La torre de Nerón (Las pruebas de Apolo 5)

Rick Riordan

Fragmento

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1

Una serpiente bicéfala

me amarga el viaje.

Y a Meg le atufan las zapatillas

Cuando uno viaja por Washington se imagina que verá unas cuantas serpientes con ropa humana. Aun así, me preocupé cuando una boa constrictor bicéfala subió a bordo de nuestro tren en Union Station.

La criatura se había embutido en un traje de oficina de seda azul, metiendo el cuerpo por las mangas de la chaqueta y las perneras del pantalón para que pareciesen extremidades humanas. Dos cabezas sobresalían del cuello de su camisa como un periscopio doble. Se movía con extraordinaria elegancia para tratarse de algo que básicamente era un enorme animal hecho con globos y se sentó en la otra punta del vagón de cara hacia nosotros.

Los otros pasajeros no le hacían caso. Sin duda la Niebla distorsionaba su percepción y les hacía ver a un viajero más. La serpiente no hacía ningún movimiento amenazante. Ni siquiera nos miraba. Parecía simplemente un monstruo currante que volvía a casa.

Y sin embargo, no podía darlo por sentado...

—No quiero asustarte... —susurré a Meg.

—Chis —dijo ella.

Meg se tomaba la normativa del vagón silencioso muy en serio. Desde que habíamos subido, prácticamente el único ruido que se había oído en el vagón habían sido los siseos de Meg para hacerme callar cada vez que yo decía algo, estornudaba o carraspeaba.

—Pero hay un monstruo —insistí.

Ella alzó la vista de la revista que estaba leyendo y arqueó una ceja por encima de sus gafas con montura de ojos de gato y diamantes de imitación. «¿Dónde?»

Señalé a la criatura con la barbilla. Mientras el tren se alejaba de la estación, su cabeza izquierda miraba distraída por la ventanilla. Su cabeza derecha sacaba su lengua bífida y la metía en una botella de agua sujeta en la espiral que hacía las veces de mano.

—Es una anfisbena —murmuré, y acto seguido añadí para aclarar—: una serpiente con una cabeza en cada punta.

Meg frunció el ceño y se encogió de hombros, un gesto que interpreté como «Parece bastante tranquila». A continuación retomó su lectura.

Reprimí las ganas de discutir. Sobre todo porque no quería que me hiciese callar otra vez.

Comprendía perfectamente que a Meg le apeteciese viajar tranquila. En la última semana, habíamos luchado contra una manada de centauros salvajes en Kansas, nos habíamos enfrentado a un espíritu de la hambruna furioso en el Tenedor más grande del mundo de Springfield, Missouri (no pude hacerme un selfi), y habíamos escapado de un par de drakones azules de Kentucky que nos persiguieron varias veces por el hipódromo Churchill Downs. Después de todo eso, una serpiente bicéfala con traje quizá no era motivo de alarma. Desde luego no nos estaba molestando en ese momento.

Traté de relajarme.

Meg sepultó la cara en su revista, cautivada con un artículo sobre la jardinería urbana. Mi joven compañera había crecido en los meses que habían transcurrido desde que la conocía, pero seguía siendo lo bastante menuda para apoyar cómodamente sus zapatillas rojas de caña alta en el respaldo de delante. Cómodo para ella, claro, no para mí ni para el resto de los pasajeros. Meg no se había cambiado de calzado desde que habíamos corrido por el hipódromo, y sus zapatillas tenían el aspecto y el olor del trasero de un caballo.

Por lo menos se había cambiado el vestido verde raído por unos vaqueros y una camiseta de manga corta verde con las palabras vnicornes imperant! que había comprado en la tienda de regalos del Campamento Júpiter. Ahora que había empezado a crecerle el pelo cortado a lo paje y le había salido un grano rojo en el mentón, ya no parecía una niña de preescolar. Casi aparentaba su edad: una estudiante de sexto de primaria que entraba en el círculo del infierno conocido como pubertad.

Yo no había compartido esa observación con Meg. En primer lugar, tenía mi propio acné del que preocuparme. En segundo, como ama mía, Meg podía mandarme que me tirase por la ventanilla, y me vería obligado a obedecerla.

El tren atravesaba los barrios residenciales de Washington. El sol de media tarde parpadeaba entre los edificios como la lámpara de un viejo proyector cinematográfico. Era un momento del día maravilloso, cuando un dios del sol debería estar terminando la jornada, dirigiéndose a las viejas cuadras a aparcar su carro para luego relajarse en su palacio con una copa de néctar, unas cuantas ninfas devotas y una temporada nueva de Las verdaderas diosas del Olimpo con la que darme un atracón.

Pero no para mí. A mí me había tocado un asiento chirriante en un tren y horas por delante para darme un atracón con las zapatillas apestosas de Meg.

En el otro extremo del vagón, la anfisbena seguía sin hacer movimientos amenazantes... a menos que uno considerase beber agua de una botella no retornable un acto de agresión.

¿Por qué, entonces, se me había erizado el vello de la nuca?

No podía controlar la respiración. Me sentía atrapado en mi asiento de ventanilla.

Tal vez solo estaba nervioso por lo que nos aguardaba en Nueva York. Después de seis meses en ese lamentable cuerpo de mortal, me acercaba a mi final.

Meg y yo habíamos cruzado Estados Unidos a trancas y barrancas y habíamos vuelto. Habíamos liberado Oráculos, vencido a legiones de monstruos y sufrido los indecibles horrores de la red de transporte público estadounidense. Y por último, después de muchas tragedias, habíamos derrotado a dos de los malvados emperadores del triunvirato, Cómodo y Calígula, en el Campamento Júpiter.

Pero lo peor todavía estaba por llegar.

Volvíamos adonde habían empezado nuestros problemas: Manhattan, la sede de Nerón Claudio César, el padrastro maltratador de Meg y, para mí, el peor intérprete de lira del mundo. Aunque hubiésemos conseguido vencerlo, un peligro aún mayor acechaba en la sombra: mi enemiga acérrima Pitón, que se había instalado en mi sagrado Oráculo de Delfos como si fuese un Airbnb de ocasión.

Durante los próximos días, o vencía a esos enemigos y volvía a convertirme en el dios Apolo (suponiendo que mi padre Zeus lo permitiese) o moría en el intento. En cualquier caso, mis días como Lester Papadopoulos estaban tocando a su fin.

Tal vez era lógico que me sintiese tan agitado...

Traté de centrarme en la preciosa puesta de sol. Procuré no obsesionarme con mi imposible lista de tareas pendientes ni con la serpiente bicéfala de la fila dieciséis.

Llegué a Filadelfia sin sufrir ningún ataque de nervios. Pero cuando salíamos de la estación de la Calle Trece, me quedaron claras dos cosas: 1) la anfisbena no se bajaba del tren, cosa que probablemente significaba que no era un monstruo que viajase a diario para ir al trabajo, y 2) mi radar contra peligros emitía una señal más fuerte que nunca.

Me sentía acechado. Experimentaba el mismo hormigueo en la piel que cuando jugaba al escondite con Artemisa y sus cazadoras en el bosque, justo antes de que saltasen de la maleza y me acribillasen a flechas. Era en la época en que mi hermana y yo éramos deidades jóvenes y todavía disfrutábamos de sencillos entretenimientos como ese.

Me arriesgué a mirar a la anfisbena y me pegué tal susto que por poco se me cayeron los vaqueros. La criatura estaba mirándome

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