El portal de los obeliscos (La Tierra Fragmentada 2)

N.K. Jemisin

Fragmento

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PRÓLOGO

—¡Pero su majestad! —dijo Tomás Becket, obispo de Sant Andrews—. ¡No puedo hacer lo que usted me ordena! Si me descubren, todos los fieles que me respetan perderán su confianza en mí.

Juan I se detuvo frente al gran ventanal de la sala, lugar en el que se despachaban las reuniones secretas en su castillo de Windsor. Apenas pestañeaba, su mirada fría estaba fija en el horizonte. Al oír la respuesta del obispo, arqueó ligeramente las cejas y una media sonrisa se dibujó en su rostro. Se giró con lentitud mientras juntaba las palmas de sus manos como si fuese a orar. Se acercó despacio hacia Becket y se detuvo frente a él; apenas había una distancia de cuatro pasos entre ambos.

—No quiero recordarle que su cargo actual dentro de la iglesia es gracias a mí. Me da igual que me traigan a la joven, me es indiferente si la matan, lo único que quiero es el anillo que porta y no me importan las artimañas y medios que utilicen para conseguirlo, excelentísimo. —Su rostro se tensó, lo que marcó aún más las arrugas en su frente—. ¡No fracase en esta misión! Si lo hace, habrá traicionado a la corona, por lo tanto me habrá traicionado a mí.

Dicho esto el rey se giró y desapareció tras la puerta de madera que aislaba la habitación en la que se encontraban. El obispo estaba pálido; su frente, al igual que las palmas de sus manos, sudaba. Extrajo un pañuelo blanco, con bordados de oro, del amplio bolsillo de su túnica para limpiarse las gotas que caían de su frente. Se puso su capa negra y salió de la sala con rapidez.

En el bosque cercano al castillo de Windsor, en la oscuridad, una figura de la que solo se distinguía su silueta observaba cómo el religioso se alejaba de las inmediaciones de este. Entre sus manos, este personaje siniestro y oculto tras sus vestimentas negras retenía una vara, la cual retorcía hasta que terminó rompiéndola. Las astillas cayeron al suelo; una especie de rugido salió de su garganta. Se deshizo del resto de madera que retenía entre sus manos, tapó su rostro bajo la capucha de su capa oscura, y se escabulló entre los árboles.

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CAPÍTULO 1

—¡No, Kimball! —dije y me levanté de la mesa circular de madera en la que estábamos sentados los cuatro guerreros, nobles sajones, que componíamos la orden de Los caballeros del León—. ¡El rey Ricardo ha sido asesinado! y Juan i se ha proclamado heredero de la corona. Está robando a la iglesia, saqueando los monasterios, eligiendo a dedo a obispos que le son fieles; exigiendo a los campesinos y a nosotros, nobles señores, el pago de numerosos impuestos. La misión de nuestra orden tiene que cambiar. —Nos encontrábamos en una de las salas del castillo de Kimball, conde de Essex.

—¡Korvan! —Alzó la voz Kimball—. Esta orden se creó por nuestros antepasados, guerreros sajones de las doce tribus más importantes que se implantaron en nuestras tierras. Hay que continuar con la tradición. Debemos ser fieles a la corona y levantar nuestra espada contra aquellos que vayan en contra del rey.

No podía dar crédito a lo que estaba escuchando; él, que siempre había visto a Juan i como un traidor, ahora me decía esto. Me movía de un lado de la sala para el otro, nervioso y enrabietado.

—Nosotros defendíamos y luchábamos por el rey Ricardo, pero él ha sido asesinado y a Juan no le debemos fidelidad; este iba en contra de nuestro monarca difunto. Tenemos que detener las injusticias que está cometiendo.

—Korvan, muchacho —dijo Derian, el más longevo de los allí presentes—, hay que respetar las costumbres y principios de la orden, así lo dejaron escrito y sellado con sangre los doce caballeros.

Lo miré, me acerqué a él y coloqué mis manos sobre la mesa.

—¡La tradición! Muchas de las cosas que seguimos de la tradición son leyendas. Siempre se ha hablado de los doce miembros, pero, que yo sepa, mi abuelo y mi padre solo mentaban cuatro caballeros. No podemos fiarnos de la tradición, tenemos que actuar según nuestros principios y el bien de nuestras tierras.

—Muchacho… ¡Necesitas una mujer con urgencia! Seguro que hace mucho tiempo que no compartes lecho con una joven —dijo Derian.

—¡Ja, ja, ja! —Rio Kimball.

—¡No necesito a ninguna mujer en mi vida! Puedo tener a la que quiera —respondí.

—Eso no lo dudamos, Korvan, pero apuesto diez monedas de oro a que hace más de medio año que no has estado con ninguna. —Derian se carcajeó.

—¡Guárdalas!, las vas a perder —le respondí.

—¿Estás seguro de que las perderé? —Derian se burló.

Me puse frente a él, apoyé mis puños sobre la mesa y acerqué mi rostro al suyo, retándolo con la mirada. No estaba dispuesto a que desviase la conversación, y menos que se riese a mi costa tocando ese tema que tanto me molestaba y él lo sabía.

—¡Seguro! —le dije mientras mi expresión se tornaba severa y mis pupilas seguían fijas en las suyas.

Aldan se levantó, se puso a mi lado, y cambió de tema.

—¡Yo apoyo a Korvan! Creo que debemos proteger a nuestra gente y las tierras de nuestros antepasados.

Kimball imitó a Aldan y se acercó a grandes zancadas hacia donde estábamos los dos. Puso una de sus manos sobre mi hombro y la otra sobre el de Aldan.

—¡Muy bien! Lo pensaremos y hablaremos en otro momento.

En ese instante la puerta se abrió con brusquedad; apareció la hija de Kimball, Emma. Tendría unos nueve años, junto con su hermano Erik, de cuatro, y el más pequeño, Engel, de dos.

—¡Papá! —dijo Emma—, Eamon te quiere enseñar algo, ¡es muy importante! —Eamon, desde que yo lo conocía, había sido un niño mudo. A pesar de que no era hijo biológico de Kimball, mi amigo siempre lo había considerado como tal.

Kimball los miró severo. A pesar del hombre fiero y distante que yo recordaba en las batallas, con su esposa e hijos cambiaba y se transformaba en otro hombre. Yo lo respetaba, lo consideraba como un hermano junto con Aldan, y sabía que para él ambos también significábamos lo mismo. Desde que el conde de Essex se casó con Elisabeth, yo lo había admirado por la felicidad que los dos irradiaban y el hogar tan entrañable que habían formado. Mi amigo era muy dichoso, y su esposa e hijos eran lo primero y más importante para él.

—¡Emma, estoy reunido! Ya sabes que no debes entrar en la sala cuando la puerta está cerrada —dijo.

—Ya, papá, pero… ¡es muy importante! —respondió la niña.

—¿Y qué es lo que Eamon quiere enseñarme?

—¡Ha dicho su nombre, papá! ¡Ha podido pronunciar una palabra! —dijo el más pequeño de los tres.

—¡Ja, ja, ja! —Rio mi amigo. Se giró para observarnos —. ¡Señores!, como este asunto debemos pensarlo, propongo reunirnos dentro de un mes.

Derian y Aldan salieron de la sala. Kimball me miró.

—Tranquilo, Korvan, sabes que yo tampoco veo bien lo que hace Juan i, pero nuestras decisiones afectarán a nuestras familias y a aquellos que trabajan y conviven con nosotros. Debemos meditarlo y valorar nuestros actos.

—¡Ja, ja, ja! Ya no eres el de antaño, amigo, esa mujer te ha cambiado —le dije.

—Beth es mi vida. Ya sufrí estar lejos de ella mucho tiempo y no quiero volver a alejarme de la mujer que amo.

—¡Te envidio, amigo! —le dije.

—Ya verás. Cuando tú encuentres a una mujer que te haga perder el sentido, entonces tus intereses cambiarán —dijo Kimball mientras me daba una palmada en la espalda.

—¡Eso nunca ocurrirá, Kimball! El amor no entra en mis planes, las mujeres solo dan problemas. —Estaba convencido de ello.

Enamorarme era una palabra que no la contemplaba en mi vida, tenía un corazón duro. Yo era un guerrero y quería seguir siendo eso, un caballero que luchaba por sus tierras, por el honor y por su rey, a excepción de Juan i.

—¡Ja, ja, ja! Me recuerdas a alguien que pensaba lo mismo que tú y mira, aquí estoy, con cuatro hijos y con una mujer que admiro, respeto y amo.

—Tú y yo somos muy distintos —le dije guiñándole un ojo.

Ambos nos reímos. Aldan estaba esperándome; lo notaba inquieto desde que llegamos a Essex, intuía que quería comentarme algo.

Kimball nos despidió. Cogí mi caballo y de un salto me monté a los lomos del animal. Aldan aproximó su corcel al mío. Mi mirada estaba fija en el horizonte.

—¿Qué ocurre, amigo? Sé que hay algo que te preocupa —le pregunté.

—Así es. No he querido decir nada a Kimball, pero han asesinado a una mujer. El ritual era el mismo que el de esos animales y mujeres que mataron hace años. Un cerco de sangre rodeaba a la joven campesina, y había escrito con la sangre de la joven el siguiente mensaje: «Muerte a las brujas». Uno de mis hombres me informó de la inquietud que se ha producido entre las muchachas y hombres de la zona. Ha sido en el bosque de Windsor; todo el mundo vuelve a hablar del fantasma que hay en ese sitio. Ya sabes lo que trae aquello: supersticiones y acusaciones falsas por miedos e incertidumbres. —Me miró con preocupación—. Esto no me gusta. Los campesinos empiezan a decir que han visto por el bosque a Hernes, el cazador, el fantasma con cabeza de ciervo que anuncia desgracias… Algunas campesinas aseguran haberse topado con él, con sus dos cuernos, con su inmensa estatura y con sus ojos de color rojo.

Detuve mi caballo, lo miré; no podía dar crédito a lo que estaba escuchando.

—¡Pero eso es mentira! ¡Solo son leyendas! No entiendo cómo esos campesinos pueden ser tan ignorantes y creerse esas estupideces. Hay un asesino suelto que se está aprovechando de ello. ¡Este es el gran problema de nuestra tierra!: su gente, su incultura. Creen en leyendas y tonterías, ninguno sabe leer ni escribir y se dejan llevar por mitologías absurdas e inventadas.

—Sí, pero ante eso no podemos hacer nada. El propio rey es el que quiere fomentar su simpleza. Estamos ante un nuevo asesino, Korvan.

—Sí, eso me preocupa. Esperaremos, estaremos vigilantes y, ante otro suceso de este tipo, informaremos a Kimball.

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CAPÍTULO 2

—¡No puede ser! —susurré. Eran ya las doce y el avión salía a las dos. Tenía que marcharme ya, menos mal que la maleta de mano la llevaba conmigo.

El joven que tenía sentado frente a mí levantó su rostro mientras sus estrechas gafas se escurrían hasta la punta de la nariz. Su mirada severa y su rictus tenso fueron un aviso; la próxima vez que hablase en voz alta, se lo diría al encargado de la sala de la biblioteca de la universidad de Historia, en Oxford. Levanté la mano a modo de disculpa, pero el estudiante se limitó a bajar su rostro y continuar con su lectura. No era la primera vez que hablaba en voz alta, de hecho esta ya era la tercera ocasión en que el muchacho me miraba molesto. Era algo muy típico en mí, no podía dejar de hablar aunque estuviese sola. Sonreí al pensar en ello.

Me levanté, el joven estudiante suspiró aliviado de que me marchase. Me dirigía a la estantería donde cogí el libro. En ese momento la vi; había una joven pelirroja en ese mismo lugar, esta captó mi atención. Me observaba, se la veía diferente al resto de los estudiantes; su tez era muy pálida y sus ropas eran estrafalarias y estaban fuera de contexto, ya que parecía que fuese a una fiesta de disfraces más que a estudiar a la biblioteca. Fui a dejar el libro, ella me observaba con interés. La joven se dio la vuelta conforme me acercaba al lugar; andaba despacio y miraba de vez en cuando hacia atrás. En ese momento escuché un ruido fuerte que me hizo girar hacia la sala de estudio; a un estudiante se le había caído un libro. Al volver a atisbar la estantería, la joven ya no estaba, había desaparecido sin dejar rastro. Observé para todos los lados y no la vi. Me centré en la estantería donde tenía que colocar el libro. Al intentar ubicarlo en su sitio, un papel cayó al suelo; era una especie de manuscrito antiguo, enrollado. «¿Qué hace eso allí?», pensé. Lo cogí y leí en voz baja su contenido.

Después de todos los acontecimientos sucedidos y del engaño por el que el rey Juan ha querido hacer creer a los campesinos que sus pertenencias han sido robadas por una trampa bien planeada de los sajones, me veo en la obligación de desvelar lo ocurrido. A quien, en algún lugar y en un determinado momento, encuentre mi escrito le digo que nuestro rey ha hecho correr el bulo de que caballeros sajones, fieles al asesinado rey Ricardo, se han apropiado de su tesoro con la intención de levantar una guerra entre sajones y normandos, una lucha encarnizada de poder que ocasionará muchas muertes y teñirá nuestra tierra de sangre.

El rey está dispuesto a todo, ya que su joya más deseada ha desaparecido, un anillo de gran valor que robó a su anciana madre, el añillo de José de Arimatea, el que dotará de un gran poder a quien lo posea. Ese anillo lo tengo yo, ya que no corresponde que nadie se apropie de él. Su poder es absoluto y, según la tradición, colmará de bienes y de prosperidad a quien lo tenga. La joya solo puede estar junto al santo Grial hasta que este se encuentre. El añillo tiene que estar escondido, bajo mi poder, y pasará de generación tras generación a las mujeres de mi estirpe, las elegidas para tal misión.

Lo que ellos buscan no lo podrán encontrar en el anillo ni en el santo Grial, solo en el manuscrito…

Estaba incompleta la frase; solo había una hoja más, recortada, donde había dibujada la mitad de un círculo con una frase escrita en una lengua desconocida para mí; no era inglés, ni latín, ni ningún idioma actual. Me quedé con la intriga, quería saber qué significaba todo eso. Doblé el escrito, lo introduje en mi mochila; era pequeño, un papel que pasaba desapercibido. Salí corriendo de la universidad; tenía que coger el avión y ya iba tarde al aeropuerto.

Deseaba llegar a Alicante, mi tierra natal, para encontrarme con mi gran amiga Laura, que junto con mi abuela eran la única familia que tenía; mis padres habían muerto en un accidente de tráfico. Deseaba vivir la noche de san Juan, noche mágica que me traía muy buenos recuerdos. Además, mis amigas me habían comentado que Fernando estaría allí, un antiguo amor del pasado cuya ruptura me dejó muy tocada. El paso del tiempo lo cura todo y yo sabía que mi corazón sería para otro hombre que estaba por venir; al menos eso es lo que quería pensar. Me consideraba una mujer independiente, ambiciosa. Por el momento el amor no entraba en mis planes, amaba mi libertad y no quería compromisos de ese tipo.

—¡Ana! Creía que ibas a llegar antes —dijo Laura, mi amiga de la infancia, que me esperaba con paciencia en el aeropuerto. Nos dimos un fuerte abrazo.

—Hubo retrasos y otros problemillas con el vuelo. ¡Qué alegría me da verte, amiga!

—Y a mí. ¡Estás muy guapa! —Me observaba con una sonrisa en el rostro—. Bueno, te cuento la agenda.

Laura siempre era así: una mujer a la que le gustaba organizar cada segundo de su vida y el de los demás; inquieta, no podía estar ni un minuto tranquila en ningún sitio. A mí me hacían gracia sus ocurrencias y su capacidad de organizar las cosas en un breve tiempo.

—Te escucho —le dije resignada con una sonrisa en el rostro.

Hablaba sin parar mientras conducía por la carretera de la costa.

—Esta noche iremos a la playa. Aunque todavía quedan unos días para la noche de las hogueras, ya sabes que hay mucho ambiente y nos lo pasamos estupendamente allí. Además… —Me miró—. Ha venido Fernando, aunque lamento decirte que se ha traído una novia que ha conocido en Madrid.

La miré; la verdad era que me apetecía verlo, pero ya no había nada del fuego que en su día me había hecho tanto daño.

—Bueno, me alegro por él. —Laura giró su rostro para observarme—. Por favor, ¿quieres dejar de mirarme mientras conduces?

—¿Lo dices de verdad? —me preguntó.

—¿El qué?

—¡Lo de Fernando! ¡Qué va a ser si no!

—¡Pues claro que lo digo de verdad! Ya no siento nada por él…, solo curiosidad por ver cómo es esa novia que se ha echado.

Tras mi respuesta ambas nos reímos. Laura continuó contándome la lista de cosas que teníamos que hacer.

—No puedes entretenerte mucho en casa de tu abuela. Vamos, dejas la maleta, le das unos cuantos abrazos y besos, y nos vamos.

—¡Pero Laura! No la veo desde Navidad y tengo muchísimas ganas de abrazarla. Tendrás que esperar un buen rato porque quiero estar con ella; la quiero mucho y la he echado de menos.

La casa de mi abuela seguía igual: el jardín con su pequeño huerto, las paredes pintadas de blanco y la diminuta bruja de color verde que, con cara sonriente, daba la bienvenida a todo el que se acercase a la puerta de la entrada. Di dos toquecitos a esta y accedí al interior. Dejé mi maleta en la entrada y busqué a mi abuela en el salón, donde supuse estaría reposando; no me equivoqué. Me acerqué al sillón marrón de cuero, donde ella descansaba, me agaché y le susurré al oído:

—¡Cuántas ganas tenía de verte! —Le di un beso en la mejilla.

Ella, que tenía los ojos cerrados, al escuchar mi voz los abrió de golpe, se giró para mirarme y una amplia sonrisa se dibujó en su rostro. Laura observaba impaciente el encuentro.

—¡Mi preciosa niña! ¡Por fin has llegado! —Se levantó con rapidez. A pesar de su edad, se mantenía ágil y ligera. Me dio un gran abrazo y después se retiró para observarme con detenimiento—. Estás más delgada, esos ingleses no te dan bien de comer.

—¡Ja, ja, ja! Abuela…, siempre que me ves dices lo mismo.

—Porque siempre que te dignas a hacerme una visita, estás pálida y esmirriada. —Me sonrió —. Anda, siéntate aquí, a mi lado, y cuéntame. —Se giró para mirar a Laura—. Y tú también, muchacha. —Mi amiga se sentó en una silla frente a nosotras, nerviosa, y movía las piernas—. ¿Qué tal en Oxford?

—Todo igual, abuela.

—Bueno, ahora ya estás de vacaciones, y te podrás quedar conmigo más tiempo.

—Sí, tenemos muchas cosas de que hablar. Además, estoy deseando tener nuestras veladas nocturnas. ¡Cuánto te he echado de menos! —dije mientras la abrazaba.

—¡Ummm! Siento interrumpir, pero nos tenemos que ir, Ana.

—No le hagas caso, abuela, ya sabes que es una impaciente.

Mi abuela sonrió, conocía muy bien a mi amiga.

—Es verdad, cariño, no te entretengas más, tus amigos te esperan. Mañana hablamos; además, ya es la hora de irme a la cama. —Se levantó y me dio un beso en la mejilla.

Observé cómo mi abuela se marchaba a su habitación. Subí por las escaleras a la mía para dejar mis maletas, mientras Laura se quedaba en el salón, inquieta y con ganas de que nos fuésemos ya. Al acceder a ella noté algo diferente; sentí frío a pesar de la época en la que estábamos y del sofocante calor y humedad que había ese día en san Juan. Dejé el equipaje y observé que allí, sobre la cama, había dos piedras que enseguida reconocí como runas. Sabía que mi abuela siempre había estado relacionada con el mundo del esoterismo, pero se había apartado de las runas y de las cartas del tarot porque decía que eran una puerta abierta a que el mal entrase en una vida. Le preguntaría al día siguiente, las guardé en mi mesilla de noche.

—¡Ana! —Era Laura.

—¡Ya bajo, impaciente! —grité.

Antes de marcharme y de cerrar la puerta, volví a observar mi habitación; era extraño, pero tenía la sensación de que no estaba sola. Bajé las escaleras con rapidez, intuía que Laura estaba a punto de subir a por mí.

¡Cuánto tiempo había pasado! Qué bien lo pasábamos en los encuentros nocturnos en la playa, justo en las noches previas a las hogueras. Recordaba la ilusión y las ganas de diversión con las que íbamos, así como las charlas que manteníamos con amigos que solo veíamos en aquellas fechas. Desde la lejanía ya se escuchaba la música de la guitarra española; era Manuel. ¡Qué recuerdos! Enseguida vi a Fernando y a su novia madrileña, una joven bastante guapa; ambos estaban muy acaramelados. Me dio cierta envidia el verlos, no porque sintiese algo por él sino por observar el cariño que había en sus caricias y sus miradas. Él se percató de mi presencia, se levantó y su novia lo siguió; venían hacia mí.

—¡Hola, Ana! —dijo Fernando.

—Hola, ¿qué tal te va? ¡Cuánto tiempo!

—Sí, mucho. —En ese momento su chica lo cogió de la mano; él la miró y después a mí—. Te presento a Marta, mi novia.

—Encantada, Marta. Me alegro de verte, Fernando.

—Yo también a ti. Me dijeron que estabas en Oxford.

—Sí, estoy haciendo mi doctorado allí —le dije.

—¿Y cómo se portan los ingleses contigo?

—De momento bien, aunque echo de menos a mi gente. —Sonreí.

—Espero que nos veamos estos días por aquí, podríamos quedar una tarde a tomar café y ponernos al día —me dijo.

—Bueno, eso va a ser complicado…

En ese momento Laura, que estaba junto a nosotros, me echó un cable para evitar esa situación tensa para mí.

—Bueno, chicos, me llevo a Ana con los demás. ¡Esta noche nos vamos a divertir!

Me cogió de la mano y tiró de mí.

—Gracias, amiga —le dije.

—¡Uff! Es que no soportaba verlo con esa sonrisa.

—¡Ja, ja, ja! —Reí con ella.

Después de muchos saludos, abrazos, risas y anécdotas del pasado con los amigos, Manuel volvió a tocar la guitarra española; esa música me traía muchos recuerdos. Me levanté, fui directo a la orilla de la playa, me senté, hundí mis manos en la arena. Me quité las zapatillas, me gustaba sentir el contacto de esta con mi piel. Abracé mis rodillas y me quedé mirando un cielo iluminado por las estrellas y la luna; la suave brisa nocturna mecía mis cabellos y acariciaba mi rostro. Entonces lo vi; un hombre en la lejanía, vestido completamente de negro y ocultando su rostro tras una capucha, venía corriendo hacia donde yo estaba. Me asusté. En la oscuridad de la noche, vi el reflejo de la punta de su espada asomar por los bajos de su capa. Miré para todos los lados, por si había alguien más, pero allí solo estaba yo; los demás se encontraban mucho más alejados. Me levanté, ese hombre me daba miedo. Cogí mis zapatillas y me giré con la intención de huir de allí; en ese instante vi a Laura, que se acercaba a mí, sonriendo.

—¡Ana! ¿Qué haces aquí sola?

—¡Corre! —le dije asustada.

—¿Por qué? —respondió mi amiga.

—¡Ese hombre! —Me giré para mostrárselo, pero él ya no estaba allí, se había esfumado.

—Ana, ahí no hay nadie. ¡Uff! No me digas que ahora te afecta tomarte una cerveza. ¡Ja, ja, ja!

Me reí con ella, pero la verdad era que estaba asustada. Había visto a ese ser correr hacia mí con no muy buenas intenciones, o al menos eso es lo que parecía.

Laura se sentó y yo la imité.

—¿Qué te pasa, amiga? —me preguntó.

La miré, bajé mi rostro y observé la fina arena.

—Tengo nostalgia. Recuerdo la última vez que estuve aquí: mis padres estaban vivos y yo era muy feliz. Ahora… siento como si mi mundo no fuera este y mi alma luchase para viajar a otro lugar al que pertenezco. —Laura me miraba con interés.

—Amiga, necesitas descansar. Creo que estar tan alejada de tu país y de tus amigos te está afectando. ¡Ja, ja, ja!

Le sonreí, pero lo que le había dicho era cierto. Sentía como si una fuerza, desconocida hasta entonces para mí, me quisiera arrastrar hacia otro lugar, que no era en el que me encontraba. Desde hacía noches soñaba con un bosque, donde escuchaba el trotar de caballos que me perseguían; yo corría sin mirar hacia atrás, ya que en el sueño era consciente de que, si me detenía, mi vida podría peligrar. Lo curioso de aquel sueño, que siempre era el mismo, era que me despertaba cuando una mano fuerte masculina me agarraba con fuerza del brazo y me hacía desaparecer del camino de aquellos caballos. Ahí todo acababa, me despertada agitada, sudando y con la sensación de haber vivido esa escena.

Era bastante tarde cuando regresé a casa de mi abuela. Subí las escaleras con cautela, no quería despertarla. Abrí la puerta de mi habitación y no me hizo falta encender la luz para darme cuenta de que las dos runas que había guardado en la mesilla de noche estaban otra vez sobre la cama, colocadas de la misma manera que como las había encontrado la primera vez. El cajón de la mesilla estaba cerrado. La sensación de frío la volví a sentir. Observé, asustada, por cada rincón de la habitación; presentía que no estaba sola. Encendí la luz e intenté tranquilizarme. Estaba segura de haber guardado las runas, pero llegué a pensar que quizás no lo había llegado a hacer. Las volví a esconder en el interior del cajón de la mesilla. Estaba muy cansada. Me quedé dormida…

Tenía miedo, ese bosque tenía un aspecto muy tétrico. Empecé a caminar con temor, observando para todos los lados. Hacía frío, había niebla y la noche era húmeda. Entonces los escuché, otra vez esos caballos. En el silencio de la oscuridad, se oía el relinchar de estos. Empecé a correr, no podía detenerme. Subí la falda de mi vestido, pesaba, corrí y corrí… Cada vez escuchaba más cerca el sonido que emitían los animales. Miré hacia atrás y vi las figuras oscuras que montaban los corceles negros. En la sombra, parecían figuras del mal, que venían a arrebatarme la vida. Tropecé, me caí, sentí que ya estaba perdida y era mi final. En ese momento noté cómo me agarraban de la cintura, tapaban mi boca y me apartaban del camino. Yo intentaba desprenderme de aquellos brazos que me retenían con fuerza, evitando cualquier movimiento por mi parte. Pasaron los jinetes delante de nosotros; uno de ellos se detuvo justo en frente de donde estábamos escondidos. Dejé de hacer fuerza para moverme. La figura de ese personaje, enfundado en un traje negro y cuyo rostro estaba cubierto con un casco del mismo color, me hizo estremecer. Él obligaba a su caballo a girar al presentir nuestra presencia cerca de él. Fueron los segundos más largos de mi vida hasta que se marchó. En ese instante pude desprenderme de las manos recias que me retenían; me levanté con brusquedad y vi frente a mí a un caballero de la Edad Media, enfundado en su cota de malla, que me observaba con intensidad. Sentí que lo conocía, no podía dejar de mirar sus bonitos ojos grises…

Me desperté agitada, todavía veía esos ojos grises frente a mí, no los podía apartar de mi mente.

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CAPÍTULO 3

¿Quién sería esa joven?, llevaba días soñando con ella y siempre era el mismo sueño. Sus grandes ojos negros me habían embrujado hasta el punto que los buscaba durante el día, en las mujeres que me encontraba por mi camino, y anhelaba hallarlos en mis sueños por las noches. Algo había en ella que no podía apartarla de mis pensamientos. Sentía la necesidad de protegerla, de besarla, de hacerla mía…, pero solo la encontraba durante la noche, mientras dormía. Algo malo la acechaba y esos jinetes solo querían asesinarla; alguna explicación tenía que tener todo aquello. ¡Uff!, me incorporé de la cama, tapé mi rostro con ambas manos. ¿Qué significarían esos sueños?, me estaba obsesionando con esa mujer. Me levanté, necesitaba respirar. Me fui directo a la torre, allí estaba Dylan, quien se giró al escucharme.

—¿Tampoco puedes dormir? —me preguntó.

—No —le respondí mientras me sentaba a su lado—, hay muchas cosas que me perturban el sueño. —Me tapé el rostro con ambas manos y suspiré—. No puedo evitar pensar en ese majadero de Juan. Estoy convencido de que él estuvo detrás de la muerte del rey Ricardo.

—Yo también lo creo. Se ha rodeado de obispos, de caballeros y de los soldados más corruptos de nuestras tierras para poder llevar a cabo su plan —respondió Dylan.

—Eso mismo pienso yo. Y el problema es que quiere provocar una guerra entre sajones y normandos, a los cuales les ha hecho creer que nosotros hemos robado el tesoro de la corona para reorganizar el ejército y levantarnos contra ellos. Todo por culpa de ese maldito, que utiliza sus sucias artimañas para que se proclame una batalla sangrienta en nuestras tierras, y así desviar la atención de los robos y abusos que él, como soberano de Inglaterra, está realizando a escondidas.

—No se lo permitiremos, amigo.

—Por supuesto que no. Pero nuestros hombres no están preparados para volver al campo de batalla —le respondí.

—Hablan del anillo perdido —dijo Dylan —. El rey robó a su madre ese anillo, el cual dicen dotará de gran poder y riqueza al que lo posea.

—¡Eso son leyendas! Si el rey perdió esa joya que robó a su madre fue porque tiene un gran valor.

Volví a suspirar. Seguía pensando en la mujer de mis sueños, no podía apartarla de la cabeza. ¿Qué era lo que me estaba ocurriendo?, jamás ha

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