Camino hacia el pasado

Mary Higgins Clark

Fragmento

Agradecimientos

AGRADECIMIENTOS

Una vez más, es preciso dar mil gracias a todos los que han contribuido a la creación de este libro.

Siento una gratitud infinita por mi preparador de originales Michael Korda, con el que he trabajado desde hace tanto tiempo. Cuesta creer que han transcurrido veintiséis años desde que empezamos a colaborar en Where Are the Children? Es un placer trabajar con él y, durante los últimos diez años, con su ayudante Chuck Adams. Son amigos y asesores maravillosos.

Lisl Cade, mi agente de publicidad, es en verdad mi mano derecha, alentadora, perceptiva, colaboradora en muchos sentidos. Te quiero, Lisl.

Gracias a mis agentes Eugene Winick y Sam Pinkus, verdaderos amigos en todo tiempo y lugar.

La subdirectora de correctores de estilo Gypsy da Silva y yo hemos vuelto a compartir un viaje emocionante. Muchísimas gracias a Gypsy.

Gracias también a la correctora de estilo Carol Catt, al corrector de pruebas Michael Mitchell y al corrector tipográfico Steve Friedeman, por vuestro minucioso trabajo.

John Kaye, fiscal del condado de Monmouth, ha tenido la amabilidad de contestar a las preguntas de esta escritora acerca del papel de la oficina del fiscal, mientras escribía este libro. Le estoy muy agradecida, y si en algún punto me he equivocado, pido disculpas.

El sargento Steven Marron y el detective Richard Murphy, de la oficina del fiscal de distrito del condado de Nueva York, han seguido asesorándome sobre cómo los investigadores reales reaccionan ante las situaciones descritas en estas páginas. Agradezco mucho su ayuda.

Una vez más, gracias y bendiciones a mis colaboradoras y amigas Agnes Newton y Nadine Petry, y a mi cuñada Irene Clark, que se encargó de ir leyendo el manuscrito.

Judith Kelman, autora y amiga, siempre ha respondido sin vacilar cuando necesitaba una respuesta a una pregunta difícil. Es una gran investigadora y una gran amiga. Gracias, Judith.

Mi hija, la también autora Carol Higgins Clark, ha estado escribiendo un libro mientras yo escribía el mío. Esta vez nuestros caminos han corrido en paralelo pero separados, aunque no así nuestra capacidad de comunicar los altibajos del proceso creativo.

He estudiado los escritos de especialistas en los campos de la reencarnación y la regresión, y reconozco agradecida las contribuciones que he obtenido de sus obras. Son Robert G. Jarmon, Ian Stevenson y Karlis Osis.

Para el padre Stephen Fichter, muchas gracias por una confirmación bíblica de última hora.

Acabo dando las gracias a mi marido John, y a nuestras maravillosas familias combinadas, hijos y nietos, a los que menciono en la dedicatoria.

Y ahora, a mis lectores, pasados, presentes y futuros, gracias por elegir este libro. Deseo de todo corazón que lo disfruten.

Martes, 20 de marzo

MARTES, 20 DE MARZO

1

Se desvió por el paseo marítimo y notó todo el impacto del oleaje. Al observar el paso veloz de las nubes, decidió que más tarde podría nevar, aunque mañana era el primer día de la primavera. Había sido un invierno largo y todo el mundo anhelaba la llegada del buen tiempo. Él no.

La época que más le gustaba de Spring Lake era el otoño. Para entonces, los veraneantes habían cerrado sus casas y ni siquiera aparecían los fines de semana.

No obstante, le molestaba que, a cada año que pasaba, más y más gente vendiera sus residencias invernales y se estableciera en la población de manera permanente. Habían decidido que valía más la pena desplazarse cien kilómetros para ir a trabajar a Nueva York, sólo para poder empezar y terminar el día en aquella bonita y tranquila población costera de Nueva Jersey.

Spring Lake, con sus casas victorianas que parecían no haber cambiado un ápice desde la década de 1890, merecía las inconveniencias del desplazamiento, explicaban.

Spring Lake, con el fresco y tonificante aroma del mar siempre presente, vivificaba el alma, proclamaban.

Spring Lake, con su paseo de tablas de cuatro kilómetros, donde uno podía abismarse en la plateada magnificencia del Atlántico, era un tesoro, comentaban.

Toda esta gente (los veraneantes, los residentes permanentes) compartía muchas cosas, pero ninguno compartía sus secretos. Podía pasear por Hayes Avenue e imaginar a Madeline Shapley tal como era en el atardecer del 7 de septiembre de 1891, sentada en el sofá de mimbre del porche de su casa, con su sombrero de ala ancha al lado. Entonces tenía diecinueve años, ojos castaños, cabello castaño oscuro, resplandeciente con su vestido de algodón blanco.

Sólo él sabía por qué debía morir una hora más tarde.

St. Hilda Avenue, sombreada por gruesos robles que habían sido meros árboles jóvenes el 5 de agosto de 1893, cuando Letitia Gregg, de dieciocho años, no había regresado a casa, le deparaba otras visiones. Estaba muy asustada. Al contrario de Madeline, la cual había luchado por su vida, Letitia había suplicado piedad.

La última del trío había sido Ellen Swain, menuda y silenciosa, pero demasiado fisgona, demasiado ansiosa por documentar las últimas horas de la vida de Letitia.

Y por culpa de su curiosidad, el 31 de marzo de 1896 había seguido a su amiga a la tumba.

Él conocía cada detalle, cada matiz de lo sucedido a ella y a las demás.

Había encontrado el diario durante uno de aquellos chubascos que a veces descargaban en verano. Aburrido, había entrado en la vieja cochera que hacía las veces de garaje.

Había subido los desvencijados escalones hasta el atestado y polvoriento desván y, a falta de algo mejor que hacer, empezó a investigar en las cajas que había descubierto.

La primera estaba llena de cachivaches inútiles: viejas lámparas oxidadas, ropa descolorida y anticuada, ollas, sartenes y una tabla de fregar, polveras astilladas, los espejitos rajados o empañados. Eran objetos que uno a

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos