El libro del día del juicio final

Connie Willis

Fragmento

Capítulo 1

1

El señor Dunworthy abrió la puerta del laboratorio y las gafas se le empañaron al instante.

—¿Llego demasiado tarde? —preguntó, tras quitárselas y mirar a Mary.

—Cierra la puerta —respondió ella—. No puedo oírte con esos horribles villancicos.

Dunworthy cerró la puerta, pero eso no apagó por completo el sonido del Adeste fideles que se filtraba desde el patio.

—¿Llego demasiado tarde? —repitió.

Mary sacudió la cabeza.

—Solo te has perdido el discurso de Gilchrist. —Se echó atrás en el asiento para que Dunworthy pudiera pasar a la estrecha zona de observación. Se había quitado el abrigo y el sombrero de lana y los había colocado sobre la otra única silla existente, junto con una gran bolsa de la compra repleta de paquetes. Su pelo gris estaba revuelto, como si hubiera intentado arreglarlo después de haberse quitado el sombrero—. Un discurso muy largo sobre el primer viaje en el tiempo de Medieval y de cómo la facultad de Brasenose ocuparía el destacado lugar que se merece en la historia. ¿Sigue lloviendo?

—Sí —contestó él, mientras frotaba las gafas con la bufanda. Se enganchó las patillas de alambre en las orejas y subió a la partición de fino-cristal para contemplar la red. En el centro del laboratorio había una carreta aplastada rodeada de cofres volcados y cajas de madera. Sobre ellos colgaban los escudos protectores de la red, envueltos como un paracaídas de seda.

Latimer, el tutor de Kivrin, con aspecto más avejentado y enfermizo que de costumbre, se encontraba junto a uno de los cofres. Montoya se hallaba junto a la consola, vestida con vaqueros y una chaqueta de terrorista, mirando con impaciencia el digital de su muñeca. Badri estaba sentado delante de la consola, tecleando algo y mirando las pantallas con el ceño fruncido.

—¿Dónde está Kivrin? —preguntó Dunworthy.

—No la he visto —dijo Mary—. Ven y siéntate. El lanzamiento no está previsto hasta mediodía, y no creo que la tengan preparada para entonces. Sobre todo si Gilchrist pronuncia otro discurso.

Colgó el abrigo en el respaldo de su silla y colocó la bolsa de la compra llena de paquetes en el suelo, junto a sus pies.

—Espero que esto no dure todo el día. Tengo que recoger a mi sobrino nieto Colin en la estación de metro a las tres.

Rebuscó en la bolsa.

—Mi sobrina Deirdre va a pasar las vacaciones en Kent y me pidió que cuidara de él. Espero que no llueva todo el tiempo que esté aquí —dijo, sin dejar de buscar—. Tiene doce años, es un niño simpático y muy inteligente, aunque tiene un vocabulario retorcido. Para él todo es necrótico o apocalíptico. Y Deirdre le deja tomar demasiados dulces.

Continuó rebuscando en la bolsa de la compra.

—Le compré esto para Navidad. —Sacó una caja alargada con franjas rojas y verdes—. Esperaba poder terminar mis compras antes de venir, pero llovía, y solo soporto esa horrible música de carillón de High Street a intervalos cortos.

Abrió la caja y desplegó el papel de seda.

—No tengo ni idea de qué ropa les gusta a los chicos de doce años hoy en día, pero las bufandas siempre se llevan, ¿no crees, James? ¿James?

Él se volvió.

—¿Qué? —Había estado contemplando abstraído las pantallas.

—Decía que las bufandas son siempre un buen regalo de Navidad para los chavales, ¿no crees?

Él miró la bufanda que ella le tendía para que la inspeccionara. Era de lana gris oscura, a cuadros. De niño no se la hubiera puesto ni que lo hubiesen matado, y eso había sido cincuenta años atrás.

—Sí —dijo, y se volvió hacia el fino-cristal.

—¿Qué pasa, James? ¿Algo va mal?

Latimer cogió un pequeño cofre con cierres de metal, y luego miró alrededor, como si hubiera olvidado qué pretendía hacer con él. Montoya miró impaciente su digital.

—¿Dónde está Gilchrist? —dijo Dunworthy.

—Se fue por allí —contestó Mary, señalando la puerta al otro lado de la red—. Disertó sobre el lugar de Medieval en la historia, habló con Kivrin un momento, los técnicos hicieron algunas pruebas, y luego Gilchrist y Kivrin se fueron por esa puerta. Supongo que todavía estará ahí dentro con ella, preparándola.

—Preparándola —murmuró Dunworthy.

—James, ven y siéntate, y dime qué va mal —dijo ella, guardando la bufanda en su caja y metiéndolo todo en la bolsa—. ¿Dónde has estado? Esperaba que estuvieras aquí cuando llegué. Después de todo, Kivrin es tu alumna preferida.

—Intentaba localizar al rector de la Facultad de Historia —dijo Dunworthy, mirando las pantallas.

—¿Basingame? Creía que estaba de vacaciones.

—Lo está, y Gilchrist consiguió que lo nombraran rector en funciones en su ausencia para poder abrir la Edad Media a los viajes en el tiempo. Rescindió el baremo protector de diez y asignó arbitrariamente otros baremos a cada siglo. ¿Sabes qué ha asignado al siglo XIV? Un seis. ¡Un seis! Si Basingame hubiese estado aquí, nunca lo habría permitido. Pero está ilocalizable —miró esperanzado a Mary—. No sabes dónde se encuentra, ¿verdad?

—No. En alguna parte de Escocia, creo.

—En alguna parte de Escocia —repitió él amargamente—. Y mientras tanto, Gilchrist piensa enviar a Kivrin a un siglo que es claramente un diez, un siglo en el que se sufría escrófula y peste, y en el que quemaron a Juana de Arco.

Miró a Badri, que ahora hablaba al oído de la consola.

—Dijiste que Badri había hecho pruebas. ¿Cuáles fueron? ¿Una comprobación de coordenadas? ¿Una proyección de campo?

—No lo sé. —Ella señaló vagamente a las pantallas, con sus matrices y columnas de cifras en cambio constante—. Solo soy doctora, no técnica. Me pareció reconocer al técnico. Es de Balliol, ¿no?

Dunworthy asintió.

—El mejor técnico que tiene Balliol —dijo, observando a Badri, que pulsaba las teclas de la consola una a una y observaba atentamente las lecturas cambiantes—. Todos los técnicos del New College estaban de vacaciones. Gilchrist pensaba usar un aprendiz de primero que nunca había dirigido un lanzamiento tripulado. ¡Un aprendiz de primero para un remoto! Lo convencí para que empleara a Badri. Si no puedo impedir este lanzamiento, al menos que lo dirija un técnico competente.

Badri miró la pantalla con el ceño fruncido, sacó un medidor de su bolsillo y se dirigió a la carreta.

—¡Badri! —llamó Dunworthy.

Badri no dio muestra alguna de haberle oído. Rodeó el perímetro de las cajas y cofres, mirando el medidor. Desplazó una de las cajas ligeramente a la izquierda.

—No te oye —dijo Mary.

—¡Badri! —gritó él—. Necesito hablar contigo.

Mary se levantó.

—No te oye, James. La mampara es a prueba de son

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