Dónde estás, mundo bello

Sally Rooney

Fragmento

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1

Una mujer estaba sentada en el bar de un hotel, mirando la puerta. Tenía un aspecto pulcro y cuidado: blusa blanca, pelo rubio recogido detrás de las orejas. Echó un vistazo a la pantalla del móvil, que mostraba la interfaz de una app de mensajería, y luego volvió a mirar hacia la puerta. Era finales de marzo, el bar estaba tranquilo, y al otro lado de la ventana de su derecha el sol empezaba a ponerse sobre el Atlántico. Pasaban cuatro minutos de las siete, y luego pasaron cinco, seis. De refilón y sin apreciable interés se examinó las uñas. A las siete y ocho minutos un hombre cruzó la puerta. Era delgado y de pelo oscuro, con la cara alargada. Miró alrededor, examinando los rostros del resto de clientes, y luego sacó el móvil y consultó la pantalla. La mujer de la ventana reparó en él, pero, más allá de observarlo, no hizo ningún otro intento de captar su atención. Parecían más o menos de la misma edad, veintilargos o treinta y pocos. Esperó sin más hasta que la vio y fue hacia ella.

¿Eres Alice?, preguntó.

Sí, soy yo, respondió.

Vale, soy Felix. Perdona que llegue tarde.

No pasa nada, dijo ella con tono amable.

El hombre le preguntó qué quería tomar y fue a la barra a por las bebidas. La camarera le preguntó qué tal todo, y él respondió: Bien, sí, ¿y tú? Pidió un vodka tónica y una pinta de cerveza. En lugar de llevarse el botellín de tónica, lo vació en el vaso con un rápido y experto movimiento de muñeca. La mujer de la mesa tamborileó sobre un posavasos, a la espera. Tenía una actitud más alerta y despierta desde que el hombre había entrado en el bar. Miró afuera, a la puesta de sol, como si le resultara de interés, pese a que no le había prestado ninguna atención hasta el momento. Cuando el hombre volvió y dejó las bebidas en la mesa, una gota de cerveza se derramó por el borde, y ella siguió su rápido descenso por el lateral del vaso.

Me decías que te acababas de mudar, dijo él. ¿Verdad?

Ella asintió, dio un sorbo, se lamió el labio superior.

¿Y eso por qué?, le preguntó.

¿Qué quieres decir?

Bueno, no es que se venga mucha gente a vivir aquí, en general. Gente que se marcha, eso ya es más normal. No has venido por trabajo, ¿no?

Ah. No, no exactamente.

Una mirada momentánea entre ambos pareció confirmar que el hombre esperaba alguna explicación más. La expresión de ella titubeó, como si estuviese tratando de decidirse, y luego sonrió con un aire algo informal, casi cómplice.

Bueno, ya andaba pensando en mudarme a alguna parte, dijo, y entonces me comentaron que había una casa aquí, justo a las afueras del pueblo; un amigo mío conoce a los dueños. Por lo visto llevan una eternidad intentando venderla, y al final empezaron a buscar a alguien que viviera en ella mientras tanto. En fin, me pareció que sería bonito vivir al lado del mar. Supongo que fue un poco impulsivo, la verdad. Así que… Eso es todo, no hay más motivos.

Él bebía y la escuchaba. La mujer daba la impresión de haberse puesto ligeramente nerviosa hacia el final de la explicación, cosa que se manifestó en una respiración entrecortada y cierto gesto de autodesdén. Él contempló impasible todo este desarrollo y luego dejó el vaso sobre la mesa.

Ajá, dijo. Y antes habías estado en Dublín, ¿verdad?

En varios sitios. Pasé un tiempo en Nueva York. Soy de Dublín, creo que ya te lo dije. Pero estuve viviendo en Nueva York hasta el año pasado.

¿Y qué vas a hacer ahora que estás aquí? ¿Vas a buscar trabajo, o algo?

Ella guardó silencio. El hombre sonrió y recostó la espalda en el asiento, sin dejar de mirarla.

Perdona por tanta pregunta, le dijo. Creo que no me hago todavía una imagen completa.

No, no me importa. Pero no se me dan muy bien las respuestas, como puedes ver.

¿De qué trabajas, entonces? La última pregunta.

Ahora ella le sonrió también, una sonrisa tensa.

Soy escritora, dijo. ¿Por qué no me cuentas a qué te dedicas tú?

Ah, lo mío es mucho más normal. Me gustaría saber qué escribes, pero no te interrogo más. Trabajo en un almacén, a las afueras del pueblo.

¿Haciendo qué?

Bueno, haciendo qué…, repitió filosóficamente. Recogiendo pedidos de los estantes, poniéndolos en un carro y llevándolos arriba para que los embalen. No es muy emocionante.

¿No te gusta, entonces?

Dios, no, respondió él. Lo odio a muerte. Pero no me pagarían por hacer algo que me gustase, ¿no? Es lo que tiene el trabajo, si valiese la pena lo harías gratis.

Ella sonrió y dijo que era verdad. Al otro lado de la ventana el cielo se había oscurecido, y las luces del camping empezaban a encenderse más abajo: el resplandor frío y salobre de las farolas y las luces cálidas y amarillentas de las ventanas. La camarera había salido de detrás de la barra y estaba pasándoles una bayeta a las mesas vacías. La mujer llamada Alice la observó unos segundos y luego volvió a mirar al hombre.

¿Y qué hace la gente para divertirse por aquí?, le preguntó.

Como en todas partes. Hay algunos pubs. Una discoteca en Ballina, que está a unos veinte minutos en coche. Y está la feria, claro, pero es más para niños. Supongo que aún no has hecho amigos por aquí, ¿verdad?

Creo que eres la primera persona con la que tengo una conversación desde que me mudé.

Él pareció sorprendido.

¿Eres tímida?, le preguntó.

Dímelo tú.

Se miraron el uno al otro. A ella ya no se la veía nerviosa, sino distante, en cierto modo, mientras el hombre inspeccionaba su cara como intentando sacar algo en claro. No dio la impresión, al cabo de un segundo o dos, de que concluyese haberlo logrado.

Igual sí, respondió.

Ella le preguntó dónde vivía, y él le explicó que compartía casa con unos amigos, ahí cerca. Mirando por la ventana, aña­dió que la urbanización casi se veía desde donde estaban, jus­to al otro lado del camping. Se inclinó sobre la mesa para señalárselo, pero luego dijo que estaba demasiado oscuro.

Bueno, justo al otro lado, dijo.

Cuando se acercó a ella, sus miradas se cruzaron. La mujer bajó la vista al regazo, y él reprimió una sonrisa mientras volvía a sentarse. Ella le preguntó si sus padres seguían viviendo ahí. El hombre le contó que su madre había fallecido un año antes y que su padre estaba «Dios sabe dónde».

A ver, para ser justos, lo más probable es que esté en Gal­way o algún sitio así, añadió. No es que te lo vayas a encontrar en Argentina ni nada de eso. Pero hace años que no lo veo.

Siento mucho lo de tu madre, dijo ella.

Sí. Gracias.

La verdad es que yo también llevo un tiempo sin ver a mi padre. No se puede… confiar mucho en él.

Felix levantó la vista del vaso.

¿Y eso?, dijo. Bebe, ¿no?

Mhm. Y…, bueno, se inventa historias.

Felix asintió.

Creía que eso era lo tuyo, dijo.

Ella se ruborizó visiblemente al oír el comentario, cosa que dio la impresión de coger a Felix por sorpresa e incluso alarmarlo.

Muy gracioso, dijo Alice. En fin. ¿Te apetece otra?

Después de la segunda, tomaron una tercera. Él le preguntó si tenía hermanos o hermanas, y ella le respondió que uno, más pequeño. Felix le dijo que él tenía un hermano también. Hacia el final de la tercera copa, Alice tenía la cara sonrosada, y los ojos se le habían puesto vidriosos y brillantes. Felix estaba exactamente igual que al entrar en el bar, ni un solo cambio en su actitud o en su tono de voz. Pero mientras que la mirada de Alice vagaba cada vez más por la sala, con un interés difuso en el entorno, la atención que le prestaba él se había tornado más vigilante y concentrada. Ella hizo tintinear el hielo en el vaso vacío, entretenida.

¿Te gustaría ver mi casa?, le preguntó. Llevo tiempo queriendo presumir de ella, pero no conozco a nadie a quien invitar. O sea, invitaré a mis amigos, obviamente. Pero están todos desperdigados por ahí.

En Nueva York.

En Dublín, sobre todo.

¿Por dónde queda la casa?, preguntó él. ¿Se puede ir andando?

Desde luego que sí. De hecho, no nos queda otra. Yo no conduzco, ¿tú sí?

Ahora mismo, no. O no me arriesgaría, al menos. Pero tengo carnet, sí.

¿Ah, sí?, murmuró ella. Qué romántico. ¿Quieres otra, o nos vamos ya?

Felix hizo un gesto de extrañeza para sí ante la pregunta, o ante la manera de formularla, o ante el uso del término romántico. Ella, mientras, hurgaba en su bolso sin alzar la vista.

Venga, vamos tirando, por qué no, respondió.

Alice se levantó y se empezó a poner la chaqueta, una gabardina beige con una sola hilera de botones. Felix la miró mientras doblaba uno de los puños para igualarlo con el otro. De pie, era solo un poco más alto que ella.

¿Está muy lejos?, le preguntó.

Ella le sonrió juguetona.

¿Te lo estás pensando?, dijo. Si te cansas de andar siempre puedes abandonarme y volver atrás, estoy bastante acostumbrada. A la caminata, me refiero. No a que me abandonen. A eso podría estar acostumbrada también, pero no es algo que vaya contando a los desconocidos.

Él no respondió nada, se limitó a asentir, con una expresión vagamente adusta de paciencia, como si este aspecto de la personalidad de Alice, esa tendencia suya a ser «ocurrente» y verborreica fuese, después de una hora o dos de conversación, una cualidad que hubiese percibido y estuviese decidido a ignorar. Le dijo buenas noches a la camarera al salir. A Alice esto pareció llamarle la atención, y echó un vistazo atrás por encima del hombro, como intentando atisbar una vez más a la mujer. Cuando salieron a la acera, le preguntó a Felix si la conocía. La marea rompía en un lejano y sedante embate detrás de ellos, y el aire era frío.

¿A la chica que trabaja aquí?, preguntó él. La conozco, sí. Sinead. ¿Por qué?

Se preguntará qué estabas haciendo ahí conmigo.

Con tono monocorde, Felix respondió:

Yo diría que se hace una idea. ¿Para dónde vamos?

Alice se metió las manos en los bolsillos de la gabardina y empezó a subir por la colina. Parecía haber detectado una especie de desafío o incluso de repulsa en la voz de él, y eso, en lugar de intimidarla, fue como si hubiese reforzado su determinación.

¿Por qué? ¿Quedas a menudo con mujeres aquí?, le preguntó.

Felix tenía que apretar el paso para seguirle el ritmo.

Qué pregunta tan rara, respondió.

¿Sí? Supongo que soy una persona rara.

¿Es asunto tuyo si quedo ahí con gente?

Nada en relación contigo es asunto mío, por supuesto. Solo tengo curiosidad.

Él pareció considerar la respuesta, y entretanto repitió, con voz más queda, no tan segura:

Sí, pero no veo en qué te incumbe a ti eso. Y al cabo de unos segundos añadió: Fuiste tú la que propuso el hotel. Solo para que lo sepas. No acostumbro a ir ahí. Así que no, no quedo muy a menudo con gente en ese sitio. ¿Vale?

Vale, no pasa nada. Me ha picado la curiosidad ese comentario que has hecho, que la chica de la barra se «haría una idea» de lo que estábamos haciendo ahí.

Bueno, estoy seguro de que ha deducido que era una cita, dijo él. Era lo único que quería decir.

Aunque no se volvió a mirarlo, la cara de Alice empezó a mostrar algo más de diversión que antes, o una diversión de otra clase.

¿No te importa que la gente te vea teniendo citas con desconocidas?, le preguntó.

¿Porque es incómodo o algo, quieres decir? No me preocupa mucho, no.

El resto del camino hasta casa de Alice, subiendo por la carretera de la costa, fueron charlando de la vida social de Felix, o mejor dicho Alice le planteó varias preguntas sobre el tema que él sopesó y respondió; ambos hablando ahora en voz más alta, obligados por el ruido del mar. Él no mostró ninguna sorpresa ante sus preguntas, y las respondió con buena disposición, pero sin extenderse en exceso ni dispensar más información de la directamente solicitada. Le contó que se relacionaba más que nada con la gente que había conocido en el instituto y con la gente que conocía del trabajo. Ambos círculos se solapaban un poco, pero no demasiado. Él no le hizo ninguna pregunta a cambio, disuadido tal vez por la reticencia con la que había contestado a las preguntas que le había planteado antes, o tal vez porque había perdido el in­terés.

Aquí está, dijo ella al fin.

¿Dónde?

Alice descorrió el cerrojo de una pequeña verja blanca y dijo:

Aquí.

Felix se detuvo y miró hacia la casa, situada en lo alto de un tramo empinado de jardín. No había ninguna ventana iluminada, y la fachada del edificio no se alcanzaba a ver con demasiado detalle, pero la expresión de su cara indicaba que conocía el lugar.

¿Vives en la rectoría?, preguntó.

Ay, no he pensado que ya conocerías la casa. Te lo habría dicho en el bar, no pretendía hacerme la misteriosa.

Alice sostenía la puerta abierta para él, y Felix, sin apartar aún los ojos de la silueta de la casa, que se cernía sobre ellos asomada al mar, la siguió. A su alrededor, el jardín, de un verde apagado, susurraba con el viento. Ella subió el camino con paso ligero y revolvió en el bolso buscando las llaves de la casa. El ruido de las llaves era audible en algún punto en el interior del bolso, pero Alice parecía incapaz de dar con ellas. Felix se quedó ahí parado sin decir nada. Ella se disculpó por hacerle esperar y activó la linterna del móvil, cuya luz iluminó el fondo del bolso y proyectó un resplandor frío y grisáceo en los peldaños de la entrada. Él tenía las manos en los bolsillos.

Ya las tengo, dijo Alice. Y abrió la puerta.

Dentro había un gran vestíbulo con el suelo de baldosas rojas y negras. Una lámpara de cristal marmoleado colgaba del techo, y en una consola delicada y larguirucha situada junto a la pared había una nutria tallada en madera. Alice dejó caer las llaves en la consola y se echó un vistazo rápido en el espejo borroso y picado de la pared.

¿La tienes alquilada tú sola?, le preguntó.

Ya, respondió ella. Es demasiado grande, claramente. Y me estoy gastando un dineral en calefacción. Pero es bonita, ¿verdad que sí? Y no me cobran nada de alquiler. ¿Vamos a la cocina? Encenderé otra vez la caldera.

Felix la siguió por un pasillo hasta una amplia cocina, con módulos fijos a un lado y una mesa de comedor al otro. Encima del fregadero había una ventana con vistas al jardín trasero. Se quedó junto a la puerta mientras ella hurgaba en uno de los armarios. Se volvió a mirarlo.

Puedes sentarte si quieres, le dijo. Pero si estás mejor así quédate de pie, faltaría más. ¿Te apetece una copa de vino? Es lo único que tengo en casa, en el apartado bebidas. Yo me voy a tomar un vaso de agua primero.

¿Qué clase de cosas escribes? Si eres escritora.

Ella dio media vuelta, desconcertada.

¿Si lo soy?, dijo. Supongo que no pensarás que es mentira. Se me habría ocurrido algo mejor, puestos a mentir. Soy novelista. Escribo libros.

Y ganas dinero con eso, ¿no?

Como si percibiese una relevancia nueva en la pregun­ta, Alice lo miró una vez más antes de seguir llenándose el vaso.

Sí, respondió.

Él continuó observándola y luego se sentó a la mesa. Las sillas estaban acolchadas con cojines tapizados en tela rojiza y fruncida. Se veía todo muy limpio. Frotó la superficie lisa de la mesa con la punta del índice. Alice le dejó un vaso de agua delante y se sentó en una de las sillas.

¿Habías venido alguna vez?, le preguntó. Conocías la casa.

No, solo la conozco porque soy del pueblo. No he sabido nunca quién vivía aquí.

Yo tampoco los conozco apenas. Una pareja mayor. La mujer es artista, creo.

Él asintió sin decir nada.

Te la enseño si quieres, añadió.

Felix siguió sin decir nada, y esta vez ni siquiera asintió. A ella esto no pareció inquietarla; parecía confirmar cierta sospecha que había ido abrigando, y cuando volvió a hablar, lo hizo con el mismo tono seco, casi sarcástico.

Debes de pensar que estoy loca, viviendo aquí sola, dijo.

¿Sin pagar?, respondió él. Anda a la mierda, estarías loca si no. Soltó un bostezo con toda naturalidad y miró por la ventana, o más bien a la ventana, porque fuera ya estaba oscuro y el cristal solo reflejaba el interior de la cocina. ¿Cuántas habitaciones tiene, por curiosidad?, preguntó.

Cuatro.

¿Dónde está la tuya?

En respuesta a la brusquedad de la pregunta, Alice no movió los ojos en un primer momento, sino que siguió mirando fijamente el vaso unos segundos antes de levantar la vista directamente hacia él.

Arriba, dijo. Están todas arriba. ¿Quieres que te la enseñe?

Por qué no.

Se levantaron de la mesa. En el rellano de arriba había una alfombra turca con borlas grises. Alice abrió la puerta de su dormitorio y encendió una pequeña lámpara de pie. A la izquierda había una gran cama de matrimonio. El suelo era de tarima, sin enmoquetar, y una de las paredes tenía una chimenea de azulejos color verde jade. A la derecha, una ventana enorme de guillotina se asomaba al mar, sumido en la oscuridad. Felix fue hacia la ventana con paso despreocupado y acercó la cara al cristal, tanto que su sombra nubló el resplandor de la luz reflejada.

Las vistas deben de ser bonitas de día, comentó.

Alice seguía plantada junto a la puerta:

Sí, son preciosas, dijo. Por la tarde todavía más, de hecho.

Él se dio la vuelta y desplegó una ojeada examinadora sobre el resto de elementos del cuarto, bajo la mirada atenta de Alice.

Muy bonito, concluyó. Un cuarto muy bonito. ¿Vas a escribir un libro el tiempo que estés aquí?

Supongo que lo intentaré.

Y ¿de qué van tus libros?

Pues, no lo sé, respondió ella. De gente.

Eso es un poco difuso. ¿De qué clase de gente escribes?, ¿gente como tú?

Ella lo miró con gesto calmado, como queriendo decirle algo: que entendía su juego, tal vez, que le dejaría ganar, incluso, si jugaba limpio.

¿Qué clase de persona crees que soy yo?, preguntó.

Algo en la templada impasibilidad de su mirada pareció perturbarlo, y soltó una risita corta, aguda.

Bueno, bueno, respondió. Hace solo unas horas que te conozco, todavía no me he formado una opinión sobre ti.

Ya me contarás cuando la tengas, espero.

Puede.

Se quedó unos segundos ahí, muy quieta, mientras él se paseaba por el cuarto fingiendo mirar cosas. Supieron entonces, ambos, lo que estaba a punto de ocurrir, aunque ni uno ni otro habría sabido decir exactamente cómo lo sabía. Alice esperó con indiferencia mientras él seguía echando un vistazo, hasta que por último, puede que sin más energía para posponer lo inevitable, Felix le dio las gracias y se fue. Ella lo acompañó por la escalera; un tramo de bajada. Estaba todavía en los escalones cuando él llegó a la puerta. Fue una de esas situaciones. Después ambos se sintieron mal, sin entender realmente por qué la noche se había terminado torciendo de esa manera. Ahí, quieta en la escalera, sola, se volvió a mirar al rellano. Sigamos sus ojos ahora y reparemos en la puerta del dormitorio abierta, en esa rendija de pared blanca visible entre los barrotes de la baranda.

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2

Querida Eileen. Llevo tanto tiempo esperando a que respondas el último email que te mandé que, aquí estoy —¡figúrate!—, escribiéndote uno nuevo antes de recibir respuesta. En mi defensa debo decir que he recopilado ya demasiado material, y que si te espero se me empezarán a olvidar cosas. Tendrías que saber que nuestra correspondencia es mi forma de aferrarme a la vida, de tomar notas y de preservar así una parte de mi —por lo demás casi inútil, o puede que totalmente inú­til— existencia en este planeta en rápido declive… Incluyo este párrafo más que nada para hacerte sentir culpable por no haberme respondido todavía, y para asegurarme una más pronta respuesta esta vez. Además, ¿qué es lo que estás haciendo, en lugar de escribirme? No me digas que trabajando.

Me pone de los nervios pensar en el alquiler que pagas en Dublín. ¿Sabes que ahora está más caro que París? Y, perdona que te diga, pero París tiene lo que a Dublín le falta. Uno de los problemas de Dublín es que es, y me refiero en el sentido literal y topográfico, plano, por lo que todo sucede en un único nivel. Otras ciudades tienen sistemas de metro, lo que añade profundidad, y colinas empinadas o rascacielos que les dan altura, pero en Dublín no hay más que edificios grises y achaparrados y tranvías que circulan a pie de calle. Y tampoco se ven patios y azoteas ajardinadas, como en las ciudades del continente, que al menos rompen la uniformidad de la superficie, si no verticalmente, al menos sí conceptualmente. ¿Te lo habías planteando alguna vez así? Puede que, en caso de que no, hubieses notado algo a cierto nivel subconsciente. En Dublín es difícil subir muy arriba o bajar muy abajo, es difícil que te pierdas o que pierdas a alguien, o hacerte con una idea de la perspectiva. Se podría decir que es una forma democrática de organizar una ciudad: que todo pase cara a cara, o sea, en igualdad de condiciones. Es verdad, nadie mira al resto del mundo desde arriba. Pero eso le otorga al cielo una posición de dominio absoluto. No hay un solo punto en el que algo interrumpa o corte el cielo de manera significativa. La aguja del Spire, podrías decir, y yo admitiré que el Spire, que es de todos modos la más ínfima de las intromisiones, y pende como una cinta métrica poniendo en evidencia el tamaño diminuto de cualquier otro edificio circundante. Ese efecto totalizador del cielo no es bueno para la gente. Nada intercede jamás para ocultarlo a la vista. Es como un memento mori. Ojalá alguien le hiciese un agujero.

Últimamente he estado pensando en la política de derechas (y quién no) y en cómo es que el conservadurismo (la fuerza social) se ha terminado asociando con el voraz capitalismo de mercado. La conexión no es evidente, al menos a mí no me lo parece, porque el mercado no preserva nada, sino que ingiere todos los elementos de un panorama social existente y luego los excreta, despojados de significado y de memoria, como transacciones. ¿Qué tiene de «conservador» ese proceso? Y también tengo la sensación de que la idea de «conservadurismo» es falsa en sí misma, porque nada puede conservarse, por definición; el tiempo solo avanza en un sentido, quiero decir. Es un concepto tan básico que la primera vez que se me ocurrió sentí que era un genio, y luego me pregunté si no sería idiota. Pero ¿ves la lógica? No podemos conservar nada, menos aún las relaciones sociales, sin alterar su naturaleza, sin impedir de una forma antinatural parte de su interacción con el tiempo. Mira si no lo que hacen los conservadores con el entorno: su idea de conservación consiste en extraer, saquear y destruir, «porque eso es lo que hemos hecho siempre», pero de ahí justamente que la tierra a la que se lo hacemos ya no sea la misma. Supongo que pensarás que todo esto es rudimentario en extremo, e igual hasta te parezco antidialéctica, pero son los pensamientos abstractos que he ido teniendo y que necesitaba poner por escrito, y de los que tú eres ahora la (gustosa o reacia) depositaria.

Hoy estaba en la tienda del pueblo, comprando algo para la comida, cuando he tenido de pronto una sensación extrañísima: una súbita toma de conciencia de lo inverosímil de esta vida. Es decir, he pensado en toda esa porción de la humanidad —viviendo en su mayor parte en lo que tú y yo consideraríamos una pobreza abyecta— que no ha visto ni ha pisado jamás una tienda como esa. ¡Y esto, esto, es lo que sostiene todo su trabajo! ¡Este estilo de vida, para personas como nosotras! Toda esa variedad de refrescos en botellas de plástico y de comida de oferta empaquetada y de golosinas en bolsas precintadas y de bollería horneada in situ: esta es la culminación de todo el trabajo del mundo, de toda la quema de combustibles fósiles y de todo el deslomarse en plantaciones de café y azúcar. ¡Todo para esto! ¡Para este súper! Me he mareado de pensarlo. Quiero decir que me he puesto enferma de verdad. Ha sido como si recordase de pronto que mi vida es toda ella parte de un programa de televisión, y que todos los días muere gente para grabarlo, que la machacan hasta la muerte de las maneras más horribles, niños, mujeres, y todo para que yo pueda escoger entre diversas opciones de almuerzo, cada una envasada en múltiples capas de plástico de un solo uso. Para eso mueren: ese es el gran experimento. Pensaba que iba a vomitar. Por supuesto, este tipo de sensación no puede durar mucho. Igual me sigo sintiendo mal el resto del día, incluso el resto de la semana, ¿y qué? Tengo que comprar la comida igualmente. Y por si estás preocupada por mí, permíteme que te confirme que la comida la compré.

Te pongo al día sobre mi vida rural y me despido. La casa es caóticamente inmensa, como si no dejase de generar habitaciones nuevas e inadvertidas de manera espontánea. También es fría, y en algunos puntos, húmeda. Vivo a veinte minutos andando de la susodicha tienda, y tengo la sensación de que me paso casi todo el tiempo yendo y viniendo para comprar cosas de las que me he olvidado en la última expedición. Seguro que ayuda a fortalecer el carácter, y cuando nos volvamos a ver tendré una personalidad increíble. Hace unos diez días tuve una cita con un tipo que trabaja en un almacén logístico y pasó de mí totalmente. Para ser justa conmigo misma (siempre lo soy), creo que ha llegado un punto en el que he olvidado cómo entablar relaciones sociales. Me da pavor imaginar las caras que debí de poner en mis esfuerzos por pa­recer la clase de persona que interacciona con otras de manera regular. Incluso escribiendo este email me siento un poco dispersa y disociada. Rilke tiene un poema que termina así: «El que ahora está solo lo estará siempre / velará, leerá, escribirá largas cartas / y deambulará por las avenidas / inquieto como el rodar de las hojas». Una descripción mejor de mi estado presente no la podría concebir, solo que estamos en abril y no hay hojas rodando. Perdona esta «larga carta», pues. Espero que vengas a verme. Te quiere mucho mucho mucho, Alice.

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3

A las doce y veinte de un miércoles a mediodía, una mujer estaba sentada detrás de un escritorio en una oficina diáfana del centro de Dublín, desplazándose por un archivo de texto. Tenía el pelo muy oscuro, recogido holgadamente con una pinza de carey, y llevaba un jersey gris metido en un pantalón pitillo de sastre color negro. Se iba deslizando por el documento por medio de la rueda suave y resbaladiza del ratón del ordenador, con los ojos saltando de aquí para allá entre estrechas columnas de texto, y de vez en cuando se detenía, hacía clic y borraba o insertaba algún carácter. El cambio más frecuente consistía en insertar dos puntos en el nombre «WH Auden», con el fin de unificar la grafía como «W. H. Auden». Cuando llegó al final del documento, abrió el comando de búsqueda, seleccionó la opción «Coincidir mayúsculas y minúsculas» y buscó: «WH». No aparecieron resultados. Retrocedió al principio del documento; las palabras y los párrafos pasaron volando tan rápido que parecían casi por completo ilegibles, y luego, al parecer satisfecha, guardó el trabajo y cerró el archivo.

A la una en punto les dijo a sus colegas que salía a comer, y ellos le sonrieron y le dijeron adiós con la mano sentados tras sus pantallas. Se puso una chaqueta y se dirigió a una cafetería cercana a la oficina, donde se sentó en una mesa junto a la ventana, comiendo un sándwich con una mano y leyendo con la otra un ejemplar de la novela Los hermanos Karamazov. De vez en cuando dejaba el libro sobre la mesa, se limpiaba las manos y la boca con una servilleta de papel, echaba un vistazo alrededor para determinar si alguien la estaba mirando y retomaba la lectura. A las dos menos veinte, levantó la vista para fijarse en un hombre alto de pelo rubio que había entrado en el café. Iba hablando por teléfono, con traje y corbata, y una identificación colgando de un cordón de plástico al cuello.

Sí, dijo, me comentaron que el martes, pero vuelvo a llamar y lo confirmo.

Cuando vio a la mujer sentada junto a la ventana su cara cambió, levantó enseguida la mano libre y dijo hola moviendo los labios. Al teléfono, prosiguió:

Creo que no estabas en copia, no.

Mirando a la mujer, señaló el móvil con impaciencia y simuló con la mano una boca hablando. La mujer sonrió, acariciando una esquina del papel.

Ya, ya, dijo el hombre. Mira, ahora mismo no estoy en el despacho, pero lo hago cuando vuelva. Sí. Vale, vale, me alegro de hablar contigo.

El hombre colgó y se acercó a la mesa. Ella le dijo, mirándolo de pies a cabeza:

Oh, Simon, pareces un hombre importante, me temo que vas a morir en un atentado.

Él cogió la tarjeta identificativa y la examinó con desaprobación.

Es la cosa esta, dijo. Me hace sentir legitimado. ¿Me dejas que te invite a un café?

Ella respondió que se volvía a trabajar.

Bueno, ¿te puedo invitar a un café para llevar y acompañarte al despacho? Quiero pedirte tu opinión sobre un tema.

La mujer cerró el libro y le dijo que sí. Mientras el hombre se dirigía a la barra, ella se levantó y se sacudió las migas de sándwich que le habían caído en el regazo. El hombre pidió dos cafés, uno solo y otro con leche, y dejó unas monedas en el bote de las propinas. La mujer caminó hacia él mientras se retiraba la pinza del pelo y se la volvía a colocar.

¿Cómo fue la prueba de Lola, al final?, le preguntó él.

La mujer alzó la vista, lo miró a los ojos y soltó un ruidito extraño, sofocado.

Ah, bien, dijo. Está aquí mi madre, hemos quedado todas esta tarde para buscar los vestidos para la boda.

Él sonrió benévolamente, mientras seguía la marcha de sus cafés detrás de la barra.

Qué curioso, dijo, el otro día tuve una pesadilla en la que te casabas.

¿Y por qué era una pesadilla?

Te casabas con otro.

La mujer se echó a reír.

¿A las mujeres del despacho también les dices estas cosas?, le preguntó.

Él se volvió hacia ella, con expresión divertida:

Dios, no, me metería en un lío tremendo. Y con razón. No, yo no flirteo nunca con nadie del trabajo. Si acaso ellas flirtean conmigo.

Supongo que son todas de mediana edad y quieren casarte con sus hijas.

No puedo estar de acuerdo con esta representación cultural negativa de las mujeres de mediana edad. De todos los grupos demográficos, de hecho, creo que es el que mejor me cae.

¿Qué problema hay con las jóvenes?

Hay ese toque de…

Hizo un gesto en el aire con la mano de lado a lado para denotar fricción, incertidumbre, química sexual, indecisión o tal vez mediocridad.

Tus novias nunca son de mediana edad, señaló la mujer.

Y yo tampoco, todavía, gracias.

Al salir del café, el hombre sostuvo la puerta abierta para dejar pasar a la mujer, cosa que ella hizo sin darle las gracias.

¿Qué me querías preguntar?

Él, recorriendo a su lado el camino de vuelta a la oficina, le dijo que quería pedirle consejo sobre una situación que había surgido entre dos de sus amigos, a los cuales la mujer parecía conocer solo de oídas. Los amigos habían estado compartiendo piso, y se habían embarcado en una especie de relación ambigua de carácter sexual. Al cabo de un tiempo, el amigo había empezado a salir con otra persona, y ahora la amiga, que seguía sin pareja, quería marcharse del piso, pero no tenía dinero ni ningún otro sitio al que ir.

Parece más un problema emocional que habitacional, dijo la mujer.

El hombre le dio la razón, pero añadió:

Aun así, creo que seguramente lo mejor para ella es que se marche del piso. O sea, por lo visto los oye en la cama por las noches, así que no es lo ideal.

Estaban ya frente a los escalones del bloque de oficinas.

Le podrías prestar algo de dinero, dijo la mujer.

El hombre respondió que ya se lo había ofrecido, pero que ella había rehusado.

Y fue un alivio, la verdad, añadió, porque mi instinto me dice que no me implique demasiado.

La mujer le preguntó qué decía su amigo de todo esto, y el hombre le explicó que el amigo no tenía la sensación de estar haciendo nada malo, que la relación anterior había llegado a su fin natural y que qué se suponía que tenía que hacer, ¿seguir soltero el resto de su vida?

La mujer hizo una mueca y dijo:

Dios, sí, será mejor que tu amiga salga pitando de ahí. Estaré atenta por si me entero de algo.

Se demoraron un momento más en los escalones de la entrada.

Me llegó la invitación de la boda, por cierto, comentó el hombre.

Ah, sí, dijo ella. Tocaba esta semana.

¿Sabías que la mía era con acompañante?

Ella lo miró como para decidir si bromeaba, y luego enarcó las cejas.

Está muy bien. A mí no me han puesto acompañante, pero teniendo en cuenta las circunstancias supongo que habría sido una falta de delicadeza.

¿Preferirías que fuese solo como un gesto de solidaridad?

¿Por qué?, ¿estabas pensando en llevar a alguien?, preguntó ella tras una pausa.

Bueno, a la chica con la que estoy saliendo, supongo. Si a ti no te importa.

Hum, dijo. Y luego añadió: Quieres decir mujer, espero.

Él sonrió.

Venga, vamos a ser un poquitín amables.

¿Vas por ahí llamándome chica a mis espaldas?

Desde luego que no. No te llamo nada. Siempre que alguien dice tu nombre, me aturullo y me marcho.

Sin hacer caso, la mujer le preguntó:

¿Cuándo la has conocido?

Ah, no sé. Hará mes y medio.

No es otra de esas mujeres escandinavas de veintidós, ¿no?

No, no es escandinava, respondió él.

Con una expresión exagerada de cansancio, la mujer tiró el vaso del café en la papelera que había junto a la puerta del edificio. Siguiéndola con la mirada, el hombre añadió:

Puedo ir yo solo, si prefieres. Nos podemos hacer ojitos de punta a punta de la sala.

Bueno, me haces quedar como una desesperada, dijo ella.

Dios, no era mi intención.

Ella se quedó callada unos segundos, con los ojos clavados en el tráfico. Luego dijo en voz alta:

Estaba preciosa en la prueba. Lola, me refiero. Me habías preguntado.

Me lo puedo imaginar, respondió él, todavía sin apartar la vista de ella.

Gracias por el café.

Gracias por el consejo.

El resto de la tarde, la mujer estuvo trabajando en la misma interfaz de edición de textos, abriendo archivos nuevos, moviendo apóstrofes de aquí para allá y borrando comas. Después de cerrar cada archivo y antes de abrir el siguiente, consultaba rutinariamente sus redes sociales. Su expresión, su postura, no variaban dependiendo de la información que se encontrara ahí: la noticia de un desastre natural terrible, una foto de la querida mascota de alguien, una periodista denunciando amenazas de muerte, un chiste críptico que exigía estar familiarizado con otros tantos chistes de internet para resultar siquiera vagamente comprensible, una condena ferviente de la supremacía blanca, un tweet promocionado haciendo publicidad de un suplemento alimenticio para embarazadas. Ningún cambio en su relación externa con el mundo que permitiera a un observador determinar qué le hacía sentir lo que estaba viendo. Luego, pasado cierto intervalo de tiempo, sin un desencadenante aparente, cerraba la ventana del explorador y volvía a abrir el editor de texto. De vez en cuando, alguno de sus colegas la interrumpía con una pregunta de trabajo, y ella respondía, o alguien compartía alguna anécdota con el resto de la oficina y todos se reían, pero en general el trabajo se desarrollaba en calma.

A las cinco y treinta y cuatro, la mujer descolgó la chaqueta del perchero y se despidió de los compañeros que seguían ahí. Desenrolló el cable de los auriculares de alrededor del móvil, los conectó y echó a andar por Kildare Street en dirección a Nassau Street, donde torció a la izquierda, serpenteando hacia el oeste. Tras un paseo de veintiocho minutos, se detuvo frente a un bloque de pisos de nueva construcción en la orilla norte y entró, subió dos tramos de escaleras y abrió con llave una puerta blanca desconchada. No había nadie más en la casa, pero la distribución y el interior insinuaban que no era la única ocupante. Un saloncito sombrío, en el que había una ventana con cortinas y orientada al río, conducía a una pequeña cocina con horno, frigorífico de media altura y fregadero. La mujer sacó de la nevera un cuenco cubierto con film transparente. Retiró el plástico y metió el cuenco en el microondas.

Después de comer, se metió en su habitación. Por la ventana se veía la calle, y la lenta ondulación del río. Se quitó la chaqueta y los zapatos, se soltó la pinza del pelo y corrió las cortinas. Las cortinas eran finas y amarillas, con un estampado de rectángulos verdes. Se sacó el jersey y se escurrió de los pantalones, y dejó ambas prendas hechas una pelota en el suelo; la textura de los pantalones algo brillante. Luego se puso una sudadera de algodón y un par de leggins grises. El pelo, oscuro y suelto sobre los hombros, se veía limpio y ligeramente reseco. Se instaló en la cama y abrió el portátil. Estuvo un rato deslizándose por el muro de algunos medios, abriendo y leyendo en diagonal algún que otro artículo largo sobre las elecciones en el extranjero. Tenía la cara pálida y cansada. Fuera en el recibidor, dos personas entraron en el piso, decidiendo qué pedir de cena. Pasaron por delante de su cuarto, las sombras visibles un instante por la rendija bajo la puerta, y siguieron hacia la cocina. La mujer abrió en el explorador una ventana en modo incógnito, accedió a la web de una red social y tecleó las palabras «aidan lavelle» en el recuadro de búsqueda. Apareció una lista de resultados, y clicó en el tercero sin echar ni un vistazo al resto de opciones. Se abrió una página de perfil en la pantalla, con el nombre «Aidan Lavelle» al pie de una fotografía con la cabeza y las espaldas de un hombre visto desde atrás. El hombre tenía el pelo oscuro y abundante y llevaba una chaqueta tejana. Debajo de la foto, había un texto que decía: local sad boy. equipado con cerebro normal. pásate por el soundcloud. La actualización más reciente del usuario, publicada tres horas antes, era la foto de una paloma en una alcantarilla, con la cabeza metida hasta el fondo de una bolsa de patatas fritas tirada en el suelo. El texto decía: literal. El post tenía 127 likes. En su cuarto, con la espalda apoyada en el cabecero de la cama sin hacer, la mujer clicó en el post, y las respuestas aparecieron debajo. Una, de un perfil con el alias Actual Death Girl, decía: es clavada a ti y todo. La cuenta Aidan Lavelle había respondido: tienes razón, increíblemente atractiva. A Actual Death Girl le había gustado la respuesta. La mujer del portátil fue de clic en clic a la página de perfil de Actual Death Girl. Tras dedicar treinta y seis minutos a examinar una serie de perfiles de redes sociales asociados con la cuenta Aidan Lavelle, la mujer cerró el portátil y se tumbó en la cama.

Para entonces, eran las ocho pasadas. Con la cabeza en la almohada, la mujer descansó la muñeca en la frente. Llevaba una pulsera fina de oro, que destelló débilmente a la luz de la lamparita. Se llamaba Eileen Lydon. Tenía veintinueve años. Su padre, Pat, llevaba una granja en County Galway, y su madre, Mary, era profesora de geografía. Tenía una hermana, Lola, tres años mayor que ella. Lola había sido una niña robusta, valiente, traviesa, mientras que de pequeña Eileen era nerviosa y enfermiza. Pasaban juntas las vacaciones escolares, jugando a elaborados juegos narrativos en los que adoptaban el papel de unas hermanas humanas que lograban acceder a reinos mágicos; Lola improvisaba los giros fundamentales de la trama y Eileen la seguía. Cuando los tenían a mano, alistaban para los papeles secundarios a primos más pequeños, a vecinos y a los hijos de amigos de la familia. Entre ellos estaba, en ocasiones, un niño llamado Simon Costigan, que tenía cinco años más que Eileen y vivía al otro lado del río en lo que había sido en su día la casa solariega de la localidad. Era un niño sumamente educado que llevaba siempre ropa limpia y decía gracias a los adultos. Padecía epilepsia, y a veces tenía que ir al hospital, un día incluso se lo llevaron en ambulancia. Cuando Lola o Eileen se portaban mal, su madre Mary les decía que por qué no podían ser más como Simon Costigan, que no solo era buen niño sino que tenía la dignidad añadida de «no quejarse nunca». Cuando las hermanas se fueron haciendo mayores, dejaron de incluir a Simon y a ningún otro niño en sus juegos y emigraron al interior de la casa, donde esbozaban mapas ficticios en papel de carta, inventaban alfabetos crípticos y se grababan en cintas de casete. Sus padres miraban esos juegos con una benévola falta de curiosidad, y les suministraban encantados papel, rotuladores y cintas vírgenes, pero sin mostrar ningún interés por saber nada de los habitantes imaginarios de países ficticios.

A los doce años, Lola pasó de la pequeña escuela del pueblo a un colegio de las Hermanas de la Caridad, solo para niñas, en la ciudad más cercana. Eileen, que había sido siempre callada en el colegio, se fue retrayendo cada vez más. La maestra les dijo a sus padres que era superdotada, y dos veces a la semana la lleva

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