Tú me acariciaste y otros cuentos

D.H. Lawrence

Fragmento

AMOR ENTRE EL HENO10

1

Los dos grandes prados se extendían por la ladera de una colina orientada al sur. Al haberse recogido el heno recientemente, eran de un verde dorado, y brillaban bajo el sol con resplandor casi cegador. De lado a lado de la colina, a la mitad de su altura, un alto seto la recorría y proyectaba su negra sombra sobre el brillo líquido del erial. Justo al otro lado del seto estaban levantando el almiar. Era de tamaño enorme, inmenso, pero de un tono tan plateado y de un brillo tan delicado

10. El cuento, inspirado en los días que Lawrence y Alan Chambers pasaron en Greasley, en 1908, recolectando heno, sugiere una escritura temprana, pero no es hasta primeros de noviembre de 1911 que Lawrence se lo envía a Edward Garnett con la recomendación de que se lo ofrezca a la English ReviewEl oficial prusiano y otros cuentos, pero al final no
Love Among the Haystacks and Other Pieces (Amor entre el heno y otras piezas) (N. de la E.)

que parecía ingrávido. Se elevaba desordenado y radiante en medio del inalterable resplandor verde dorado del prado. Un poco más atrás había otro almiar ya terminado.

La carreta vacía entró por el hueco del seto. Desde la esquina más alejada del prado inferior, donde entre el rastrojo todavía aparecían las franjas grises del desbroce, la carreta ya cargada avanzaba colina arriba para llegar al almiar. Entre el heno se veían claramente unos puntos blancos: eran los sega

Los dos hermanos se habían tomado un minuto de descanso, a la espera de que llegase el nuevo lote. De pie, se limpiaban el sudor con el brazo, entre suspiros causados por el calor y el esfuerzo de haber colocado la tanda anterior. El almiar bajo sus pies era alto, los elevaba sobre el borde del seto, y de gran anchura, una especie de nave ligeramente hueca en la que entraba a borbotones la luz del sol, en la que el aroma cálido y dulce del heno resultaba sofocante. Los dos hermanos aparecían diminutos e inútiles, medio sumergidos en la enorme mole infirme, elevados allí en lo alto como si estuviesen sobre un altar erigido al sol.

Maurice, el más joven de los hermanos, era un apuesto muchacho de veintiún años, despreocupado y desenvuelto, que rebosaba vigor. Mientras se metía con su hermano, sus ojos grises eran brillantes y parecían confundidos por una gran emoción. El rostro moreno mostraba esa sonrisa peculiar, expectante, alegre y nerviosa, propia de un joven que por vez primera es víctima de la pasión.

—Te creías que me ibas a llevar la delantera, ¿a que sí? —dijo, apoyado en el mango de la horca. Sonrió al hablar, y después se sumergió de nuevo en el delicioso tormento de sus ensoñaciones.

—No, no lo pensé: sabes demasiado —replicó Geoffrey, con un ligero tono de malicia. Su hermano le superaba. Geofera un joven corpulento y robusto, un año mayor que Maurice. Sus ojos azules eran huidizos, apartaban la mirada con rapidez; la boca sensible y mórbida. El retraimiento era evidente en todo su enorme cuerpo. El amor propio hasta la exageración era como una enfermedad en él.

—Ya, pero a pesar de eso, sé lo que hiciste —dijo Maurice con sorna—. Te escabulliste —Geoffrey pegó un respingo convulsivo— pensando que era la última noche que teníamos para pasar aquí, y me dejaste durmiendo aunque me tocaba a

Sonrió para sus adentros al pensar en el resultado de la artimaña de Geoffrey.

—Ni me fui a hurtadillas —replicó Geoffrey, de aquella forma torpe y pesada suya, mostrando su desagrado ante la frase—. ¿Es que no me mandó mi padre a buscar carbón...?

—Claro, claro que sí: todos lo sabemos. Pero eso demuestra lo que te perdiste, hijo mío.

Maurice, entre risillas, se dejó caer de espaldas sobre el lecho de heno. En aquel momento no existía nada en el mundo excepto los endebles flancos del pajar y el sol abrasador. Apretó los puños con fuerza, se cubrió el rostro con los brazos, y flexionó de nuevo los músculos. No había duda de que la emoción le embargaba, y era tal su intensidad, que apenas resultaba agradable, pero pese a ello todavía sonreía. Geoffrey, de pie a sus espaldas, distinguía apenas los labios rojos, bajo aquel incipiente bigote cual pelusa negra, que se entreabrían y mostraban los dientes al sonreír. El hermano mayor apoyó la barbilla en el mango de la horquilla y contempló el panorama que se extendía ante él.

Allá a lo lejos se distinguía bajo un azulado velo el hacinamiento de la ciudad de Nottingham. En medio se extendía la campiña, cubierta por una cálida neblina entre la que, aquí y allá, ondeaban cual banderas los penachos de humo de las minas de carbón. Pero, en la cercanía, al pie de la colina, al otro de la carretera que discurría entre altos setos, no había otra cosa que el silencio de la vieja iglesia y de la granja del castillo, rodeadas ambas de árboles. El amplio panorama sólo sirvió para que Geoffrey se sintiese más decaído. Apartó la mirada hacia las carretas vacías que atravesaban el prado a sus pies, el carro vacío que cual enorme insecto iba ladera abajo, la carga que se aproximaba, oscilante como un barco, la testa marrón del caballo inclinada, los marrones flancos que se elevaban y se hincaban en el suelo con esfuerzo. Geoffrey deseó que fuese rápido.

—No pensaste que...

Geoffrey pegó un respingo, se retrajo a su interior, y miró hacia los hermosos labios que se movían al hablar bajo los morenos brazos de su hermano.

—No pensaste que ella iba a estar allí conmigo; de lo contrario, no me hubieras dado la oportunidad. —Aseguró Maurice, y terminó con una breve carcajada, excitado por el re

Geoffrey enrojeció de odio, y sintió el impulso de pisar con el pie aquella boca burlona en movimiento, que estaba allí bajo él. Reinó el silencio durante un rato y, a continuación, con un tono peculiar de satisfacción, llegó de nuevo la voz de Maurice que vocalizó con claridad las palabras:

Ich bin klein, mein Herz ist rein
Ist niemand d’rin als Christ allein.

Maurice soltó una risilla, después, con una convulsión producida por un retazo de aquel recuerdo, agudo cual sacudida de dolor, se revolvió hasta girar el cuerpo, y se hundió en el heno.

—Tú sabes decir tus oraciones en alemán. —La voz le llegó en sordina.

—Pero no quiero —dijo Geoffrey con un gruñido. Maurice se rió. Su rostro quedaba oculto, y en la oscuridad repasaba de nuevo sus experiencias de la noche anterior.

Plegaria infantil tradicional alemana: «Soy pequeño, mi corazón es puro/ Solo Cristo habita en él». (N. de la T.)

—Qué opinas de besarla junto a la oreja. Perdona —dijo, con voz extraña e inquieta; y se retorció, sorprendido y excitado todavía por su primer contacto con el amor.

El corazón de Geoffrey se inflamó en su interior, y la oscuridad lo rodeó: no podía ver el paisaje.

—Y la delicia de rodear sus pechos con las manos. —La voz de Maurice lo alcanzó, profunda y provocativa. Parecía estar hablando consigo mismo.

Los dos hermanos eran extremadamente tímidos ante las mujeres, y hasta esta recolección del heno, la encarnación de todo el sexo femenino había sido su madre; en presencia de cualquier otra mujer ambos se comportaban como dos torpes gañanes. Además, al haber sido criados por una madre orgullosa, forastera en la región, consideraban que las jóvenes corrientes estaban por debajo de ellos, porque eran inferiores a su madre, que hablaba un inglés puro y era muy callada. Las muchachas normales eran chillonas y mal habladas. Por eso, los dos muchachos habían crecido vírgenes y atormen

Ahora de nuevo Maurice había tomado la delantera a Geoffrey, y

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