Un recodo en el río

V.S. Naipaul

Fragmento

1

El mundo es lo que es: los hombres que no son nada, que se permiten llegar a no ser nada, no tienen lugar en él.

Nazruddin, el hombre que me vendió la tienda a bajo precio, no creía que me fuera a ser fácil reanudar el negocio. El país, igual que otros de África, había pasado sus dificultades después de conseguir la independencia. La ciudad del interior, asentada en el recodo del gran río, casi había dejado de existir, y Nazruddin afirmaba que yo tendría que empezar desde el principio.

Viajé en mi Peugeot desde la costa. Fue uno de esos viajes que nadie sería capaz de emprender ahora en África: desde la costa oriental hasta el centro. A lo largo del camino, demasiados lugares han sido cerrados o manchados de sangre. Aun entonces, cuando las carreteras estaban más o menos abiertas al tránsito, tardé más de una semana en llegar.

No fue solo por culpa de las dunas, el barro, las estrechas, tortuosas y destruidas carreteras de las montañas. Fueron las continuas detenciones en los puestos fronterizos, todas aquellas discusiones en la selva a las puertas de chozas de madera con astas en que ondeaban banderas extrañas. Tuve que dar muchas explicaciones para que yo y mi Peugeot pudiéramos pasar los controles de hombres armados, tan solo para adentrarnos más y más en la selva. Y después tuve que hablar aún más, soltar unos cuantos billetes y regalar latas de comida para que yo y mi Peugot pudiéramos salir de los lugares donde nos habíamos metido gracias a mi labia.

Algunos de aquellos parlamentos me ocupaban medio día. El jefe solía pedirme sumas ridículas, dos mil o tres mil dólares. Me negaba a pagarle. El hombre entraba en su choza, como si no hubiera nada que añadir; yo me quedaba merodeando por los aldos horas, entraba en la choza o bien él salía y acordábamos el pago de dos o tres dólares. Era lo que Nazruddin me había dicho cuando le pregunté qué visado debía llevar y él contestó que los billetes de banco eran mejor que nada. «En esos lugares siempre puedes entrar. Lo difícil es salir. Es una lucha particular. Cada cual se las arregla como puede.»

A medida que me adentraba en África –el monte bajo, el desierto, las cuestas pedregosas de las montañas, los lagos, las lluvias vespertinas, el fango, y luego el lado más húmedo de la montaña, los bosques de helechos y los bosques de gorilas–, a medida que me internaba, pensaba: «Esto es una locura. Voy en la dirección equivocada. Al final de esto no puede haber una vida nueva».

Pero seguía adelante. Cada día de conducción era una hazaña; con la hazaña de cada día me resultaba más difícil dar marcha atrás. Y no podía dejar de pensar que así debió de haber sido en el pasado para los esclavos. El mismo trayecto, aunque a pie, naturalmente, y en dirección opuesta, del centro del continente a la costa oriental. Cuanto más se alejaban del centro y de las regiones de sus tribus, menos probabilidades tenían de escapar de la caravana y correr a casa, más nerviosos se ponían al ver a su alrededor a aquellos extraños africanos, hasta que al final, ya en la costa, dejaban de constituir un problema y solo ansiaban embarcar en las naves que los llevarían a otros lugares seguros allende el mar. Igual que el esclavo lejos de casa, ahora yo solo ansiaba llegar. Cuanto más me desanimaba el viaje más ganas tenía de seguir adelante y de adoptar mi nueva vida.

Al llegar me di cuenta de que Nazruddin no me había mentido. El lugar había pasado sus dificultades: más de la mitad de la ciudad asentada en el recodo del río estaba destruida. El antiguo barrio residencial europeo, junto a los rápidos, había sido incendiado, y la maleza crecía entre las ruinas; apenas podía distinguirse lo que había sido jardín de lo que había sido calle. Aún sobrevivían la zona comercial y la ocupada por edificios oficiales junto al puerto, así como algunas calles residenciales del centro. Pero no quedaba mucho más. Incluso las cités africanas se hallaban habitadas solo en los extremos y todo lo demás era ruina; la mayoría de las casas de cemento, bajas, cuadradas como cajas das con emparrados tropicales crecidos y moribundos, y esteras marrones y verdes.

La tienda de Nazruddin se hallaba en la plaza del mercado, en el barrio comercial. Olía a ratas y estaba llena de excrementos, pero se conservaba intacta. Había comprado la mercancía de Nazruddin, pero no quedaba nada. Había comprado también la clientela, pero eso no significaba nada pues casi todos los africanos habían vuelto a la selva, a la seguridad de sus aldeas, bien escondidas entre arroyos inaccesibles.

Después de mi ansiedad por llegar, comprendí que allí no tenía mucho que hacer. Pero no estaba solo. Había otros comerciantes, otros extranjeros; algunos habían vivido los disturbios. Esperé con ellos. La paz se mantuvo. La gente fue volviendo a la ciudad; los patios de la cité se llenaron poco a poco. La gente empezó a tener necesidad de los bienes de que podíamos abastecerla. Los negocios se reanudaron lentamente.

Zabeth fue una de mis primeras clientas habituales. Era marchande, no una vendedora del mercado, sino una humilde detallista. Pertenecía a una comunidad de pescadores, casi una pequeña tribu, y todos los meses bajaba desde su aldea a la ciudad para comprar al por mayor.

A mí me compraba lápices y cuadernos, hojas de afeitar, jeringas, jabones, pastas y cepillos de dientes, ropa, juguetes de plástico, cacerolas de hierro, sartenes de aluminio, platos y tazones esmaltados. Esas eran algunas de las cosas sencillas que la comunidad pesquera de Zabeth necesitaba del mundo exterior y de las que habían tenido que prescindir durante los disturbios. No eran indispensables ni lujosas, pero hacían más fácil la vida diaria. La gente de aquel lugar tenía muchas habilidades; eran capaces de valerse por sí mismos. Curtían el cuero, tejían telas, forjaban el hierro; ahuecaban los grandes troncos para convertirlos en barcas y los troncos más pequeños para fabricar morteros. Pero para esa gente, que siempre buscaba recipientes que no se mojaran, se ensuciaran con la comida ni gotearan, ¡qué bendición del cielo no supondría un cuenco esmaltado!

taba y cuánto podían o querían pagar por todos y cada uno de los artículos. Los comerciantes de la costa (mi propio padre incluido) solían decir – en especial cuando querían consolarse por alguna mala compra– que a la larga todo encontraba un comprador. Pero esa máxima no se cumplía en mi tienda. La gente se interesaba por las cosas nuevas –como las jeringas, que fueron una sorpresa para mí– y aun por las cosas modernas; sin embargo, sus gustos se quedaban fijos en los primeros ejemplares de aquellas cosas que habían aceptado. No confiaban más que en algún diseño particular o en alguna marca de fábrica. Era inútil que me esforzara en «vender» algo a Zabeth; debía ceñirme en lo posible a artículos conocidos. Así me evitaba complicaciones, aunque las transacciones resultaban muy aburridas. Eso contribuía a hacer de Zabeth una mujer de negocios eficaz y directa, cualidades no muy comunes entre los africanos.

No sabía leer ni escribir. Llevaba en la cabeza una larga y complicada lista de compras y recordaba con exactitud lo que había pagado por cada artículo en transacciones anteriores. Jamás pedía que se le fiara; detestaba la idea. Pagaba al contado y sacaba el dinero de un pequeño neceser que siempre traía a la ciudad. Todos los comerciantes conocían el neceser de Zabeth. No es que desconfiara de los bancos; sencillamente no los entendía.

Cuando charlaba con ella en el variopinto dialecto ribereño, solía decirle:

–El d

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