Semillas del ayer (Saga Dollanganger 4)

V.C. Andrews

Fragmento

cap-2

FOXWORTH HALL

Y así llegó el verano en que, cuando yo tenía cincuenta y dos años, y Chris, cincuenta y cuatro, se cumplió finalmente la promesa de riquezas que nuestra madre nos había hecho hacía mucho tiempo, cuando Chris y yo teníamos catorce y doce años, respectivamente.

Los dos nos quedamos de pie contemplando aquella enorme y espantosa casa que habíamos esperado no volver a ver jamás. Aunque no era una reproducción exacta del Foxworth Hall original, sentí un estremecimiento interior. Qué precio habíamos tenido que pagar Chris y yo para estar ahí, donde nos hallábamos en ese momento, dueños provisionales de esa gigantesca casa que hubiera debido permanecer en ruinas carbonizadas. En otro tiempo muy lejano, yo había creído que los dos viviríamos en aquella casa como una princesa y un príncipe, y que entre nosotros existía el toque dorado del rey Midas, aunque mejor controlado.

No he vuelto a creer en cuentos de hadas.

Tan vivamente como si hubiera sucedido el día anterior, recordé aquella desapacible noche de verano, tenuemente iluminada por la mística luz de la luna llena y estrellas mágicas en un cielo de terciopelo negro, cuando nos acercamos a ese lugar por vez primera, con la esperanza de que únicamente nos sucedería lo mejor para acabar encontrando solamente lo peor.

Por aquel entonces Chris y yo éramos tan jóvenes, inocentes y confiados que creíamos en nuestra madre, la amábamos, nos dejábamos guiar por ella mientras nos conducía, a nosotros y a nuestros hermanos gemelos, una parejita de cinco años, a través de una noche en cierto modo horrible, hacia aquella mansión llamada Foxworth Hall. A partir de aquel momento, todos nuestros días futuros estarían iluminados por el verde, símbolo de riqueza, y el amarillo de la felicidad.

Qué fe tan ciega tuvimos cuando la seguíamos de cerca.

Encerrados en aquella sombría y lúgubre habitación en lo alto de la escalera, jugando en aquel ático mohoso y polvoriento, habíamos conservado nuestra confianza en las promesas de nuestra madre de que algún día poseeríamos Foxworth Hall y todas sus fabulosas riquezas. Sin embargo, a pesar de sus promesas, un viejo abuelo, cruel e inhumano, con un perverso pero tenaz corazón, que rehusaba dejar de latir para que cuatro jóvenes corazones, rebosantes de esperanza, pudieran vivir, lo impedía, de modo que nosotros esperamos y esperamos, hasta que transcurrieron más de tres larguísimos años y sin que mamá cumpliera su promesa.

Y no fue hasta el día en que ella murió —y se leyó su última voluntad— cuando Foxworth Hall cayó bajo nuestro control. Ella había legado la mansión a Bart, su nieto favorito, e hijo mío y de su propio segundo marido; pero hasta que Bart cumpliese veinticinco años, las propiedades quedaban bajo la custodia de Chris.

La reconstrucción de Foxworth Hall había sido ordenada antes de que ella partiera hacia California para buscarnos, pero hasta después de su muerte no fueron completados los últimos retoques de la nueva Foxworth Hall.

Durante quince años, la casa permaneció vacía, cuidada por celadores, administrada legalmente por un bufete de abogados que habían escrito o telefoneado a Chris para discutir con él los problemas que iban surgiendo. La mansión aguardaba, agraviada tal vez, el día en que Bart decidiese vivir allí, como siempre habíamos supuesto haría un día. Y ahora nos la cedía por un corto espacio de tiempo para que fuese nuestra hasta que él llegase y tomase posesión de todo.

«Siempre existe una trampa en cada ganga ofrecida», susurraba mi mente suspicaz. Y sentía el señuelo que se nos ofrecía para tendernos un lazo de nuevo. ¿Habíamos recorrido Chris y yo un camino tan largo con el único fin de completar la vuelta al círculo, regresando al principio?

¿Cuál sería esta vez la trampa?

«No, no», me repetía a mí misma una y otra vez; mi naturaleza recelosa, siempre insegura, estaba dominándome. Teníamos el oro sin empañar..., ¡lo teníamos! Algún día teníamos que obtener nuestra recompensa. La noche había terminado: nuestro día había llegado por fin, y ahora estábamos de pie, a la plena luz de los sueños que se habían realizado.

Hallarnos aquí en ese momento, planeando vivir en esa casa restaurada, puso repentinamente una amargura familiar en mi boca. Todo mi placer desapareció. Estaba viviendo una pesadilla que no se desvanecería cuando abriese los ojos.

Aparté tal sentimiento y sonreí a Chris, apretándole los dedos. Contemplé la reconstruida Foxworth Hall, que se alzaba entre las cenizas de la antigua mansión, para enfrentarnos y confundirnos de nuevo con su majestuosidad, su formidable tamaño, su sensación de albergar el mal y sus innumerables ventanas con persianas negras como párpados pesados sobre unos oscuros ojos pétreos. Se levantaba imponente, enhiesta y amplia, extendiéndose sobre varios centenares de metros cuadrados en una grandeza tan magnífica que intimidaba. Era mayor que muchos hoteles, construida en forma de una gigantesca «T», con una enorme sección central de la que partían alas que se proyectaban en dirección norte y sur, este y oeste.

Estaba construida con ladrillos rosados. Las numerosas persianas negras hacían juego con el tejado de pizarra. Cuatro impresionantes columnas corintias de color blanco soportaban el gracioso pórtico de la fachada. Sobre la doble puerta principal negra, se percibía una especie de fuego de artificio producido por los cristales de colores. Unas enormes planchas de latón con el escudo de armas adornaban las puertas y convertían aquello que hubiera podido ser sencillo en algo elegante y menos sombrío.

Eso habría debido animarme, si el sol no hubiera adoptado, de pronto, una posición huidiza detrás de una oscura nube empujada por el viento. Levanté la mirada hacia el cielo, que se había vuelto tempestuoso y lleno de malos presagios, anunciando la lluvia y el viento. Los árboles del bosque circundante comenzaron a balancearse de tal modo que los pájaros se alborotaron alarmados, revoloteando y chillando mientras huían en busca de cobijo. Los prados verdes, conservados sin mácula, enseguida quedaron cubiertos de ramitas rotas y hojas caídas, y las flores, abiertas en sus cuadros dispuestos de manera geométrica, eran fustigados sin piedad contra el suelo.

Temblé y pensé: «Dime otra vez, Christopher querido, que todo saldrá bien. Dímelo otra vez, porque ahora que el sol se ha ido y la tormenta se acerca, ya no puedo creerlo.»

Él miró también hacia arriba, presintiendo mi creciente ansiedad, mi poco deseo de seguir adelante, a pesar de la promesa formulada a Bart, mi hijo segundo. Hacía siete años que los psiquiatras nos habían dicho que su tratamiento estaba teniendo éxito y que Bart era normal por completo y podía vivir su vida entre la sociedad sin necesidad de ninguna terapia.

Con la intención de animarme, el brazo de Chris se alzó para rodearme los hombros, y sus labios rozaron mi mejilla.

—Acabará por dar un buen resultado para todos nosotros. Sé que será así. Ya no habrá muñecas de Dresde atrapadas en la habitación del ático, pendientes de que los mayores hagan lo correcto. Ahora nosotros somos los adultos, controlamos nuestras vidas. Hasta que Bart alcance la edad fijada para recibir su herencia, tú y yo somos los amos; el doctor Christopher Sheffield y su esposa, de Marín County, California. Nadie nos conocer

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