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Tras concluir que no obtendría nada interesante de los dos ancianos que componían la totalidad de la plantilla del The Weekly Islander, el periodista del Globe de Boston miró el reloj, comentó que si se apresuraba podía tomar el transbordador de la una y media, les dio las gracias por el tiempo que le habían concedido, dejó algún dinero sobre la mesa, lo pisó con el salero para que no se lo llevara la considerable brisa marina y descendió a toda prisa la escalinata de piedra de la terraza del Grey Gull en dirección a Bay Street y el centro del pueblo. Excepción hecha de algunas ojeadas subrepticias a sus pechos, apenas si había reparado en la joven sentada entre ambos ancianos.
En cuanto el periodista del Globe se hubo marchado, Vince Teague alargó la mano y cogió los dos billetes de cincuenta de debajo del salero para guardarlos en un bolsillo de su vieja pero aún servible americana de tweed con una expresión de satisfacción manifiesta.
—¿Qué hace? —inquirió Stephanie McCann, sabedora de cuánto le gustaba a Vince escandalizarla (cuánto les gustaba a los dos, de hecho), pero incapaz en aquel caso de disimular una nota de sorpresa.
—¿A ti qué te parece? —replicó Vince con cara más complacida que nunca.
Una vez guardado el dinero, alisó la pestaña del bolsillo y dio cuenta del último bocado de su panecillo de langosta. Acto seguido se enjugó los labios con la servilleta de papel y, haciendo gala de una gran destreza, cazó el babero del periodista de Boston cuando una ráfaga de salado viento marino intentó llevárselo. Su mano era un amasijo retorcido de aspecto casi grotesco a causa de la artritis, pero ello no le restaba velocidad.
—Pues que acaba de coger el dinero que el señor Hanratty ha dejado para pagar la comida —observó Stephanie.
—Buen ojo, Stephanie —alabó Vince al tiempo que guiñaba uno de los suyos al hombre sentado frente a él.
Se trataba de Dave Bowie, que aparentaba más o menos la edad de Vince, pero en realidad tenía veinticinco años menos. Toda era cuestión de lo que te tocaba en la lotería, era lo que siempre afirmaba Vince. Tu maquinaria funcionaba hasta que se caía a pedazos. Te pasabas la vida remendando rotos y descosidos, y Vince estaba convencido de que aun a aquellos que vivían hasta los cien años, edad que él tenía toda la intención del mundo de alcanzar, en definitiva la vida no se les antojaba más que un efímero paseo al sol.
—Pero ¿por qué?
—¿Tienes miedo de que monte un lío y le carguen el muerto a Helen? —preguntó Vince.
—No… ¿Quién es Helen?
—Helen Hafner es nuestra camarera —explicó Vince al tiempo que señalaba con la cabeza a una mujer rolliza de unos cuarenta años que retiraba platos en el otro extremo de la terraza—. Son las normas de Jack Moody, el orgulloso propietario de este magnífico establecimiento, como lo fue su padre antes que él, por si te interesa…
—Pues sí —atajó Stephanie.
David Bowie, jefe de redacción del The Weekly Islander desde hacía tantos años como los que Helen Hafner llevaba en el mundo, se inclinó hacia delante y cubrió con una de sus manos gordezuelas los jóvenes y hermosos dedos de Stephanie.
—Lo sé —aseguró—, y Vince también lo sabe. Por eso se está yendo por las ramas para contarte la historia.
—Hora de clase, ¿eh? —sonrió Stephanie.
—Exacto —corroboró Dave—. ¿Y qué les gusta a los vejestorios como nosotros?
—Que solo tienen que molestarse en enseñar a las personas con ganas de aprender.
—Exacto —repitió Dave al tiempo que se reclinaba en la silla—. Estupendo.
Dave no llevaba americana, sino un viejo jersey verde. Corría el mes de agosto, y en opinión de Stephanie hacía bastante calor en la terraza del Gull pese a la brisa marina, pero sabía que ambos hombres eran hipersensibles al frío. En el caso de Dave, eso la extrañaba un poco, ya que solo tenía sesenta y cinco años y le sobraban unos quince kilos, pero aunque Vince no aparentaba más de setenta años bien llevados pese a sus manos artríticas, lo cierto era que había cumplido los noventa a principios de aquel verano y estaba escuálido. «Como una cuerda rellena», solía comentar la señora Pinder, la secretaria a jornada parcial del Islander, por lo general con un bufido desdeñoso.
—Según la política del Grey Gull, las camareras son responsables de las cuentas de sus mesas hasta que quedan pagadas —explicó Vince—. Jack se lo advierte a todas las señoras que acuden a él en busca de empleo, para que luego no le vayan a quejarse de que no lo sabían.
Stephanie paseó la mirada por la terraza, aún bastante concurrida a la una y veinte de la tarde, y luego ojeó el comedor principal, que daba a la cala Moose. Casi todas sus mesas estaban ocupadas, y Stephanie sabía que desde la festividad de Memorial Day hasta finales de julio, los clientes harían cola para comer allí hasta casi las tres de la tarde. En otras palabras, un caos. Esperar que cada camarera controlara a cada cliente mientras iba de culo sirviéndolos a todas, acarreando bandejas llenas de langostas y almejas humeantes…
—No me parece…
Dejó la frase sin terminar, preguntándose si aquellos dos ancianos, que con toda probabilidad ya publicaban su periódico cuando el salario mínimo no era más que un sueño, se burlarían de ella si expresaba su opinión.
—Creo que la palabra que andas buscando es «justo» —espetó Dave con sequedad mientras se servía un panecillo, el último de la cesta.
Había pronunciado la palabra «justo» con el impenetrable acento norteño que imperaba en la zona. Stephanie procedía de Cincinnati, Ohio, y al llegar a la isla Moose-Lookit para trabajar de becaria en el The Weekly Islander, había estado a punto de desesperar. ¿Cómo iba a aprender algo si ni siquiera era capaz de entender una de cada siete palabras? Y si les pedía constantemente que le repitieran las cosas, ¿cuánto tardarían en concluir que era una débil mental?
Cuatro días después de entrar en el periódico como parte de un curso de posgrado de la Universidad de Ohio, había estado a punto de arrojar la toalla, pero una tarde Dave la llevó aparte.
—No desistas, Steffi, lo conseguirás.
Y así fue. Casi como por arte de magia, el acento del lugar perdió toda su dificultad. Era como si hasta entonces hubiera tenido los oídos obstruidos y de repente, milagrosamente, se le hubieran destapado. Creía que sería capaz de pasar la vida entera allí, sin llegar a hablar como ellos, pero sí entendiéndolos. Sí, señor.
—En efecto, «justo» —convino.
—Una palabra que nunca ha formado parte del vocabulario de Jack Moody, salvo cuando habla del bañador de alguna chica —dijo Vince antes de proseguir en un tono distinto—: Deja ese panecillo, Dave Bowie, que te estás poniendo como una bola de sebo. Sí, señor, como un auténtico cerdo.
—No creía que estuviéramos casados —refunfuñó Dave antes de hincar de nuevo el diente en el pan—. ¿Es que no puedes hablar sin meterte conmigo?
—Menuda cara —exclamó Vince—. Por lo visto, nadie le ha enseñado que con la boca llena no se habla.
Apoyó un brazo sobre el respaldo de su silla, y la brisa procedente del rutilante océano le apartó el finísimo cabello blanco de la frente.
—Steffi, Helen tiene tres hijos de entre seis y doce años, y un marido que se largó por piernas. No quiere irse de la isla y se las apaña…, a duras penas, eso sí, porque los veranos compensan los inviernos. ¿Me sigues?
—Por supuesto —asintió Stephanie.
En aquel instante, la camarera en cuestión se acercó a su mesa. Stephanie reparó en que llevaba unas gruesas medias ortopédicas que no lograban disimular del toda sus varices y en que tenía profundas ojeras.
—Vince, Dave —saludó antes de dedicar una leve inclinación de cabeza a la bonita joven cuyo nombre desconocía—. Veo que vuestro amigo se ha ido. ¿Tenía que coger el transbordador?
—Sí —repuso Dave—. Se dio cuenta de que tenía que volver a Boston.
—Ya… ¿Habéis terminado?
—Danos un momento —pidió Vince—, pero tráenos la cuenta cuando quieras, Helen. ¿Qué tal los niños?
Helen Hafner hizo una mueca.
—La semana pasada, Jude se cayó de la cabaña del árbol y se rompió el brazo. ¡No veas cómo lloró! Me dio un susto de muerte.
Los dos ancianos cambiaron una mirada y luego se echaron a reír. Casi de inmediato se contuvieron y adoptaron una expresión avergonzada. Vince aseguró que lamentaba el incidente del niño, pero Helen no se dejó apaciguar.
—Los hombres ya pueden reírse —comentó a Stephanie con una sonrisa sardónica—. Todas se cayeron de algún árbol y se rompieron el brazo cuando eran pequeños, y todas recuerdan lo traviesos que eran. Lo que no recuerdan es a su madre levantándose en medio de la noche para darles una aspirina. Ahora os traigo la cuenta —prometió antes de alejarse arrastrando los pies calzados en unas gastadas zapatillas deportivas.
—Es una buenaza —aseguró Dave, que tuvo la decencia de conservar cierta expresión arrepentida.
—Cierto —corroboró Vince—, y si nos echa algún moco es que nos lo merecemos. En fin, Steffi, te voy a explicar qué pasa con la cuenta. No sé lo que cuestan tres panecillos de langosta, una langosta con almejas al vapor y cuatro tes helados en Boston, pero el periodista debe de haber olvidado que aquí vivimos en lo que los economistas denominan «el punto de origen de la oferta», por lo que ha dejado cien pavos sobre la mesa. Si Helen nos trae una cuenta que sobrepase los cincuenta y cinco, me como el sombrero. ¿Me sigues?
—Claro —replicó Stephanie.
—Vale. Lo que hará ese tipo del Globe es anotar Almuerzo, Grey Gull, isla Moose-Lookit y Serie Misterios sin Resolver en su cuenta de gastos durante el trayecto en transbordador hasta tierra firme. Si es honrado pondrá cien dólares, y si es un poco más pillo, pondrá ciento veinte y con el sobrante invitará a su novia al cine. ¿Lo coges?
—Sí —espetó Stephanie, mirándolo con expresión de reproche mientras apuraba su té helado—. Es usted un cínico.
—Qué va. Si fuera un cínico, habría dicho ciento treinta, te lo aseguro. —Aquellas palabras de Vince hicieron reír a Dave—. En cualquier caso, ha dejado cien dólares, de los cuales sobrarán como mínimo treinta y cinco, aun cuando dejemos una propina del veinte por ciento. Así que me he guardado su dinero, y cuando Helen nos traiga la cuenta, la firmaré, porque el Islander tiene cuenta abierta aquí.
—Y espero que deje más del veinte por ciento de propina —advirtió Stephanie—, dada la situación personal de la camarera.
—En eso te equivocas —replicó Vince.
—¿Ah, sí? ¿Por qué?
Vince le dirigió una mirada paciente.
—¿Tú qué crees? ¿Por qué soy un agarrado? ¿Un auténtico rata, como todas los del norte?
—No, del mismo modo que no creo que los negros sean perezosos o los franceses se pasen el día entero pensando en el sexo.
—Pues devánate un poco los sesos, que para algo te los ha dado Dios.
Stephanie lo intentó mientras los dos hombres la observaban interesados.
—La camarería pensaría que es caridad —aventuró por fin.
Vince y Dave cambiaron una mirada divertida.
—¿Qué pasa? —inquirió Stephanie.
—Te estás acercando peligrosamente al cliché de los negros y los franceses, querida —comentó Dave, exagerando deliberadamente su acento hasta convertirlo en una especie de arrullo burlón—, solo que en este caso se refiere a la orgullosa mujer norteña que no acepta limosnas.
—Entonces creen que aceptaría