Estrellas y nada más que estrellas esparcidas sobre la negrura como si el Creador hubiera roto de un puñetazo el parabrisas de su coche y no se hubiera tomado la molestia de recoger los trozos.
Esto es el abismo que se extiende entre los universos, las gélidas profundidades del espacio que no contienen nada salvo alguna que otra molécula perdida, unos cuantos cometas extraviados y…
… pero entonces un círculo de negrura cambia ligeramente de posición, el ojo vuelve a evaluar la perspectiva y lo que parecía ser la impresionante distancia de algún como-se-llame interestelar se convierte en un mundo que flota bajo el manto de la oscuridad, y sus estrellas pasan a ser las luces de lo que haciendo un cierto esfuerzo imaginativo puede llamarse civilización.
El mundo se mueve perezosamente y queda revelado como el Mundodisco, ese círculo plano que es transportado a través del espacio por los cuatro elefantes que se mantienen en pie sobre la concha de la Gran A’tuin, la única tortuga que ha tenido el honor de aparecer en el Diagrama Hertzprung-Russell. A’tuin… dieciséis mil kilómetros de tortuga cuya concha está espolvoreada por la escarcha de los cometas muertos y señalada por los impactos de los meteoros y cuyos ojos poseen albedo propio. Nadie sabe cuál es la razón de que A’tuin exista, pero lo más probable es que sea cuántica.
En un mundo situado sobre la concha de una tortuga pueden ocurrir muchas cosas raras.
Y ya están ocurriendo.
Las estrellas que se ven abajo son hogueras de campamentos perdidos en el desierto y las luces de aldeas remotas acurrucadas sobre las montañas tapizadas de bosques. Los pueblos son nebulosas, las ciudades constelaciones inmensas. Por ejemplo, la colosal salpicadura de claridad que es Ankh-Morpork brilla con la intensidad de dos galaxias que acaban de chocar.
Pero lejos de los grandes centros de población, allí donde el Mar Circular se encuentra con el desierto, hay una línea de frío fuego azul. Llamas tan heladas como las laderas del Infierno suben rugiendo hacia el cielo. Una luz fantasmagórica parpadea sobre el desierto.
Las pirámides milenarias del valle del Djel arden en la noche desprendiéndose de la energía acumulada.
Es posible que los chorros de energía que brotan de sus cúspides paracósmicas arrojen luz sobre muchos misterios en los capítulos venideros. Quizá nos revelen la respuesta a preguntas como por qué las tortugas odian la filosofía, por qué un exceso de religión es malo para las cabras y qué es lo que realmente hace la servidumbre femenina de un palacio durante todas las horas que debería invertir en quitar el polvo.
De una cosa no cabe duda, y es que nos revelarán lo que pensarían nuestros antepasados si estuvieran vivos hoy. La gente suele especular sobre ese tema. ¿Aprobarían la sociedad actual, se maravillarían ante los logros de nuestros tiempos? Pero, naturalmente, todas esas especulaciones siempre pasan por alto un punto fundamental. Si vivieran nuestros antepasados no pensarían en ninguna de esas cosas. Estarían demasiado ocupados haciéndose una única pregunta: «¿Por qué está todo tan oscuro?»
El gran sacerdote Dios abrió los ojos. El frescor del amanecer se estaba adueñando del valle, y Dios llevaba bastante tiempo sin dormir. De hecho, no podía recordar cuándo había dormido por última vez. El sueño se parecía demasiado a lo otro y, de todas formas, ya no parecía necesitarlo. Acostarse un rato resultaba más que suficiente… por lo menos el acostarse aquí parecía bastar. Los venenos de la fatiga se iban disipando igual que se disipaba todo lo demás. Durante un tiempo, claro.
El suficiente para cumplir con sus deberes.
Sacó las piernas de la losa situada en el centro de la cámara. Su mano derecha aferró el báculo-serpiente insignia de su rango sin que su cerebro tuviera que ordenárselo. Dios siguió sentado sobre la losa el tiempo suficiente para hacer otra marca en la pared, se ciñó los pliegues de la túnica alrededor del cuerpo y recorrió con paso veloz el pasadizo que hacía pendiente hasta emerger a la luz del día. Las palabras de la Invocación al Nuevo Sol ya estaban desfilando por su mente. La noche había quedado olvidada, el día se extendía delante de él. Había muchos consejos prudentes y sabios que dar, y Dios sólo existía para servir.
No puede afirmarse que Dios poseyera el dormitorio más extraño del mundo, pero sí es cierto que a lo largo de toda la historia nadie ha abierto los ojos, se ha levantado y ha salido de un dormitorio más extraño que el suyo.
Y el sol avanzaba a través del cielo.
Muchas personas se han preguntado por qué. Algunas creen que el sol es empujado por un gigantesco escarabajo pelotero. La explicación es ingeniosa, pero peca de una cierta imprecisión técnica y aparte de eso tiene el inconveniente de que, como quizá acaben revelando ciertas circunstancias futuras, posiblemente sea correcta.
El sol consiguió llegar al punto en que debía iniciar el descenso sin que le ocurriese nada desagradable,* y el azar quiso que los últimos rayos de su agonía entraran por una ventana de la ciudad de Ankh-Morpork y se reflejaran en un espejo.
Era un espejo de cuerpo entero. Todos los asesinos tienen un espejo de cuerpo entero en su habitación porque matar a alguien yendo mal vestido sería un terrible insulto para la víctima.
Teppic se estaba observando con mucha atención. El traje le había costado hasta su última moneda, y el sastre se había permitido tantos excesos con la seda negra que cada movimiento de Teppic iba acompañado por un susurro. Sí, no estaba nada mal…
Y el dolor de cabeza parecía estarse esfumando. Teppic había pasado un día terrible, y había llegado a temer que tendría que empezar el examen con un montón de manchitas púrpuras bailoteando delante de sus ojos.
Teppic suspiró, abrió la caja negra, cogió sus anillos y se los puso. Al lado había otra caja que contenía un juego de cuchillos de acero klatchiano cuyas hojas habían sido oscurecidas con el hollín de una lámpara. Varios artefactos de diseño tan astuto como complicado fueron extraídos de bolsas de terciopelo y colocados dentro de los bolsillos del traje. Un par de tlingas arrojadizas provistas de la típica hoja larga desaparecieron dentro de las vainas ocultas en el interior de sus botas. Teppic arrolló la delgada pero muy resistente cuerda de seda terminada en un gancho plegable alrededor de su cintura y la tensó sobre la camisa de cota de malla. La cerbatana fue unida a la tira de cuero y quedó oculta a su espalda debajo de la capa. Después cogió una cajita de latón que contenía un surtido de dardos —cada punta estaba protegida con un corcho y el código Braille grabado en los ástiles permitía escoger el más adecuado sin perder ni un momento incluso estando a oscuras—, y se la guardó en un bolsillo.
Torció el gesto, examinó la hoja de su estoque y se colocó la faltriquera sobre el hombro derecho para contrarrestar el peso de la bolsa que contenía las bolas de plomo de la honda. Después repasó su lista mental de preparativos, abrió el cajón de los calcetines y sacó de él una mini-ballesta, un frasco de aceite, un manojo de ganzúas y, después de pensarlo un poco, una daga, una bolsa que contenía tachuelas especiales de varios tamaños para sembrar suelos y unos nudillos de hierro.
Teppic cogió su sombrero y examinó el forro para asegurarse de que el alambre estrangulador seguía en su sitio. Después lo colocó sobre su cabeza en un ángulo lo más elegante posible, lanzó una última mirada de satisfacción a su reflejo, giró sobre sus talones y se fue desplomando muy, muy despacio.
El verano estaba siendo bastante duro con Ankh-Morpork. Hacía mucho, mucho calor. Las ciudades no sudan, pero Ankh-Morpork no es una ciudad cualquiera y apestaba.
El gran río había quedado reducido a un rezumar de algo parecido a la lava que iba desde Ankh, la parte más elegante y con mejor reputación de la ciudad, hasta Morpork, la parte de la ciudad que se encontraba en la orilla opuesta. Morpork no era elegante y no tenía prácticamente ninguna reputación. Morpork parecía un cruce entre una ciudad y un pozo de brea, y no había mucho que se pudiera hacer para empeorarla. Un impacto directo de meteorito, por ejemplo, habría sido considerado como un enérgico y astuto intento de mejora urbana.
La mayor parte del río se había convertido en una corteza de barro agrietado. El sol parecía un gigantesco gong de cobre clavado en el cielo. El calor que había secado el río freía a la ciudad durante el día y la horneaba durante la noche. Los viejos maderos se retorcían, y la red de ciénagas tradicionalmente usada como calles se resecaba dejando escapar nubes asfixiantes de polvo color ocre.
No era el clima más adecuado para Ankh-Morpork, una ciudad de temperamento algo sombrío que se sentía mucho más a gusto rodeada de neblinas, goteras, ráfagas de aire frío y sigilosos deslizamientos en la oscuridad. Ankh-Morpork jadeaba en el centro del tostadero formado por las llanuras consumiéndose como un sapo colocado encima de un ladrillo que llevara horas calentándose al fuego. El calor resultaba asfixiante incluso cuando faltaba poco para la medianoche —como ahora—, y el manto de terciopelo chamuscado del verano flotaba sobre las calles agarrando a la atmósfera por la garganta y estrujándola hasta dejarla sin aliento.
Una ventana se abrió en la fachada norte de la Casa del Gremio de los Asesinos girando sobre sus bisagras con un chasquido casi imperceptible.
Teppic —quien se había librado de algunas de sus armas más pesadas, cosa que hizo con considerable reluctancia— tragó una honda bocanada de aquel aire abrasador y estancado.
Por fin…
Ésta era la gran noche.
Todos decían que tenías una posibilidad entre dos… a menos que te tocara examinarte con Mericet, en cuyo caso sería mejor que te rajaras la garganta antes de empezar.
Teppic tenía clase de Estrategia y Teoría de los Venenos con Mericet cada jueves por la tarde, y no se llevaba demasiado bien con él. Los dormitorios de la Escuela de Asesinos eran un hervidero de rumores que giraban alrededor de Mericet. El número de asesinatos, el asombroso despliegue de técnicas distintas… En su época Mericet había roto todos los records. Decían que incluso había liquidado al Patricio de Ankh-Morpork… no al actual, naturalmente, sino a uno de los que estaban muertos.
Quizá le tocaría examinarse con Nivor, un hombrecillo gordo y jovial al que le encantaba comer y que daba clase de Trampas y Argucias Letales los martes. Teppic tenía un talento natural para tender trampas, y se llevaba muy bien con el profesor. O quizá le tocaría examinarse con le Kompte de Yoyo, quien tenía a su cargo la enseñanza de Idiomas Modernos y Música… A Teppic no se le daban muy bien ninguna de las dos asignaturas, pero le Kompte era un entusiasta de la escalada urbana y tenía debilidad por los chicos que compartían su afición a balancearse muy por encima de las calles de la ciudad sosteniéndose con una sola mano.
Teppic pasó una pierna por encima del alféizar y desenrolló la cuerda de seda. Enganchó el garfio en un desagüe situado dos pisos por encima de su cabeza y saltó por el hueco de la ventana.
Un asesino jamás utiliza la escalera.
Si queremos establecer cierta continuidad con los acontecimientos posteriores, quizá haya llegado el momento de explicar que el matemático más genial de toda la historia del Mundodisco estaba acostado y cenaba apaciblemente.
Resulta interesante observar que debido a la constitución propia de su especie la cena de dicho matemático consistía en su almuerzo.
Teppic dejó atrás el parapeto adornado con multitud de tallas que se alzaba cuatro pisos por encima de la Calle de la Filigrana cuando los gongs empezaban a resonar por toda Ankh-Morpork anunciando la llegada de la medianoche. Su corazón latía a gran velocidad.
Había una silueta delineada contra el telón de fondo de los últimos residuos de claridad dejados por el ocaso. Teppic se quedó inmóvil junto a una gárgola particularmente repulsiva para hacer un rápido examen de sus opciones.
Los rumores más sólidos que circulaban entre los estudiantes afirmaban que inhumar al examinador antes de que empezara el examen equivalía a obtener un aprobado automático. Teppic sacó un cuchillo Número Tres de su vaina y lo sopesó con expresión pensativa. Naturalmente, cualquier intentona o movimiento cuya intención declarada fuese la eliminación del examinador provocaría un suspenso igualmente automático y la pérdida de todos los privilegios docentes.*
La silueta no podía estar más inmóvil. Los ojos de Teppic se desplazaron hacia el laberinto de chimeneas, gárgolas, conductos de ventilación, puentes y escaleras que componían el decorado de los tejados de Ankh-Morpork.
«Claro —pensó—. Es un muñeco. Se supone que lo atacaré y eso quiere decir que él me está observando desde algún sitio… ¿Podré localizarle? No. Por otra parte, quizá se supone que pensaré que es un muñeco, a menos que él ya haya pensado que yo pensaré que…»
Descubrió que sus dedos habían empezado a tamborilear sobre la gárgola y se apresuró a ordenarles que se estuvieran quietos. ¿Cuál era el curso de acción más prudente en su situación actual?
Un grupo de juerguistas atravesó con paso tambaleante un charco de luz en la calle, cuatro pisos por debajo de donde estaba Teppic.
Teppic guardó el cuchillo en la vaina y se irguió.
—Señor… —dijo—. Estoy aquí.
—Muy bien —murmuró secamente una voz junto a su oreja.
Teppic pensó que la voz sonaba un poco extraña, pero siguió mirando hacia adelante. Mericet surgió de la nada delante de él y se quitó la capa de polvo gris que cubría sus huesudas facciones. Extrajo un trozo de tubería de su boca, lo arrojó a un lado, metió una mano dentro de su jubón y sacó una tablilla de anotaciones. Iba tan abrigado como si estuvieran en pleno invierno. Mericet era de la clase de personas que es capaz de congelarse incluso estando en el interior de un volcán.
—Ah… —dijo, y su voz goteaba desaprobación—. El señor Teppic, ¿eh? Bien, bien.
—Hace una noche excelente, señor —dijo Teppic.
El examinador replicó con una mirada gélida que parecía sugerir que cualquier tipo de observación sobre el clima sería recompensada automáticamente sustrayendo un punto de la calificación e hizo una anotación en su tablilla.
—Empezaremos con unas cuantas preguntas —dijo.
—Como desee, señor.
—¿Cuál es la longitud máxima permitida en un cuchillo de lanzamiento? —preguntó Mericet.
Teppic cerró los ojos. Durante la última semana no había leído nada que no fuese el Vertebrato. Podía ver la página ahora mismo flotando delante de la parte interior de sus párpados, pero las líneas borrosas del texto parecían burlarse de él. Los compañeros de clase que se las daban de enterados le habían asegurado que los examinadores jamás hacían preguntas sobre longitudes y pesos. «Suponen que te aprenderás de memoria las longitudes, los pesos y las distancias de lanzamiento, pero nunca…»
El terror le atravesó el cerebro como si fuese un alambre al rojo vivo y pateó despiadadamente su memoria haciendo que se pusiera en funcionamiento. Teppic vio la página con toda claridad.
—La longitud máxima de un cuchillo de lanzamiento puede ser de diez dedos o de doce si está lloviendo —recitó—. La distancia de lanzamiento…
—Nombre tres venenos que puedan ser administrados a través del oído.
Una brisa surgió de la nada, pero no produjo ningún efecto refrescante y se limitó a remover el calor de un lado a otro.
—El agárico de avispa, el acorión púrpura y la mostiza, señor —se apresuró a replicar Teppic.
—¿Y por qué no el espimato? —contraatacó Mericet con la rapidez de la serpiente.
—Se-señor, porque el espimato no es un ve-veneno, señor —logró tartamudear Teppic—. Es un antídoto extremadamente raro contra los venenos de algunas serpientes, y se obtiene… —Teppic sintió que iba cobrando seguridad en sí mismo y empezó a hablar más despacio. Todas aquellas horas de repasar viejos diccionarios parecían haber servido de algo…—, se obtiene del hígado del ganso hinchable, el cual…
—¿Cuál es el significado de este signo? —preguntó Mericet.
—… sólo se encuentra en…
La voz de Teppic se fue debilitando hasta perderse en el silencio. Inclinó la cabeza, entrecerró los ojos para ver mejor la complicada runa que había en la tarjeta sostenida por la mano de Mericet y acabó dejando que su mirada volviera a perderse más allá de una de las orejas del examinador.
—No tengo ni la más mínima idea, señor —dijo. Le pareció que sus oídos acababan de detectar una inhalación de aire tan débil que resultaba casi imperceptible y lo que podía ser la semilla infinitesimal de la que nacería un gruñido de satisfacción—. Pero si estuviera al revés… —siguió diciendo—. Si estuviera al revés sería un signo del Gremio de los Ladrones cuyo significado es «Casa con perros que ladran mucho».
El silencio que siguió a sus palabras fue absoluto, pero sólo duró un momento.
—¿Es cierto que la soga de asesinar está permitida en todas las categorías? —preguntó la voz del viejo asesino desde un lugar situado más o menos junto a su hombro derecho.
—Señor, las reglas indican que se harán tres preguntas —protestó Teppic.
—Ah. Y ésa es tu respuesta, ¿no?
—Eh… No, señor. Sólo era una observación, señor. La respuesta que corresponde a su pregunta es que todas las categorías pueden llevar encima la soga de asesinar, pero sólo los asesinos del tercer grado pueden utilizarla como una de las tres opciones… señor.
—Estás seguro de eso, ¿verdad?
—Señor…
—¿Quieres reconsiderarlo? ¿Deseas cambiar tu respuesta?
La voz del examinador se había vuelto tan untuosa que se habría podido utilizar para engrasar los ejes de una carreta.
—No, señor.
—Muy bien.
Teppic se relajó. La parte trasera de su túnica estaba empapada de un sudor helado y la tela se le había empezado a pegar a la espalda.
—Y ahora quiero que vayas hasta la Calle de los Tenedores de Libros obedeciendo todas las señales, sin apresurarte y etcétera, etcétera —dijo Mericet—. Te veré en la habitación que está debajo de la torre del gong en el cruce con el Callejón de las Auditorías. Y… ah, sí, ten la bondad de coger esto.
Le entregó un sobre no muy grande.
Teppic le entregó un recibo. Mericet se introdujo en el charco de sombras que había junto a una chimenea y desapareció.
El examinador nunca había sido muy amante de las ceremonias y las despedidas espectaculares.
Teppic hizo unas cuantas inspiraciones lo más profundas posible y dejó caer el contenido del sobre en la palma de su mano. El sobre contenía un bono del Gremio extendido al portador por valor de diez mil dólares de Ankh-Morpork. Era un documento de lo más impresionante coronado por el capuchón y la daga del sello gremial.
Bueno, ahora ya no podía echarse atrás… Había aceptado el dinero. O sobrevivía, en cuyo caso naturalmente seguiría la tradición y donaría el dinero al fondo para viudas y huérfanos del Gremio, o éste sería recuperado de su cadáver. El bono tenía las esquinas un poco arrugadas, pero Teppic no logró encontrar ninguna mancha de sangre.
Examinó sus cuchillos, se puso bien el cinturón del estoque, echó una rápida mirada a su espalda y empezó a trotar hacia su destino.
Teppic se consoló pensando que Mericet podría haber escogido un sitio mucho peor. Los rumores que corrían entre los estudiantes afirmaban que sólo había media docena de rutas usadas durante los exámenes, y las noches de verano estaban repletas de estudiantes que se enfrentaban a los tejados, torres, aleros y desagües de la ciudad. La escalada urbana era un deporte por derecho propio que contaba con muchos practicantes en todas las fraternidades estudiantiles; y también era una de las pocas actividades en las que Teppic estaba seguro de poder hacer un buen papel. Había sido capitán del equipo que derrotó a la Casa del Escorpión durante la final de los Juegos de Pared. Y ésta era una de las rutas más sencillas…
Llegó al final del tejado, se dejó caer, aterrizó sobre una cornisa y corrió sin ninguna clase de problemas a lo largo del edificio dormido, saltó la corta distancia que le separaba de las baldosas que cubrían el tejado del gimnasio de la Asociación de Jóvenes Adoradores Reformados de Bel-Shamharoth, Dios de las Viscosidades Purulentas, bajó rápidamente por la pendiente gris, trepó cuatro metros de pared sin reducir la velocidad y se encontró sobre el tejado del Templo de la Ciega Io.
Una luna llena de color anaranjado se cernía sobre el horizonte. Allí arriba soplaba una auténtica brisa, y aunque no tuviera mucha potencia después del calor asfixiante de las calles resultaba tan refrescante como una ducha fría. Teppic apretó el paso disfrutando de la agradable caricia del aire en su cara y saltó del tejado siguiendo una trayectoria calculada con impecable precisión para hacerle caer sobre el tablón que llevaba al otro lado del Callejón de la Tapa de Latón.
Y descubrió que alguien, decidido a desafiar todas las leyes de la probabilidad, se había llevado el tablón.
En momentos así la vida de una persona pasa a toda velocidad por delante de sus ojos…
Su tía había llorado de una forma que Teppic encontró más melodramática que otra cosa, quizá porque la conocía muy bien y sabía que la anciana señora era más dura que el empeine de un hipopótamo. Su padre lucía su expresión más adusta y digna —aunque a veces se olvidaba de que debía mantenerla y parecía simplemente distraído—, e intentaba apartar las tentadoras imágenes de riscos y peces que se obstinaban en invadir su mente. Los sirvientes estaban alineados a lo largo del pasillo formando una doble hilera que empezaba al pie de la escalera principal, doncellas del palacio a un lado y eunucos y mayordomos al otro. Las mujeres le saludaron con una reverencia cuando pasó por delante de ellas, lo cual creó un efecto de ondulación sinoidal francamente hermoso que el matemático más genial de todo el Mundodisco habría apreciado si no fuera porque en aquellos momentos estaba muy ocupado dejando que un hombrecillo vestido con lo que parecía un camisón le golpeara con un palo.
—Pero… —La tía de Teppic se sonó la nariz—. Después de todo es un oficio, ¿no?
El padre de Teppic le dio unas palmaditas en la mano.
—Tonterías, flor del desierto —dijo—. Como mínimo es una profesión.
—¿Y dónde está la diferencia? —sollozó la tía de Teppic.
El padre de Teppic suspiró.
—Tengo entendido que en el dinero. Estoy seguro de que le sentará bien. Verá mundo, hará amigos, se pulirá un poco y estará tan ocupado que no tendrá tiempo de hacer travesuras y meterse en líos.
—Pero… El asesinato… Y es tan joven, y nunca ha mostrado ni la más mínima inclinación a… —La tía de Teppic se limpió los ojos con la esquina del pañuelo—. Eso no ha podido heredarlo de nuestro lado de la familia —añadió en un tono considerablemente acusatorio—. Ese cuñado tuyo…
—El tío Virt —dijo el padre de Teppic.
—¡Ir por el mundo matando gente!
—Creo que no utilizan esa palabra —dijo el padre de Teppic—. Creo que prefieren términos como «concluir» o «anular». O «inhumar», según tengo entendido.
—¿Inhumar?
—Creo que es bastante parecido al exhumar, oh majestuoso fluir de las aguas, sólo que se hace antes de que te entierren.
—Pues yo creo que es horrible —replicó ella sorbiendo aire por la nariz—. Pero Lady Nooni me ha comentado que sólo uno de cada quince muchachos logra pasar el examen final. Quizá deberíamos seguirle la corriente hasta que se dé cuenta de que es una locura…
El faraón Teppicamón XXVII asintió con expresión más bien lúgubre y se dispuso a despedirse de su hijo. Su hermana estaba convencida de que el asesinato era algo muy desagradable, pero él no estaba tan seguro. Llevaba mucho tiempo metido en política aunque fuese de mala gana, y tenía la impresión de que aunque el asesinato probablemente fuese peor que los debates parlamentarios era indudablemente mejor que la guerra, y ello a pesar de que algunas personas opinasen que se trataba de lo mismo sólo que bastante más ruidoso. Además, no se podía negar que el joven Virt siempre parecía disponer de montones de dinero y solía aparecer en palacio luciendo un envidiable bronceado obtenido en algún lugar exótico trayendo consigo regalos carísimos y montones de historias sobre las personas interesantes a las que había conocido en el extranjero. La mayoría de sus relaciones con esas personas duraban muy poco, pero oyéndoselas contar a Virt no cabía duda de que habían sido muy emocionantes.
Ah, si Virt estuviera aquí para aconsejarle… Su Majestad también había oído comentar que sólo un estudiante de cada quince llegaba a convertirse en asesino. No tenía muy claro qué ocurría con los otros catorce, pero estaba casi seguro de que si eras un estudiante pobre matriculado en la Escuela de Asesinos tus condiscípulos te atormentaban arrojándote algo más que tizas y sospechaba que los menús servidos en el comedor escolar debían poseer toda una dimensión extra de sorpresas e incertidumbre.
Pero todo el mundo estaba de acuerdo en que la Escuela de Asesinos ofrecía la mejor educación que se podía encontrar en el mundo. Un asesino cualificado debía sentirse a sus anchas en cualquier ambiente y tenía que ser capaz de tocar por lo menos un instrumento musical. Cualquier persona inhumada por un graduado de la escuela del Gremio podía iniciar su eterno descanso con la satisfacción que proporciona el saber que has sido anulado con todo el buen gusto y la discreción que sólo un profesional está en condiciones de garantizar.
Y, después de todo, si Teppic se quedaba en casa… ¿Qué se le podía ofrecer? Un reino de tres kilómetros y medio de anchura y doscientos cincuenta de longitud que quedaba casi totalmente sumergido durante la estación de las inundaciones, amenazado a un lado y a otro por vecinos mucho más poderosos que toleraban su existencia sólo porque el que estuviera allí les evitaba pasarse la vida guerreando entre ellos.
Oh, sí, hubo un tiempo en el que Djelibeibi* había sido grande cuando recién llegadas presuntuosas como Espadarta y Efebas sólo eran pandillas de nómadas con toallas alrededor de la cabeza; pero lo único que quedaba de aquellos días de esplendor era un palacio que devoraba una fortuna cada año sólo en mantenimiento y reparaciones, unas cuantas ruinas polvorientas en el desierto y —el faraón lanzó un suspiro—, las pirámides, claro. No había que olvidar las pirámides…
Sus antecesores habían sido unos fanáticos de las pirámides. El faraón no compartía su entusiasmo por ellas. Las pirámides habían terminado provocando la bancarrota del país y lo habían dejado más seco de lo que jamás podría dejarlo un retraso en los desbordamientos del río. La situación había llegado a tales extremos que actualmente la única maldición que podían permitirse el lujo de poner en una tumba era «Largo de aquí».
Las únicas pirámides que le gustaban eran las miniminiaturas que había al extremo del jardín, ésas cuyo número iba aumentando con cada defunción producida entre los felinos del palacio.
Y también estaba la promesa que le había hecho a la madre del chico.
Artela… La echaba de menos. Su decisión de tomar una esposa nacida fuera del Reino había provocado una conmoción terrible, y algunas de sus costumbres de extranjera resultaban incomprensibles y fascinantes incluso para él. Quizá fuese ella la que le había hecho adquirir aquella extraña aversión a las pirámides; algo que en Djelibeibi resultaba tan poco corriente como tener aversión al respirar. Pero le había prometido que Pteppic estudiaría fuera del reino. Artela había insistido en ello.
—En este sitio la gente nunca aprende nada —solía decir—. Se limitan a recordar cosas.
Ah, si hubiera recordado que no debía nadar en el río…
El faraón observó cómo dos sirvientes colocaban el baúl de Teppic en la parte trasera del carruaje y puso una mano sobre el hombro de su hijo en un gesto paternal que carecía de precedentes en la memoria de ambos.
La verdad es que no sabía qué decir. «Nunca hemos dispuesto del tiempo necesario para conocernos el uno al otro —pensó—. Podría haberle dado tantas cosas… Unos cuantos escondites a prueba de registros no le habrían ido nada mal.»
—Esto… —dijo—. Bueno, muchacho…
—¿Sí, padre?
—Es la… eh… la primera vez que estarás fuera sin ir acompañado y…
—No, padre. El verano pasado estuve en casa de Lord Ejemta-jem, ¿no te acuerdas?
—Oh, ¿de veras?
El faraón recordaba que el verano pasado el palacio le había parecido más silencioso que de costumbre, pero lo había achacado a los nuevos tapices.
—En fin… —dijo—. Ya casi tienes trece años y…
—Doce, padre —dijo Teppic pacientemente.
—¿Estás seguro?
—Mi cumpleaños fue el mes pasado, padre. Me regalaste un calentador de latón para poner en los pies de la cama.
—¿De veras? Qué regalo tan curioso… ¿Y te dije por qué había escogido regalarte precisamente eso?
—No, padre. —Teppic alzó la cabeza y contempló los apacibles y siempre un poco perplejos rasgos de su padre—. Es un calentador excelente y de muy buena calidad —añadió para tranquilizarle—. Me gusta mucho, y es muy útil en invierno.
—Oh. Bien. Esto…
Su Majestad dio unas cuantas palmaditas más sobre el hombro de su hijo tan distraídamente como el hombre que tamborilea con los dedos sobre su escritorio mientras intenta pensar en lo que dirá a continuación. Su rostro se iluminó de repente como si acabara de tener una idea.
Los sirvientes habían acabado de asegurar el baúl sobre el techo del carruaje y el conductor esperaba pacientemente junto a él manteniendo abierta la puerta.
—Cuando un joven se dispone a aventurarse en el mundo hay… —Su Majestad vaciló—. Hay… Eh… Bueno, ese joven debe recordar que… Lo importante es que el mundo es muy grande, y que tiene toda clase de… Y, naturalmente, eso resulta especialmente importante en la ciudad, donde hay muchos… eh… adicionales que…
Se quedó callado y movió una mano de un lado a otro como si hubiese olvidado lo que quería decir.
Teppic cogió la mano que oscilaba delante de él y la apretó suavemente.
—No te preocupes, padre —dijo—. El gran sacerdote… Dios me ha explicado todo lo que he de saber para no quedarme ciego, y también me ha dicho que debo bañarme con regularidad.
Su padre parpadeó y le contempló sin decir nada.
—No te estarás quedando ciego, ¿verdad? —preguntó por fin.
—Parece que no, padre.
—Oh. Bien. Estupendo —dijo el faraón—. Estupendo, realmente estupendo… Eso sí que es una buena noticia.
—Creo que será mejor que suba al carruaje, padre. Si me entretengo un poco más perderé la marea.
Su Majestad asintió y empezó a darse palmaditas en los bolsillos.
—Había algo que… —murmuró.
Logró encontrar lo que buscaba —una bolsita de cuero—, la metió en un bolsillo de Teppic e intentó repetir la rutina de la mano en el hombro.
—No es nada, no es nada, no me lo agradezcas —murmuró—. Y no se lo digas a tu tía… Oh, claro, tampoco podrías. Ha ido a acostarse un rato. Esto ha sido terrible para ella.
Ya sólo quedaba una cosa por hacer, y era que Teppic fuera a sacrificar una gallina ante la estatua de Khuft, el fundador de Djelibeibi, para que la mano de su antepasado guiara sus pasos por el gran mundo. La gallina era bastante pequeña, y cuando Khuft hubo terminado con ella pasó a convertirse en el almuerzo del rey.
La verdad es que Djelibeibi era un reino muy pequeño bastante absorto en sí mismo, e incluso sus plagas dejaban bastante que desear. Todo reino con río que se respete un poco a sí mismo sufre terribles plagas sobrenaturales, pero la más pavorosa que el Viejo Reino había conseguido escenificar durante los últimos cien años fue la Plaga de la Rana.*
Teppic se acordó de la bolsita de cuero esa tarde cuando ya habían dejado bastante atrás el delta del Djel y empezaban a cruzar el Mar Circular en dirección a Ankh-Morpork. La sacó del bolsillo, examinó su contenido y acabó pensando que expresaba tanto amor como la actitud ante la vida típica de su padre. La bolsita contenía un corcho, media pastilla de jabón, una minúscula moneda de bronce tan gastada que no había forma de averiguar cuál era su valor y una sardina de extremada ancianidad.
Es un hecho bien sabido que cuando estás a punto de morir tus sentidos adquieren una agudeza increíble, y siempre se ha creído que esa agudización de los sentidos tiene como objetivo permitir que su poseedor detecte cualquier posible salida a su apurada situación actual que no sea la obvia de morirse.
Esa creencia es falsa. El fenómeno es un ejemplo clásico de actividad de desplazamiento. Los sentidos se concentran desesperadamente en cualquier cosa que pueda hacerles olvidar el problema más inmediato —en el caso de Teppic escogieron un adoquinado de considerables dimensiones que estaba a unos nueve metros de él, pero que se aproximaba rápidamente—, con la esperanza de que éste se esfumará si dejan de prestarle atención.
El problema del método, naturalmente, es que eso no tardará en ocurrir.
Fuera por la razón que fuese lo innegable es que de repente Teppic cobró una aguda consciencia de todo cuanto le rodeaba. Los reflejos de la luna en los tejados; el olor de las hogazas recién horneadas que brotaba de una panadería cercana; el zumbido de un tábano que pasó velozmente junto a su oreja alejándose hacia arriba; el llanto distante de un bebé y los ladridos de un perro; la suave caricia del aire y, sobre todo, el que la atmósfera fuese tan sorprendentemente impalpable y no ofreciera ningún tipo de asideros…
El número de estudiantes matriculados aquel año ascendió a setenta. El examen de entrada en la Escuela de Asesinos no era muy difícil. Entrar en la escuela era de lo más sencillo, y salir de ella todavía lo era más (lo difícil era salir de ella por tu propio pie). El patio situado en el centro del conjunto de edificios del Gremio estaba repleto de chicos que tenían dos cosas en común: los gigantescos baúles sobre los que se encontraban y las ropas escogidas con la idea de que les sentarían bien cuando hubieran crecido un poco y dentro de las que estaban más o menos sentados. Algunos optimistas habían traído consigo armas, que fueron confiscadas y enviadas a casa a lo largo de las primeras semanas del curso.
Teppic los observaba con mucha atención. Ser el único hijo de unos padres tan absortos en sus propios asuntos que apenas le prestaban atención y que, de hecho, eran capaces de pasar días enteros sin acordarse de que existía tenía ciertas ventajas indudables.
Por lo poco que recordaba de ella, su madre había sido una mujer agradable y tan centrada en sí misma como un giróscopo. Le gustaban los gatos. Su madre no se limitaba a venerarlos —todos los habitantes del reino veneraban a los gatos—, sino que además le gustaban. Teppic sabía que tener a los gatos en un alto concepto era una tradición de casi todos los reinos fluviales, pero sospechaba que normalmente dichos animales eran criaturas gráciles y majestuosas. Los gatos de su madre eran maníacos de cabeza achatada y ojos amarillos que no paraban de gruñir y bufar.
Su padre pasaba la mayor parte del tiempo preocupándose por el reino y haciendo algún que otro intento de convencer a quienes le rodeaban de que era una gaviota, probablemente más por puro olvido que por estar realmente seguro de serlo. El hecho de que sus padres casi nunca se encontraran dentro del mismo marco de referencia —y no digamos ya el mismo estado anímico—, hizo que Teppic se entregara a frecuentes especulaciones sobre cómo había sido posible que le concibieran.
Pero al parecer su concepción se había producido y Teppic no tuvo más remedio que crecer guiándose por el viejo método de la prueba y el error mientras soportaba las no muy molestas restricciones impuestas por una sucesión de preceptores. Aquella parte de su vida no fue muy divertida, pero también tuvo algunos interludios muy agradables. Los preceptores que más le gustaban eran los contratados por su padre, sobre todo los que contrató cuando estaba volando a la máxima altitud posible, y durante todo un invierno maravilloso Teppic tuvo como preceptor a un viejo cazador furtivo de ibis que se había introducido en los jardines reales siguiendo la trayectoria de una flecha perdida.
Fue una época de carreras frenéticas con pelotones enteros de soldados detrás, vagabundeos bajo la luz de la luna por las calles desiertas de la necrópolis y, lo mejor de todo, de sus primeras experiencias con la barcaza-picadora, una invención espantosamente complicada de manejo peligrosísimo que era capaz de convertir un cenagal repleto de inocentes aves acuáticas en una cantidad de paté flotante equivalente al peso de las aves involucradas.
También tuvo a su disposición toda la biblioteca incluidos los estantes cerrados con llave —cuando hacía mal tiempo el furtivo tenía que asegurarse el sustento dedicándose a otras actividades—, y Teppic pasó muchas horas de silencio y recogimiento estudiando lo que contenían. Acabó particularmente encariñado con El palacio secreto, Traducido del Fhranciano por Un Caballero, con Láminas Coloreadas a Mano en una Edición Estrictamente Limitada para Expertos y Eruditos. Las revelaciones del libro le dejaron un poco perplejo, pero su lectura le resultó muy instructiva, y cuando un joven preceptor un tanto rarito contratado por los sacerdotes intentó instruirle en ciertas técnicas atléticas que habían hecho furor en la Pseudópolis de la época clásica, Teppic examinó sus sugerencias durante algún tiempo y acabó dejándole sin conocimiento con un perchero.
Teppic no había sido educado. La educación se había limitado a irse posando sobre él como si fuera una capa de caspa.
El mundo que estaba fuera de su cabeza se hallaba muy mojado. Había empezado a llover, lo cual era otra experiencia nueva. Teppic había oído hablar de aquello, naturalmente, y sabía que el agua puede caer del cielo en trocitos pequeños llamados «gotas». Aun así, no había esperado que hubiese tantos. En Djelibeibi no llovía nunca.
Los profesores se movían entre los chicos como pájaros negros de plumaje húmedo y un poquito desaliñados, pero Teppic no les prestaba atención. Estaba contemplando a un grupo de estudiantes veteranos situado junto a las columnas de la entrada. Los estudiantes también vestían de negro, y sus trajes ofrecían todo un muestrario de los distintos colores del negro.
Era su primera experiencia con los colores terciarios, esos colores que se hallan en el extremo más distante de la negrura y que se obtienen si desintegras la negrura con un prisma de ocho lados. Esos colores resultan prácticamente imposibles de describir en un ambiente no-mágico, pero si alguien decidiera intentarlo probablemente empezaría aconsejándote que examinaras atentamente el ala de un estornino después de haber fumado cualquier sustancia ilegal.
Los veteranos estaban inspeccionando a los recién llegados, y a juzgar por sus expresiones no les gustaban demasiado.
Teppic siguió observándoles. Aparte de los colores, lo primero que saltaba a la vista era que iban vestidos a la última moda, y en aquellos momentos la última moda sentía debilidad por los sombreros anchos, las hombreras, las cinturas estrechas y los zapatos puntiagudos. Los seguidores de aquellas tendencias indumentarias parecían clavos muy bien vestidos.
«Voy a ser como ellos —se dijo Teppic—. Pero intentaré vestir mejor…»
Se acordó de su tío Virt sentado en los peldaños que dominaban el Djel durante una de sus breves y misteriosas visitas.
—El satén, el cuero, las joyas… Olvídate de todo eso. No puedes llevar encima nada que brille, cruja o tintinee. Prescinde de todo lo que no sea terciopelo o seda cruda. Lo importante no es el número de personas que inhumes, sino el que nadie consiga inhumarte a ti.
Se había estado moviendo a una velocidad bastante temeraria, lo cual podía serle de alguna ayuda en aquellos momentos. Teppic se retorció en el aire mientras seguía cayendo hacia el vacío del callejón, extendió los brazos desesperadamente y sintió que las yemas de sus dedos rozaban una cornisa del edificio de enfrente. El contacto bastó para hacerle girar sobre sí mismo. Su cuerpo chocó con los maltrechos ladrillos de la pared con la fuerza suficiente para arrebatarle el poco aliento que le quedaba dentro de los pulmones y empezó a deslizarse por la pared…
—¡Chico!
Teppic alzó la mirada y vio a un asesino inmóvil delante de él, una silueta vestida con una túnica ceñida a la cintura mediante una faja de color púrpura. Era el primer asesino que veía, dejando aparte a Virt. No parecía mala persona. Incluso podías imaginártelo picando carne para hacer salchichas.
—¿Está hablando conmigo? —preguntó Teppic.
—Cuando hables con un profesor te pondrás en pie —dijeron los labios de aquel rostro rosado.
—Ah… ¿Lo haré?
Teppic estaba fascinado. Se preguntó qué habría que hacer para conseguir esa clase de comportamiento reflejo. Hasta aquel entonces la disciplina no había ocupado un lugar muy importante en su vida. Los preceptores intentaron inculcársela, claro, pero ver al rey posado sobre una puerta con cara de estar meditando solía ponerles tan nerviosos que se limitaban a dar la lección lo más deprisa posible y huían a encerrarse en su habitación.
—Lo haré, señor —dijo el profesor, y consultó la lista que llevaba en la mano—. Bien, chico, ¿cómo te llamas? —preguntó.
—Soy el Príncipe Pteppic del Viejo Reino, el Reino del Sol —dijo Teppic de carrerilla—. Comprendo que no estás familiarizado con la etiqueta, pero no deberías llamarme señor y cuando te dirijas a mí deberías tocar el suelo con la frente.
—Patetic, ¿no? —preguntó el profesor.
—No. Pteppic.
—Ah. Teppic… —dijo el profesor, e hizo una cruz junto a uno de los nombres de su lista mientras obsequiaba a Teppic con una gran sonrisa—. Bien, Su Majestad —añadió—, yo soy Grunworth Nivor, el preboste de tu fraternidad. Estás en la Casa de la Víbora. Que yo sepa hay por lo menos once Reinos del Sol en el Disco y antes de que termine la semana me entregarás un breve ensayo en el que se explique detalladamente todo lo referente a su situación geográfica, complexión política y capital o sede principal de gobierno, y el ensayo debe incluir una propuesta de ruta que lleve hasta el dormitorio del jefe de estado o de un alto dignatario, a tu elección. Pero en todo el mundo sólo hay una Casa de la Víbora, ¿entiendes? Buenos días, chico.
El profesor giró sobre sus talones y se dirigió hacia otro recién llegado, el cual empezó a encogerse apenas le vio acercarse.
—No es mal tipo —dijo una voz detrás de Teppic—. Y no te preocupes, en la biblioteca encontrarás todos los datos que necesitas para el trabajo. Si quieres te enseñaré dónde has de buscar. Por cierto, me llamo Broncalo.
Teppic se dio la vuelta. Quien le estaba hablando era un chico que tendría más o menos sus años y su altura, y cuyo traje negro —negro sencillo, el color reservado a los Primeros Años—, daba la impresión de haber sido colocado sobre él por etapas y estar asegurado con chinchetas. El chico le estaba ofreciendo una mano. Teppic la contempló sin mucho interés.
—¿Sí? —exclamó.
—¿Cómo te llamas, chaval?
Teppic se irguió hasta el máximo de su estatura. Estaba empezando a hartarse de aquellos tratamientos tan poco respetuosos.
—¿Chaval? ¡Te hago saber que por mis venas corre la sangre de los faraones!
Broncalo no se dejó impresionar.
—¿Quieres que siga corriendo por ellas? —preguntó mientras inclinaba la cabeza a un lado con una sonrisa casi imperceptible.
La panadería estaba al final del callejón, y algunos empleados habían salido del local para fumar un cigarrillo y escapar del calor desértico de los hornos cambiándolo por lo que casi podía llamarse frescor de las horas que preceden al amanecer. Su charla subía en espirales hacia Teppic, quien estaba oculto entre las sombras agarrándose con los dedos a un alféizar de lo más providencial mientras sus pies se movían frenéticamente intentando hallar un punto de apoyo en los ladrillos.
«No es una situación tan desesperada —se dijo—. Has salido de líos peores, ¿no? Acuérdate de la fachada encarada al cubo del palacio del Patricio el invierno pasado, por ejemplo… Todos los desagües habían reventado y las paredes se convirtieron en láminas de hielo. Esto de ahora debe de ser una magnitud 3, o una 3,2 como mucho… Tú y el viejo Bronco habéis escalado paredes peores sólo porque no os apetecía ir por la calle. Es una cuestión de perspectiva, nada más.»
Perspectiva… Miró hacia abajo y contempló veintiún metros de infinito. Bienvenido a Planilandia, amigo. «No pierdas la cabeza. Claro que si la pierdes pesarías menos y te resultaría más fácil… No, concéntrate en la pared y en seguir agarrado a ella.» Su mano derecha encontró una zona en la que el cemento se había desgastado, y sus dedos se introdujeron en ella impulsados por una orden tan débil que apenas podía considerarse como una instrucción consciente del cerebro. A esas alturas su cerebro se sentía tan frágil y amenazado que apenas conseguía interesarse por lo que estaba ocurriendo.
Teppic tragó una bocanada de aire, tensó el cuerpo y bajó una mano hacia su cinturón. Cogió una daga y la clavó entre dos ladrillos junto a él antes de que la gravedad tuviera tiempo de comprender lo que estaba pasando. Se quedó muy quieto y se entretuvo jadeando mientras esperaba a que la gravedad volviera a dejar de interesarse por él, movió el cuerpo a un lado y repitió la operación.
Un empleado de la panadería acabó de contar un chiste verde y se quitó un trocito de cemento que le había caído en la oreja. Sus compañeros se echaron a reír mientras la silueta de Teppic se recortaba bajo los rayos de la luna haciendo equilibrios sobre dos hojas de acero klatchiano y las palmas de sus manos iban subiendo lentamente hacia la ventana cuyo alféizar le había ofrecido una breve salvación.
La ventana estaba cerrada. Un golpe bastaría para abrirla, pero los postigos girarían hacia dentro más o menos en el mismo instante en que su cuerpo reaccionaría a la fuerza aplicada hacia adelante saliendo despedido hacia atrás para caer por los aires. Teppic dejó escapar un suspiro, sacó el compás con puntas de diamante de su faltriquera moviéndose con la cautelosa delicadeza de un relojero y empezó a dibujar un círculo sobre el cristal polvoriento…
—Tienes que llevarlo tú —dijo Broncalo—. Es la regla, ¿entiendes?
Teppic contempló el baúl. La idea le parecía de lo más intrigante.
—En casa tenemos personas que se encargan de ese tipo de cosas —dijo—. Eunucos y…
—Deberías haber traído uno contigo.
—Los viajes les sientan muy mal —dijo Teppic.
De hecho había rechazado tozudamente todas las sugerencias de que debía ir acompañado por un pequeño séquito, y Dios había estado de muy mal humor durante varios días. El gran sacerdote opinaba que ningún miembro del linaje real debería aventurarse por el mundo de aquella forma, pero Teppic había seguido firme en su decisión. Estaba casi seguro de que los asesinos no iban a trabajar acompañados por criadas y trompeteros, pero ahora… Bueno, quizá no hubiera sido tan mala idea. Teppic empujó el baúl para averiguar lo que pesaba, tiró de él y consiguió colocárselo sobre los hombros.
Broncalo se puso a su lado y empezaron a caminar.
—Así que tus viejos son bastante ricos, ¿eh? —preguntó Broncalo.
Teppic pensó en la pregunta.
—No, la verdad es que no lo son —dijo por fin—. Los que aún pueden moverse cultivan melones, ajos y esa clase de cosas. Ah, sí, y de vez en cuando salen a la calle y gritan «hurra».
—Oye, ¿estamos hablando de tus padres o no? —preguntó Broncalo poniendo cara de perplejidad.
—Oh… ¿Te referías a ellos? No, mi padre es faraón. Mi madre… Creo que era concubina.
—Creía que eso era una variedad de hortaliza.
—No, me parece que no. Bueno, la verdad es que nunca llegamos a hablar del tema. Y… Murió cuando yo era bastante pequeño.
—Qué terrible —dijo Broncalo con voz jovial.
—Fue a bañarse a la luz de la luna en lo que resultó ser un cocodrilo.
Teppic estaba lo suficientemente bien educado para intentar no sentirse herido por la reacción del chico.
—Mi padre tiene un comercio —dijo Broncalo mientras pasaban por debajo del arco que daba acceso al edificio principal.
—Qué interesante —dijo Teppic cumpliendo con lo que se esperaba de él. Tantas experiencias nuevas estaban empezando a afectarle—. Nunca he tenido ninguno, pero me han comentado que son muy fieles y cariñosos.
Durante las dos horas siguientes, Broncalo —quien se movía por la vida con tanta calma y seguridad en sí mismo como si ésta no tuviera secretos para él— se encargó de que Teppic se fuese familiarizando con los misterios de los dormitorios, las aulas y la fontanería. Broncalo dejó la fontanería para el final, una decisión para la que había toda clase de buenas razones.
—Pero ¿nada de nada?
—Tenemos cubos y esas cosas —dijo Teppic. Le habría gustado ser un poco más claro, pero no podía—. Y montones de sirvientes, naturalmente.
—Ese reino tuyo está un poquito anticuado, ¿no?
Teppic asintió.
—Es por las pirámides —dijo—. Nos gastamos todo el dinero en ellas.
—Ya… Supongo que esos trastos deben salir carísimos, ¿no?
—No especialmente. Están hechas de piedra. —Teppic suspiró—. Tenemos toda la piedra que quieras —dijo—, y mucha arena. Oh, sí, estamos muy bien surtidos tanto de una cosa como de la otra. Si alguna vez necesitas arena y unas cuantas piedras