Código 79

Eduardo Bonomi

Fragmento

PRÓLOGO

Cuando conocí a don Bentos Milesi Saldaña yo estudiaba Ciencias de la Comunicación en la Universidad de la República y hacía varios años que trabajaba en la Dirección Nacional de Identificación Civil. Era un trabajo sin pena ni gloria y, por entonces, bastante mal pago. No tenía muchas perspectivas de mejora. El estudio tampoco prometía demasiado. Habían cerrado diarios y semanarios, y no parecía una profesión que ofreciera nuevas posibilidades. Tal vez fuera lo más parecido a un antojo, así que de todas formas seguía estudiando.

Don Bentos era un periodista retirado, con cierto prestigio, y a pesar de los riesgos tenía ganas de sacar un semanario zonal. Un sueño tomado quién sabe de dónde, pero se había encaprichado con la idea y decía y repetía que no iba a publicar un semanario zonal típico, del montón; lo quería con notas periodísticas de interés general para mechar entre artículos de interés barrial. Y a mí me ofreció trabajar en esas notas de fondo.

Desde el comienzo me interesó la propuesta. Don Bentos era muy cálido y, a su modo, tenía iniciativas. Le pregunté qué quería decir eso de trabajar, si incluía un sueldo formal, acordado previamente, y si era así, de cuánto dinero estábamos hablando. Don Bentos me miró algo confundido, propuso que consiguiera propaganda para el semanario —al que desde ese momento llamó siempre El Semanario— y dijo que me podía quedar con la mitad de todo lo que cobrara por ella.

—¿Así que me está proponiendo que me quede con la mitad de lo que cobre por algo que no existe? Linda propuesta me hace —le respondí.

—Ya va a existir. Te estoy ofreciendo una especie de sociedad. Pero eso sí, el director soy yo.

—Sí, claro. Anima, canta y baila. Porque no hay nada, don Bentos.

—Bueno, como quieras. Pero soy el director —dijo y dio por descontado que yo iba a aceptar, aun antes de contarme que, durante mucho tiempo, en su juventud, había trabajado así, le había ido muy bien y ahora no le daban las fuerzas para hacerlo solo, por eso me invitaba.

Aunque mi trabajo en la DNIC no era atractivo, tenía un ingreso fijo y, si bien cobraba poco, me servía, al menos mientras continuara con los estudios. El proyecto de don Bentos parecía bastante incierto, era imposible que aceptara la propuesta. Pero por alguna razón le dije que sí, «bueno, está bien, para probar. Después veremos qué pasa».

—Eso es lo que quiero, muchacho: ver qué pasa. No dejes el trabajo ni el estudio.

—Ni loco. ¡Con las certezas que me ofrece!

El semanario terminó proporcionándome más ingresos de lo que esperaba y, realmente, fue una experiencia muy interesante. Poco a poco y a fuerza de salir a buscar notas de interés general me fui metiendo en un ambiente que, para bien y para mal, superó todo lo que podía imaginar.

Hacía tiempo que la zona, como consecuencia de la situación que vivía Uruguay y algunos detalles que al principio se me escapaban, se venía deteriorando, y con el paso del tiempo todo empeoró. La falta de trabajo, los cierres de fábricas y la plata que no alcanzaba para nada desencadenaron una atmósfera delicada e imprevisible. Don Bentos me pidió, entonces, que las notas reflejaran eso: el deterioro social, del trabajo, de la vivienda, el cambio de costumbres y cómo eso se manifestaba en el comportamiento de la gente. Sobre todo, de la gente del barrio.

Y yo pensaba que no me iba a resultar difícil cumplir con el pedido. Siempre viví en la zona, me crie allí. Nací en Paso de la Arena, fui a la escuela de La Teja, estudié y juré la bandera en el liceo del Cerro. Mi padre trabajó en el Frigorífico Nacional y lo enterramos en el cementerio de La Teja. Le hice los mandados a mi madre en lo de Hugo y lo de Miguel. Compré pan —casero, porteños y marselleses— en la panadería del Fefo. Mis amigos y las novias que tuve eran de ahí. Bailé en sus clubes, me peleé en sus calles, jugué en las canchas de Chimenea, Huracán del Cerro y Tobogán, y fui a ver fútbol al Paladino, el Tróccoli y el Estadio Olímpico de Rampla. Pesqué dientudos y remé en la pista de regatas del río Santa Lucía. Cuando don Bentos me invitó a esta especie de aventura yo empezaba a salir con una amiga que trabajaba en la pesca, en plantas formales y galpones clandestinos. Fui a los Primero de Mayo en la columna del Cerro y me concentré con los trabajadores de la pesca en las calles Tomkinson y Batlle Berres. También crucé de noche la quinta de Carloto y con un fierro en la cabeza me robaron en Los Bulevares. Podía, sin dudas, escribir sobre lo que don Bentos pretendía.

De ahí en adelante era cosa de ponerme a trabajar. Me di cuenta de que don Bentos podía ser un muy buen profesor, incluso mejor que los que tenía en la facultad. Sabía el oficio y conocía el sabor de la calle. Pero la calle estaba cambiando más de lo que yo creía, y más temprano que tarde me empecé a dar cuenta de todo lo que eso significaba.

Además de escribir las notas, me dediqué a registrar en un cuaderno todo lo que me contaban vecinos de la zona, lo que fui conociendo, lo que transcurría en sus calles, las anécdotas de los que hacen plata de forma diferente, lo que asusta a la gente.

Hoy estoy seguro de que, si no hubiera conocido a don Bentos, no se habría escrito absolutamente nada, ni una letra, de esta historia.

Ezequiel Flores Cuadrado

Parte 1

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