Vosotros mentís. Vosotros tenéis por padre al diablo y queréis ejecutar los deseos de vuestro padre. Él ha sido homicida desde el principio. No se mantiene en la verdad porque no hay verdad en él. Cuando profiere una mentira, habla de su propio fondo. Porque él es mentiroso y padre de la mentira.
Evangelio de san Juan (8, 44)
El séptimo día, Dios entregó los hombres a los animales de la Tierra para que los animales los devoraran. Luego, tras haber encerrado a Satán en las profundidades, dio la espalda a su creación y Satán se quedó solo para atormentar a los hombres.
Evangelio de Satán, sexto oráculo del
Libro de los Maleficios
Todas las grandes verdades empiezan por ser blasfemias.
GEORGE BERNARD SHAW,
Annajanska
Dios vencido se convertirá en Satán. Satán vencedor se convertirá en Dios.
ANATOLE FRANCE,
La rebelión de los ángeles
PRIMERA PARTE
1
11 de febrero de 1348.
Convento-fortaleza de Bolzano, en el norte de Italia
La falta de aire en el cubículo donde la gran vela de cera está acabando de consumirse debilita la llama. No tardará en apagarse, y despide un nauseabundo olor de sebo y cuerda caliente.
Agotada tras haber grabado un mensaje en la pared con ayuda de un clavo, la anciana religiosa emparedada lo relee una última vez, rozando con la yema de los dedos las marcas allí donde sus ojos cansados ya no consiguen distinguirlas. Luego, cuando está segura de que esas líneas han quedado profundamente grabadas, comprueba con mano trémula la solidez de la pared que la mantiene prisionera. Un muro de ladrillos cuyo grosor la aísla del mundo y la asfixia lentamente.
Lo exiguo de la tumba le impide ponerse en cuclillas o permanecer erguida, y ya hace horas que la anciana retuerce la espalda en ese cubículo. El suplicio del emparedamiento. Recuerda haber leído numerosos manuscritos que referían los sufrimientos de esos condenados a los que los tribunales de la Santa Inquisición encerraban tras un muro de piedra después de haberles arrancado las confesiones deseadas. Practicantes de abortos, brujas y almas muertas a las que las pinzas y los tizones hacían confesar los mil nombres del Diablo.
Recuerda sobre todo un pergamino que relataba la toma en el siglo anterior del monasterio de Servio por las tropas del papa Inocencio IV. Aquel día, novecientos caballeros rodearon esas murallas tras las que se decía que, poseídos por las fuerzas del Mal, los monjes hacían decir misas negras en el transcurso de las cuales destripaban a mujeres preñadas para devorar a sus criaturas. Detrás de ese ejército, cuya vanguardia destrozaba el rastrillo con el ariete, carros y carruajes transportaban a los tres jueces de la Inquisición y a sus notarios, los verdugos y sus instrumentos de muerte. Una vez derribada la puerta, encontraron a los monjes arrodillados en la capilla. Tras examinar esa asamblea silenciosa y pestilente, los soldados del Papa degollaron a los más débiles, a los sordos, a los mudos, a los deformes y a los idiotas; luego llevaron a los demás a los sótanos de la fortaleza, donde los torturaron noche y día durante una semana. Una semana de alaridos y de lágrimas, acompañados por la ronda incesante de los cubos de agua putrefacta que sirvientes aterrados arrojaban sobre las baldosas para diluir los charcos de sangre. Finalmente, cuando la luna se ocultó tras esas inconfensables atrocidades, los que habían resistido a los desmembramientos y a las estacas, los que habían gritado mientras los verdugos les perforaban el ombligo y les desenrollaban las tripas, los que no habían expirado mientras el hierro de los inquisidores hacía chisporrotear su carne, fueron emparedados, agonizantes, en las profundidades del monasterio. Cuatrocientos esqueletos que arañaron el granito hasta desangrarse.
Ahora le tocaba a ella. Con la diferencia de que la vieja religiosa no había sufrido los tormentos de la tortura. Para escapar del asesino demoníaco que se había introducido en su convento, ella misma, la madre Yseult de Trento, superiora de las agustinas de Bolzano, se había emparedado con sus propias manos. Mortero y ladrillos para tapar la brecha de la pared en la que había encontrado refugio, unas velas, sus escasos efectos personales y, enrollado en un trozo de hule, el terrible secreto que se llevaba con ella. No para que se perdiera, sino para que no cayera en manos de la Bestia que la perseguía en aquellos lugares santos: un criminal sin rostro que, noche tras noche, había ido matando a las trece religiosas de su congregación…, un monje… o algo innombrable que se había metido bajo el santo sayal. Trece noches. Trece asesinatos rituales. Trece religiosas crucificadas. Desde aquel crepúsculo, cuando tomó posesión del convento de Bolzano, la Bestia se alimentaba de la carne y del alma de las siervas del Señor.
La madre Yseult está a punto de adormecerse cuando oye el ruido de unos pasos en la escalera que conduce a los sótanos. Contiene la respiración y aguza el oído. Una voz lejana retumba en las tinieblas, una vocecita infantil, llorosa, que la llama desde lo alto de la escalera. Los dientes de la anciana religiosa empiezan a castañetear en la humedad del cubículo. Esa voz es la de sor Braganza, su novicia más joven. Suplica a la madre Yseult que le diga dónde está escondida y le implora que la deje reunirse con ella para escapar del asesino que se acerca. La voz, entrecortada por los sollozos, repite que no quiere morir. Sor Braganza, a quien la madre Yseult ha enterrado esa misma mañana en la tierra blanda del cementerio; un miserable saco de lona con lo que quedaba de su cadáver destrozado por la Bestia.
Entonces, mientras gruesas lágrimas de terror y de pena se deslizan por sus mejillas, la anciana religiosa se tapa los oídos para no seguir oyendo el llanto de Braganza. Luego cierra los ojos y suplica a Dios que la lleve con Él.
2
Todo había empezado unas semanas atrás, cuando corrió el rumor de que en Venecia crecían las aguas y de que miles de ratas se extendían por los canales de la ciudad lacustre. Se decía que los roe - dores, enloquecidos por un mal misterioso, atacaban a hombres y a perros. Un ejército de uñas y de dientes que, desde la Giudecca hasta la isla de San Michele, desbordaba las lagunas y se adentraba en las callejas.
Los primeros casos de peste detectados en los barrios pobres habían llevado al viejo dux de Venecia a ordenar que cerraran los puentes y desfondaran las embarcaciones que los comunicaban con el continente. Luego apostó su guardia a las puertas de la ciudad y envió jinetes para alertar a los señores de los alrededores del peligro que se estaba incubando en las lagunas. Desgraciadamente, trece días después de la crecida de las aguas, las primeras llamas se elevaron en el cielo de Venecia y se vieron góndolas cargadas de cadáveres que surcaban los canales para recoger a los niños muertos que jóvenes madres deshechas en lágrimas habían arrojado por las ventanas.
Al final de esa siniestra semana, los poderosos de Venecia lanzaron a su gente contra los guardias del dux, que continuaban vigilando los puentes. Esa misma noche, un viento maligno que soplaba desde el mar ocultó al olfato de los perros a los fugitivos que escapaban a campo traviesa. Los señores de Mestre y de Padua mandaron entonces a cientos de arqueros y alabarderos para contener el flujo de moribundos que se extendía por el continente. Pero ni la lluvia de flechas ni el chasquido de las picas al penetrar en los cuerpos impidieron que la plaga se propagara por toda la región como el fuego por la maleza.
Entonces empezaron a incendiar los pueblos y a arrojar a los agonizantes a las hogueras. Pusieron en cuarentena ciudades enteras para intentar frenar la epidemia. Echaron puñados de sal gorda sobre los campos y llenaron los pozos de cascotes. También rociaron los graneros con agua bendita y clavaron miles de lechuzas vivas en las puertas de las casas. Incluso quemaron a algunas brujas, a individuos con labio leporino y a niños deformes. Y a algunos jorobados. Pese a todo, la peste negra empezó a transmitirse a los animales y muy pronto se vieron jaurías de perros y bandadas de cuervos que atacaban a las columnas de fugitivos que ocupaban los caminos.
Transmitido seguramente por las palomas venecianas que habían abandonado la ciudad fantasma, el mal se propagó a continuación entre los demás pájaros de la Península. Los cadáveres petrificados de palomas torcaces, tordos, zumayas y gorriones rebotaban sobre el suelo y los tejados de las casas. Después, miles de zorros, de hurones, de ratones de campo y de musarañas escaparon de los bosques y se sumaron a los regimientos de ratas que atacaban las ciudades. En el espacio de un mes, un silencio de muerte se abatió sobre el norte de Italia; solo quedaba ya el mal, que se extendía más deprisa aún que el rumor que lo precedía y que poco a poco se iba apagando. Muy pronto no hubo un solo murmullo, un solo eco, una sola paloma mensajera ni jinete alguno para advertir que se acercaba la plaga. Así, en ese invierno funesto que se anunciaba ya como el más frío del siglo, no se encendió ninguna hoguera para rechazar al ejército de ratas que subía hacia el norte, ningún batallón de campesinos se congregó en las inmediaciones de las ciudades para empuñar la hoz y la antorcha, y ninguna mano útil fue movilizada a tiempo para trasladar los sacos de grano a los graneros fortificados de los castillos.
Avanzando a la velocidad del viento y sin encontrar resistencia, la peste cruzó los Alpes y se unió a los demás focos que asolaban la región de Provenza. Se contaba que en Toulouse y en Carcasona muchedumbres furiosas linchaban a los flemosos y a los acatarrados. En Arles enterraban a los enfermos en enormes fosas, en los hospicios de Marsella los quemaban vivos con aceite y pez, y en Grasse y en Gardanne incendiaban los campos de lavanda para limpiar el cielo de sus humores malignos.
En Orange, y más tarde a las puertas de Lyon, los ejércitos del rey dispararon los cañones contra la marea de ratas que se acercaba; era tan furiosa y hambrienta que se la oía morder las piedras y arañar los troncos de los árboles.
Aniquilada la caballería en Mâcon, el mal subió a continuación hacia París y Alemania, donde diezmó ciudades enteras. Muy pronto hubo tantos cadáveres y lágrimas a una y otra orilla del Rin que parecía que la plaga había llegado al cielo y que el propio Dios iba a morir a causa de la peste.
3
Mientras se ahoga en su cubículo, la madre Yseult recuerda a aquel jinete de mal agüero que surgió de la bruma once días después de que los regimientos romanos hubieran incendiado Venecia. El hombre tocó el cuerno al acercarse al convento y la madre Yseult subió a la muralla para escuchar lo que tenía que decir.
El jinete ocultaba el rostro bajo un capuchón mugriento. Una tos gargajosa cargaba sus bronquios y le hacía lanzar perdigones de sangre contra la tela gris. Tuvo que gritar con las manos a los lados de la boca para cubrir el estruendo del viento:
—¡Ah de las murallas! El obispo me ha encargado que alerte a los monasterios y a los conventos de la negra desgracia que se acerca. La peste ha llegado a Bérgamo y a Milán. El mal se extiende también hacia el sur, y en Rávena, Pisa y Florencia se han encendido las hogueras de alarma.
—¿Tenéis noticias de Parma?
—Desgraciadamente, no, madre. Pero he visto mares de antorchas en camino para incendiar la cercana Cremona y procesiones que se aproximaban a los muros de Bolonia. Después he rodeado Padua, donde el fuego purificador ya iluminaba la noche, así como Verona, donde unos supervivientes me han dicho que los desdichados que no han podido escapar se ven reducidos a disputar a los perros los cadáveres amontonados en las calles. Hace días que solo paso junto a osarios y fosas llenas que los sepultureros ni siquiera tienen fuerzas para tapar.
—¿Y Aviñón? ¿En qué situación se encuentra Aviñón y el palacio de Su Santidad?
—Aviñón ya no responde. Al igual que Arles y Nîmes. Lo único que sé es que en todas partes incendian los pueblos, sacrifican los rebaños y se dicen misas para dispersar las nubes de moscas que infestan el cielo. En todas partes se queman especias y plantas para detener los miasmas que se desplazan con el viento. La gente muere y miles de cadáveres fulminados por el mal y las armas de los soldados se amontonan en los caminos.
Se produjo un silencio, tras el cual las religiosas suplicaron a la madre Yseult que dejara entrar al desdichado. Después de haberlas hecho callar con un gesto, la madre superiora se asomó de nuevo por encima de la muralla.
—¿Qué obispo habéis dicho que os envía?
—Su excelencia monseñor Benvenuto Torricelli, obispo de Módena, de Ferrara y de Padua.
Un estremecimiento recorrió a Yseult; su voz vibró en el aire glacial:
—Lamentándolo mucho, señor, debo informaros de que monseñor Torricelli murió el verano pasado a consecuencia de un accidente con su carruaje. Debo pediros, pues, que prosigáis vuestro camino. Antes de hacerlo, ¿necesitáis que os eche víveres y ungüentos para friccionaros el pecho?
Unos gritos de estupor se elevaron de las murallas cuando, tras quitarse el capuchón, el jinete mostró su rostro abotargado por la peste.
—¡Dios ha muerto en Bérgamo, madre! ¿Ungüentos para estas llagas? ¿Oraciones? ¡Mejor abre tus puertas, vieja marrana, para que expanda mi pus en el vientre de tus novicias!
Se produjo otro silencio, apenas turbado por el silbido del viento. Luego, el jinete volvió grupas y, espoleando a su caballo hasta hacerlo sangrar, desapareció, como engullido por el bosque.
Desde entonces, la madre Yseult y sus religiosas no volvieron a ver un alma desde las murallas. Hasta el día mil veces maldito en que un carro de provisiones se presentó ante la puerta del convento.
4
Gaspar era quien conducía el carro, tirado por cuatro miserables mulos cuyo pelaje empapado de sudor humeaba en el aire glacial. El valiente campesino se había enfrentado cien veces a la muerte para llevar a las religiosas los últimos víveres del otoño: manzanas y uva de la Toscana, higos del Piamonte, vasijas de aceite de oliva y un montón de sacos de densa harina de los molinos de Umbría, con la que las religiosas de Bolzano harían ese pan negro y granuloso que llenaba el estómago. Orgulloso como un pavo real, Gaspar exhibió también dos botellas de un aguardiente de ciruela destilado por él mismo, un licor del diablo que enrojecía las mejillas y hacía blasfemar. La madre Yseult lo reprendió simplemente para guardar las formas, demasiado feliz ante la idea de usarlo para darse unas friegas en las articulaciones. Al inclinarse para coger un saco de habas vio una delgada figura acurrucada en el fondo del carro: era una vieja religiosa de una orden desconocida a la que Gaspar había encontrado agonizando a unas leguas del convento.
Sus pies y sus manos estaban envueltos en trapos, y su rostro iba cubierto con una redecilla. Llevaba un hábito blanco rasgado por las zarzas y manchado del barro de los caminos, así como una capa de terciopelo rojo con un escudo bordado.
Inclinada sobre ella en la parte trasera del carro, la madre Yseult limpió el polvo que cubría la insignia. El pavor paralizó sus dedos: ¡cuatro brazos bordados en oro y azafrán sobre fondo azul! ¡La cruz de las recoletas del Cervino! Unas religiosas que vivían retiradas y en silencio en medio de los montes que dominaban la población de Zermatt, en una fortaleza tan aislada que había que utilizar cestos y cuerdas para aprovisionarlas. Las guardianas del mundo.
Nadie había visto jamás sus rostros ni oído el sonido de sus voces, de modo que se decía de ellas que eran más feas y malas que el Diablo, que bebían sangre humana y que se alimentaban de repugnantes bazofias que les proporcionaban el don de los oráculos y el de la doble visión. Según otros rumores, eran brujas, practicaban abortos y las habían condenado a cadena perpetua entre aquellos muros por haber cometido el más horrible crimen: la antropofagia. También se decía que estaban muertas desde hacía siglos y que, transformadas en vampiros cuando había luna llena, planeaban por encima de los Alpes para devorar a los viajeros extraviados. Leyendas que los montañeses reservaban para contar durante las veladas haciendo el signo de los cuernos para ahuyentar el mal de ojo. Desde el valle de Aosta hasta los Dolomitas, la simple evocación de su nombre bastaba para que se cerraran las puertas a cal y canto y se oyeran los ladridos de los perros.
Nadie sabía cómo renovaba esa orden misteriosa a sus siervas. Todo lo que los habitantes de Zermatt habían llegado a observar era que, cuando una de ellas moría, las recluidas soltaban una bandada de palomas mensajeras que tomaban la dirección de Roma tras haber dado algunas vueltas en círculo sobre las altas torres del convento. Unas semanas más tarde, una carreta-celda escoltada por doce caballeros del Vaticano aparecía a lo lejos en el camino de montaña que llevaba a Zermatt. La carreta estaba provista de esquilas, para alertar de su llegada; cada vez que oían ese sonido agudo, los habitantes de los alrededores cerraban las contraventanas y apagaban las velas. Luego, apretados los unos contra los otros en la fría penumbra, esperaban a que el pesado vehículo se hubiera adentrado en los caminos de mulas que conducían al pie del Cervino.
Una vez allí, los caballeros del Vaticano tocaban la trompa. En respuesta a esa señal, una cuerda bajaba acompañada de un chirriar de poleas. En el extremo, había un talabarte de cuero que los caballeros ceñían en torno al cuerpo de la nueva recoleta antes de tirar cuatro veces de la cuerda para indicar que estaban a punto. Suspendido en el otro extremo de la cuerda, el ataúd que contenía a la difunta descendía lentamente mientras la nueva recoleta ascendía por la pared, de modo que la monja viva que subía al convento se cruzaba a medio camino con la muerta que bajaba.
Después de haber cargado a la difunta en la carreta para enterrarla en secreto, los caballeros tomaban de nuevo el camino de Zermatt; los habitantes sabían, mientras oían alejarse ese ejército de fantasmas, que no existía ningún otro medio de salir del convento. Y que las desdichadas que entraban nunca saldrían de allí.
5
Levantando el velo por encima de la boca de la recoleta, pero no más arriba para no profanar su rostro, la madre Yseult colocó un espejo sobre aquellos labios contraídos por el dolor. Una aureola de vaho se formó en la superficie, lo que indicaba que la religiosa todavía respiraba. Desgraciadamente, por los ronquidos agónicos que apenas levantaban su pecho y las arrugas que surcaban su cuello, Yseult supo que la recoleta estaba demasiado delgada y era demasiado vieja para esperar que pudiera sobrevivir y que, poniendo un fin de mal agüero a siglos de una tradición inmutable, la infeliz moriría fuera de los muros de su congregación.
Pendiente de su último suspiro, la madre superiora rebuscó en su memoria para hallar las demás cosas que sabía de esa orden misteriosa.
Una noche que los caballeros del Vaticano llevaban a una nueva recoleta al Cervino, unos adolescentes y unos descreídos de Zermatt siguieron a hurtadillas al convoy para ver el ataúd que habían ido a buscar. Ninguno regresó de aquella expedición nocturna, salvo un joven cabrero un poco simple que vivía en las estribaciones y al que encontraron por la mañana balbuciendo aterrorizado y medio enloquecido.
Aseguraba que, de lejos y a la luz de las antorchas, vio que el ataúd surgía de la bruma agitándose en el extremo de la cuerda, como si la religiosa que se hallaba dentro todavía no estuviera muerta. Después vio cómo se elevaba por los aires la nueva recoleta, izada hacia la cima por las hermanas invisibles. A cincuenta metros del suelo, el cáñamo se rompió y el ataúd se soltó; la tapa, al chocar contra el suelo, se resquebrajó. Los caballeros trataron de coger a la otra recoleta, pero en vano; la desdichada cayó sin proferir un grito y se estrelló contra las rocas. En el mismo momento, un aullido de animal se elevó del ataúd desvencijado y el cabrero vio unas manos viejas, arañadas y sanguinolentas que salían de la caja para ensanchar la grieta. Horrorizado, afirmó que uno de los caballeros desenvainó la espada y que, aplastando aquellos dedos bajo su bota, hundió la mitad de la hoja en la oscuridad del ataúd. El grito cesó. Luego, mientras los demás clavaban la tapa a toda prisa y cargaban en la carreta el ataúd con el cadáver de la nueva recoleta, el caballero limpió la hoja con el reverso de su capa. El resto de lo que aquel pobre loco creyó ver se perdía en una verborrea balbuciente de la que no hubo forma de sacar nada en limpio, salvo que el hombre que había rematado a la recoleta se había quitado el casco y que su rostro no tenía nada de humano.
No hizo falta más para que empezase a correr el rumor de que un oscuro pacto unía a las recoletas del Cervino con las fuerzas del Mal y que por lo tanto era Satán en persona quien iba a buscar lo que se le debía. Aunque la verdad era muy distinta, los poderosos de Roma dejaron que esos rumores se extendieran porque el pánico que inspiraban era más eficaz para guardar el secreto de las recoletas que cualquier fortaleza.
Por desgracia para esos mismos poderosos, algunas madres superioras entre las que se encontraba Yseult sabían que Nuestra Señora del Cervino albergaba en realidad la mayor biblioteca prohibida de la cristiandad: sótanos fortificados y salas ocultas que contenían miles de obras satánicas y, sobre todo, las claves de tales misterios y tan odiosas mentiras que habrían puesto a la Iglesia en peligro si alguien las hubiera revelado. Evangelios heréticos encontrados por la Inquisición en las ciudadelas cátaras y valdenses, libros de apóstatas robados por los cruzados en las fortalezas de Oriente, pergaminos demoníacos y biblias malditas que esas viejas religiosas, henchidas de renuncia, conservaban entre sus muros para preservar a la humanidad de su detestable contenido. Por todo ello, esa orden silenciosa vivía retirada del mundo. Por ello también, un decreto castigaba con una muerte lenta a quien quitara el velo a una recluida. Por ello, finalmente, la madre Yseult fulminó a Gaspar con la mirada al descubrir a la moribunda en el carro. Faltaba averiguar por qué aquella desdichada había huido tan lejos de su misteriosa congregación. Y cómo habían podido sus pobres piernas llevarla hasta allí. Con la cabeza gacha, Gaspar se sonó con los dedos antes de mascullar que con matarla y arrojarla a los lobos estaba todo solucionado. La madre Yseult fingió no haberlo oído. Entre otras cosas, porque estaba cayendo la noche y porque ya era demasiado tarde para poner en cuarentena a la moribunda.
Examinando las ingles y las axilas de su hermana, Yseult constató que la recoleta no presentaba ningún síntoma de la peste. Ordenó a sus monjas que la llevaran a una celda. Mientras las religiosas levantaban aquel viejo cuerpo que no pesaba casi nada, una bolsa de lona y un hatillo de cuero asomaron de los bolsillos secretos del hábito y cayeron al suelo.
6
El círculo de monjas se cerró alrededor de este descubrimiento; la madre Yseult se arrodilló para desanudar el cordón con el que estaba atado el hatillo. Este contenía un cráneo humano que parecía haber sido partido a pedradas por la región posterior y las sienes. La madre Yseult levantó la calavera hacia la luz.
Era un cráneo muy viejo cuya superficie había empezado a reducirse a polvo. Yseult observó también que lo ceñía una corona de espinos y que un pincho había atravesado el arco superciliar del torturado. La madre superiora pasó los dedos sobre las ramas secas. Poncirus. Según las Escrituras, los romanos habían utilizado uno de estos arbustos espinosos para trenzar la corona con la que habían ceñido la cabeza de Jesucristo después de haberlo flagelado. La santa corona, una espina de la cual había traspasado su arco superciliar. La madre Yseult notó que una punzada de miedo le atravesaba el vientre: el cráneo que tenía entre sus manos mostraba todos los detalles de la Pasión que Jesucristo había sufrido antes de morir en la cruz. Los mismos tormentos que citaban los Evangelios. Con la diferencia de que esa calavera estaba partida por varios lugares, mientras que las Escrituras afirmaban que ninguna piedra había herido el rostro de Cristo.
La madre Yseult se disponía a dejarla cuando notó un extraño hormigueo en la superficie de los dedos. Entre la bruma que enturbiaba su vista, vio a lo lejos la séptima colina que dominaba Jerusalén, donde Jesucristo había sido crucificado trece siglos atrás. El lugar llamado «del cráneo», que en los Evangelios se citaba como el Gólgota o Calvario.
En su visión, que se hacía poco a poco más precisa, una muchedumbre rodeaba la cima de la colina, donde los legionarios romanos habían clavado tres cruces: la mayor en el centro y las otras dos ligeramente más atrás. Los dos ladrones y Jesucristo: los primeros inmóviles bajo el sol, el tercero profiriendo gritos salvajes ante la mirada aterrada de la multitud.
Frunciendo los ojos para distinguir mejor la escena, Yseult se dio cuenta de que los ladrones estaban muertos desde hacía tiempo y de que el Jesucristo que se retorcía sobre la cruz se parecía tanto al de los Evangelios que podía llevar a engaño. Salvo por el hecho de que este Jesucristo estaba lleno de odio y de ira.
Mientras sus novicias se inclinaban para ayudarla a levantarse, Yseult contempló el crepúsculo rojo sangre que iluminaba ahora su visión. Eso tampoco encajaba: según las Escrituras, Jesucristo había entregado su alma a la decimoquinta hora del día, mientras que en su visión esa cosa que se retorcía en la cruz todavía no estaba muerta. Arrodillada sobre el polvo, Yseult comenzó a tiritar de la cabeza a los pies. Había una explicación para eso, una explicación tan evidente que estuvo a punto de hacer perder la razón a la madre superiora: esa cosa que tiraba de los clavos insultando a la muchedumbre y al cielo, esa bestia llena de odio y de dolor que los romanos estaban golpeando con palos para partirle los miembros, esa abominación no era el hijo de Dios, sino el de Satanás.
Con manos temblorosas, Yseult guardó el cráneo en el hatillo. Luego, secándose las lágrimas con la manga del hábito, recogió del suelo la bolsa de lona.
Mientras se ahoga en la humedad de su cubículo, Yseult recuerda la horrible sensación de codicia y de odio que la invadió al levantar la bolsa. Sin duda, las pociones avinagradas que tomaba para aplacar el dolor de sus huesos le provocaban esa acidez. Después fue el miedo lo que la empujó a hacer una mueca mientras abría la bolsa. Una ráfaga de viento helado levantó sus cabellos bajo la toca. La bolsa contenía un libro muy viejo, grueso y pesado como un misal. Un manuscrito provisto de un cierre de acero. Ninguna inscripción en el lomo o en la cubierta, ningún sello estampado en la piel. Un libro similar a muchos otros. Sin embargo, por el extraño calor que parecía emanar de esa encuadernación, la madre superiora presintió inmediatamente que una gran desgracia acababa de abatirse sobre el convento.
7
Gaspar ya se había marchado y la madre Yseult acababa de cerrar las puertas cuando unos gritos de terror sonaron bruscamente en el ala norte, adonde las religiosas habían trasladado a la moribunda. Subió tan deprisa como pudo los peldaños de la gran escalera, pero en vista de que los gritos se hacían cada vez más fuertes conforme se acercaba, echó a correr por los pasillos hasta la celda que tenía la puerta entornada. Sintiendo que el aire frío le abrasaba la garganta, se quedó paralizada en el umbral.
La anciana recoleta estaba desnuda sobre el camastro; la maraña de su entrepierna contrastaba con la macilenta carne de su vientre. Pero no era su palidez lo que asustaba a las monjas. Ni tampoco la mugre que recubría sus piernas o la espantosa delgadez de su cuerpo. No, lo que hacía gritar a las religiosas y revolvió el estómago de la madre Yseult en el instante en que entró en la celda fueron los estigmas del suplicio que la moribunda había sufrido antes de conseguir huir del lugar donde, sin ninguna duda, sus torturadores la tenían prisionera. Eso y sus ojos desorbitados, que escrutaban el techo a través del velo, como una estatua contempla el vacío que la rodea.
La madre Yseult se inclinó sobre el cuerpo descarnado. A juzgar por las estrías que atravesaban el torso y el vientre de la desdichada, sus verdugos la habían azotado sin piedad con tiras de cuero mojadas en vinagre. Decenas de golpes sobre la piel tensada por el suplicio del desmembramiento, de suerte que cada azote la había desgarrado hasta el hueso. Después le habían roto los dedos y arrancado las uñas con pinzas. A continuación le habían hundido clavos en los huesos de las piernas y de los brazos. Clavos viejos cuyas cabezas oxidadas brillaban en medio de la carne.
Yseult cerró los ojos. No eran los tormentos de la Inquisición lo que la anciana religiosa había sufrido; en todo caso, no los que se aplican para hacer confesar a las brujas. A juzgar por el calvario que la recoleta había soportado, ese desenfreno criminal solo podía ser obra de unas almas monstruosas que se habían ensañado con su víctima, tanto para arrancarle sus secretos como para destrozarla.
Cuando la moribunda profirió un débil gemido, la madre Yseult se agachó para acercarse a sus labios y recoger sus últimas palabras. La religiosa se expresaba en una antigua habla alpina, una oscura mezcla de latín, alemán e italiano que Yseult ya había oído en su infancia. Un dialecto olvidado en el que se intercalaban chasquidos de lengua y movimientos de ojos. El código de las recoletas.
La infeliz murmuraba que el reinado de Satanás estaba cerca y que las tinieblas se estaban extendiendo sobre el mundo. Afirmaba que la peste era obra suya y que había despertado esa plaga para acercarse sin ser visto. Aunque todos los monjes y todas las religiosas de la cristiandad se prosternaran inmediatamente para suplicar a Dios que acudiera en su ayuda, ninguna plegaria podría ya detener a los jinetes del Mal, que habían escapado de los infiernos.
Se produjo un largo silencio mientras la anciana recluida recobraba el aliento. Luego prosiguió su relato a la madre Yseult.
Contó que, una noche de luna llena, la población de Zermatt fue atacada por unos jinetes errantes vestidos con sayales y cogullas que mataron a los habitantes e incendiaron las casas: los Ladrones de Almas. Por lo que decía, la furia de esos demonios era tan grande que el viento llevó hasta las recoletas los alaridos de sus víctimas. Ellas decidieron entonces soltar las palomas mensajeras para alertar a Roma del peligro que las amenazaba, pero las aves estaban muertas en la jaula, envenenadas por el aire que habían respirado.
Gracias al resplandor de las llamas, las recoletas vieron cómo los Ladrones de Almas escalaban las paredes cortadas a pico del convento, como si sus manos y sus pies pudieran agarrarse a ellas. Las religiosas se refugiaron en la biblioteca para destruir los manuscritos prohibidos, pero los asaltantes derribaron las puertas y las desdichadas cayeron en sus manos antes de haber podido reducir a cenizas su tesoro.
Con el pecho agitado por los sollozos, la moribunda murmuró que las más jóvenes fueron profanadas con hierros candentes y que las demás murieron soportando atroces sufrimientos. Con el cuerpo y el alma destrozados tras una noche de tortura, ella consiguió huir por un pasadizo secreto. Logró llevarse la calavera de Dios, así como un manuscrito muy antiguo encuadernado en piel negra. Insistió en que no había que abrirlo, que un encantamiento lo protegía y que mataba a todos los que intentaban forzar la cerradura.
Según ella, aquellas páginas habían sido escritas con sangre humana en una lengua compuesta de maleficios que no era prudente pronunciar al anochecer. El manuscrito había sido redactado por la propia mano de Satán; era su evangelio y contaba lo que sucedió el día que el hijo de Dios murió en la cruz. El día que Jesucristo perdió la fe y, maldiciendo a su Padre, se transformó en otra cosa: una bestia vociferante que los romanos se vieron obligados a rematar a bastonazos para hacerla callar.
Inclinada sobre la recoleta, Yseult sintió el peso del cráneo en el gran bolsillo de su hábito. Esa reliquia era lo que la anciana llamaba «la calavera de Dios». Decía que la noche en que la cosa murió en la cruz, unos discípulos que habían presenciado la negación por parte de Cristo desclavaron su cadáver para llevárselo. Se refugiaron en unas cuevas al norte de Galilea, donde enterraron la cosa. Todo eso era lo que el evangelio de Satán contaba: la negación de todo. La gran mentira.
Yseult cerró los ojos. Si esa historia era cierta, significaba que Jesucristo no había resucitado de entre los muertos y que no había otra vida después de esta. Ningún más allá, ninguna eternidad. Significaba también que la Iglesia había mentido y que todo era falso. O que los apóstoles se habían equivocado. O que sabían…
—Dios mío, es imposible…
La madre Yseult susurró estas palabras mientras apretaba los puños y notaba que los ojos se le llenaban de lágrimas. Por un momento tuvo ganas de estrangular a esa vieja loca que había llevado la desgracia a su convento. Lo más sencillo habría sido que muriera. Habría bastado enterrar su cadáver en el bosque, junto con la calavera y el evangelio. Una tumba profunda en medio de los helechos, sin lápida ni cruz. Pero el problema era ese maldito cráneo que pesaba en su hábito como una prueba. Yseult abrió los ojos cuando la recoleta empezó a mascullar de nuevo en la oscuridad.
Hacía una luna que los Ladrones de Almas la perseguían y que el cabecilla olfateaba su pista entre los estragos de la peste. Se llamaba Caleb y el evangelio de Satán no debía caer en sus manos bajo ningún concepto. Si semejante desgracia ocurriera, mil años de tinieblas se abatirían sobre el mundo. Océanos de lágrimas. La recoleta repitió esas palabras como una letanía, cada vez más débil a medida que se iba quedando sin respiración. Luego, su voz ronca se apagó y sus ojos se volvieron vidriosos.
Aterrorizada por lo que acababa de escuchar, la madre Yseult se disponía a extender una sábana sobre aquel cuerpo martirizado cuando las manos de la muerta se cerraron alrededor de su cuello. La presión inhumana que estrujó su garganta impidió en unos segundos el paso de la sangre a su cerebro. Intentó aflojar esa tenaza. Incluso golpeó a la recoleta para que la soltara. Otra voz surgió entonces de los labios inmóviles de la muerta. No; varias voces: unas graves y otras agudas, unas fuertes y otras más lejanas. Un concierto de alaridos y de blasfemias que estalló en los oídos de la madre Yseult. Varias lenguas también: latín, griego y copto egipcio, dialectos de los bárbaros del norte y palabras desconocidas se agolpaban en ese diluvio de gritos. Cólera y miedo, la lengua de los Ladrones de Almas. Los caballeros de las Profundidades. Un velo negro enturbió los ojos de Yseult. Estaba a punto de desvanecerse cuando recordó que llevaba un arma bajo el hábito, una daga con empuñadura de cuero y hoja ancha para defender a sus hermanas de los merodeadores de la peste. Entonces, medio muerta, Yseult empuñó el cuchillo a la luz de los cirios y lo clavó con todas sus fuerzas en la garganta de la recoleta.
Mientras se seca las lágrimas con las manos en el cubículo donde se está asfixiando, la madre Yseult recuerda la repugnante sensación de aquella hoja atravesando el cuello de la muerta. Recuerda la débil resistencia de la piel y los cartílagos, los ojos desorbitados de la vieja loca y sus gritos, que se ahogaron en un gorgoteo. Recuerda también que los dedos que la estrangulaban siguieron agarrados a su cuello y que fue preciso que una monja cortara los tendones de las muñecas para que la presión cediera por fin. Luego, el cuerpo de la vieja religiosa se irguió de nuevo antes de volver a caer, inerte. Pero lo más impresionante fue el frío glacial que invadió la celda y las huellas de pasos que aparecieron en el suelo en el instante en que la muerta se desplomaba sobre el jergón. Unas huellas de botas que se alejaban hacia la oscuridad del pasillo.
Agarrándose entre sí por el hábito, las agustinas oyeron que el eco de esos pasos se atenuaba poco a poco. La madre Yseult les mandó que se arrodillaran inmediatamente y rezaran sus oraciones. Pero ya era demasiado tarde para invocar a Dios. Y así fue como ese invierno del año de desgracia 1348, las buenas religiosas del convento fortificado de Bolzano liberaron a la Bestia.
8
Las misteriosas huellas de botas no tardaron en secarse, pero dejaron en el suelo una fina película de barro. Ver que se pulverizaban así por efecto de las corrientes de aire habría podido resultar casi tranquilizador si ese polvo marrón no constituyera a la vez la prueba de su realidad y su imposible existencia. Mientras trazaba en su centro un surco con el dedo, la madre Yseult no tuvo más remedio que rendirse a la evidencia: ni ella ni sus religiosas se las habían inventado. Lo que significaba que ninguna puerta de roble, por pesada que fuera, ninguna plegaria, ninguna fuerza del mundo podría impedir a su invisible autor ir y venir por los pasillos del convento. Además, había empezado a nevar copiosamente en los Dolomitas, por lo que se habían convertido en catorce religiosas prisioneras del invierno en un convento perdido en medio de las montañas. Un convento del que la Bestia había hecho su morada, expulsando a Dios de aquellos muros y a la esperanza del corazón de sus siervas.
La madre Yseult dejó a sus religiosas preparando a la difunta y se fue a su celda para examinar el manuscrito. Ahí debía de estar la clave de las advertencias de la vieja loca, así como las oscuras razones que habían conducido a la matanza de las recoletas del Cervino. A no ser que ese evangelio fuera en sí mismo la causa de aquellos trágicos sucesos y que los Ladrones de Almas hubieran cometido aquel horrible crimen con el único objetivo de recuperarlo y de destruir el resto de manuscritos de la biblioteca prohibida.
Tras cerrar la puerta con pestillo, la madre Yseult guardó el cráneo coronado de espinos en un cofre y dejó el libro sobre un escritorio de madera de boj. Con los ojos cerrados, empezó a recorrer la superficie con la yema de los dedos. Su noviciado en Roma había despertado en ella el gusto por el arte de la pellejería, de modo que había aprendido a identificar un manuscrito tocando la cubierta: la piel de los toros bravos que los monjes curtidores de Castilla desollaban con sus manos; las pieles de cabritilla que los encuadernadores de los Pirineos superponían en delgadas y olorosas láminas para dar volumen a sus obras; las de cabrito, doradas y ásperas, que los hermanos del otro lado de los Alpes te ñían con pigmentos antes de estirarlas sobre tablas de maderas preciosas para suavizar los colores; la corteza de tocino hervida de los monasterios del Loira y los hilos de oro con que los pellejeros alemanes cosían en caliente la carne de sus obras. Cada una de esas congregaciones de desolladores había recibido autorización para ejercer una sola de estas técnicas, a fin de proteger a la Iglesia del odioso tráfico de escritos sagrados y garantizar la conservación de las obras en los monasterios donde habían visto la luz. Había una ley que castigaba con la ceguera mediante hierro candente, seguida de una muerte lenta, a todo aquel que fuera sorprendido transportando un libro bajo sus vestiduras. Este manuscrito había sido encuadernado con una piel tan rara que Yseult no recordaba haber tocado jamás ninguna parecida.
Pero más asombroso aún era que la encuadernación parecía no respetar ninguna de las técnicas impuestas por la Iglesia. O más bien las reunía todas, como un compendio de los conocimientos de los mejores encuadernadores de la cristiandad. Lo que llevaba a pensar que ese libro debía de haber sido elaborado, y más tarde perfeccionado, en diversas épocas y por una sucesión de manos extremadamente cuidadosas. Para ello había sido necesario que circulara clandestinamente entre monasterios y conventos, de la misma forma que se transmite una herencia. O una maldición. O como si el libro eligiera él mismo el lugar al que iba a parar.
«Yseult, hija mía, deliras.»
Y sin embargo, palpando aquella obra antiquísima, la madre superiora sintió de nuevo el extraño calor que emanaba de ella. Como si su mano, al tocar el cuero, acariciara al mismo tiempo al animal que habían desollado para vestir la encuadernación: los latidos lejanos de su corazón, sus venas y arterias, sus músculos y su lana reluciente de grasa.
Yseult se inclinó