Capítulo 1
El chico de la azotea llegó a mi vida un día en el que yo tenía cero ganas de vivir.
Pero cero.
La primera vez que escuché su voz estaba sentada en el pretil de la azotea del edificio de oficinas en el que trabajo, algo que acostumbro a hacer cuando quiero escapar de todo. Sin embargo, por aquel entonces, él no lo sabía y por eso pensó que estaba decidida a saltar. Que por alguna razón quería lanzarme al vacío. A pesar de que he dicho que tenía cero ganas de vivir, es una de esas exageraciones que se hacen con la boca pequeña. Al fin y al cabo no era más que otro de esos días malos que terminan por pasar. No necesitaba a un desconocido pidiéndome, desesperado, que no saltase.
—No lo hagas, por favor. —Escuché a mis espaldas.
Su voz era aterciopelada, decidida. Inolvidable. Aun con toda esa belleza contenida en sus cuerdas vocales, no pude evitar asustarme. Di un respingo que casi me hizo caer y sentí subir desde mi estómago una sensación apabullante. Ardía tanto que me quemaba. Por suerte mantuve el equilibrio.
—Por favor, no... —Su voz tembló y lo vi por el rabillo del ojo acercarse a mí poco a poco—. No hagas nada de lo que te puedas arrepentir.
—Joder, vaya susto —me quejé, girándome despacio—. Casi me caigo.
Se detuvo, de forma abrupta.
—¿Casi te caes? ¿No es eso lo que quieres?
Lo miré como si estuviera loco.
—No, pues claro que no. ¿De qué vas?
—¿Yo? —replicó, con gesto ofendido—. Perdona, no soy yo el que está sentado ahí con los pies en el aire.
Aunque estoy de acuerdo con que no es una práctica muy recomendable, jamás he sentido aversión alguna por la altura.
—¿Podrías bajar de ahí? ¿Por favor? —pidió.
Me di media vuelta metiendo los pies hacia el interior y salté del pretil.
—¿Contento?
—Sí.
De pie, frente a frente y separados por unos diez metros, nos miramos con detenimiento durante unos segundos. No sé qué estaría pensando él de mí, con el pelo medio despeinado por el viento que soplaba en aquel día de otoño, mis vaqueros beige desgastados, una camiseta básica de un blanco apagado y una chaqueta rosa de segunda mano que había comprado en el Rastro el día anterior; sin embargo yo, de un solo vistazo, constaté que no era un chico cualquiera. Parecía salido de una revista. Nadie a quien te vayas a cruzar en el súper una tarde corriente. Las facciones de su cara eran angulosas: nariz grande, labios finos y ojos negros, muy oscuros y rasgados. Tenía el cabello negro y abundante y lo peinaba con uno de esos tupés de moda. Debía de tener unos veintitrés o veinticuatro años.
—¿Por qué me miras así? —me preguntó de repente, alzando una de sus oscuras y espesas, aunque bien perfiladas, cejas. Al parecer, lo había estado observando de forma descarada sin darme cuenta.
Me removí incómoda y posé la vista en mis Converse, tan blancas y deslucidas como mi camiseta.
—Es que nunca te había visto por aquí. —Carraspeé, mirándolo de nuevo—. ¿Trabajas en el edificio?
Negó con la cabeza. Los mechones de su cabello se agitaron levemente y uno de ellos cayó sobre su frente. En un movimiento casi automático lo colocó en su sitio. Sin necesidad de espejo o de ayuda. Yo habría necesitado una legión de peluqueros para ir tan bien peinada.
—Solo estoy de visita. ¿Y tú?
—Ojalá pudiera decir lo mismo, pero trabajo aquí.
Lo vi sonreír. Sus dientes brillaron como diamantes bajo el sol de media mañana. Tenía una sonrisa limpia, contagiosa y me sorprendí a mí misma estirando la comisura de mis labios de forma inconsciente. Entonces se acercó hasta donde yo estaba. Caminaba como si nada en la vida le preocupase. El suelo parecía estar puesto solo para él. Mientras se acercaba me fijé en su vestimenta. Tenía «rollo» al vestir. Una chaqueta negra de cuero, abierta, sobre una camiseta blanca y unos vaqueros algo ceñidos que marcaban sus muslos torneados. Intenté no volver a fijarme de nuevo de forma descarada. Cosa difícil. Hacía dos años que no salía con nadie, ni tenía intenciones de ello; no obstante, nunca antes había visto a alguien como él. De carne y hueso, quiero decir. En las páginas de los libros que me gustaba leer sí los había; aunque salvando el pequeño detalle de que eran personajes ficticios, estaba ese otro asunto: casi todos vivían en el siglo XIX. La literatura romántica de época ocupaba la mayor parte de mis estanterías.
Lo oí silbar de asombro mientras se situaba a mi lado, asomándose con miedo.
—¿Cuántas plantas tiene esto?
—Catorce. Y ochenta y nueve metros de altura. Ciento tres si contamos la antena que tienes ahí detrás —informé, y él siguió la trayectoria de mi dedo hacia el enorme repetidor.
Sus cejas se alzaron mientras me miraba sorprendido y silbó, volviendo a mirar abajo.
—No es para tanto —dije yo—. He estado en sitios más altos.
—¿Más que esto?
—El piso de mi abuela.
—¿Tu abuela vive en el Empire State?
—No. En Benidorm.
Se le escapó una risa que inundó la mañana con su musicalidad. El chico se giró y apoyó los codos en la balaustrada.
—¿De verdad no te da miedo estar ahí sentada?
—El único susto me lo has dado tú. Nunca sube nadie aquí arriba.
—Normal, habrían muerto todos del infarto.
La que rio aquella vez fui yo.
—No me digas que este es el sitio más alto en el que has estado. Hay edificios de casi el triple de metros en la ciudad.
—No me verás en ellos. No. Procuro estar siempre lo más cerca posible del suelo.
—¿Y no has montado en avión? —pregunté. No solía interrogar a desconocidos; no obstante, por alguna razón, me sentía invitada a hacerlo con él. Aunque nunca lo había visto, lo sentía como alguien cercano y accesible. Como si acabase de hablar con él un rato antes.
—Sí, aunque... es distinto. Nunca me han gustado las alturas —contestó encogiendo los hombros—. Soy más animal acuático que volador.
—Se puede ser ambas cosas. Hay aves que también nadan, como las gaviotas.
Se le escapó una risotada y sacudió la cabeza, como si le pareciera una idea rocambolesca.
—¿Una gaviota? Son como ratas con alas.
—No. Esas son las palomas —lo corregí. Lo había oído decir en algún sitio.
—En cualquier caso, yo habría elegido, no sé... un albatros. También nadan y vuelan y me parecen más majestuosos.
—Todo postureo.
—Entonces los albatros son las gaviotas del Instagram.
—¿Las «qué»?
Me dio la risa floja y él la secundó.
—¿Subes aquí a menudo? —preguntó cuando pudo dejar de reír.
—Lo intento. En los días complicados me ayuda a pensar.
—¿De verdad que no ibas a saltar ni nada parecido?
Me miró de forma directa. Vista de cerca, su mirada parecía guardar los misterios del universo a la par que intentaba desgranar los míos. Sentí que me costaba respirar. No para mal. Era esa falta de aliento que provoca que una emoción dormida al fin despierte. Una que hace que la vivencia parezca un sueño.
—De verdad que no —logré contestar.
Miró entonces al frente y asintió. Que sus ojos se apartaran de los míos me devolvió a la realidad.
—¿Cómo es que te han dejado venir a la azotea? —le pregunté con curiosidad. Yo había hecho buenas migas con Agustín, uno de los vigilantes de seguridad, y me permitía el acceso, aunque empleados o visitantes tenían prohibido acceder.
—No me han dejado. Estaba curioseando por el edificio y encontré la puerta abierta.
En mi rostro se dibujó un gesto culpable. Hubo un silencio que él rompió tirando de uno de los hilos sueltos que había dejado nuestra conversación.
—Así que hoy estaba siendo un día complicado.
Sentí el impulso de hablarle de mis asuntos, sin embargo... ¿está bien contarle a alguien que acabas de conocer que estás atrapada en un trabajo que detestas aunque a todo el mundo le parezca fantástico? ¿Que matarías por la oportunidad de trabajar en lo que de verdad te gusta? Sin estar bajo los focos de colores de un garito y con un par de copas de más, creo que no.
Un zumbido vibró entre nosotros, salvándolo a él de morir de aburrimiento por mis tribulaciones, y a mí de la vergüenza de una verborrea desafinada y poco apropiada dadas las circunstancias. Se llevó una mano al bolsillo de la chaqueta y sacó con desgana un teléfono móvil de última generación, que tenía pinta de costar tres veces mi sueldo.
—Perdona —dijo, alejándose para contestar la llamada.
Lo oí saludar y susurrar un «Ya bajo» antes de que guardase de nuevo su móvil en un bolsillo.
—Tengo que irme —anunció—. ¿Crees que puedes quedarte sola y no hacer nada que ponga en peligro tu integridad física?
—¡Ya te he dicho que no iba a...!
Su guiño cómplice detuvo mis palabras.
Caminó hacia la puerta y sonrió una vez más antes de irse. Cuando la puerta de metal se cerró tras él, suspiré, sintiéndome feliz por aquel breve y repentino encuentro. Puede que la mañana hubiera sido un asco hasta entonces, aunque el encuentro con el chico de la azotea era la prueba de que por muy mal que fueran las cosas, siempre podían mejorar.
O no.
Cuando me acerqué a la puerta y tiré de la manilla la encontré cerrada a cal y canto. Él había tirado de ella con demasiada fuerza y me había dejado encerrada.
De forma instintiva eché mano a mi móvil. Habría sido una gran solución de no ser porque nunca lo llevaba a la azotea en mi descanso. Subía a desconectar y los móviles no ayudan en tal propósito. Golpeé la puerta con los puños, intentando llamar la atención de alguien, sin éxito. Allí arriba nunca subía nadie que no fuera Agustín o alguno de sus compañeros a hacer la ronda.
Se me escapó entre los dientes un resignado «mierda» y me senté junto a la puerta a esperar un milagro. Dos horas después apareció Agustín. Cuando me vio allí, entornó los ojos a la par que se echaba a reír. Su sonrisa amable era un faro en el mar de arrugas que era su rostro. Tenía las manos ajadas y llenas de manchas del sol, porque sus días libres los pasaba en uno de esos huertos urbanos. Decía que trabajar la tierra lo devolvía a su infancia en el pueblo y me gustaba la felicidad que se dibujaba en su rostro cuando hablaba de ello. Disfrutaba de una vida sencilla, despreocupada. Le quedaban meses para jubilarse, y yo había tenido la suerte de llegar a tiempo para conocerlo, pues me trataba como la hija que nunca tuvo. Todos en su casa eran varones, y hubo una época en la que tuve que escurrirme como una anguila para evitar su particular campaña de citas a ciegas.
—Anda, pasa, que pareces el sereno ahí sentada junto a la puerta.
—¿El qué?
—¿No sabes lo que es un sereno? —resopló—. Estos millennials...
Me eché a reír, divertida.
—No sé quién te ha enseñado esa palabra, pero técnicamente yo pertenezco a la Generación Z.
—Z de zombis, que andáis todo el día con esos aparatos diabólicos. —Así llamaba Agustín a los móviles—. Y hablando de esos cacharros, ¿cómo es que no me has llamado?
—Sabes que nunca subo el teléfono a la azotea.
—Vaya, por Dios, para una vez que te iba a ser útil —comentó, y estuve de acuerdo—. Pues verás cómo a partir de ahora sí que lo harás, porque a Carlos lo tienes clamando al cielo.
Carlos era mi jefe más directo, y conociéndolo, la expresión de Agustín se quedaba corta.
Me despedí de él y bajé hasta la octava planta, donde estaba mi departamento, como si hubieran comenzado las rebajas.
Entré en la sala recibiendo algún cabeceo por parte de mis compañeros que apuntaban, sin lugar a dudas, al despacho de Carlos. Uno de esos acristalados e integrados en la sala. Cuando me vio aparecer, sentado a su mesa, irguió la cabeza como si fuera uno de esos perrillos de las praderas. Casi me dieron ganas de echarme a reír. Lo único que faltaba era agravar su enfado.
Carlos tenía veintisiete, y aunque eso era solo dos años más de los que tenía yo, siempre pretendía parecer más maduro. Le gustaba vestir con traje a medida en una oficina en la que todos íbamos con deportivas y ropa de grandes almacenes. Su vestimenta, elegante y bien escogida, no habría sido objeto de mi reprobación si él no fuera un completo y absoluto gilipollas, sobre todo cuando se trataba de mí. Era déspota, altanero, y siempre me estaba mandando cosas que yo no tenía por qué hacer.
Carlos era un imbécil, pero también el hijo del mandamás del grupo mediático para el que yo trabajaba: una de las empresas líderes en creación y distribución de contenido cultural e informativo; de esas que habían partido de la nada y que siendo una pequeña emisora local en sus inicios, ahora conformaban todo un emporio empresarial.
No lo culpaba porque su padre le hubiera buscado un puesto. Ojalá todos tuviéramos esa suerte. Yo sabía de sobra lo difícil que es buscarse la vida por uno mismo. Cuando terminé los estudios quería ser independiente, dejar de darles quebraderos de cabeza a mis padres, que habían sudado sangre para darme una educación. Mi ilusión era vivir en la capital, hacerme a mí misma (lo que quiera que eso signifique), alquilar un piso en las cercanías del trabajo y vivir con mi sueldo, por pequeño que fuese. Aceptaron a regañadientes porque pensaron que en un par de meses regresaría a casa en busca de sus comodidades; sin embargo, habían pasado tres años y yo resistía, abogando a mi amor propio, pese a que ese piso resultó ser, al final, una pequeña habitación en una vivienda compartida a una hora del trabajo. Aunque lo que quedaba de mi sueldo después de los gastos habituales hubiera reducido mi dieta a galletas, sopa de sobre y sándwiches fríos (ser adicta a los libros tampoco ayudaba a las finanzas) algún día conseguiría cumplir mi sueño: trabajar en el mundo editorial.
No obstante, los sueños parecen mucho más fáciles de conseguir en la imaginación de lo que lo son en el mundo real. Se nos habla de la llegada a la meta, pero no tanto sobre lo que hay que sudar para cruzarla; de la pendiente que hay hasta llegar a la cima. Por eso es difícil ser realista cuando se tiene un sueño, y cuando lo conviertes en el único propósito de tu vida, todo lo que haya entre tú y él estorba. Es ahí donde nos perdemos, porque creemos que, hasta que no lo cumplamos, no seremos felices, y olvidamos que hay que disfrutar del viaje tanto como del destino.
En ese punto estaba yo. Con la vista fija en conseguir el trabajo anhelado, había pasado los días del último año como correctora de contenido digital. La mayoría de mis amigos me decían que era una afortunada, que «curraba en un sitio guay» haciendo algo que me gustaba. «No es mi sueño», les contestaba, «y en cuanto tenga oportunidad, me largo». Sobre todo por ese jefe que me había tocado soportar y que ahora había mutado de perrillo de la pradera a pitbull.
—¿Dónde estabas? —inquirió y se cruzó de brazos cuando llegué junto a su mesa.
No podía decirle que me había quedado encerrada en la azotea, porque el hecho de que subiera allí arriba era un secreto entre Agustín y yo.
—He tenido una emergencia.
—¿Una emergencia de dos horas? ¿Y sin avisar?
—Es lo que tienen las emergencias. Son imprevisibles.
Su labio inferior, algo más grueso que el superior, se estiró hasta formar una mueca de disgusto.
—Irene, no puedes ausentarte de tu puesto sin avisar y volver fingiendo que no ha pasado nada.
—Lo siento, Carlos. No volverá a pasar.
—Eso dices siempre que llegas tarde y metes la pata con algo, que no volverá a pasar. —Me miró con tal severidad que tuve la impresión de que me odiaba. No era la primera vez, desde luego. A veces lo pillaba observándome, y cuando se daba cuenta arrugaba el entrecejo y se concentraba en su ordenador, como si mi mirada fuera la de Medusa.
Ana, su secretaria, llegó en aquel momento y dejó unos papeles sobre la mesa, dedicándole una sonrisa un tanto bobalicona. Había entre ellos algo que yo todavía no había sabido situar. A veces parecían muy cercanos y otros andaban en hemisferios diferentes; sin embargo, todos sabíamos que si se unieran para procrear tendrían por hijos una horda de vástagos demoníacos.
Si solo atendemos a lo físico, Ana no tenía mal gusto, pues aunque a Carlos podían ponérsele muchos «peros», el de ser poco atractivo no era uno de ellos. Tenía el rostro alargado y el cabello corto de un castaño claro, con ciertos tonos dorados. Su mentón dibujaba una uve sobre su cuello, de musculatura fuerte, porque era de machacarse en el gimnasio cada día. En sus ojos, grandes y redondos, brillaba un iris de un verde que recordaba al de las aceitunas. Y en su físico quedaban todas sus virtudes. Lo mismo le pasaba a ella: con su pelo «Pantene» color caoba, su cuerpo de modelo y sus piernas infinitas.
Carlos le dirigió un leve gesto de asentimiento y ella se marchó, mirándome de reojo.
—Tienes que cubrir a Carmelo la semana que viene —informó él, señalando la silla que había delante de su mesa para que me sentase.
Aquello me sorprendió. Carmelo era el redactor de los contenidos de música pop y por lo que yo sabía era famoso por su entrega y dedicación. Era un amigo de la infancia de Carlos y llevaba toda su vida laboral en la empresa. En todo ese tiempo decían que nunca había faltado a su puesto.
—¿Le pasa algo? —se me ocurrió preguntar.
Carlos recibió aquello frunciendo el ceño.
—No. ¿Qué iba a pasarle?
—No sé. A Carmelo no lo despegas de su silla ni con aguafuerte.
—¿Es malo que sea un hombre entregado a su trabajo? Igual deberíais aprender todos un poco de él —dijo alzando la voz un par de tonos, quizá esperando que alguien lo escuchase y tuviera la revelación de su vida—. Tiene unos días libres porque curra todo el finde. Va a ser el anfitrión del especial de Halloween del CTW.
CTW eran las siglas de Chasing the Weekend, un programa que se emitía cada quince días en streaming y que recorría algunas ciudades mostrando planes de ocio con grupos o cantantes del momento.
—La semana que viene tengo vacaciones —me quejé.
—Pues las cambias.
—La parte de los derechos de los trabajadores no te la has leído bien, ¿no?
Parpadeó de forma repetida.
—¿Disculpa?
—Que no puedes cambiarme las vacaciones, así como así.
—Claro que puedo, Irene. Esto es una emergencia y como tú bien has dicho antes... son imprevisibles.
«También podría ser imprevisible graparle los dedos a la mesa», pensé.
—¿Es que no hay nadie que pueda hacerse cargo?
—Manuela está de baja por maternidad y al padre de Víctor lo operan el viernes. Tú eres la única disponible.
—Yo soy correctora, no redactora. Y no tengo ni idea de música pop.
A decir verdad, no tenía mucha idea de ningún tipo de música. Aunque algo se me había ido quedando desde que trabajaba allí, no era ni mucho menos una melómana. En casa nos habíamos criado en el más absoluto silencio, pues mi padre sufría de unas cefaleas terribles y cualquier sonido por encima de los sesenta decibelios amenazaba con matarlo. Que yo hubiera terminado trabajando para una emisora era una broma del destino.
Carlos me miró alzando una ceja.
—Irene, todo el mundo escucha pop.
—Bueno, pues a mí no me gusta.
—También tomas el café sin azúcar.
Arrugué el entrecejo. Sí que se había fijado en lo que hacía o dejaba de hacer.
—El azúcar refinado es malo para la salud —le informé.
—¿Y la pizza que te comiste el viernes no lo tenía?
Aunque abrí la boca para replicar, no se me ocurrió qué decirle más allá de un «a ti que te importa lo que yo coma, imbécil» muy poco adecuado, así que la volví a cerrar.
Él apoyó lo