Dónde estás, mundo bello

Sally Rooney

Fragmento

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Una mujer estaba sentada en el bar de un hotel, mirando la puerta. Tenía un aspecto pulcro y cuidado: blusa blanca, pelo rubio recogido detrás de las orejas. Echó un vistazo a la pantalla del móvil, que mostraba la interfaz de una app de mensajería, y luego volvió a mirar hacia la puerta. Era finales de marzo, el bar estaba tranquilo, y al otro lado de la ventana de su derecha el sol empezaba a ponerse sobre el Atlántico. Pasaban cuatro minutos de las siete, y luego pasaron cinco, seis. De refilón y sin apreciable interés se examinó las uñas. A las siete y ocho minutos un hombre cruzó la puerta. Era delgado y de pelo oscuro, con la cara alargada. Miró alrededor, examinando los rostros del resto de clientes, y luego sacó el móvil y consultó la pantalla. La mujer de la ventana reparó en él, pero, más allá de observarlo, no hizo ningún otro intento de captar su atención. Parecían más o menos de la misma edad, veintilargos o treinta y pocos. Esperó sin más hasta que la vio y fue hacia ella.

¿Eres Alice?, preguntó.

Sí, soy yo, respondió.

Vale, soy Felix. Perdona que llegue tarde.

No pasa nada, dijo ella con tono amable.

El hombre le preguntó qué quería tomar y fue a la barra a por las bebidas. La camarera le preguntó qué tal todo, y él respondió: Bien, sí, ¿y tú? Pidió un vodka tónica y una pinta de cerveza. En lugar de llevarse el botellín de tónica, lo vació en el vaso con un rápido y experto movimiento de muñeca. La mujer de la mesa tamborileó sobre un posavasos, a la espera. Tenía una actitud más alerta y despierta desde que el hombre había entrado en el bar. Miró afuera, a la puesta de sol, como si le resultara de interés, pese a que no le había prestado ninguna atención hasta el momento. Cuando el hombre volvió y dejó las bebidas en la mesa, una gota de cerveza se derramó por el borde, y ella siguió su rápido descenso por el lateral del vaso.

Me decías que te acababas de mudar, dijo él. ¿Verdad?

Ella asintió, dio un sorbo, se lamió el labio superior.

¿Y eso por qué?, le preguntó.

¿Qué quieres decir?

Bueno, no es que se venga mucha gente a vivir aquí, en general. Gente que se marcha, eso ya es más normal. No has venido por trabajo, ¿no?

Ah. No, no exactamente.

Una mirada momentánea entre ambos pareció confirmar que el hombre esperaba alguna explicación más. La expresión de ella titubeó, como si estuviese tratando de decidirse, y luego sonrió con un aire algo informal, casi cómplice.

Bueno, ya andaba pensando en mudarme a alguna parte, dijo, y entonces me comentaron que había una casa aquí, justo a las afueras del pueblo; un amigo mío conoce a los dueños. Por lo visto llevan una eternidad intentando venderla, y al final empezaron a buscar a alguien que viviera en ella mientras tanto. En fin, me pareció que sería bonito vivir al lado del mar. Supongo que fue un poco impulsivo, la verdad. Así que… Eso es todo, no hay más motivos.

Él bebía y la escuchaba. La mujer daba la impresión de haberse puesto ligeramente nerviosa hacia el final de la explicación, cosa que se manifestó en una respiración entrecortada y cierto gesto de autodesdén. Él contempló impasible todo este desarrollo y luego dejó el vaso sobre la mesa.

Ajá, dijo. Y antes habías estado en Dublín, ¿verdad?

En varios sitios. Pasé un tiempo en Nueva York. Soy de Dublín, creo que ya te lo dije. Pero estuve viviendo en Nueva York hasta el año pasado.

¿Y qué vas a hacer ahora que estás aquí? ¿Vas a buscar trabajo, o algo?

Ella guardó silencio. El hombre sonrió y recostó la espalda en el asiento, sin dejar de mirarla.

Perdona por tanta pregunta, le dijo. Creo que no me hago todavía una imagen completa.

No, no me importa. Pero no se me dan muy bien las respuestas, como puedes ver.

¿De qué trabajas, entonces? La última pregunta.

Ahora ella le sonrió también, una sonrisa tensa.

Soy escritora, dijo. ¿Por qué no me cuentas a qué te dedicas tú?

Ah, lo mío es mucho más normal. Me gustaría saber qué escribes, pero no te interrogo más. Trabajo en un almacén, a las afueras del pueblo.

¿Haciendo qué?

Bueno, haciendo qué…, repitió filosóficamente. Recogiendo pedidos de los estantes, poniéndolos en un carro y llevándolos arriba para que los embalen. No es muy emocionante.

¿No te gusta, entonces?

Dios, no, respondió él. Lo odio a muerte. Pero no me pagarían por hacer algo que me gustase, ¿no? Es lo que tiene el trabajo, si valiese la pena lo harías gratis.

Ella sonrió y dijo que era verdad. Al otro lado de la ventana el cielo se había oscurecido, y las luces del camping empezaban a encenderse más abajo: el resplandor frío y salobre de las farolas y las luces cálidas y amarillentas de las ventanas. La camarera había salido de detrás de la barra y estaba pasándoles una bayeta a las mesas vacías. La mujer llamada Alice la observó unos segundos y luego volvió a mirar al hombre.

¿Y qué hace la gente para divertirse por aquí?, le preguntó.

Como en todas partes. Hay algunos pubs. Una discoteca en Ballina, que está a unos veinte minutos en coche. Y está la feria, claro, pero es más para niños. Supongo que aún no has hecho amigos por aquí, ¿verdad?

Creo que eres la primera persona con la que tengo una conversación desde que me mudé.

Él pareció sorprendido.

¿Eres tímida?, le preguntó.

Dímelo tú.

Se miraron el uno al otro. A ella ya no se la veía nerviosa, sino distante, en cierto modo, mientras el hombre inspeccionaba su cara como intentando sacar algo en claro. No dio la impresión, al cabo de un segundo o dos, de que concluyese haberlo logrado.

Igual sí, respondió.

Ella le preguntó dónde vivía, y él le explicó que compartía casa con unos amigos, ahí cerca. Mirando por la ventana, aña­dió que la urbanización casi se veía desde donde estaban, jus­to al otro lado del camping. Se inclinó sobre la mesa para señalárselo, pero luego dijo que estaba demasiado oscuro.

Bueno, justo al otro lado, dijo.

Cuando se acercó a ella, sus miradas se cruzaron. La mujer bajó la vista al regazo, y él reprimió una sonrisa mientras volvía a sentarse. Ella le preguntó si sus padres seguían viviendo ahí. El hombre le contó que su madre había fallecido un año antes y que su padre estaba «Dios sabe dónde».

A ver, para ser justos, lo más probable es que esté en Gal­way o algún sitio así, añadió. No es que te lo vayas a encontrar en Argentina ni nada de eso. Pero hace años que no lo veo.

Siento mucho lo de tu madre, dijo ella.

Sí. Gracias.

La verdad es que yo también llevo un tiempo sin ver a mi padre. No se puede… confiar mucho en él.

Felix levantó la vista del vaso.

¿Y eso?, dijo. Bebe, ¿no?

Mhm. Y…, bueno, se inventa historias.

Felix asintió.

Creía que eso era lo tuyo, dijo.

Ella se ruborizó visiblemente al oír el comentario, cosa que dio la impresión de coger a Felix por sorpresa e incluso alarmarlo.

Muy gracioso, dijo Alice. En fin. ¿Te apetece otra?

Después de la segunda, tomaron una tercera. Él le preguntó si tenía hermanos o hermanas, y ella le respondió que uno, más peq

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