasiado banal sobre los hijos, la compra en el Marché d’Aligre, el steak frites del restaurante Poulette, las películas que ponían en los cines. Ni tampoco planes de viaje ni por qué lo hacían, por qué abandonaban su vida durante una hora y se restregaban contra una piel ajena, acariciaban recovecos inexplorados de un cuerpo ajeno y besaban labios desconocidos. Y por qué luego esos mismos cuerpos ardientes regresaban a los confines reales de su vida.

Claire sabía por qué lo hacía.

Por qué lo hacía él, eso a ella no le importaba.

Sus manos se abrieron al mismo tiempo. Se volvieron a separar. El último roce, tal vez el más tierno, el más prudente. Él no preguntó por qué, no dijo que lo sentía. Soltó a Claire dejándola tan libre como ella a él. Dos pecios a la deriva.

Claire recogió del suelo su bolso abierto; se había caído de la mesita de madera de cerezo que había junto a la ventana, bajo el techo inclinado, cuando el hombre la había empujado suavemente contra una de las columnas y le había levantado el borde de la falda, y al descubrir la orla de seda de sus medias de liga, había sonreído mientras la besaba.

Claire había planeado encontrar a alguien como él entre los miles de rostros de París. La había asaltado la súbita imagen del propio cuerpo apretándose contra el otro. La misma imagen reflejada en la mirada de él.

Solo por esa razón se había puesto las medias de liga en la universidad, en su despacho, después de dar la última clase antes de los dos meses de vacaciones del verano. Y sin que nadie se diera cuenta, había abandonado la inevitable fiesta de fin de curso del claustro de profesores después de tomar media copa de champán helado. Los demás profesores ya estaban acostumbrados a que Claire, tras un cortés acto de presencia, se retirara discretamente de todas las celebraciones. «Madame le professeur se marcha siempre antes de que la gente normal empiece a tutearse.» En los lavabos de señoras, Claire había oído decir eso sobre ella a una conferenciante que hablaba con una nueva colaboradora científica. Ninguna de las dos sabía que Claire estaba en uno de los cubículos. Había esperado a que las mujeres salieran de los lavabos antes de hacerlo ella. Hasta entonces no se había dado cuenta de que, efectivamente, no se tuteaba con nadie del claustro.

Algunos la temían. A ella y a sus conocimientos, como bióloga conductista, sobre la anatomía de las emociones y de los actos humanos. Les inquietaba lo que pudiera saber acerca de la voluntad y la arbitrariedad, del mismo modo que muchas personas se atemorizan ante un psicólogo porque les preocupa, y a la vez esperan, que las escudriñe hasta la médula de su existencia (y comprenda por qué se han convertido en lo que son, con todos sus defectos, manías y heridas sin curar), y temían lo que Claire pudiera descubrir con su «TAC del alma» bajo el estrato de la buena educación y los secretos bien guardados.

No se volvería a poner nunca más esas medias, sino que al salir las tiraría al cubo de la basura negro y dorado del pequeño cuarto de baño decorado con baldosas art déco.

Claire recogió todo lo que se le había caído del bolso: las llaves, el móvil, la agenda de piel y su carnet de la universidad, sin el cual nadie podía ya entrar ni pasar junto a los soldados armados que bloqueaban la Sorbona y los institutos anejos, y lo volvió a meter todo en su bolso forrado de seda. Lo cerró. Luego se recogió el pelo rubio acastañado en la nuca y se hizo un primoroso moño chignon.

—Qué guapa está a la luz de la ventana —dijo el hombre—. Quédese un momento quieta, solo un instante. La guardaré así en la memoria. Hasta que nos olvidemos el uno del otro.

Claire le hizo ese favor. Recordó su sabor a café con leche y azúcar, y a deseo. Él quería ponerles las cosas fáciles a los dos.

En la habitación abuhardillada, con la cómoda de madera oscura de aire provenzal, la mesita redonda blanca, las sillas de color gris tórtola de estilo Versalles y la cama con sábanas de verano, reinaba ahora un completo silencio. Poco a poco regresaba la melodía de la gran ciudad de París: el zumbido de los aires acondicionados y de los ventiladores, el rugido de los motores. Le pareció que emergía de un mar lejano, tras haber estado flotando en una líquida existencia solo interrumpida por la propia respiración, y que ahora se materializaba en la Claire de siempre y regresaba a la acelerada actividad de un

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