La expedición

Stephen King

Fragmento

LA EXPEDICIÓN

LA EXPEDICIÓN


—Último aviso para la expedición 701 —anunció una agradable voz femenina en el vestíbulo azul de la terminal de Port Authority, Nueva York.

El edificio no había sufrido demasiados cambios en los últimos trescientos años. Seguía dando la impresión, un tanto siniestra, de estar a punto de derrumbarse. Tal vez la anónima voz femenina fuera lo único agradable allí.

—Es la expedición para Whitehead, Marte —prosiguió la voz—. Todos los pasajeros provistos de billetes deberán reunirse en la sala de embarque del vestíbulo azul. Por favor, asegúrense de que todos sus documentos estén en regla. Muchas gracias.

La sala de embarque no tenía nada de tétrico. Una moqueta, color gris perla, cubría enteramente el suelo. De las paredes, de un blanco indescriptible, colgaban grabados más o menos abstractos. En el techo, una gama de colores bastante acertada conformaba un conjunto atractivo a los ojos. Había alrededor de cien tumbonas dispuestas en perfectas filas de a diez. Cinco auxiliares del servicio de expediciones ofrecían vasos de leche a los pasajeros, animándoles con comentarios amables, reconfortantes. En uno de los extremos de la sala, dos guardias custodiaban la puerta de entrada. Uno de los empleados de la compañía examinaba atentamente los papeles de un recién llegado, un sujeto con cara de liebre y un ejemplar del New York World-Times bajo el brazo. En el lado opuesto del recinto, el suelo iniciaba un suave descenso hasta desembocar en una especie de rampa que conducía a un túnel de unos dos metros de ancho por el doble de largo, desnudo, sin puertas.

Mark Oates, su mujer Marilys y sus dos hijos esperaban en sus tumbonas, cerca de la salida.

—Papá, ¿por qué no me explicas ahora lo de la expedición? —preguntó Ricky—. Lo habías prometido.

—Sí, papá, lo habías prometido —añadió Patricia, con una risita estúpida.

Enfrente, un individuo con todo el aspecto de dedicarse a los negocios y la misma constitución que un toro de lidia, los miró de soslayo, sin decir palabra. Tendido en su tumbona, con unos zapatos maravillosamente lustrosos, hojeaba sus papeles.

El rumor de las conversaciones en voz baja y el apagado ajetreo de los que iban llegando acabó por llenar completamente la sala.

Mark guiñó un ojo a Marilys, que le correspondió, aunque parecía tan asustada como Patty. ¿Por qué no?, se preguntó Mark. Era la primera vez que metía a su familia en una aventura semejante. Hacía ya varios meses que la compañía para la que trabajaba, la Texaco Water, le había informado de su próximo traslado a Whitehead City. Pasaron semanas enteras, Marilys y él, discutiendo las ventajas e inconvenientes de que la familia en pleno le siguiera a su nuevo destino. Por fin, después de arduas deliberaciones, decidieron que era mejor que todos ellos se trasladaran a Marte durante los dos años que él tendría que pasar allí.

Miró su reloj: todavía faltaba casi media hora para la partida. Tenía tiempo para contar toda la historia. Se dijo que tal vez de esa manera lograra distraer a los niños y evitar que se pusieran nerviosos. Y tal vez hasta Marilys llegara a relajarse un poco.

—De acuerdo —dijo.

Ricky y Pat le miraban atentamente. Ricky tenía doce años y Pat, nueve. Pensó que, para cuando regresaran a la Tierra, el chico estaría ya en plena pubertad, y la niña probablemente tuviese senos. Casi no podía creerlo. Había decidido, tras consultar con Marilys, que los niños asistirían a la escuela en Whitehead, con los hijos de los ingenieros y los otros empleados de la compañía. Ricky podría participar en una excursión geológica a Phobos, situado a pocos meses de distancia. Increíble, pero tan cierto como que estaban allí en aquel momento.

¿Quién sabe?, se dijo. Hasta es posible que me calme yo mismo.

—Por lo que sé, el método de expedición, o de Salto, como también se lo conoce, fue inventado por un individuo llamado Victor Carune hacia 1987. Carune había recibido una subvención oficial para realizar investigaciones. Finalmente, el gobierno (o las compañías petroleras) puso las manos sobre el asunto. No se conoce la fecha exacta porque Carune era bastante excéntrico.

—¿Quieres decir que estaba loco? —preguntó Ricky.

—Solo un poco loco —precisó Marilys, sonriendo a Mark.

—¡Ah, ya!

—Bien, el tal Carune trabajó durante un tiempo sin informar de sus hallazgos al gobierno, y solo habló de ellos porque se le acababa el dinero y necesitaba una nueva subvención.

—Si no es de su entera satisfacción, le devolvemos el dinero —interrumpió Pat, riendo nuevamente.

—Exacto, cariño —replicó Mark, acariciándole tiernamente el flequillo.

En aquel momento, entraron silenciosamente dos nuevos auxiliares, vistiendo el mono rojo brillante de los empleados de la empresa de viajes espaciales. Llevaban en una mesilla de ruedas un pulverizador de acero inoxidable con un tubo de goma; cuidadosamente ocultos por los faldones del mantel de la mesilla —Mark lo sabía— había dos bombonas de gas; en la bolsa sujeta a uno de los lados se guardaban un centenar de mascarillas desechables. Mark continuó hablando, con la esperanza de que su familia no reparara en los recién llegados. Si alcanzaba a relatar la historia hasta el final, su mujer y sus hijos serían los primeros en acoger el gas con los brazos abiertos. Por otra parte, tampoco tenían otra alternativa.

—Ya sabéis que el Salto no es otra cosa que un proceso de teletransporte. En los ambientes profesionales se lo llama Efecto Carune. El término «salto» fue una invención del mismo Carune, que era un fanático de las novelas de ciencia ficción. En una de ellas, llamada Destino a las estrellas, de Alfred Bester, ya se hablaba de este fenómeno. Aunque en la novela se supone que uno puede someterse a la experiencia solo con el pensamiento, mientras que, en la práctica, no es posible.

En aquel momento los auxiliares aplicaron la mascarilla a una anciana. Esta aspiró una vez y se quedó tendida, serena y laxa, sobre su tumbona. La falda se había levantado ligeramente, revelando un muslo fláccido y surcado por varices. Un auxiliar acomodó la tela con discreción mientras el otro cambiaba la mascarilla usada por una nueva, lo que llevó a Mark a pensar en los vasos de plástico que suelen hallarse en las habitaciones de los moteles.

Miró a Pat, rogando a Dios que se tranquilizara; había visto niños a los que era necesario someter por la fuerza, y algunos seguían chillando hasta que las mascarillas les cubrían el rostro. No es que no encontrara normal una reacción semejante en un niño, pero no deseaba ver a Patty en esas circunstancias. Ricky le inspiraba más confianza.

—Lo que sí se puede afirmar que el nuevo descubrimiento llegó en el momento oportuno —prosiguió. Se dirigía a Ricky, pero sostenía entre las suyas la mano de su hija. Los dedos de la niña aferraban los de su padre, rígidos por el pánico. Tenía las palmas frías y algo sudadas.

»El mundo estaba a punto de agotar las reservas de petróleo existentes, que, en su mayor parte, seguían perteneciendo a los países del Oriente Medio, los cuales lo utilizaban como arma política. Habían formado un cártel petrolero al que llamaban OPEP.

—¿Qué es un cártel? —preguntó Patty.

—Pues... un monopolio —respondió Mark.

—Algo así como un club, cariño —interrumpió Marilys—. Pero solo puedes pertenecer a ese club si tienes muchísimo, pero muchísimo petróleo.

—No me voy a detener a explicaros ahora cómo estaba el mundo en aquella época. Ya lo estudiaréis en la escuela. Pero era un verdadero caos. Solo se podía utilizar el automóvil dos veces por semana, y la gasolina costaba quince dólares antiguos el galón...

—¡Diablos! —exclamó Ricky—. Ahora solo cuesta tres o cuatro centavos, ¿no es así, papá?

Mark sonrió.

—Precisamente por eso vamos a donde vamos. En Marte hay petróleo para ocho mil años más, y en Venus para otros veinte mil... De todos modos, ese combustible ya no es tan importante. Lo que realmente necesitamos ahora es...

—¡Agua! —chilló Patty.

El hombre de negocios alzó la vista de sus papeles y le sonrió durante un instante.

—Exacto —replicó Mark—. Porque entre los años 1960 y 2030 contaminamos casi toda el agua de que disponíamos. El primer envío de agua de las capas de hielo de Marte a la Tierra se conoce como...

—Operación Paja —aclaró Ricky.

—Eso es. En el 2045, más o menos. Aunque mucho antes se había utilizado el mismo procedimiento (el Salto) en la búsqueda de nuevos manantiales en la Tierra. Y ahora el agua representa la mayor parte de las exportaciones marcianas... el petróleo no es más que un negocio secundario. Pero entonces era vital.

Los chicos asintieron.

—El caso es que estas cosas siempre habían estado allí, pero solo pudimos conseguirlas cuando se inventó el teletransporte. Cuando Carune descubrió el proceso, el mundo se estaba sumiendo en una nueva Edad Oscura. Hubo un invierno tan frío que más de diez mil personas murieron congeladas en Estados Unidos por falta de calefacción.

—¡Caramba! —comentó Patty, flemática.

En aquel momento, dos auxiliares hablaban con un hombre de aspecto tímido, con la finalidad de que se atuviera a sus indicaciones. Finalmente aceptó la mascarilla y cayó como muerto sobre su tumbona a los pocos segundos.

Primerizo (pensó Mark). Se adivina enseguida.

—Para Carune, todo empezó con un lápiz, unas llaves, un reloj de pulsera y unos cuantos ratones. Los ratones le demostraron que había un problema...

Victor Carune volvió a su laboratorio borracho de alegría. Creía saber ahora lo que habían sentido Morse, Alexander Graham Bell, Edison..., pero su descubrimiento superaba los de sus predecesores, y en dos ocasiones había estado a punto de estrellar la furgoneta en el camino de regreso de la tienda de animales de New Paltz, donde había gastado sus últimos veinte dólares en nueve ratones blancos. Todo lo que poseía en el mundo eran los dieciocho dólares de su cuenta de ahorros y los noventa y tres centavos de su bolsillo derecho. Pero ni por un momento pensó en ello. Y, de haberlo hecho, seguramente no le habría importado.

Había habilitado un viejo granero como laboratorio, al que se llegaba por un camino estrecho y polvoriento. Precisamente en aquel camino había estado a punto de volcar por segunda vez. El depósito de gasolina estaba casi vacío, y no podría llenarlo antes de diez o quince días, pero eso tampoco le importaba. En su cerebro enfebrecido las ideas giraban como un torbellino.

Nada de lo que sucedió a continuación era totalmente inesperado. Una de las razones por las que el gobierno le había asignado la mísera suma de veinte mil dólares al año era la posibilidad, hasta entonces no satisfecha, de la transmisión de partículas.

Pero que sucediera así..., de pronto... sin previo aviso... y con menos consumo de electricidad que el de un televisor en color... ¡Dios mío!

Aparcó la furgoneta frente al granero. En el asiento trasero había una caja con la leyenda VENGO DE LA TIENDA DE ANIMALES DE STACKPOLE e imágenes de perros, gatos, cobayas y peces dorados. Carune agarró la caja y corrió hacia la doble puerta de entrada al laboratorio.

Intentó abrir uno de los portones. Al comprobar que no podía, recordó que lo había cerrado con llave.

—¡Demonios! —aulló, buscándolas en los bolsillos del pantalón.

Siempre olvidaba que una de las condiciones impuestas por el gobierno al concederle la subvención era la de mantener su centro de investigaciones permanentemente cerrado con llave.

Cuando por fin las encontró, se quedó fascinado ante la que abría el granero.

Así como el teléfono fue empleado por primera vez de una manera totalmente fortuita —Bell, al verter un poco de ácido sobre unos papeles y quemarse, gritó al aparato: «¡Watson, venga enseguida!»—, el primer teletransporte tuvo lugar por casualidad. Sin darse cuenta, Victor Carune teletransportó dos de sus dedos hasta el otro extremo del granero, a unos ciento cincuenta metros.

Carune había instalado dos ventanillas, una a cada extremo del granero. En la de su lado había colocado una pistola iónica, de las que se venden en las tiendas de equipos electrónicos por menos de quinientos dólares. En la de la parte opuesta, de forma y tamaño aproximados a los de un libro, al igual que la primera, había instalado una cámara de gas. Entre ambas había algo parecido a una cortina de baño, suponiendo que una cortina de baño pudiera ser de plomo. La idea consistía en disparar iones a través de la primera ventanilla y observar su curso por la cámara de gas, con la cortina de plomo para demostrar que realmente estaban siendo transmitidos. En dos años, el experimento solo había resultado en un par de ocasiones. Del porqué, Carune no tenía ni la menor idea.

Estaba instalando la pistola iónica en su correspondiente soporte, cuando pasó dos dedos por la ventanilla, sin darse cuenta. Habitualmente, no había problemas, pero, aquella mañana, Carune había accionado, al rozarlo con la cadera, el interruptor general del panel situado a la izquierda de la ventanilla. No se dio cuenta de lo que había ocurrido —el zumbido de la máquina en funcionamiento era casi inaudible—, hasta que sintió un hormigueo en los dedos.

«No tenía nada que ver con una descarga eléctrica», escribió Carune en el único artículo sobre el tema que pudo publicar antes de que el gobierno le hiciera callar. El artículo apareció nada menos que en Mecánica Popular, y lo vendió por setecientos cincuenta dólares, en su último y desesperado intento de mantener su invento en el ámbito de la empresa privada. «No tenía nada del desagradable estremecimiento que se siente, por ejemplo, al tomar un cable deshilachado. Se parecía más a la sensación que se tiene al tocar una máquina que funciona a toda su velocidad. Las vibraciones son tan rápidas e imperceptibles, que se experimenta, literalmente, un cosquilleo.»

«Vi que mi dedo índice había desaparecido, con un corte oblicuo, a la altura del nudillo. El otro, un poco más abajo. Y no quedaba ni rastro de la uña del anular.»

Carune, profiriendo un grito, había retirado la mano instintivamente. Como escribió más tarde, creyó incluso haber visto sangre, aunque, obviamente, se trataba solo de una alucinación. Al moverse, golpeó la pistola, que se estrelló contra el suelo.

Permaneció inmóvil. Se metió los dedos en la boca para cerciorarse de que sí, de que seguían allí. Se dijo a sí mismo que estaba trabajando demasiado, que estaba agotado. Pero le asaltó otra idea: la de que acababa de descubrir algo... muy importante.

Carune no se atrevió a pasar los dedos por la ventanilla otra vez. De hecho, solo lo hizo dos veces en su vida.

Al principio, no hizo nada. Durante mucho tiempo, estuvo dando vueltas sin rumbo alrededor del granero, pasándose las manos por el pelo y preguntándose si debía llamar a Carson, de New Jersey, o a Buffington, de Charlotte. Sabía que el tacaño de Carson jamás aceptaba conferencias a cobro revertido, pero quizá Buffington lo hiciera.

De pronto, tuvo una idea: si sus dedos habían cruzado el granero, tal vez encontrara algún indicio en la segunda ventanilla. Naturalmente, no lo había. Carune la había instalado sobre una pila de cajones de embalaje. Parecía una especie de guillotina, solo que de juguete y sin hoja. A uno de los lados del marco de la ventanilla, de acero inoxidable, había un enchufe con un cable que conectaba con la terminal de transmisiones, que era poco más que un transformador de partículas unido a un ordenador.

Esto le recordó que...

Carune miró su reloj; eran las once y cuarto. Si bien el gobierno le daba poco dinero, le proporcionaba tiempo de ordenador, algo infinitamente valioso. Aquella tarde, disponía de él hasta las tres; luego debería despedirse hasta el lunes siguiente. Tenía que moverse, hacer algo...

«Volví a contemplar los cajones —escribió Carune en su famoso artículo— y después examiné las puntas de mis dedos. No había duda, la prueba estaba allí. Se me ocurrió que no podría convencer a nadie, a excepción de mí mismo. Pero, en principio, ¿a quién hay que convencer, si no es a uno mismo?»

—¿Y qué era? —preguntó Ricky.

—Sí —añadió Patty—, ¿qué era?

Mark sonrió. Estaban, incluida Marilys, pendientes de un hilo. Casi habían olvidado dónde se hallaban. Mark vio con el rabillo del ojo cómo los auxiliares de la compañía desplazaban silenciosamente el carrito entre los viajeros, sumiéndolos en un sueño profundo. Nunca el proceso era tan rápido en el sector civil como en el militar. Los civiles se ponían nerviosos y discutían. El zumbido y la máscara de goma recordaban demasiado a un quirófano, donde los cirujanos, con sus bisturíes, acechaban tras los anestesistas y sus bombonas de acero inoxidable. A veces, había histeria o pánico; y siempre alguien perdía los nervios.

Dos hombres se levantaron de sus tumbonas con absoluta serenidad, se desprendieron de la solapa las etiquetas y se dirigieron hacia la salida en silencio. Tras devolver los papeles a uno de los auxiliares, se marcharon sin volver la cabeza. Los empleados de la compañía tenían instrucciones muy precisas de no discutir con los que desistían de su propósito. Siempre había listas de espera, a veces, de hasta cuarenta o cincuenta personas. Cuando alguien abandonaba, un nuevo viajero entraba con su etiqueta sujeta a la camisa.

—Carune encontró dos astillas en su dedo índice —continuó Mark—. Las extrajo y las guardó. Una de ellas se ha perdido para siempre, pero la otra se conserva en una vitrina herméticamente cerrada del anexo del Instituto Smithsoniano, en Washington, muy cerca de la que contiene las piedras que trajeron de la Luna los primeros viajeros espaciales.

—¿Qué luna, papá, la nuestra o la de Marte? —preguntó Ricky.

—La nuestra —respondió Mark, sonriendo—. En Marte ha aterrizado un solo vuelo tripulado por el hombre, Ricky, una expedición francesa, alrededor de 2030. Bueno, como iba diciendo, así fue cómo una vulgar astilla acabó en el Instituto Smithsoniano: el primer objeto teletransportado a través del espacio.

—Y después ¿qué ocurrió? —preguntó Patty.

—Pues, según cuentan, Carune echó a correr...

Carune echó a correr hacia la primera ventanilla y permaneció junto a ella unos segundos, sin aliento, el corazón saltándole en el pecho con fuertes latidos. Tengo que serenarme, se dijo. Concentrarme en esto. Si se actúa con precipitación, no se aprovecha el tiempo.

Desatendiendo deliberadamente lo que ocupaba el primer plano de sus pensamientos, sacó las astillas, guardándolas en un envoltorio de chocolate. Una de las dos se perdió más tarde, la otra es la del Instituto Smithsoniano, con su vitrina rodeada de cintas de terciopelo y eternamente vigilada por un circuito interno de televisión.

Extraída la astilla, Carune se sintió un poco más tranquilo. Se le ocurrió repetir la experiencia con un lápiz. Tomó uno y lo introdujo con precaución en la primera ventanilla. El lápiz fue desapareciendo lentamente, centímetro a centímetro, como en el truco de un prestidigitador en una ilusión óptica. Llevaba impresas, sobre el barniz amarillo, unas letras en negro: EBERHARD FABER, n.o 2. Cuando solo quedaban las letras EBERH, Carune fue a mirar qué pasaba en la segunda ventanilla.

Allí estaba el lápiz, como si un cuchillo lo hubiese seccionado. El corazón le golpeaba en el pecho inconteniblemente cuando lo tomó.

Lo alzó; lo observó. En un arrebato, escribió: ¡FUNCIONA! Apretó con tal fuerza que la mina acabó por quebrarse. Carune se echó a reír como un loco en el granero desierto; rió tanto que una bandada de golondrinas levantó el vuelo, desapareciendo por unos agujeros en el techo.

—¡Funciona! —gritó, corriendo de nuevo hacia la primera ventanilla. Agitaba los brazos como un poseso, blandiendo el lápiz quebrado en una mano—. ¡Funciona! ¡Funciona! ¿Me oyes, Carson, imbécil? ¡Funciona y ES OBRA MÍA! ¡ES OBRA MÍA!

—Mark, no hables así a los niños —le reprochó Marilys.

Mark se encogió de hombros.

—Según cuentan, eso fue lo que dijo.

—¿Y no podrías dar una versión expurgada de los hechos?

—Papá —interrumpió Patty—. ¿El lápiz también está en el Instituto?

—¿No es verdad que los osos cagan en el bosque? —replicó Mark, tapándose la boca, fingiendo sorpresa ante su propia obscenidad.

Los dos chicos se echaron a reír estrepitosamente. Las risas de Patty habían perdido aquel tono nervioso, pensó Mark, aliviado. Marilys frunció el ceño en un gesto de reproche, pero no pudo evitar echarse a reír también.

A continuación, Carune experimentó con las llaves. Empezaba a pensar con claridad. Se preguntó si no habría llegado el momento de averiguar si los objetos teletransportados sufrían algún cambio en el proceso.

Vio pasar las llaves por la ventanilla y, exactamente en el mismo instante, las oyó caer en el otro extremo, sobre el cajón de embalaje. Se dirigió hacia la segunda ventanilla sin prisa, aprovechando esta vez para ajustar la posición de la cortina de plomo. De todas formas, ya no la necesitaba, como no necesitaba la pistola. Menos mal, porque la pistola había quedado hecha pedazos.

Probó una de las llaves del candado que el gobierno le había obligado a colocar en los portones. Funcionaba a la perfección. Después, hizo lo propio con la de su casa. No había problemas. Lo mismo ocurría con las llaves de los archivadores y de la furgoneta.

Carune se guardó las llaves en el bolsillo y se quitó el reloj de pulsera. Era un Seiko de cuarzo con un pequeño ordenador bajo la esfera. Veinticuatro botoncitos permitían efectuar cualquier operación matemática, desde la suma y la resta, hasta la raíz cuadrada. Además de un magnífico cronómetro, un delicado mecanismo de precisión. Carune colocó el reloj delante de la ventanilla y lo empujó suavemente con un lápiz.

El reloj reapareció instantáneamente al otro extremo. En el momento de introducirlo marcaba las 11.31.37. Cuando Carune lo recogió, las 11.31.49. Perfecto. Aunque hubiese sido mucho mejor disponer de un ayudante junto a los cajones para certificar que no había alteración temporal alguna. Bueno, no importaba tanto. Muy pronto, el gobierno lo cubriría de ayudantes.

Probó la calculadora del reloj. Dos y dos seguían siendo cuatro. Ocho dividido por cuatro continuaba siendo dos. La raíz cuadrada de once no había variado: 3,3166247..., etcétera.

Había llegado el momento de experimentar con los ratones.

—¿Qué pasó con los ratones, papá? —preguntó Ricky.

Mark dudó un momento. Tendría que andar con cautela si no quería asustar a sus hijos —y a su esposa— cuando faltaba ya tan poco tiempo para su primer salto. Lo más importante era convencerles de que el problema había sido resuelto y ahora todo estaba bien.

—Como iba diciendo, surgió un pequeño problema...

Sí. El horror, la locura y la muerte. ¿Qué os parece, niños?

Carune colocó la caja con los ratones sobre un estante y miró la hora. Eran las tres menos cuarto. Solo le quedaba una hora y cuarto de ordenador. Es increíble cómo pasa el tiempo cuando te diviertes, pensó, echándose a reír.

Abrió la caja y sacó un ratón blanco tomándolo por la cola. El animalillo chillaba desesperadamente. Lo situó delante de la ventanilla. «Vamos, ratoncito», dijo. El ratón se escurrió por un lado del cajón sobre el cual estaba instalada la ventanilla. Carune lanzó una maldición, e intentó atraparlo, pero cuando le puso la mano encima, el animal se deslizó por una grieta en el suelo, entre dos tablones.

¡Demonios! —gritó Carune.

Volvió a coger la caja y evitó por los pelos que dos ratones escaparan. Agarró otro ratón, esta vez por el cuerpo. Era físico, y no tenía la menor idea de cómo tratar a un ratón. Cerró la caja cuidadosamente.

El animal se prendió a la mano de Carune, pero fue inútil: este lo introdujo en la ventanilla. Inmediatamente lo oyó caer sobre el cajón del otro extremo. Esta vez corrió, recordando cómo se le había escapado el primer ratón. No tenía por qué preocuparse. El animal estaba acurrucado sobre el cajón, los ojos apagados, respirando débilmente. Carune se le acercó despacio. No estaba acostumbrado a bregar con ratones, pero no hacía falta ser un lince para ver que algo había salido terriblemente mal.

(—El ratón no estaba, después de la experiencia, tan bien como al principio —dijo Mark, con una amplia sonrisa, que solo Marilys percibió forzada.)

Carune tocó el ratón. Era algo inerte —como paja o serrín—, salvo por los flancos, que se movían en busca de aire. No miraba a su alrededor ni a Carune; miraba fijamente hacia adelante. Antes, era un animalillo vivaz, nervioso: lo que quedaba no era más que una copia de cera.

Carune chasqueó los dedos ante los ojillos rosados del ratón, que parpadeó varias veces... y cayó muerto.

—Así que Carune decidió probar con otro ratón —continuó Mark.

—Y al primero, ¿qué le había pasado? —preguntó Ricky.

Mark volvió a forzar una sonrisa.

—Se le retiró con todos los honores —dijo.

Carune metió el cuerpo del ratón muerto en una bolsa de papel. Quería llevárselo al veterinario Mosconi aquella misma noche. Mosconi podría hacer una autopsia para averiguar lo ocurrido. El gobierno desaprobaría la inclusión de un ciudadano particular en un proyecto que había sido calificado como triplemente secreto. Peor para ellos, pensó. Estaba decidido a hacer cuanto estuviese en su mano para que el Gran Padre Blanco de Washington entrara en el juego lo más tarde posible. Vista la magra ayuda que le había prestado, podía esperar.

Entonces, recordó que Mosconi vivía muy lejos, más allá de New Paltz, y que no tenía suficiente gasolina en la furgoneta para ir a verle y regresar.

Pero eran las 2.03. Tenía menos de una hora del ordenador. Se preocuparía más tarde de la maldita autopsia.

Carune construyó una especie de embudo, que fijó delante de la ventanilla de partida.

(—En realidad —explicó Mark—, se trataba de la primera rampa jamás construida para realizar expediciones. —A Patty, la idea de que los ratones entraran en la ventanilla deslizándose por un tobogán le resultaba extraordinariamente divertida.)

El investigador dejó caer otro ratón al embudo. Bloqueó la entrada con un libro y, tras olisquear y pasearse durante unos pocos momentos, el ratón pasó por la ventanilla y desapareció.

Carune corrió hacia el otro extremo del granero.

El animal estaba muerto.

No había sangre ni edemas que indicaran que un cambio violento de la presión sanguínea hubiese roto algún órgano interno. Carune se preguntó si tal vez la falta de oxígeno pudiera...

Sacudió la cabeza, irritado. El ratón había tardado una millonésima de segundo en aparecer en la segunda ventanilla. El reloj confirmaba que el tiempo seguía siendo una constante en el proceso. Por lo menos, aparentemente.

El segundo ratón fue a reunirse con el primero en la bolsa de papel. Carune sacó de la caja un tercer ratón (el cuarto, si se cuenta el afortunado que había huido por la grieta), preguntándose qué se acabaría antes, si los ratones o el tiempo de ordenador disponible.

Agarró firmemente el cuerpo del animal y le obligó a pasar las patas traseras por la ventanilla. Al otro lado del granero, vio reaparecer las patas... solo las patas, que se aferraban desesperadamente al cajón.

Carune retiró el ratón de la ventanilla. Estaba rabiosamente vivo. Tan vivo, que le mordió un dedo, haciéndole sangrar. Devolvió el ratón a la caja y se desinfectó la herida con el agua oxigenada que tenía en el botiquín.

Se cubrió la herida con un apósito. Lo revolvió todo hasta encontrar un par de pesados guantes de trabajo. El tiempo corría cada vez más, cada vez más... Ya eran las 2.11.

Tomó otro ratón y lo hizo pasar por la ventanilla, íntegro. El ratón vivió casi dos minutos. Incluso llegó a corretear un poco por el cajón, aunque tambaleándose, antes de caer de lado, luchando débilmente por volver a incorporarse, solo para caer otra vez, ahora sobre sus cuatro patas. Carune chasqueó los dedos delante del animal, que dio quizá cuatro pasos y cayó nuevamente de lado. Los flancos se agitaban cada vez más y más débilmente, hasta que quedaron inmóviles. Estaba muerto.

Carune sintió un escalofrío.

Volvió a la primera ventanilla, tomó otro ratón y lo introdujo de cabeza, pero solo hasta la mitad. Lo vio reaparecer en el otro lado. Primero la cabeza, después el cuello y las patas delanteras. Carune aflojó la presa sobre el ratón, dispuesto, sin embargo, a sujetarlo si se ponía nervioso. No fue necesario: el animal permaneció inmóvil, con medio cuerpo en cada extremo del granero.

Carune corrió a ver el resultado en la segunda ventanilla.

El ratón seguía vivo, pero sus ojillos rosados estaban opacos, velados. Los bigotes no se movían. Al mirar desde detrás, Carune vio algo sorprendente. Como en el caso del lápiz, tenía ante sí la sección transversal del cuerpecillo del animal. Las vértebras de la minúscula espina dorsal con sus anillos concéntricos, la sangre circulando por las venas, los tejidos del esófago en movimiento, llenos de vida. Pensó que, al menos, como escribiría más tarde en su famoso y único artículo, aquello podría constituir un magnífico instrumento de diagnóstico.

Entonces advirtió que los movimientos del esófago del ratón habían cesado. Estaba muerto.

Carune levantó al ratón por el hocico, venciendo su repugnancia, y lo dejó caer en la bolsa de papel, junto a los anteriores. Basta ya de ratones, pensó. Mueren si los introduces íntegros, tanto si los metes de cabeza como si lo haces hacia atrás. Mueren si solo metes la mitad anterior. Pero, si metes solo la parte trasera, conservan toda su vitalidad.

¿Qué demonios estaría pasando?

Una cuestión sensorial, pensó, casi por azar. Al hacer el viaje, ven algo, oyen algo, tocan algo. ¡Dios mío!, puede incluso que huelan algo que los fulmina. Pero ¿qué?

No tenía ni idea, pero se propuso descubrirlo.

Le quedaban cuarenta minutos antes de que le desconectaran el ordenador. Descolgó un termómetro que había en la pared, junto a la puerta de la cocina, y lo introdujo en la ventanilla. Al salir, marcaba treinta grados, la misma temperatura que al entrar. Buscó en el trastero, donde tenía juguetes para entretener a sus nietos. Encontró un paquete de globos. Infló uno, lo ató y lo lanzó igualmente a través de la ventanilla. El globo surgió intacto, sin el menor rasguño. Estaba claro que la presión no tenía nada que ver con el asunto.

Aún le restaban cinco minutos para la hora fatídica. Corrió hasta su casa, regresó con una pecera, en cuyo interior nadaban Percy y Patrick, moviendo aletas y girando agitados. Empujó la pecera hacia el interior de la ventanilla.

La pecera apareció, intacta, sobre el cajón de embalaje. Pero Patrick flotaba panza arriba; Percy nadaba lentamente cerca del fondo de la pecera, como aturdido. Segundos después flotaba también como su compañero. Carune iba a tomar la pecera cu

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