Brujerías (Mundodisco 6)

Terry Pratchett

Fragmento

Brujerías

El viento aullaba. El relámpago apuñalaba la tierra erráticamente, como un asesino inexperto. El trueno retumbaba sobre las oscuras colinas azotadas por la lluvia.

La noche era tan negra como las entrañas de un gato. De verdad, era de esas noches en que los dioses mueven a los hombres como si fueran peones, en el tablero de ajedrez del destino. En medio de la tormenta, una hoguera brillaba entre los arbustos empapados, como la locura en los ojos de una comadreja. Iluminaba a tres figuras encorvadas. El caldero burbujeaba.

—¿Cuándo volveremos a reunirnos? —preguntó una voz seca, sobrecogedora.

Hubo una pausa.

Por fin, otra voz respondió, en tono mucho más normal:

—Bueno, a mí me va bien el martes que viene.

Por las profundidades insondables del espacio nada la tortuga estelar, Gran A’Tuin, que transporta sobre su caparazón a los cuatro elefantes gigantes que a su vez soportan sobre sus lomos la masa del Mundodisco. En torno a ellos giran un pequeño sol y una luna diminuta. Dibujan una órbita muy complicada para provocar los cambios de estación, así que debe de ser el único lugar del universo donde a veces un elefante tiene que levantar una pata para dejar pasar al sol.

Quizá nunca sepamos exactamente el porqué de esto. Es posible que el Creador del universo se aburriera de tanta inclinación axial, albedo y velocidad de rotación, y decidiera divertirse un ratito.

No hace falta ser un genio para suponer que los dioses de un mundo así no deben de jugar al ajedrez, y así es. La verdad es que ningún dios juega al ajedrez. Les falta imaginación. Los dioses prefieren juegos más sencillos y salvajes, donde uno No Expande Su Intelecto sino que se Va A La Porra Directamente Sin Pasar Por La Salida. Para comprender toda religión es imprescindible saber que a los dioses les divierte ver a las niñas saltando a la comba con alambres de púas.

La magia es lo que mantiene la consistencia del Mundodisco, es una magia generada por su mismo girar, una magia entretejida como hilos de seda a la estructura subyacente de su existencia, una magia que sutura las heridas de la realidad.

Buena parte de ella termina en las Montañas del Carnero, que se extienden desde las llanuras heladas cercanas al Eje, atraviesan los archipiélagos y llegan hasta los mares cálidos que se vierten interminablemente al espacio por el Borde.

La magia pura es invisible, pero crepita de cumbre en cumbre, y se entierra en las montañas. De las Montañas del Carnero ha surgido la mayor parte de los magos y brujas del mundo. En las Montañas del Carnero, las hojas de los árboles se mueven incluso cuando no hay brisa. Las rocas pasean antes de cenar.

Hasta la tierra, de vez en cuando, parece viva...

Y en ocasiones, también el cielo.

La tormenta estaba azotando con todo su entusiasmo. Aquélla era su gran oportunidad. Se había pasado años de gira por provincias, haciendo funciones para conseguir experiencia, consiguiendo contactos, y sólo de vez en cuando asaltando a pastores distraídos o hendiendo pequeños robles. Ahora, un hueco en el escalafón del tiempo le había dado su gran oportunidad, y la tormenta se esforzaba al máximo con la esperanza de que la viera alguno de los climas importantes.

Era una buena tormenta. Ponía auténtica pasión en su trabajo, pero sin olvidar la eficacia, y los críticos opinaban que, en cuanto aprendiera a controlar un poco mejor sus truenos, no tardaría en ser una tormenta para tener en cuenta.

Los bosques rugieron sus aplausos, y se llenaron de nieblas y hojas desprendidas.

En noches como ésta, los dioses, según se ha señalado ya, juegan a cosas que no son el ajedrez con los destinos de los mortales y los tronos de los reyes. Es importante recordar que siempre hacen trampas, del principio al final.

Un coche de caballos recorría a toda velocidad el tortuoso sendero del bosque, se tambaleaba con violencia cuando las ruedas tropezaban en las raíces de los árboles. El conductor azuzaba a los animales, el crujido desesperado de su látigo proporcionaba un interesante contrapunto al rugir de la tempestad.

Tras él (muy poco por detrás, y acercándose) había tres jinetes encapuchados.

En noches como ésta se llevan a cabo acciones malvadas. También buenas, claro. Pero las malas ganan de largo.

En noches como ésta, las brujas cruzan las fronteras.

Metafóricamente hablando, claro. Porque no les gusta la comida de fuera, el agua no es de confianza, y los chamanes son unos mandones. Pero la luna llena se divisaba entre los jirones de nubes, el aire estaba poblado de susurros, y todo apuntaba hacia la magia.

En su claro, desde donde se divisaba el bosque, así hablaron las brujas:

—El martes me toca hacer de canguro —dijo la que no llevaba sombrero, sino una masa de rizos blancos tan espesa que parecía un casco—. Para el pequeño de Jason. Me va mejor el viernes. Date prisa con el té, querida, estoy seca.

La más joven de las tres dejó escapar un suspiro, y vertió parte del agua hirviendo del caldero en una tetera.

La tercera bruja le dio unas palmaditas cariñosas en la mano.

—Lo dijiste muy bien —le aseguró—. Sólo hay que trabajar un poco más los aullidos. ¿No te parece, Tata Ogg?

—Claro, claro, los aullidos son muy útiles —se apresuró a asentir Tata Ogg—. Ya veo que Abuela Whemper, quenpazdescanse, te ayudó mucho en lo de bizquear.

—Son unos bizqueos muy buenos —la apoyó Yaya Ceravieja.

La bruja más joven, que se llamaba Magrat Ajostiernos, se tranquilizó visiblemente. Admiraba mucho a Yaya Ceravieja. En las Montañas del Carnero, todo el mundo sabía que la señora Ceravieja no aprobaba nada demasiado. Si ella decía que era un buen bizqueo, es que Magrat se había mirado las fosas nasales como mínimo.

A diferencia de los magos, que son fanáticos de las jerarquías, y cuanto más complicadas mejor, a las brujas no les va mucho eso de la estructuración en la carrera profesional. De cada una depende educar a una niña de su zona para que se encargue de todo cuando ella muera. Las brujas no son gregarias por naturaleza, al menos con otras brujas. Y, desde luego, no tienen líderes.

Yaya Ceravieja era la más respetada de las líderes que no tenían.

A Magrat le temblaban un poco las manos mientras preparaba el té. Todo era muy gratificante, claro, pero también resultaba algo tenso iniciar su vida laboral como bruja de pueblo entre Yaya y Tata Ogg, que vivía al otro lado del bosque. Había sido idea suya crear los aquelarres. Le parecía más..., bueno, más oculto. Para su sorpresa, las otras dos asintieron, o al menos no disintieron demasiado.

—¿Aquel padre? —había dicho Tata Ogg—. ¿Para qué demonios queremos otro padre? Yo ya ni me acuerdo del mío.

—Un aquelarre, Gytha, un aquelarre —le había explicado Yaya Ceravieja—. Ya sabes, como en los viejos tiempos. Una reunión de brujas.

—¿Una juerguecita? —insistió Tata Ogg, esperanzada.

—Nada de bailes —le advirtió Yaya—. No apruebo eso de bailar. Ni cantar, ni emocionarse demasiado, ni todo eso de los ungüentos, ni nada por el estilo.

A Magrat la había decepcionado un poco lo del baile, pero se alegraba de no haber propuesto una o dos ideas más que llevaba preparadas. Rebuscó en la bolsa que había traído con ella. Era su primera reunión de brujas, y estaba decidida a hacerlo bien.

—¿Alguien quiere una pastita? —ofreció.

Yaya miró fijamente la suya antes de comérsela. Magrat las había horneado dándoles forma de murciélagos. Los ojitos eran pasas.

El coche de caballos pasaba como una centella junto al lindero del bosque. Se mantuvo unos segundos sobre dos ruedas tras tropezar con una piedra, volvió a ceñirse a las leyes del equilibrio, y prosiguió su alocada carrera. Pero ahora iba más despacio. La cuesta era empinada.

El cochero, de pie como si guiara una cuádriga, se apartó el pelo de los ojos y escudriñó la oscuridad. Allí, en las laderas de las Montañas del Carnero, no vivía nadie, pero había luz más adelante. Increíble, maravilloso, había luz.

Una flecha se clavó en el techo del coche, tras él.

Entretanto, el rey Verence, monarca de Lancre, estaba descubriendo algo.

Como la mayor parte de la gente (bueno, como la mayor parte de la gente que aún no ha cumplido los sesenta), Verence no había meditado mucho sobre lo que sucedía tras la muerte. Como la mayor parte de la gente desde el amanecer de los tiempos, daba por hecho que ya lo averiguaría en su momento.

Y, como la mayor parte de la gente desde el amanecer de los tiempos, ahora estaba muerto.

De hecho, se encontraba tendido al pie de una de sus propias escalinatas, en el Castillo Lancre, con una daga clavada en la espalda.

Se sentó, y le sorprendió ver que, aunque alguien a quien podía considerar sin lugar a dudas como él mismo se estaba sentando, algo muy semejante a su cuerpo permanecía tendido en el suelo.

Por cierto, era un buen cuerpo, ahora que lo veía desde fuera por primera vez. Siempre se había sentido muy unido a él, aunque tenía que reconocer que ya no era el caso.

Era un cuerpo grande y musculoso. Lo había cuidado bien. Le había dejado crecer un bigote y patillas largas. Se había encargado de que recibiera mucho ejercicio al aire libre y cantidades ingentes de carnes rojas. Y ahora, justo cuando más necesitaba un cuerpo, éste lo dejaba de lado. O lo dejaba fuera.

Además, aún tenía que reconciliarse con la visión de la figura alta y delgada que se erguía junto a él. La mayor parte de ésta quedaba oculta bajo una túnica negra con capucha, pero el brazo que salía de entre los pliegues para sostener una gran guadaña era de hueso.

Cuando uno está muerto, hay cosas que reconoce por instinto.

MUY BUENAS.

Verence se irguió en toda su estatura, o en lo que habría sido toda su estatura si la parte de él a la que se podía aplicar la palabra «estatura» no estuviera tendida rígida en el suelo, enfrentándose a un futuro en el que sólo era apropiada la palabra «profundidad».

—Más respeto, que soy un rey —dijo.

ERAS, MAJESTAD.

—¿Qué? —rugió Verence.

HE DICHO QUE ERAS. SE LLAMA PRETÉRITO IMPERFECTO. YA TE ACOSTUMBRARÁS.

La alta figura tamborileó los dedos calcáreos sobre el mango de la guadaña. Obviamente, estaba molesta por algo.

Pues ya que lo mencionamos, pensó Verence, yo también. Pero los sutiles indicios que se le presentaban en sus circunstancias actuales empezaban a penetrar incluso la espesa coraza de valor estúpido que era la característica predominante de su personalidad, y comenzaba a intuir que, fuera cual fuera el reino donde se encontraba, él no era ya el rey.

—Oye, tú, ¿eres la Muerte?

TENGO MUCHOS NOMBRES.

—¿Cuál usas ahora mismo? —insistió Verence con algo más de deferencia.

La gente pasaba a su alrededor. En realidad, muchos pasaban a través de ellos, como fantasmas.

—Vaya, así que ha sido Felmet —añadió vagamente el rey, al ver la figura escurridiza que observaba alegremente la escena desde la cima de las escaleras—. Mi padre me dijo que no confiara en él. ¿Por qué no estoy furioso?

GLÁNDULAS —replicó la Muerte brevemente—. ADRENALINA Y ESAS COSAS. Y EMOCIONES. NO TIENES. AHORA LO ÚNICO QUE TIENES ES PENSAMIENTO.

La alta figura pareció tomar una decisión.

TODO ESTO ES MUY IRREGULAR —siguió, al parecer hablando consigo misma—. PERO ¿QUIÉN SOY YO PARA DISCUTIR?

—Eso, ¿quién?

¿QUÉ?

—Que quién.

CÁLLATE.

La Muerte inclinó el cráneo hacia un lado, como si escuchara alguna voz interior. La capucha se le deslizó hacia atrás, y el difunto rey advirtió que la Muerte parecía un esqueleto bien pulido en todo excepto en un detalle. Sus órbitas oculares tenían un brillo azul celeste. Pero Verence no tuvo miedo. No sólo porque es muy difícil tener miedo cuando los pedazos necesarios para tener miedo están tendidos en el suelo a varios metros de distancia, sino porque no había tenido miedo de verdad en toda su vida, y no estaba por la labor de empezar ahora. Esto se debía en parte a que no tenía imaginación, y en gran medida a que era uno de esos escasos individuos concentrados en el momento.

La mayoría de la gente no lo es. Viven sus vidas como una especie de borrón en torno al punto donde se encuentra su cuerpo, anticipándose al futuro o aferrándose al pasado. Suelen estar tan preocupados con lo que sucederá que sólo averiguan lo que sucede cuando ya ha sucedido. Así son la mayor parte de las personas. Aprenden a tener miedo porque no saben lo que va a suceder. Y ya les está sucediendo.

Pero Verence había vivido siempre en el presente. Al menos hasta ahora, claro.

La Muerte suspiró.

¿DEBO SUPONER QUE NADIE TE HA MENCIONADO NADA? —aventuró.

—¿Cómo dices?

¿NO HAS TENIDO PREMONICIONES? ¿NI SUEÑOS EXTRAÑOS? ¿NINGÚN VISIONARIO LOCO TE HA GRITADO NADA POR LA CALLE?

—¿Sobre qué, sobre lo de morir?

NO, SUPONGO QUE NO. SERÍA ESPERAR DEMASIADO —suspiró la Muerte con amargura—. SIEMPRE ME LO DEJAN A MÍ.

—¿Quién? —preguntó Verence, asombrado.

SINO. DESTINO. Y TODOS LOS DEMÁS. —La Muerte apoyó una mano sobre el hombro del rey—. BIEN, ME TEMO QUE PRONTO TE CONVERTIRÁS EN UN FANTASMA.

—Oh.

Bajó la vista y miró su... su cuerpo, que parecía bastante sólido. Alguien caminó a través de él.

TRATA DE TOMÁRTELO BIEN.

Verence vio cómo se llevaban su cadáver rígido de la sala con toda reverencia.

—Lo intentaré.

ASÍ SE HACE.

—Pero no creo que se me dé bien todo eso de andar con sábanas blancas y cadenas —señaló—. ¿Tendré que gemir y aullar?

La Muerte se encogió de hombros.

¿TE APETECE? —preguntó.

—No.

ENTONCES, YO QUE TÚ NO ME PREOCUPARÍA.

La Muerte se sacó un reloj de arena de entre los pliegues de la túnica oscura, y lo examinó.

BIEN, TENGO QUE MARCHARME YA —dijo.

Se dio media vuelta, se echó la guadaña al hombro y se dirigió hacia la pared más cercana con la evidente intención de atravesarla.

—¿Cómo? ¡Alto ahí un momento! —gritó Verence, corriendo tras la figura.

La Muerte no volvió la vista. Verence la siguió a través de la pared. Fue como cruzar un banco de niebla.

—¿Eso es todo? —exigió saber—. A ver, ¿cuánto tiempo seré un fantasma? ¿Por qué soy un fantasma? ¡No puedes dejarme así! —Se detuvo y alzó un dedo imperioso, algo transparente—. ¡Alto! ¡Te lo ordeno!

La Muerte sacudió la cabeza con pesimismo y atravesó la siguiente pared. El rey corrió tras ella con toda la dignidad que le quedaba, y la encontró desatando las riendas de un gran caballo blanco. El caballo tenía una bolsa de alfalfa atada al cuello.

—¡No me puedes dejar así! —repitió, pese a las pruebas que indicaban lo contrario.

La Muerte se volvió hacia él.

PUEDO —dijo—. ESTÁS NO MUERTO, ¿SABES? LOS FANTASMAS HABITAN EN UN MUNDO QUE SE ENCUENTRA ENTRE EL DE LOS VIVOS Y EL DE LOS MUERTOS. NO CAE BAJO MI JURISDICCIÓN. —Dio unas palmaditas en el hombro del rey—. TRANQUILO —dijo—, NO SERÁ ETERNO.

—Bien.

AUNQUE PUEDE QUE TE PAREZCA ETERNO.

—¿Cuánto tiempo será en realidad?

SUPONGO QUE HASTA QUE HAYAS REALIZADO TU DESTINO.

—¿Y cómo sabré cuál es mi destino? —preguntó el rey, desesperado.

NI IDEA, LO SIENTO.

—Bueno, ¿cómo lo puedo averiguar?

TENGO ENTENDIDO QUE ESTAS COSAS SE REVELAN TARDE O TEMPRANO —replicó la Muerte al tiempo que montaba.

—Y hasta entonces, tendré que encantar este lugar. —El rey Verence miró a su alrededor, contempló los muros de piedra—. Yo solo, supongo. ¿Nadie podrá verme?

OH, SÍ, LOS QUE TENGAN CIERTOS PODERES PSÍQUICOS. LOS PARIENTES CERCANOS. Y LOS GATOS, CLARO.

—Detesto los gatos.

El rostro de la Muerte se tensó un poco más, si eso era posible. Los destellos azulados de sus órbitas oculares se tornaron rojos durante un instante.

COMPRENDO —dijo. Su tono sugería que la muerte era demasiado buena para los que odiaban a los gatos—. SUPONGO QUE TE GUSTAN LOS PERROS, Y CUANTO MÁS GRANDES MEJOR.

—La verdad es que sí.

El rey contempló el amanecer con gesto sombrío. Sus perros. Iba a echarlos mucho de menos. Y parecía que iba a ser un día estupendo para la caza.

Se preguntó si los fantasmas cazaban. Supuso que no, casi con toda seguridad. Y tampoco comerían, ni beberían..., eso sí que era deprimente. Le gustaban los grandes banquetes, mejor con mucho jaleo, y vaciando* más de una jarra de buena cerveza. Y más de una de mala cerveza, claro. Pero nunca había sido capaz de diferenciarlas hasta la mañana siguiente.

Dio una patada a una piedra, y advirtió con desesperación que su pie la atravesaba. Nada de caza, ni de bebida, ni de juergas, ni de borracheras, ni de perros..., empezaba a comprender que los placeres de la carne eran más bien escasos cuando se carecía de carne. De repente, la vida no valía la pena. El hecho de no estar vivo no lo animaba en absoluto.

A ALGUNOS LES GUSTA SER FANTASMAS —señaló la Muerte.

—¿Mmm? —se interesó Verence.

TENGO ENTENDIDO QUE NO SE ESTÁ TAN MAL. PODRÁS VER LO QUE HACEN TUS DESCENDIENTES. ¿PERDÓN? ¿PASA ALGO?

Pero Verence había desaparecido a través de una pared.

TRANQUILO, TÚ A LO TUYO, COMO SI YO NO ESTUVIERA —se enfurruñó la Muerte.

Miró a su alrededor con una mirada que podía ver a través del tiempo, el espacio y las almas de los hombres, y advirtió un terremoto en la lejana Klatch, un huracán en Howandalandia, una epidemia de peste en Hergen.

SIEMPRE TRABAJO, SIEMPRE TRABAJO —murmuró mientras espoleaba a su caballo hacia el cielo.

Verence corrió a través de los muros de su propio castillo. Sus pies apenas rozaban el suelo..., de hecho, la irregularidad del suelo implicaba que en ocasiones no lo rozaban en absoluto.

Cuando era rey, solía tratar a los criados como si no estuvieran allí, y correr a través de ellos en forma de fantasma venía a ser casi lo mismo. La única diferencia era que no se apartaban.

Verence llegó al cuarto de los niños, vio la puerta rota, las sábanas colgadas de la ventana...

Oyó el sonido de los cascos de un caballo. Llegó junto a la ventana, vio cómo su corcel salía a toda velocidad tirando de un carro. Segundos más tarde, tres jinetes lo siguieron. El retumbar de su galope resonó sobre los guijarros antes de desaparecer.

El rey golpeó la repisa de la ventana, su puño atravesó diez centímetros de piedra.

Luego se lanzó al aire. Hizo caso omiso de la caída (que de todos modos no sintió) y medio voló medio corrió hacia los establos, al otro lado del patio.

Sólo tardó veinte segundos en comprender que, entre las muchas cosas que un fantasma no puede hacer, estaba la de montar a caballo. Consiguió encaramarse a la silla, o al menos trepar al aire sobre la silla, pero cuando el caballo se encabritó, aterrado por las cosas misteriosas que le sucedían a sus orejas, Verence se encontró a horcajas de metro y medio de aire puro.

Trató de correr, y llegó hasta la entrada de la verja antes de que el aire que lo rodeaba adquiriera la consistencia del alquitrán.

—No puedes —dijo tras él una voz vieja, triste—. Tienes que quedarte en el lugar donde te mataron. En eso consiste encantar un sitio. Hazme caso, tengo experiencia.

Yaya Ceravieja se detuvo con la segunda pastita a medio camino de la boca.

—Se acerca algo —dijo.

—¿Lo sabes porque te cosquillean los pulgares? —inquirió rápidamente Magrat.

Había aprendido mucha brujería en los libros.

—Lo sé porque me cosquillean las orejas —replicó Yaya.

Miró a Tata Ogg, arqueando las cejas. La anciana Abuela Whemper había sido una bruja excelente a su manera, pero demasiado moderna. Demasiadas flores, demasiadas ideas románticas, y esas cosas.

De cuando en cuando los relámpagos mostraban el páramo que se extendía hasta el bosque, pero la lluvia sobre la cálida tierra estival había llenado el aire de espectros de niebla.

—¿Cascos de caballo? —se sorprendió Tata Ogg—. Nadie sube hasta aquí a estas horas de la noche.

Magrat miró a su alrededor tímidamente. El páramo estaba salpicado de grandes piedras verticales cuyo origen se perdía en la niebla del tiempo. Se decía que aquellas piedras tenían una vida de lo más interesante. Se estremeció.

—¿De qué hay que tener miedo? —consiguió preguntar.

—De nosotras —replicó Yaya Ceravieja, con el ceño fruncido.

El sonido del galope se acercó, se hizo más lento. Y entonces, el coche de caballos apareció entre los arbustos. El conductor saltó del vehículo, corrió hacia la puerta, sacó un fardo del interior y se dirigió precipitadamente hacia el trío.

Estaba a medio camino cuando se detuvo en seco y miró a Yaya Ceravieja con expresión de horror.

—No pasa nada —susurró ella.

El susurro destacó por encima del fragor de la tormenta con la nitidez de una campana.

Yaya Ceravieja dio unos pasos hacia adelante, y un relámpago muy oportuno le permitió ver los ojos del hombre. Tenían esa mirada peculiar de los que Saben que ya no verán nada de este mundo.

Con un último movimiento compulsivo, puso el fardo en brazos de Yaya y se desplomó hacia adelante. De su espalda surgía el asta emplumada de una flecha.

Tres figuras se acercaron a la hoguera. Yaya alzó la vista hacia otro par de ojos, tan gélidos como las fosas del Infierno.

Su propietario apartó la ballesta. Bajo su capa empapada brilló la cota de mallas cuando desenfundó la espada.

No hizo florituras. Los ojos que no se apartaban del rostro de Yaya no eran ojos de alguien que pierde el tiempo con florituras. Eran los ojos de alguien que sabe muy bien para qué sirven las espadas. Extendió una mano.

—Dámelo —dijo.

Yaya apartó los pliegues de la manta que tenía entre los brazos, y vio una carita dormida.

Alzó la vista.

—No —dijo, generalizando.

El soldado miró a Magrat y a Tata Ogg, que estaban tan quietas como las piedras verticales del páramo.

—¿Sois brujas? —preguntó.

Yaya asintió. Un relámpago hendió el cielo, y un arbusto a cien metros de distancia estalló en llamas. Los dos soldados rezagados murmuraron algo, pero el primer hombre sonrió y alzó una mano enfundada en un guantelete metálico.

—¿La piel de las brujas repele el acero? —preguntó.

—Que yo sepa, no —replicó Yaya con tranquilidad—. Puedes probar a ver.

Uno de los soldados se adelantó y tocó el brazo del hombre con gesto ansioso.

—Señor, con todos los respetos, señor, no creemos que sea buena idea.

—Cállate.

—Pero es que trae muy mala suerte...

—¿Tengo que ordenártelo de nuevo?

—Señor... —titubeó el hombre.

Sus ojos se cruzaron con los de Yaya un momento, reflejaban un terror desesperado.

El jefe sonrió a Yaya, que no había movido ni un músculo.

—Vuestra magia campesina es para idiotas, madre de la noche. Puedo matarte antes de que te des cuenta.

—Bien, ataca cuando quieras —sugirió Yaya, mirando por encima de su hombro—. Si tu corazón te lo dicta, ataca.

El hombre alzó la espada. El relámpago volvió a rasgar el cielo y destrozó una roca, a escasos metros de ellos, llenando el aire de humo y del hedor del silicio fundido.

—Falló —señaló él.

Yaya vio que los músculos del hombre se tensaban mientras se disponía a descargar el golpe.

De pronto, el rostro del soldado reflejó un asombro sin límites. Inclinó la cabeza hacia un lado y abrió la boca, como si intentara reconciliarse con una idea novedosa. La espada se le cayó de la mano y aterrizó de punta sobre la hierba. Dejó escapar un suspiro y se dobló sobre sí mismo, muy despacio, para desplomarse a los pies de Yaya.

Ella le dio unas pataditas.

—Me parece que no te diste cuenta de a dónde apuntaba —susurró—. ¡Madre de la noche! ¡Será posible...!

El soldado que había tratado de detener al jefe miró con horror la daga ensangrentada que tenía en la mano, y retrocedió.

—N-n-no podía permitirlo. No debió hacerlo. No..., no estaba bien —tartamudeó.

—¿Eres de aquí, joven? —preguntó Yaya.

Él se dejó caer de rodillas.

—De Lobo Loco, señora —contestó. Volvió a mirar el cuerpo del capitán—. ¡Ahora me matarán! —gimió.

—Pero hiciste lo que consideraste correcto —señaló Yaya.

—No me hice soldado para esto. No quiero ir por ahí matando a la gente.

—Bien pensado. Yo en tu lugar me habría hecho marinero —asintió ella, pensativa—. Sí señor, una profesión en el mar. Yo que tú empezaría lo antes posible. Ahora mismo, de hecho. Venga, corre. Corre hacia el mar, donde no hay huellas. Tendrás una vida larga y llena de éxitos, te lo prometo. —Se quedó pensativa un instante—. Al menos, más larga de lo que sería si te quedas por aquí —añadió.

El joven se levantó, le dirigió una mirada de agradecimiento y admiración, y se perdió corriendo en la niebla.

—Y ahora, espero que alguien nos diga qué está pasando —dijo Yaya, dirigiéndose al tercer hombre.

A donde había estado el tercer hombre.

Se oyó el retumbar lejano de unos cascos de caballo sobre la tierra húmeda. Luego, el silencio.

Tata Ogg se inclinó hacia adelante.

—Puedo atraparlo —dijo—. ¿Qué te parece?

Yaya sacudió la cabeza. Se sentó en una roca y miró al niño que tenía entre los brazos. El chiquillo no aparentaba más de dos años, y estaba desnudo bajo la manta. Lo meció vagamente y clavó los ojos en el vacío.

Tata Ogg examinó los dos cadáveres.

—Quizá fueran ladrones —susurró Magrat, temblorosa.

Tata sacudió la cabeza.

—Es extraño —señaló—, los dos llevan la misma insignia. Dos osos sobre un campo negro y gualda. ¿Alguien sabe qué significa?

—Es el emblema del rey Verence —respondió Magrat.

—¿Quién es ése? —se interesó Yaya Ceravieja.

—El que gobierna este país.

—Ah. Ese rey —asintió Yaya, como si su interés en el asunto fuera igual o menor que cero.

—Soldados peleando entre ellos. Eso no es lógico —dijo Tata Ogg—. Echa un vistazo al coche, Magrat.

La joven bruja dio un buen rodeo para esquivar los cadáveres, y volvió con una saca. La abrió. Un objeto cayó al suelo.

La tormenta se había desplazado al otro lado de la montaña, y la luna proyectaba una luz tenue sobre los páramos húmedos. Iluminaba también lo que sin lugar a dudas era una corona extremadamente importante.

—Es una corona —señaló Magrat—. Tiene picos y todo eso.

—Oh, cielos —suspiró Yaya.

El niño gorgoteó en sueños. A Yaya Ceravieja no le gustaba mirar hacia el futuro, pero ahora notaba que el futuro la estaba mirando a ella.

Y no le gustaba lo más mínimo su expresión.

El rey Verence estaba mirando hacia el pasado, y se había formado una idea muy similar.

—¿Puedes verme? —preguntó.

—Oh, sí. Y con bastante claridad, por cierto —respondió el recién llegado.

Verence frunció el ceño. Parecía que, para ser un fantasma, hacía falta un esfuerzo mental muy superior al requerido para estar vivo. Se las había apañado muy bien durante cuarenta años sin tener que pensar más de una o dos veces al día, y ahora se veía obligado a hacerlo constantemente.

—Ah —dijo al final—. Tú también eres un fantasma.

—Muy listo.

—Lo he notado porque llevas la cabeza bajo el brazo —señaló Verence, satisfecho consigo mismo—. Eso me dio la pista.

—¿Te molesta? Si te da reparo, me la pongo —ofreció amablemente el viejo espíritu. Le tendió la mano libre—. Encantado de conocerte. Soy Ornal, rey de Lancre.

—Verence. Lo mismo. —Examinó de cerca el rostro del viejo rey—. No recuerdo haber visto tu retrato en la galería —añadió.

—Ah, esas cosas no se hacían en mis tiempos —señaló Ornal con gesto vago.

—Vaya, ¿cuánto tiempo llevas aquí?

Ornal bajó la mano para rascarse la nariz.

—Unos mil años —dijo con una voz en la que se advertía el orgullo—. Entre hombre y fantasma.

—¡Mil años!

—Para ser exactos, yo construí este castillo. Aunque lo reformaron cuando mi sobrino me cortó la cabeza mientras dormía. Ni te imaginas cuánto me molestó aquello.

—Pero... mil años... —repitió Verence débilmente.

Ornal le cogió del brazo.

—No se está tan mal —le confió mientras guiaba al acongojado rey por el patio—. En muchos aspectos, es mejor que estar vivo.

—¡Vaya idea! —estalló Verence—. ¡A mí me gustaba estar vivo!

El viejo rey le sonrió, tranquilizador.

—Pronto te acostumbrarás —le aseguró.

—¡Es que no quiero acostumbrarme!

—Tienes un campo morfogénico muy fuerte —dijo Ornal—. Se nota, se nota. Yo me doy cuenta de estas cosas. Sí señor, es muy fuerte.

—¿Qué es eso?

—Nunca se me dio muy bien explicarme —suspiró Ornal—. Siempre me pareció más sencillo golpear a la gente con algo. Pero me temo que eso depende de lo vivo que esté uno. Cuando estás vivo, claro. Es algo que se llama... —hizo una pausa—. Vitalidad animal. Sí, eso es. Vitalidad animal. Cuanta más tienes, más parecido a ti mismo sigues siendo cuando te conviertes en fantasma. Seguro que, cuando estabas vivo, estabas vivo al cien por cien.

Muy a su pesar, Verence se sintió halagado.

—Siempre traté de mantenerme ocupado —dijo.

Habían atravesado el muro de la Sala Principal, que ahora estaba vacía. La visión de las mesas provocó una reacción automática en el rey.

—¿Cómo nos montamos lo del desayuno? —preguntó.

La cabeza de Ornal pareció sorprendida.

—De ninguna manera —replicó—. Somos fantasmas.

—¡Pero es que tengo hambre!

—No, no tienes hambre. Es tu imaginación.

De las cocinas les llegó el tintineo de los platos. Los cocineros ya se habían levantado y, a falta de otras instrucciones, estaban preparando el menú habitual para los desayunos del castillo. Los aromas familiares llenaban toda la estancia.

Verence olfateó.

—Salchichas —dijo, soñador—. Beicon. Huevos. Pescado ahumado. —Miró a Ornal—. Y budín de pasas —susurró.

—No tienes estómago —señaló el anciano fantasma—. Todo está en tu mente, es la fuerza de la costumbre. Lo que pasa es que crees que tienes hambre.

—Creo que estoy muerto de hambre.

—Sí, pero el caso es que no puedes tocar nada —le explicó amablemente Ornal—. Nada en absoluto.

Verence se dejó caer sentado en un banco, con suavidad, para no atravesarlo. Hundió la cabeza entre las manos. Le habían dicho que la muerte era mala, pero no que fuera tan mala.

Quería vengarse. Quería salir de aquel castillo, que de pronto se le antojaba espantoso, para encontrar a su hijo. Pero lo que lo aterraba era darse cuenta de que lo que más deseaba en aquel momento era un plato de riñones al jerez.

Un amanecer húmedo inundó el paisaje, trepó por las almenas del Castillo Lancre, luchó con valor y por fin consiguió llegar al patio.

El duque Felmet contempló con gesto sombrío el bosque empapado por la lluvia. Era todo un bosque, bien grande. Él no tenía nada contra los árboles, pero ver tantos juntos le resultaba deprimente. Siempre le daban ganas de contarlos.

—Claro, mi amor —dijo.

La gente que conocía al duque empezaba a pensar de repente en un lagarto, seguramente uno de esos que viven en islas volcánicas, se mueven una vez al día, tienen un tercer ojo vestigial y parpadean una vez al mes. Se consideraba un hombre civilizado, más preparado para el ambiente seco y el sol brillante de un clima bien organizado.

Por otra parte, pensó, no estaría tan mal ser un árbol. Los árboles no tenían oídos, de eso estaba casi seguro. Y parecían arreglárselas muy bien sin la institución del matrimonio. El roble macho se limitaba a dispersar su polen al viento y al asunto de las piñas, a no ser que tuvieran manzanas, no, estaba convencido de que los robles tenían piñas...

—Por supuesto, preciosa —dijo.

Sí, a los árboles se lo daban todo hecho. El duque Felmet contempló la densa vegetación. Los muy egoístas.

—Desde luego, querida mía —dijo.

—¿Cómo? —replicó la duquesa.

El duque titubeó, trató desesperadamente de recordar el monólogo de los cinco últimos minutos. Había dicho algo así como que él era medio hombre..., ¿débil y sin voluntad? Y también estaba seguro de que había habido alguna queja sobre lo frío que era el castillo. Sí, probablemente. Malditos árboles, podrían trabajar al menos una vez en sus vidas.

—Haré que corten unos cuantos y los traigan, adorada —dijo Felmet.

Lady Felmet se quedó sin habla un momento. Por cierto, esto era un acontecimiento digno de ser recordado. Se trataba de una mujer corpulenta e imponente. Los que la veían por primera vez se llevaban el recuerdo indeleble de un galeón con todas las velas desplegadas. El efecto se acentuaba por el hecho de que el terciopelo rojo le iba al pelo. Pero no para disimular su complexión, sino para acentuarla.

El duque pensaba a menudo en la suerte que había tenido al casarse con ella. De no ser por el motor ambicioso de su esposa, no sería más que otro noble rural, sin más ocupaciones que cazar, beber y ejercer su droit de seigneur.* En vez de eso, ahora estaba a un paso del trono, y pronto sería monarca de todo lo que divisaba.

Pero todo lo que se divisaba eran árboles.

Suspiró.

—¿Qué cortarás? —preguntó Lady Felmet con voz gélida.

—Oh, los árboles.

—¿Qué tienen que ver los árboles con esto?

—Bueno... es que hay muchos —señaló el duque con pasión.

—¡No cambies de tema!

—Lo siento, nenita.

—Te decía que cómo has podido ser tan idiota como para permitir que escaparan. Te dije que ese criado era demasiado leal. No se puede confiar en gente así.

—No, amor mío.

—Supongo que habrás enviado a alguien en su busca, ¿no?

—A Benzen, querida. Y a dos guardias más.

—Oh.

La duquesa hizo una pausa. Benzen, como capitán de la milicia personal del duque, era un asesino tan eficaz como una mangosta psicópata. Ella misma lo habría elegido. Le molestaba verse privada temporalmente de una oportunidad para sacar fallos a su marido, pero se recuperó admirablemente.

—No habrías tenido que enviarlo si me hubieras hecho caso. Pero nunca lo haces.

—¿El qué, vida mía?

El duque bostezó. Había sido una noche muy larga. La tormenta llegó a adquirir proporciones innecesariamente teatrales, y luego había estado todo el molesto asunto de los cuchillos.

Ya hemos mencionado que el duque Felmet se encontraba a un paso del trono. El paso en cuestión estaba ubicado en la cima de las escaleras que llevaban a la Sala Principal, por las cuales había tropezado el rey Verence para aterrizar, contra todas las leyes de la probabilidad, sobre su propia daga.

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