La estrella robada

Mary Higgins Clark

Fragmento

1. Prólogo

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Prólogo

Faltaban veintidós días para Navidad, pero este año Lenny quería comprar sus regalos con antelación. Seguro de que nadie conocía su presencia y tan inmóvil y silencioso que apenas se oía respirar, observó desde el confesionario cómo monseñor Ferris recorría la iglesia cerrando con llave las puertas para la noche. Con una sonrisa despectiva en los labios, aguardó impaciente a que las luces del sagrario se apagaran. Al ver que el monseñor echaba a andar por el pasillo lateral encogió el cuerpo, pues eso significaba que iba a pasar por delante del confesionario. Una de las tablas del cubículo crujió y Lenny blasfemó en silencio. Por un resquicio de la cortina vio que el clérigo se detenía y aguzaba el oído.

Luego, creyendo que no era nada, monseñor Ferris siguió hasta el fondo de la iglesia. Instantes después la luz del vestíbulo se apagó y se oyó una puerta al cerrarse. Lenny se permitió un suspiro audible. Estaba completamente solo en la iglesia de San Clemente, en la calle 103 Oeste de Manhattan.

Sondra se hallaba bajo el portal de una casa situada justo enfrente de la iglesia, al otro lado de la calle. El edificio estaba en reformas y el andamio, levantado a ras de suelo, la ocultaba de la vista de los transeúntes. Quería asegurarse de que el monseñor salía de la iglesia y entraba en la rectoría antes de dejar al bebé. Durante los dos últimos días había asistido a los oficios de San Clemente para conocer las costumbres del clérigo. También sabía que cada día a las siete, en época de Adviento, dirigía el rosario.

Debilitada por la tensión y el esfuerzo del parto ocurrido unas horas antes, con los pechos hinchados por el líquido que precedía a la leche, se apoyó en el marco de la puerta. Un débil gemido procedente del interior de su abrigo parcialmente abotonado hizo que sus brazos, llevados por el instinto materno, hicieran el gesto de mecer.

En la hoja de papel que planeaba dejar con el bebé había escrito cuanto podía revelar sin delatarse: «Por favor, entregue a mi pequeña a una familia buena y cariñosa. El padre es de ascendencia italiana y mis abuelos nacieron en Irlanda. Nuestras familias no padecen, que yo sepa, enfermedades hereditarias, de modo que gozará de buena salud. La quiero, pero no puedo cuidar de ella. Si algún día preguntara por mí, enséñele esta nota. Dígale que las horas más felices de mi vida fueron las que pasé con ella en mis brazos después de alumbrarla. En esos momentos sólo estábamos ella y yo en el mundo, nadie más.»

Sintiendo un nudo en la garganta, Sondra vio la figura alta y algo encorvada del monseñor salir de la iglesia y dirigirse a la rectoría, situada justo al lado. Era el momento.

Había comprado dos camisitas, unos patucos, un camisón largo, un abrigo con capucha, algunos biberones y pañales desechables. Había arropado a la pequeña al estilo indio, con una bata de lana gruesa y dos mantas, pero la noche era tan fría que en el último momento había traído consigo una bolsa de papel marrón. Había leído en algún lugar que el papel era un buen aislante contra el frío. De todos modos, el bebé no iba a pasar mucho tiempo a la intemperie, sólo hasta que Sondra encontrara un teléfono y llamara a la rectoría.

Lentamente, se desabrochó el abrigo y cambió de postura al bebé teniendo especial cuidado con la cabeza. Las farolas de la calle le permitían ver la cara de la pequeña con claridad.

—Te quiero —susurró con vehemencia—. Siempre te querré.

La niña levantó la vista. Tenía los ojos totalmente abiertos por primera vez. Unos ojos marrones, unos mechones claros y rizados sobre una frente diminuta, labios pequeños y encogidos buscando el pecho de la madre.

Sondra estrechó la cabecita y sus labios rozaron la suave mejilla de la criatura al tiempo que le acariciaba el cuerpecito. Luego, con gesto decidido, introdujo la diminuta figura en la bolsa marrón y cogió el cochecito de segunda mano que, cerrado, descansaba a su lado.

Los coches aparcados la protegían de las miradas curiosas al cruzar la calle en dirección a la rectoría. Subió los tres escalones de la estrecha entrada y abrió el cochecito. Tras colocar el freno, depositó a su hijita debajo de la capota y dejó la bolsa con la ropa y los biberones a sus pies. Se arrodilló y la contempló por última vez.

—Adiós —susurró, y echó a andar a toda prisa hacia la avenida Columbus.

Telefonearía a la rectoría desde una cabina situada a dos manzanas de allí.

Lenny se enorgullecía de ser capaz de entrar y salir de una iglesia en menos de tres minutos. Podría haber alarmas silenciosas, pensó al abrir su mochila y sacar la linterna. Tras dirigir el haz de luz al suelo, inició el recorrido de costumbre. Primero se encaminó hacia el cepillo de los pobres. Sabía que últimamente la cuantía de las limosnas había disminuido, pero este cepillo contenía una recaudación más sustanciosa de lo normal, entre treinta y cuarenta dólares.

Los cepillos de las ofrendas, situados debajo de las velas votivas, fueron los más satisfactorios de las últimas diez iglesias que había saqueado. Había siete, cada uno instalado frente a la estatua de un santo. Con mano rápida, forzó los cerrojos y recogió el dinero.

Durante el último mes había acudido a misa en dos ocasiones para estudiar la distribución de la iglesia y había observado que el cura consagraba el pan y el vino en copas muy sencillas, de modo que no se molestó en forzar el tabernáculo. Además, se alegraba de no hacerlo. En su opinión, los dos años vividos en la escuela parroquial le habían afectado profundamente, pues ahora le creaba remordimiento hacer ciertas cosas, lo cual era un fastidio a la hora de saquear iglesias.

En cambio, no tenía reparos en hacerse con el trofeo que le había llevado hasta aquí: el cáliz de plata con el diamante en forma de estrella en la base. Había pertenecido al sacerdote Joseph Santori, el fundador, un siglo atrás, de la parroquia de San Clemente, y era el único tesoro que poseía esta iglesia histórica.

Sobre una vitrina de caoba, en un nicho situado a la derecha del sagrario, colgaba un retrato de Santori. La vitrina, muy ornada, poseía una reja destinada a proteger el cáliz. En una de las ocasiones en que había asistido a misa, Lenny se había acercado para leer la placa expuesta debajo de la vitrina:

«El padre, y posteriormente obispo, Santori recibió con motivo de su ordenación en Roma esta copa de manos de María Tomicelli. Había pertenecido a la familia de la condesa desde los primeros tiempos de la cristiandad. A los cuarenta y cinco años Joseph Santori fue consagrado obispo y recibió el obispado de Rochester. A los setenta y cinco, ya retirado, regresó a San Clemente, donde pasó el resto de su vida trabajando entre los pobres y los ancianos. Su fama de santo estaba tan extendida que, después de su muerte, se redactó un escrito dirigid

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