Escritos de cine (estuche: Un oficio del siglo xx, Arcadia todas las noches, Cine o Sardina)

Guillermo Cabrera Infante

Fragmento

Retrato del crítico cuando Caín .

RETRATO DEL CRÍTICO

CUANDO CAÍN

por G. Cabrera Infante

Devorado por mi propia resistencia

¿Sería mucho decir, decir que este prólogo se debe no tanto a la insistencia de G. Caín en que lo escribiera como a mi resistencia a complacerlo? Hay un hecho cierto: toda relación es siempre un doble camino. Entre Caín y yo (y no solamente una primitiva buena educación sino su inmensurada egolatría me obligan a ponerle en el primer lugar de la oración) siempre ha habido el mismo violento intercambio que entre el verdugo y su víctima, César y Cleopatra, el café y la leche, Roldán y Caturla, la tradición nos une, la historia nos reúne.

Caín naciendo entre las aguas

Conocí a Caín bien temprano: desde su nacimiento en una palabra. Sé por francas veleidades femeninas y ciertas revelaciones de madrugada que Caín surgió como Venus de entre las aguas: el nombre le vino a su alter ego bajo la ducha. Como el mito se confunde a menudo con la religión, la suma de dos sílabas produjo casi un milagro: un crítico de cine se beneficiaría con tres mil años de propaganda y la sonoridad fratricida de un nombre, aquel que tiene el que «fue cabeza de los hombres impíos». Sólo faltaba rogar que no hubiera lugar a una tribu de cronistas de cine llamados Henoch, Matusael, Jubal y así hasta Tubalcain.

¿Caín es el tercer hombre?

Por alguna oculta mecánica (¿atavismo, Sigmund Freud, el Gran Houdini?), a Caín siempre le gustó la tercera persona: sus críticas adoptaron el tono impersonal desde el principio. Un día se reveló lo que fue calificado por uno que otro connaisseur como «el colmo»: las opiniones aparecían en boca de un tercer hombre en vez de la tercera persona del singular. «El cronista» era quien veía los films: era pues El Cronista quien afirmaba –y firmaba. A veces, la situación recordaba esa figura retórica llamada «echarle el muerto a otro». Otras, la atmósfera crítica se volvía irrespirable, porque el cronista insistía en estar –como Dios y el rey Felipe II– en todas partes. Las más, era pura anticipación: la Nueva Novela francesa acude ahora a idéntico expediente prosaico.

¿Quién mató a Hegel Valdés?

Acuciosamente preguntado acerca del affaire del tercer hombre, Caín dijo: «Puedes decir que es una broma dada a la severidad de la historia. O que es una sátira de las crónicas sociales. O que es un préstamo pedido a La peste». Y añadió con el mismo rictus en la boca que tenía Billy the Kid cuando lanzaba un reto: «Tú escoge».

Un día llegó la injuria en forma anónima. El papel, que estaba firmado por «Un aMigO» que seguramente no lo era, decía: «caÍn nO EScrIBE SUS cRóNIcaS puNTo lAs ESCriBE oTRa PERsoNA cOn EsE misMo noMbrE». Las intenciones eran tan torcidas como la letra.

Yo, por mi parte, adelanto una declaración a la que puedo aventurar por un camino dialéctico: ella puede ser sucesivamente hipótesis, tesis, y antítesis. Hela aquí: esta historia no es verdad ni es mentira, sino todo lo contrario.

La quijada de Caín

Hay una foto de G. (cómo le llamábamos sus amigos, Caincito le decían las mujeres, hay otros nombres, pero sobre ellos es mejor tender un doble manto de discreción y silencio: pertenecen a la intimidad) que lo muestra tal cual es. Aparece sonriendo a carcajadas –si se me permite la expresión y no creo que haya quien no me la permita–, lleva espejuelos negros, en su cabeza un sombrero y sobre los hombros un poncho; está cortado contra una tendedera en la que hay ropa y es mediodía; a lo lejos, en una victrola, en un radio (la música tiene ese sonido de lluvia de frituras de la música rayada por el tiempo y la insistencia) se oye una canción triste como la tarde. Ése es su vivo retrato: sólo le falta hablar (de hecho Caín estaba hablando hasta por los codos y oí cuando su codo izquierdo me dijo una obscenidad).

Pues bien, todo es mentira: no hay foto más falsa. En primer lugar Caín no es un indio boliviano como aparenta en ella. Luego los espejuelos no son negros sino verdes. Se los ha puesto para disimular su miopía y lo ha conseguido: ahora no parece miope: parece ciego. Si lleva en su cabeza un sombrero es para demostrar que la tiene pero el sombrero no es de él, es de Guano. Quitado el sombrero, Caín no tiene otra cosa en la cabeza. El poncho a la espalda es en realidad un lienzo de Wifredo Lam que todavía no se ha convertido en cuadro. Tamaña irresponsabilidad con una obra de arte (y me refiero al hecho de que Caín eche la tela sobre sus hombros) es sólo muestra de un hiriente desprecio por el arte –de ahí su dedicación al cine. He dicho que está «cortado contra una tendedera en la que hay ropa y es mediodía» y debo confesar una leve ligereza por mi parte: la descripción no es verdadera: es por la tarde. ¿He de agregar que esta rocambolesca pasión por los disfraces ha llevado a G. Caín a los más extraños interludios? Me parece que no: sería abundar en la desgracia. Por último, a Caín el primero lo caracterizó su quijada; a nuestro Caín, la ausencia de ella. El primer Caín cometió un mal irredimible por el género humano: inventó el crimen. El segundo Caín hizo un daño casi irreparable al espectador: creyó que había inventado el cine.

Caín, can, cínico

En el Diccionario de onfalología estas tres palabras aparecen seguidas. Es bueno para nuestro propósito. A menudo se ha descrito a Caín como un cínico. Él, cínicamente, es verdad, ha respondido: «Será porque voy mucho al cine». Confieso que tal definición de una descripción no me complace –como tampoco me complacería la descripción de una definición.

Pero Caín estaba dispuesto a confesarse primero un dandy que un cínico –si es que estaba dispuesto a confesarse. Tenía sobre su escritorio una estatuilla de calamina a la que faltaba la cabeza: era un esgrimista y esto hacía del accidente una ocasión metafisica. El esgrimista llevaba finos borceguíes, pantalón ajustado y liso que caía, sin embargo, en graciosos pliegues; la camisola es abierta, de botones de fantasía, con cuello alto: aquí termina su elegancia sartorial, pues el pequeño héroe ha perdido completamente la cabeza, que debió de ser hermosa, de cabellos rizosos, patilla mediana y bigotes en guía. Pero si elegante era la figura, más elegante fue su apostura: tiene un pie tendido adelante y el otro listo a la maniobra; una de sus manos empuña correcta la espada (porque es una espada, no un florete ni un sable) tras l

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