Chicago, 1994
En Chicago había una medianoche sin luna pero, para Deanna, el momento tenía todas las características de Solo ante el peligro. Le resultaba fácil identificarse con el digno, sereno y resuelto Gary Cooper, mientras se preparaba para enfrentarse al pistolero astuto que volvía para vengarse.
Pero, maldita sea, pensó Deanna, Chicago era su ciudad. Angela era la intrusa.
Deanna supuso que era típico del gusto por lo dramático de Angela, el que exigiera una confrontación en el mismo estudio donde las dos habían ascendido por la resbaladiza escalera de la ambición. Pero ahora era el estudio de Deanna, y era su programa el que se llevaba la parte del león de los índices de audiencia. No había nada que Angela pudiera hacer para modificar eso, salvo conjurar a Elvis de la tumba y pedirle que cantara Heartbreaker Hotel al público que presenciaba la emisión del programa.
Al pensar en esa imagen, Deanna esbozó una leve sonrisa. Angela era una rival poderosa. A lo largo de los años había empleado recursos truculentos para mantener su programa cotidiano al tope de la popularidad.
Pero lo que Angela se traía en la manga no tendría éxito: subestimaba a Deanna Reynolds. Angela podía cuchichear secretos y amenazar con escándalos, pero nada de lo que dijera cambiaría los planes de Deanna.
De todos modos, oiría lo que Angela quería decirle. Deanna creía que ella intentaría llegar, aunque fuera por última vez, a un acuerdo. Ofrecer, si no una amistad, por lo menos una tregua prudente. Era poco probable que, al cabo de todo ese tiempo y de tal hostilidad, la brecha que existía entre ambas pudiera ser zanjada; pero Deanna jamás perdía las esperanzas. Por lo menos hasta que se agotaran todas las posibilidades.
Mientras pensaba en todas esas cosas, Deanna entró con el coche en el aparcamiento del edificio de la CBC. Durante el día, siempre estaba repleto de los automóviles de técnicos, compaginadores, productores, secretarias y protagonistas de los programas. A Deanna siempre la llevaba y la iba a buscar su chófer para evitar problemas. En el interior de esa enorme torre blanca, la gente corría para preparar los noticieros —que salían al aire a las siete de la mañana, a mediodía, a las cinco de la tarde y a las diez de la noche—, el programa de cocina de Bobby Marks, el programa semanal de Finn Riley, y el exitoso programa La hora de Deanna, aplaudido en todo el país y al tope de los índices de audiencia.
Pero ahora, justo después de la medianoche, el aparcamiento se encontraba prácticamente vacío. Había una media docena de vehículos pertenecientes al equipo básico del noticiero, cuyos integrantes holgazaneaban en su sala de redacción a la espera de que en el mundo se produjera algún acontecimiento que valiera la pena contar. Probablemente con la esperanza de que, si estallaba alguna guerra, fuera cuando su turno de trabajo hubiera concluido.
Deseaba estar en otro lugar, en cualquier otro lugar, pero Deanna aparcó en una plaza vacía y apagó el motor. Por un momento permaneció allí sentada, oyendo los sonidos de la noche: el tráfico en la calle de la izquierda, el zumbido del sistema de aire acondicionado que mantenía fresco el edificio y los costosos equipos que albergaba. Tenía que controlar sus emociones encontradas y sus nervios antes de enfrentarse a Angela.
Los nervios eran algo casi permanente en la profesión que había elegido; debía trabajar con ellos o a través de ellos. Su irritación era algo que podía controlar y lo haría, sobre todo si no ganaba nada con fomentarla. Pero esos sentimientos controvertidos y tan intensos eran otra cuestión. Incluso después de tanto tiempo, le resultaba difícil olvidar que antes admiraba y respetaba a la mujer a quien pronto se enfrentaría. Y confiaba en ella.
Por experiencia propia, Deanna sabía que Angela era experta en manipulación emocional. El problema de Deanna —y muchos sostenían que en él radicaba también su talento— era su incapacidad de ocultar sus sentimientos. Allí estaban, a la vista de todos, para gritar su verdad a quien quisiera oírlos. Lo que sentía se reflejaba en sus ojos grises, se transmitía en la inclinación de su cabeza o en la expresión de su boca. Algunos decían que eso era lo que la hacía irresistible y, al mismo tiempo peligrosa. Deanna movió el espejo retrovisor. Sí, en sus ojos aparecían las chispas de su mal humor, su resentimiento contenido, su pesar. Después de todo, ella y Angela habían sido amigas alguna vez. O casi amigas.
Pero también vio en sus ojos el placer de la expectación. Era una cuestión de orgullo. Hacía mucho que debía producirse ese encuentro.
Deanna sonrió, sacó su lápiz de labios y se pintó cuidadosamente la boca. Uno no se presenta ante su rival sempiterno sin el más básico de los escudos. Complacida al comprobar que tenía el pulso firme, dejó caer el lápiz de labios en el bolso y bajó. Permaneció inmóvil un momento y aspiró el agradable aire de la noche, mientras se hacía una pregunta: ¿Estás tranquila, Deanna? No. Estaba acelerada. Cerró de golpe la portezuela y atravesó el aparcamiento. Sacó su tarjeta de identificación y la introdujo en la ranura ubicada junto a la entrada posterior. Segundos más tarde titiló una pequeña luz verde que le permitió abrir la pesada puerta.
Oprimió el interruptor para iluminar la escalera y dejó que la puerta se cerrara a sus espaldas.
Le resultó interesante que Angela no hubiera llegado antes que ella. Seguro que pidió una limusina, pensó Deanna. Ahora que Angela estaba instalada en Nueva York, ya no tenía un chófer fijo en Chicago. A Deanna le sorprendió no haber visto la limusina en el aparcamiento.
Angela era muy, muy puntual.
Era una de las muchas cosas por las que Deanna la respetaba.
Los tacones de Deanna resonaron en la escalera cuando ella descendió un nivel. Mientras volvía a introducir su tarjeta de identificación en la siguiente ranura de seguridad, se preguntó a quién habría sobornado, amenazado o seducido Angela para conseguir entrar en el estudio.
No muchos años antes, Deanna solía recorrer ese mismo camino presurosa y llena de entusiasmo, cuando le hacía los recados a Angela. Como un cachorro ansioso, siempre estaba lista para hacer cualquier cosa que mereciera una señal de aprobación de Angela. Pero, como un cachorro inteligente, también había aprendido.
Y cuando llegó la traición podría haber gemido, pero en cambio se lamió las heridas y echó mano de todo lo que había aprendido... hasta que la alumna se convirtió en la maestra.
No debería haberle sorprendido descubrir la rapidez con que los viejos resentimientos, hacía mucho tiempo enfriados, volvían a bullir dentro de su ser. Y esta vez al enfrentarse con Angela lo haría en su propio terreno, con sus propias reglas. La ingenua muchacha de Kansas ya no tenía problemas en admitir su propia ambición.
Y quizá, cuando lo hiciera, la atmósfera se aclararía y las dos podrían encontrarse en un pie de igualdad. Si no era posible olvidar lo ocurrido entre ambas en el pasado, siempre era factible aceptarlo y seguir adelante.
Deanna deslizó su tarjeta en la ranura de la puerta del estudio. Parpadeó la luz verde y ella empujó la puerta.
El estudio se encontraba desierto.
Eso la complació. El hecho de ser la primera en llegar le proporcionaba una ventaja más, como una anfitriona que acompaña a un huésped indeseable al interior de su hogar. Y si el hogar era el lugar donde uno crecía y se convertía en mujer, donde se aprendía y se reñía, entonces el estudio era su hogar.
Con una leve sonrisa en los labios, extendió el brazo en la oscuridad en busca del interruptor de las luces del techo. Le pareció oír algo, un suave susurro que apenas si perturbaba el aire. Y tuvo la sensación de que no estaba sola.
Angela, pensó y oprimió el interruptor.
Pero en el momento en que las luces del techo se encendían, otras más intensas, casi enceguecedoras, explotaron en su cerebro. Sintió un dolor lacerante y se hundió en la oscuridad.
Recuperó lentamente el sentido y gimió. Su cabeza dolorida cayó hacia atrás y golpeó contra una silla. Vacilante, desorientada, se tocó el punto que más le dolía. Al apartarla, vio que tenía los dedos manchados con sangre.
Trató de enfocar la vista, y su sorpresa fue mayor al ver que estaba sentada en su propia silla, en su propio plató. ¿Qué había pasado?, se preguntó, mientras miraba la cámara en la que brillaba la lucecita roja.
Pero no había público detrás, ni técnicos trabajando detrás de las cámaras. Y aunque las luces intensas le producían el calor con que estaba familiarizada, no se estaba grabando ningún programa.
Deanna recordó que había acudido allí para encontrarse con Angela.
Su visión volvió a fluctuar, como el agua perturbada por un guijarro, y Deanna parpadeó para recuperarla. Fue entonces cuando observó las dos imágenes que aparecían en el monitor. Se vio a sí misma, pálida y con los ojos vidriosos. Y luego, con horror, a la invitada sentada en una silla junto a ella.
Angela, su traje de seda gris adornado con botones de perlas. Varias vueltas de un collar de perlas que hacían juego alrededor del cuello y perlas también en las orejas. Angela, con su pelo dorado delicadamente peinado, las piernas cruzadas, las manos entrelazadas sobre el brazo derecho del sillón.
Era Angela. Oh, sí, era ella, aunque le hubieran destrozado la cara.
Había salpicaduras de sangre sobre la seda rosa y más sangre que descendía desde donde debería estar su cara hermosa y astuta.
Deanna gritó.
1
Chicago, 1990
«Cinco, cuatro, tres...»
Deanna sonrió a cámara desde su rincón del decorado del Noticiero del mediodía.
—Esta tarde, nuestro invitado es Jonathan Monroe, un autor local que acaba de publicar un libro titulado Lo mío es mío. —Tomó el delgado ejemplar de la mesilla redonda ubicada entre los sillones y lo inclinó hacia la cámara 2—. Jonathan, usted ha subtitulado su libro Sano egoísmo. ¿Qué lo llevó a escribir sobre un rasgo que la mayoría de la gente considera un defecto caracterológico?
—Bueno, Deanna —respondió él y rió por lo bajo. Era un hombre pequeño con una sonrisa radiante, y traspiraba profusamente bajo las luces del estudio—. Yo quería lo mío.
Buena respuesta, pensó Deanna. Pero debería esforzarse para conseguir que él se soltase.
—¿Y quién no, si vamos a eso? —dijo ella, para tratar de que él se aflojara con cierto sentido de camaradería—. Jonathan, usted dice en su libro que ese sano egoísmo es reprimido desde la cuna por los padres y las personas que cuidan al niño.
—Exactamente. —La sonrisa congelada y brillante del hombre no varió, pero sus ojos se movían con pánico.
Deanna cambió levemente de posición, apoyó la mano sobre la mano rígida del hombre, fuera del alcance de la cámara; sus ojos expresaban interés, el roce de su mano transmitía apoyo.
—Usted sostiene que la exigencia de los adultos para que los chicos compartan sus juguetes establece un precedente poco natural. —Oprimió levemente su mano—. ¿No le parece que compartir es una forma elemental de cortesía?
Así, Deanna logró que su invitado, entre vacilaciones y titubeos, perdiera su torpeza y timidez, y lo fue guiando a lo largo del bloque de tres minutos y quince segundos.
—Esto ha sido Lo mío es mío, por Jonathan Monroe —dijo a la cámara—. Un libro que está en este momento en las librerías. Muchas gracias por acompañarnos en este programa, Jonathan.
—Ha sido un placer. He de añadir que estoy trabajando en mi segundo libro, titulado Salga de mi camino, yo he llegado antes que usted. Es sobre la agresión sana.
—Le deseo suerte con su siguiente obra. Volveremos dentro de un momento con el resto del Noticiero del mediodía. —En el intervalo para la publicidad, Deanna le sonrió a Jonathan—. Ha estado estupendo. Agradezco mucho que viniera a visitarnos.
—Espero no haber hecho mal papel. —Apenas le sacaron el micrófono, Jonathan sacó un pañuelo para secarse la frente—. Es la primera vez que aparezco por televisión.
—Ha estado espléndido. Creo que esto generará mucho interés local en su libro.
—¿En serio?
—Sí. Por favor, ¿quiere autografiarme este ejemplar?
Radiante de nuevo, él lo hizo.
—Esta mañana me hicieron una entrevista por radio —dijo—. Y el tipo ni siquiera había leído la solapa del libro.
Deanna tomó el libro autografiado y se puso de pie. Parte de su mente y casi toda su energía estaba ya en la mesa de las noticias, al otro lado del plató.
—Es lamentable. Gracias de nuevo —dijo y le tendió la mano—. Espero que vuelva cuando salga su próximo libro.
—Me encantaría.
Pero ya ella se había alejado entre la maraña de cables que cubría el suelo para ocupar su lugar detrás de la mesa en el plató del noticiero. Después de deslizar el libro bajo la mesa, se colocó el micrófono en la solapa de su traje rojo.
—Otro chiflado —fue el comentario típico de Roger Crowell, quien compartía con ella la presentación del noticiero.
—Es un hombre muy agradable.
—A ti todos te parecen agradables. —Mientras sonreía, Roger se miró en su espejo de mano y realizó un ajuste mínimo en el nudo de su corbata. Tenía una cara especial para las cámaras: un rostro maduro, fiable, con pelo rojizo lleno de canas en las sienes—. Sobre todo los chiflados.
—Por eso te quiero tanto, Rog.
Eso produjo risas entre los cámaras. La respuesta de Roger fue interrumpida por una señal del realizador que indicaba que estaban por salir en antena. Mientras corría el TelePrompTer, Roger sonrió a la cámara y marcó el tono adecuado para un bloque sobre el nacimiento de dos tigres mellizos en el zoológico.
—Eso es todo por hoy. No cambien de canal y podrán ver el interesante programa de cocina. Les ha hablado Roger Crowell.
—Y Deanna Reynolds. Hasta mañana.
Mientras la música de cierre le cosquilleaba en el auricular, Deanna le sonrió a Roger.
—Eres un blando. Tú mismo escribiste esa nota sobre los cachorros de tigre. Tenía tus huellas dactilares por todas partes.
Él se sonrojó un poco, pero le guiñó un ojo.
—Sólo les doy lo que ellos quieren, preciosa.
—Bueno, hemos terminado —dijo el realizador y se desperezó—. El programa ha salido muy bien.
—Gracias, Jack —dijo Deanna mientras se desprendía el micrófono de solapa.
—¿No quieres almorzar conmigo? —Roger siempre estaba listo para comer, y contrarrestaba su amor por la comida con su entrenamiento físico. El ojo implacable de la cámara no permitía disimular los kilos de más.
—No puedo. Me han asignado un trabajo.
Roger se puso de pie.
—No me digas que es para el terror del estudio B.
Una chispa de fastidio nubló los ojos de Deanna.
—Está bien, entonces no te lo diré.
—Mira, Dee —dijo él después de ponérsele a la par en el extremo del set—. No te enojes conmigo.
—Yo no he dicho eso.
—Ni falta que hace. —Empujaron las puertas del estudio—. Estás enojada, se te nota. Te aparece una arruga entre las cejas. Mira. —Y la arrastró hacia la sala de maquillaje. Después de encender las luces, se paró detrás de ella, las manos sobre sus hombros, mientras enfrentaban el espejo—. ¿Ves? Todavía la tienes.
Ella se apartó con una sonrisa.
—Yo no veo nada.
—Entonces déjame que te diga lo que yo veo. La vecina con que todos soñamos. Un sexo sutil y saludable. —Cuando ella lo miró con severidad, él sólo sonrió—. Eso es lo que se ve. Unos enormes ojos confiados. Cualidades nada despreciables para la presentadora de un noticiero de televisión.
—¿Y qué me dices de la inteligencia? —saltó ella—. La buena redacción, la valentía.
—Hablamos de elementos visuales. Mira, mi compañera anterior era una muñeca. Puro pelo cardado y dientes relucientes. Le preocupaban más sus pestañas que su trabajo.
—Y ahora lee las noticias en el canal 2 de Los Ángeles. —Sabía cómo funcionaba el negocio. Vaya si lo sabía. Pero no tenía que gustarle—. Se rumorea que la están preparando para trabajar en cadena.
—De eso se trata. Personalmente, aprecio tener como compañera a una mujer inteligente, pero no olvidemos lo que somos.
—Creí que éramos periodistas.
—Periodistas de televisión. Tú tienes una cara que fue hecha para las cámaras, y dice todo lo que estás pensando y sintiendo. El único problema es que te pasa lo mismo cuando no estás delante de una cámara, y eso te hace vulnerable. Una mujer como Angela se desayuna a las chicas campesinas como tú.
—Yo no soy una campesina —dijo ella.
—Da lo mismo. ¿Quién es tu compañero, Dee?
Ella suspiró y puso los ojos en blanco.
—Tú, Roger.
—Cuídate las espaldas con Angela.
—Mira, ya sé que tiene fama de temperamental...
—La fama que tiene es de ser una hija de puta.
Deanna se apartó de Roger, y comenzó a quitarse el maquillaje. No le gustaba que quienes trabajaban con ella compitieran entre sí ni verse obligada a tomar partido. Ya era bastante difícil hacer malabarismos con sus responsabilidades en la sala de redacción y en el estudio y, al mismo tiempo, cumplir con los favores que le hacía a Angela. Después de todo, eran sólo favores, que realizaba en su tiempo libre.
—Lo único que sé es que conmigo ha sido muy bondadosa. Le gustó mi trabajo en Noticias del mediodía y el bloque El rincón de Deanna, y se ofreció a ayudarme a refinar mi estilo.
—Te está usando.
—Me está enseñando —corrigió Deanna mientras arrojaba a la papelera los algodones con el resto del maquillaje. Sus movimientos eran rápidos y precisos, y acertó en el centro del cesto—. Por alguna razón, el de Angela es el programa de entrevistas de mayor audiencia. Me habría tomado años aprender los secretos de esta profesión, y ella me los enseñó en pocos meses.
—¿Y de veras crees que compartirá contigo un pedazo de la tarta?
Deanna calló un momento porque, desde luego, quería un trozo de la tarta. Un trozo bien grande. Un sano egoísmo, pensó y rió para sí.
—Bueno, yo no estoy compitiendo con ella.
—Todavía no. —Pero él estaba seguro de que lo haría. Lo sorprendió que Angela no hubiera detectado la ambición que se ocultaba detrás de los ojos de Deanna. El ego suele enceguecer a la gente, pensó. Él tenía motivos para saberlo—. Acepta el consejo de un amigo. No le proporciones munición. —Observó de nuevo a Deanna mientras ella se maquillaba para salir a la calle. Tal vez fuera ingenua, pensó, pero también era obstinada. Se le notaba en la boca, en el ángulo del mentón—. Todavía tengo que ocuparme de una filmación. Nos veremos mañana.
Cuando quedó a solas, Deanna dio unos golpecitos con el lápiz delineador contra la mesa de maquillaje. No descartaba todo lo que había dicho Roger. Precisamente porque Angela era una perfeccionista y exigía —y recibía— lo mejor para su programa, tenía fama de ser una mujer cruel. Y, por cierto, eso le daba sus frutos. Después de seis años de ser emitido en muchos canales, El programa de Angela ocupaba el primer lugar desde hacía más de tres.
Y puesto que El programa de Angela y Noticias del mediodía se grababan en los estudios de la CBC, Angela había podido ejercer cierta presión para que Deanna tuviera más tiempo libre.
También era cierto que Angela había sido siempre muy buena con Deanna: le ofreció su amistad y le demostró una disposición a compartir que no era común en el mundo altamente competitivo de la televisión.
¿Era ingenuo confiar en esa bondad? Deanna no lo creía. Pero tampoco era tan tonta como para pensar que la bondad siempre era recompensada.
Pensativa, se cepilló el pelo negro que le llegaba a los hombros. Sin el maquillaje exagerado, necesario para las luces del estudio y las cámaras, su piel era delicada y pálida como la porcelana, en contraste con el color oscuro de su pelo y de sus ojos levemente rasgados. Para acentuar todavía más ese contraste, se pintó los labios con un lápiz rosa fuerte.
Satisfecha, se lo recogió hacia atrás en una coleta.
Jamás fue su intención competir con Angela. Aunque confiaba en utilizar todo lo aprendido para adelantar en su propia carrera, lo que quería era tener, algún día, un programa que se emitiera en la red. Y no era totalmente imposible que deseara expandir su bloque semanal de El rincón de Deanna dentro del noticiero del mediodía, y convertirlo en un programa de entrevistas propio, transmitido por muchos canales. Ni siquiera eso significaría competir con Angela, la reina del mercado.
La década de los noventa estaba abierta a toda clase de estilos y programas. Si ella tenía éxito, sería porque había aprendido de la personalidad más importante en ese campo. Siempre le estaría agradecida a Angela por ello.
—Si ese hijo de puta cree que me daré por vencida, le espera una sorpresa bien desagradable —dijo Angela y fulminó con la mirada la imagen de su productor que se reflejaba en el espejo de su camerino—. Aceptó venir al programa para promocionar su nuevo álbum. Una cosa por la otra, Lew. Le estamos dando publicidad en todo el país, así que juro que responderá a algunas preguntas sobre las acusaciones de evasión impositiva que pesan sobre él.
—Él no dijo que no las contestaría, Angela. —El dolor de cabeza que Lew McNeil sentía detrás de los ojos todavía era lo suficientemente leve para que tuviera esperanzas de que pasara—. Sólo dijo que no podría mostrarse muy concreto en ese tema mientras la causa esté en curso, y que preferiría que te centraras en su carrera.
—Yo no estaría aquí si permitiera que un invitado llevara las riendas del programa, ¿no? —De nuevo lanzó algunas imprecaciones y luego desplazó la silla para regañar a la peinadora—. Si vuelves a tirarme del pelo, querida, tu próximo trabajo consistirá en levantar rulos del suelo con los dientes.
—Lo siento, señorita Perkins, pero tiene el pelo muy corto y...
—Limítate a cumplir tu tarea.
Angela observó una vez más su propia imagen y lentamente fue distendiendo las facciones. Sabía lo importante que era relajar los músculos faciales antes de un programa, no importa la cantidad de adrenalina que el cuerpo liberara. La cámara detectaba cada línea y cada arruga como una vieja amiga con la que una mujer se reúne para almorzar. Así que respiró hondo y cerró los ojos un momento para que su productor se callara. Cuando volvió a abrirlos, los tenía despejados, de un azul intenso y rodeados de pestañas sedosas.
Sonrió cuando la peinadora le llevó el pelo hacia atrás y arriba y convirtió su cabellera en un halo dorado. Angela decidió que ese peinado le quedaba bien. Era sofisticado pero no agresivo. Elegante pero no estudiado. Verificó el efecto desde todos los ángulos antes de dar su aprobación.
—Me gusta mucho, Marcie —dijo, y le dedicó una sonrisa de alto voltaje que la hizo olvidar la regañina previa—. Me siento diez años más joven.
—Está preciosa, señorita Perkins.
—Gracias a ti. —Distendida y satisfecha, jugueteó con el collar de perlas que le rodeaba el cuello—. ¿Y cómo anda el nuevo hombre de tu vida, Marcie? ¿Te trata bien?
—Es una maravilla —respondió Marcie con una sonrisa, mientras pulverizaba laca en el peinado de Angela—. Creo que decididamente es el hombre de mi vida.
—Me alegro por ti. Si se porta mal, no tienes más que decírmelo —dijo Angela y le guiñó un ojo—. Yo lo pondré en vereda.
Marcie rió y comenzó a alejarse.
—Gracias, señorita Perkins. Buena suerte esta mañana.
Angela se dirigió a su productor.
—Mira, Lew, no tienes que preocuparte por nada. Sólo atiende a nuestro invitado hasta que salga en antena. Yo me ocuparé del resto.
—Él quiere que le des tu palabra, Angela.
—Querido, dale lo que él quiera —respondió ella y se echó a reír, cosa que no hizo sino aumentar el dolor de cabeza de Lew—. No seas pesado. —Se inclinó para coger un cigarrillo del paquete de Virginia Slims que había sobre el tocador. Lo encendió con un encendedor de oro con monograma, un regalo de su segundo marido, y exhaló una suave bocanada de humo.
Lew se está ablandando, pensó, tanto personal como profesionalmente. Aunque usaba traje y corbata, tal como ella exigía, tenía los hombros caídos, como arrastrados por el peso de su vientre en expansión. Ya no tenía tanto pelo como antes, pero sí muchas canas. Su programa era famoso por su energía y ritmo veloz, de modo que a Angela no le hacía ninguna gracia que su productor tuviera el aspecto de un viejo gordo.
—Después de todos estos años, Lew, creo que deberías confiar en mí.
—Angela, si tú atacas a Deke Barrow, harás que nos resulte difícil conseguir que otras celebridades vengan al programa.
—No digas tonterías. Se mueren por que yo los invite. Quieren que promocione sus películas y sus libros y sus grabaciones, y también sus vidas amorosas. Me necesitan, Lew, porque saben que todos los días millones de personas siguen mi programa. —Le sonrió al espejo, y el rostro que le devolvió esa sonrisa era hermoso, compuesto, perfecto—. Y también me siguen a mí.
Lew trabajaba con Angela desde hacía más de cinco años y sabía exactamente cómo manejar una discusión. Optó por la lisonja.
—Nadie lo niega, Angela. Tú eres el programa. Es sólo que me parece que deberías tratar a Deke con cautela. Hace mucho que es una estrella de la música country, y este regreso suyo tiene mucho de sentimental.
—Déjamelo a mí —dijo Angela y sonrió detrás de una nube de humo—. Me mostraré muy sentimental con Deke.
Tomó las tarjetas con anotaciones que Deanna había terminado de organizar a las siete de la mañana. Era un gesto de despedida que hizo que Lew sacudiera la cabeza. La sonrisa de Angela se ensanchó mientras repasaba las notas. Esa muchacha es valiosa, pensó, muy eficiente y concienzuda.
Muy útil.
Angela le dio otra lenta calada al cigarrillo antes de aplastarlo en el pesado cenicero de cristal de su tocador. Como siempre, cada pote, cada cepillo, cada tubo, estaba alineado en un orden meticuloso. Había un florero con dos docenas de rosas rojas, que le renovaban cada mañana, y una pequeña fuente de grageas multicolores con sabor a menta, que a Angela le encantaban.
Le fascinaba la rutina, controlar todo lo que la rodeaba, incluyendo a la gente. Todos tenían su lugar. Y disfrutaba del hecho de poder darle uno a Deanna Reynolds.
A algunos podría haberles parecido extraño que una mujer que se acercaba a los cuarenta años, una mujer vanidosa, hubiera tomado como protegida a una mujer más joven y bonita. Pero Angela había sido una mujer bonita que, con el tiempo, la experiencia y la ilusión, se había convertido en hermosa. No le temía a la edad. No en un mundo donde era tan fácil combatirla.
Quería tener a Deanna cerca por su físico, por su talento, por su juventud. Pero, sobre todo, porque el poder intuye y detecta el poder.
Y por la sencilla razón de que la muchacha le caía bien.
Sí, podía ofrecerle a Deanna consejos, críticas cordiales, cierta dosis de elogios y, tal vez a su tiempo, un puesto de cierta importancia. Pero no tenía intenciones de permitir que alguien que ella ya intuía sería una competidora potencial se alejara de su lado. Nadie abandonaba a Angela Perkins.
Sus dos ex maridos lo sabían. Y ellos no habían sido los que la abandonaron: ella los había echado de su lado.
—¿Angela?
—Deanna —dijo Angela y le tendió la mano a modo de bienvenida—. Estaba pensando en ti. Tus notas son una maravilla y me serán de gran ayuda en el programa.
—Me alegro de poder cooperar. —Deanna jugueteó con su gargantilla, un síntoma de vacilación que debía aprender a controlar—. Angela, me da un poco de vergüenza pedirle esto, pero mi madre admira muchísimo a Deke Barrow.
—Y quieres que le pida un autógrafo.
Con una sonrisa tímida y fugaz, Deanna sacó a relucir el disco compacto que sostenía a la espalda.
—Le encantaría que le autografiara este disco.
—Déjalo de mi cuenta. Recuérdame cómo se llama tu madre, Dee.
—Marilyn. No sabe cuánto se lo agradezco, Angela.
—Encantada de hacer algo por ti, querida. —Aguardó un instante antes de seguir hablando. Su sentido del tiempo, los silencios y la oportunidad siempre había sido perfecto—. Ah, hay un pequeño favor que podrías hacerme.
—Por supuesto.
—¿Podrías reservarme una mesa para dos en La Fontaine, para esta noche a las siete y media? Realmente no tengo tiempo para hacerlo yo misma y olvidé pedírselo a mi secretaria.
—Muy bien. —Deanna sacó una libreta del bolsillo para anotarlo.
—Eres un tesoro, Deanna. —Angela se paró frente a un espejo de cuerpo entero para echarle un último vistazo a su traje azul pálido—. ¿Qué te parece este color? ¿No es demasiado tenue?
Como sabía que a Angela le importaban todos los detalles del programa, desde la investigación hasta el calzado adecuado, Deanna la calibró con atención. La suave caída de la tela armonizaba maravillosamente bien con la figura firme y curvilínea de Angela.
—Lo encuentro delicadamente femenino.
La tensión desapareció de los hombros de Angela.
—Entonces es perfecto. ¿Te quedas para la grabación?
—No puedo. Todavía tengo que pasar en limpio mis papeles para el Noticiero del mediodía.
—Oh. —El fastidio salió a relucir fugazmente—. Espero que el hecho de echarme una mano no haya retrasado tu trabajo.
—El día tiene veinticuatro horas —dijo Deanna—. Y me gusta usarlas todas. Bueno, será mejor que me vaya.
—Adiós, querida.
Deanna salió del camerino. En el edificio, todos sabían que Angela insistía en estar sola los últimos diez minutos antes de la iniciación del programa. Se suponía que utilizaba ese tiempo para repasar sus notas pero, por supuesto, nada de eso era cierto; estaba perfectamente preparada. Pero prefería que los demás creyeran que seguía estudiando la información. O, incluso, que imaginaran que tomaba un sorbo de coñac de la botella que tenía en el tocador.
Pero no tocaba la bebida. La necesidad de tenerla allí, al alcance de su mano, le aterraba tanto como la tranquilizaba.
Ella prefería que los demás pensaran cualquier cosa, con tal que no supieran la verdad.
Angela Perkins pasaba esos últimos momentos solitarios, antes de cada grabación, sumida en un ataque tembloroso de pánico. Ella, una mujer que transmitía una imagen de seguridad total en sí misma; ella, una mujer que había entrevistado a presidentes, miembros de la realeza, asesinos y millonarios, sucumbía, como siempre le ocurría, a un violento ataque de miedo a las cámaras y el público.
Cientos de horas de terapia no habían podido aliviar los temblores, los sudores, las náuseas. Impotente frente a lo que le ocurría, se dejó caer en su sillón. El espejo reflejaba por triplicado la imagen de una mujer perfecta, impecable, de aspecto inmaculado; pero en sus ojos se adivinaba el terror que sentía.
Se llevó las manos a las sienes. Ese día se equivocaría, y todos detectarían en su voz el acento rústico de Arkansas. Verían a la chiquilla no deseada ni querida por sus padres, quienes preferían las imágenes fluctuantes del pequeño televisor Philco a la hija de su propia sangre. La pequeña, que había deseado con tanta desesperación que le prestaran atención, se imaginaba dentro de ese televisor para que su madre pudiera fijar en ella, aunque sólo fuera por una vez, sus ojos de mirada extraviada y ebria. Todos verían a la chiquilla con ropa de segunda mano y zapatos de otro número, que había estudiado tanto para alcanzar calificaciones pasables en la escuela. Verían que ella no era nada, no era nadie, una estafa, que había logrado abrirse paso en la televisión a fuerza de trampas, como su padre. Y se reirían de ella. O, aún peor, cambiarían de canal.
El golpe a la puerta la sobresaltó.
—Estamos listos, Angela.
Hizo una inspiración profunda, y luego otra.
—Ya voy. —Su voz sonó perfectamente normal. Era un genio para la simulación. Observó su reflejo y vio cómo el pánico iba desapareciendo de sus ojos.
No fracasaría. Jamás se reirían de ella ni la pasarían por alto. Y nadie vería nada que ella no permitiera ver. Se puso de pie y salió del camerino hacia el corredor.
Todavía tenía que ver a su invitado, pero pasó junto al camerino sin pestañear siquiera. Jamás hablaba con un invitado antes de que comenzara la grabación.
Su productor se ocupaba de preparar al público presente en el estudio. Se oía un murmullo nervioso entre los afortunados que habían conseguido pases para la grabación. Marcie, sobre sus tacones de diez centímetros, corrió para una verificación de último momento del peinado y el maquillaje. Un colaborador en la investigación periodística le pasó unas tarjetas más. Angela no habló con ninguna de esas personas.
Cuando apareció en el escenario, el murmullo estalló en vivas entusiastas.
—Buenos días. —Angela tomó asiento y dejó que los aplausos continuaran mientras le colocaban el micrófono—. Espero que todos estén listos para este gran programa. —Paseó la vista por el público y quedó satisfecha con el aspecto del grupo: era una buena mezcla de edades, sexos y razas... algo visualmente importante para el movimiento de las cámaras—. ¿Algunos de ustedes son admiradores de Deke Barrow?
Se echó a reír cuando estalló una nueva salva de aplausos.
—Yo también —dijo, aunque en realidad detestaba la música country en todas sus formas—. Así pues, nos espera un verdadero placer.
Asintió, se reclinó en su asiento, las piernas cruzadas, las manos entrelazadas con los codos en los apoyabrazos del sillón. La luz roja de la cámara se encendió. La música de apertura resonó.
—Los mañanas perdidos, Esa muchacha de ojos verdes y Un corazón salvaje son sólo algunos de los éxitos que han convertido al invitado de hoy en una leyenda. Él ha sido parte de la historia de la música country durante más de veinticinco años, y su más reciente álbum, Perdido en Nashville, no hace más que ascender en la tabla de hits. Por favor, únanse a mí para darle la bienvenida a Deke Barrow.
Los aplausos volvieron a estallar cuando Deke apareció en el escenario. Deke, un hombre corpulento, con canas en las sienes que asomaban debajo de su sombrero Stetson de fieltro negro, sonrió al público antes de estrechar la mano a Angela. Ella se hizo a un lado para permitirle disfrutar del momento y saludar llevándose la mano al sombrero.
Con el aspecto de sentirse feliz, Angela comenzó a aplaudirlo tanto como lo hacía el público de pie. Cuando termine el programa, pensó, Deke saldrá de este escenario tambaleándose, y ni siquiera sabrá qué lo golpeó.
Angela esperó hasta la segunda mitad del programa para asestar su golpe. Como buena anfitriona, había lisonjeado a su invitado, escuchado atentamente sus anécdotas, reído con sus chistes. Deke se sentía halagado por tantos elogios, mientras Angela permitía que sus admiradores pudieran hacerle preguntas. Ella aguardaba, astuta como una cobra.
—Deke, quisiera saber si en tu gira pasarás por Danville, Kentucky. Allí nací —dijo una pelirroja que comenzaba a sonrojarse.
—Bueno, en este momento no puedo precisarlo. Pero estaremos en Louisville el 17 de junio. Avisa a tus amigos.
—Tu gira con Perdido en Nashville te tendrá en la carretera durante meses —comenzó Angela—. Será una época bastante dura, ¿verdad?
—Bueno, más dura de lo que solía ser —respondió y guiñó el ojo—. Ya no tengo veinte años. Pero debo reconocer que me encanta. Cantar en un estudio de grabación no puede compararse con lo que se siente frente al público.
—Y la gira ha sido todo un éxito hasta ahora. Entonces, ¿no es verdad el rumor de que tal vez tengas que interrumpirla debido a tus dificultades con Hacienda?
La sonrisa se fue desdibujando del rostro de Deke.
—De ninguna manera. Continuaremos hasta terminarla.
—Me siento portavoz de todos los presentes cuando te digo que tienes todo nuestro apoyo en esta cuestión. Evasión tributaria. —Angela puso los ojos en blanco en señal de incredulidad—. Quieren hacerte aparecer como un Al Capone.
—Realmente no puedo hablar de ese tema. —Deke movió sus botas y tironeó su corbatín—. Pero nadie lo llama evasión tributaria.
—Caramba —dijo ella y abrió más los ojos—. Lo lamento. ¿Cómo lo llaman?
Él se movió con incomodidad en el sillón.
—Bueno, es un desacuerdo con respecto a impuestos anteriores.
—«Desacuerdo» es una palabra muy suave. Me doy cuenta de que no puedes hablar de esto mientras prosigue la investigación, pero creo que es una atrocidad. Un hombre como tú, que ha proporcionado placer a millones de personas a lo largo de dos generaciones, tener que enfrentarse a una posible ruina financiera porque sus libros no estaban en perfecto orden...
—No es tan malo como parece...
—Pero has tenido que poner en venta tu casa de Nashville. —Su voz trasuntaba comprensión, lo mismo que sus ojos—. Creo que el país que has celebrado con tu música debería mostrar más comprensión, más gratitud. ¿No opinas lo mismo?
Angela había oprimido el botón justo.
—Pues parece que los de Hacienda no tienen mucho que ver con el país al que le he cantado durante veinticinco años. —La boca de Deke se estrechó, sus ojos se endurecieron—. En lo único en que se fijan es el signo dólar. No piensan en lo mucho que un hombre ha tenido que trabajar. En lo mucho que suda para convertirse en alguien. Sólo lo van troceando hasta que casi todo lo que uno tiene es de ellos. Convierten a hombres honestos en mentirosos y estafadores.
—No estarás diciendo que falseaste tu declaración de impuestos, ¿verdad, Deke? —Y le sonrió con aire inocente mientras él se paralizaba—. Volveremos en un momento —le dijo a la cámara y esperó a que la luz roja se apagara—. Estoy segura de que la mayoría de nosotros hemos sido esquilmados por Hacienda, Deke. —Le dio la espalda y levantó las manos—. Todos lo apoyamos, ¿no es así, público?
Los presentes estallaron en aplausos y vivas, pero no lograron borrar la expresión de horrible incredulidad de Deke.
—No puedo hablar de ese tema —logró decir—. ¿Puedo tomar un poco de agua?
—Pasaremos a otro tema, no te preocupes. Tendremos tiempo para algunas preguntas más. —Angela se volvió hacia su público mientras un asistente corría en busca de un vaso de agua para Deke—. Estoy segura de que Deke nos agradecerá que evitemos toda mención adicional a este tema tan doloroso. Brindémosle muchos aplausos cuando termine la publicidad. También le daremos a Deke tiempo para recuperarse.
Después de este despliegue de apoyo y comprensión, miró otra vez a la cámara.
—De nuevo están en El programa de Angela. Tenemos tiempo para un par de preguntas más, pero a petición de Deke evitaremos toda mención adicional sobre su situación tributaria, ya que no tiene libertad para defenderse mientras su causa judicial esté pendiente de sentencia definitiva.
Y, desde luego, cuando cerró el programa unos minutos después, ese fue el tema que quedó grabado en la mente de los espectadores.
Angela se acercó a Deke.
—Un programa magnífico —dijo, y estrechó la mano floja de él en un fuerte apretón—. Muchísimas gracias por venir. Y te deseo el mejor de los éxitos.
—Gracias. —Aturdido, él comenzó a firmar autógrafos hasta que el asistente de producción lo condujo fuera del escenario.
—Consíganme una cinta —ordenó Angela al caminar de vuelta a su camerino—. Quiero ver el último bloque.
Se acercó al espejo y sonrió a su propio reflejo.
2
Deanna detestaba tener que cubrir tragedias. Intelectualmente, sabía que era su trabajo como periodista informar sobre las catástrofes y entrevistar a las personas heridas. Creía firmemente en el derecho del público a saber lo que estaba ocurriendo. Pero emocionalmente, cada vez que dirigía un micrófono al protagonista de una tragedia, se sentía como un voyeur de la peor calaña.
—El tranquilo suburbio de Wood Dale ha sido esta mañana escenario de una tragedia repentina y violenta. La policía sospecha que una disputa doméstica desembocó en la muerte a tiros de Lois Dossier, de treinta y dos años, una maestra de escuela primaria originaria de Chicago. Su marido, el doctor Charles Dossier, se encuentra detenido. Los dos hijos del matrimonio, de cinco y siete años, están al cuidado de sus abuelos maternos. Poco después de las ocho de la mañana, en este hogar tranquilo se oyeron disparos.
Deanna trató de serenarse mientras la cámara realizaba una panorámica de la vivienda de dos plantas. Prosiguió con su informe mientras miraba fijamente a la cámara, sin prestar atención al gentío que comenzaba a amontonarse, a los equipos de otros noticieros que cumplían su tarea, a la brisa primaveral con fuerte aroma a jacintos.
Su voz era firme y desapasionada, pero sus ojos trasuntaban mucha emoción.
—A las ocho y cuarto de la mañana, la policía respondió a una llamada que denunciaba disparos de armas de fuego, y Lois Dossier fue declarada muerta en la escena del crimen. Según los vecinos, la señora Dossier era una madre abnegada y una mujer que participaba activamente en los proyectos de la comunidad. Era respetada y querida. Entre sus amigas más cercanas estaba su vecina Bess Pierson, quien llamó a la policía para denunciar lo ocurrido. —Deanna giró para mirar a la mujer de conjunto deportivo color púrpura que estaba a su lado—. Señora Pierson, que usted supiera, ¿existía alguna clase de situación violenta en el hogar de los Dossier antes de esta mañana?
—Jamás pensé que él podría lastimarla y todavía me cuesta creerlo. —La cámara hizo un zoom hacia el rostro hinchado y surcado por las lágrimas de esa mujer pálida en estado de shock—. Era mi mejor amiga. Hace seis años que somos vecinas. Nuestros hijos juegan juntos.
La mujer comenzó a llorar. Mientras sentía desprecio por sí misma, Deanna aferró la mano de la mujer y prosiguió:
—Por lo que usted conocía a Lois y Charles Dossier, ¿está de acuerdo con la policía en que esta tragedia fue el resultado de una disputa familiar que fue subiendo de tono hasta salirse de control?
—No sé qué pensar. Sé que tenían problemas conyugales. —Su mirada se perdió en el vacío—. Había peleas, gritos. Lois me dijo que quería que Chuck fuera con ella a ver a un psiquiatra, pero él se negaba. —Comenzó a sollozar y se cubrió los ojos con una mano—. Él se negaba, y ahora ella está muerta. ¡Dios mío, si éramos como hermanas!
—Corten —dijo Deanna y pasó un brazo por los hombros de la señora Pierson—. Lo siento muchísimo. Usted no debería quedarse aquí.
—No hago más que pensar que es una pesadilla. No puede ser real.
—¿No hay ningún lugar al que pueda ir? ¿La casa de una amiga o un familiar? —Deanna escrutó el lugar, repleto de vecinos curiosos y de periodistas ávidos. A unos metros hacia la izquierda, otro equipo de televisión filmaba la escena—. Las cosas no estarán muy tranquilas por aquí durante un tiempo.
—Sí. —Después de un último sollozo, la señora Pierson se secó los ojos—. Esta noche pensábamos ir al cine —agregó, y se alejó corriendo.
—Dios santo —dijo Deanna al ver que otros periodistas perseguían a la mujer que huía.
—Tu corazón sangra demasiado —comentó su cámara.
—Cállate, Joe.
Trató de componerse, respiró hondo. Tal vez su corazón sangrara, pero no podía permitir que eso afectara su trabajo. Debía proporcionar un informe claro y conciso, y darle al televidente una imagen visual que causara impacto.
—Terminemos esto. Necesitamos que esté listo para el noticiero del mediodía. Haz un zoom hacia la ventana del dormitorio y vuelve a mí. Asegúrate de encuadrar también los jacintos, los narcisos y el cochecito rojo del chiquillo. ¿Entendido?
Joe estudió la escena, la gorra con visera ladeada sobre su cabeza para quitarle el resplandor de los ojos. Ya se imaginaba la grabación cortada, compaginada y editada. Entrecerró los ojos y asintió.
—Estoy listo.
—Vamos allá. Tres, dos, uno. —Deanna aguardó un instante mientras la cámara hacía un zoom de aproximación y luego una panorámica vertical—. La muerte violenta de Lois Dossier ha conmocionado a este tranquilo barrio. Mientras sus amistades y su familia se preguntan el motivo de esta tragedia, el doctor Charles Dossier se encuentra detenido. Deanna Reynolds desde Wood Dale, para la CBC.
—Buen trabajo —dijo Joe, y apagó la cámara.
—Sí, eso espero. —Caminó hacia la furgoneta, y se llevó dos antiácidos a la boca.
La CBC utilizó la grabación de nuevo en el bloque local de las noticias de la tarde, con un agregado tomado en la comisaría donde Dossier se encontraba detenido, acusado de homicidio en segundo grado. Acurrucada en un sillón de su apartamento, Deanna observó con objetividad la emisión, en la que el presentador hacía una suave transición a la noticia de un incendio en un edificio de apartamentos del South Side.
—Buen trabajo, Dee. —Arrellanada en el sillón también estaba Fran Myers.
Llevaba su cabello pelirrojo y crespo peinado con raya a un costado. Tenía una cara angulosa de expresión inteligente, acentuada por los ojos castaños. Su acento era típico de New Jersey. A diferencia de Deanna, ella no había crecido en un hogar de un barrio suburbano lleno de árboles sino en un ruidoso apartamento de Atlantic City, New Jersey, con una madre divorciada dos veces y una creciente colección de hermanastros y hermanastras. Bebió su ginger ale y luego señaló la pantalla con el vaso. El movimiento fue tan perezoso como un bostezo.
—Siempre sales bien por televisión. A mí, en cambio, el vídeo me hace parecer un gnomo gordinflón.
—Intenté entrevistar a la madre de la víctima. —Con las manos metidas en los bolsillos de sus tejanos, Deanna se puso de pie y comenzó a caminar por la habitación—. No contestaba el teléfono, así que yo, como buena periodista, conseguí su dirección. Tampoco abrían la puerta. Las cortinas estaban echadas. Me quedé fuera una hora con un grupo de periodistas. Me sentí un monstruo truculento.
—A esta altura deberías saber que los términos «monstruo» y «periodista» son intercambiables. —Pero Deanna no rió. Fran reconoció la existencia de culpa debajo de esos movimientos incesantes. Después de dejar su vaso sobre la mesa, señaló una silla—. Muy bien. Siéntate y escucha los consejos de la tía Fran.
—¿No puedo escucharlos de pie?
—No. —Fran cogió la mano de Deanna y tiró hasta hacerla sentar en el sofá. Pese a los contrastes de ambas en cuanto a antecedentes y estilos, eran amigas desde los últimos años de la universidad. Fran había visto a Deanna librar esa batalla entre el intelecto y los sentimientos decenas de veces—. Muy bien. Pregunta número uno: ¿por qué fuiste a Yale?
—Porque conseguí una beca.
—No alardees tanto de tu inteligencia, señorita Einstein. ¿Para qué fuimos tú y yo a la universidad?
—Tú lo hiciste para conocer hombres.
Fran entrecerró los ojos.
—Eso fue sólo un beneficio adicional. Basta de rodeos y contesta mi pregunta.
Derrotada, Deanna suspiró.
—Fuimos a estudiar, convertirnos en periodistas y poder así obtener trabajos importantes y muy bien retribuidos en la televisión.
—Correcto. ¿Y tuvimos éxito?
—Más o menos. Tenemos nuestros