Las sombras del bosque

Nora Roberts

Fragmento

Prólogo

PRÓLOGO

El monstruo había vuelto. Su olor era el de la sangre. Su sonido era el terror.

Ella no tenía otra opción que correr, y esta vez correr hacia él.

El maravilloso bosque que en otro tiempo había sido su refugio, que siempre había sido su santuario, se convirtió en una pesadilla. La imponente majestad de los árboles ya no era un grandioso testimonio del vigor de la naturaleza, sino una jaula viviente que podía atraparla, ocultarla a él. La luminosa alfombra de musgo era un burbujeante pantano que le succionaba las botas. Se abrió paso entre los helechos, reduciendo sus manchadas hojas a jirones manchados de barro, y tropezó con un tronco podrido.

Frente a ella, a su lado, detrás de ella, se deslizaban sombras verdes que parecían susurrar su nombre.

Livvy, cariño, deja que te cuente una historia.

Le faltaba el aire; tenía miedo y una sensación de pérdida. La sangre que aún le manchaba los dedos se había quedado fría como el hielo.

La lluvia caía de un modo regular en el dosel barrido por el viento, un goteo sigiloso sobre la corteza cubierta de liquen. La ávida tierra la fue empapando hasta que el mundo entero estuvo mojado, maduro y de alguna manera hambriento.

Ella olvidó si era cazadora o presa, sólo sabía, por algún profundo instinto primario, que para sobrevivir tenía que moverse.

Le encontraría, o él la encontraría a ella. Y de alguna manera todo habría terminado. Ella no terminaría como una cobarde. Y si en el mundo existía la luz, ella encontraría al hombre al que amaba. Vivo.

Cerró la mano sabiendo que en ella había sangre y la retuvo como si se tratara de la esperanza.

La niebla la rodeaba y se partía con sus largos e intrépidos pasos. El corazón le palpitaba en las costillas, las sienes y las muñecas con un ritmo feroz.

Oyó el crujido en lo alto, el chasquido, y saltó a un lado cuando una rama, cargada de agua, viento y tiempo, se estrelló en el suelo del bosque.

Una pequeña muerte que significaba vida nueva.

Cerró la mano sobre la única arma que tenía y supo que mataría para vivir.

Y a través de la luz verde oscuro acosada por sombras más oscuras, vio al monstruo tal como lo recordaba en sus pesadillas.

Cubierto de sangre y observándola.

Olivia

OLIVIA

Un niño que toma aliento levemente, y siente su vida en todos sus miembros, ¿qué sabrá de la muerte?

Capítulo 1

1

Beverly Hills, 1979

Olivia tenía cuatro años cuando vino el monstruo. Se introdujo en sueños que no eran sueños y arrancó con manos sangrientas la inocencia que los monstruos más codician.

Una noche de pleno verano, cuando brillaba la luna llena y la brisa olía suavemente a rosas y jazmín, acechaba la casa para cazar, para matar, para dejar atrás la indiferente oscuridad y el hedor de la sangre.

Nada fue igual desde que viniera el monstruo. La encantadora casa con sus muchas habitaciones amplias y centenares de metros de relucientes suelos llevaría consigo eternamente la mancha de su fantasma y el eco plateado de la inocencia perdida de Olivia.

Su madre le había dicho que los monstruos no existían. Sólo eran apariencias y sus pesadillas sólo sueños. Pero la noche en que vio al monstruo, lo oyó, lo olió, su madre no pudo decirle que no era real.

Y no quedaba nadie para sentarse en la cama, acariciarle el pelo y contarle bonitas historias hasta que ella conciliara de nuevo el sueño.

Su padre era el que le contaba las mejores historias, algunas maravillosamente absurdas, con jirafas de color rosa y vacas de dos cabezas. Pero él había caído enfermo y la enfermedad le había hecho hacer cosas malas y decir palabras feas con una voz ronca que no parecía en absoluto la de él. Había tenido que marcharse. Su madre le había pedido que se marchase hasta que ya no estuviera enfermo. Por eso sólo podía venir a verla a veces, y mamá o tía Jamie o tío David tenían que quedarse en la habitación todo el rato.

En una ocasión le habían permitido ir a la nueva casa de papá en la playa. Tía Jamie y tío David la habían llevado allí y a ella le había fascinado mirar a través del amplio ventanal las olas que iban y venían, ver el mar extenderse hasta el infinito y confundirse con el cielo.

Entonces papá quiso llevarla a la playa a jugar, a construir castillos de arena, sólo ellos dos. Pero su tía dijo que no. No estaba permitido. Discutieron, al principio en esa voz baja y susurrante que emplean los adultos cuando no quieren que los niños los oigan. Pero Olivia oyó y, mientras oía, permaneció sentada junto al gran ventanal mirando fijamente el agua. Y cuando las voces subieron de tono, se esforzó por no oír porque las palabras hacían que le doliese el estómago y le ardiese la garganta.

Y no quería oír a papá insultando a tía Jamie, ni a tío David diciendo con voz áspera: «Cuidado, Sam. Esto no va a ayudarte.»

Por fin, tía Jamie dijo que tenían que marcharse y la llevaron al coche. Ella se despidió con la mano por encima del hombro de su tía, pero papá no le devolvió el saludo. Se limitó a mirar fijamente y sus manos permanecieron a los costados con el puño apretado.

No le permitieron volver a la casa de la playa y contemplar las olas.

Pero todo había empezado antes de esto. Semanas antes de la casa de la playa, semanas antes de que viniera el monstruo.

Todo había ocurrido después de la noche en que papá había entrado en su habitación y la había despertado. Se había paseado por su habitación, susurrando para sí. Era un ruido fuerte, pero ella, en la gran cama con su dosel de encaje blanco, no tenía miedo. Porque era papá. Ni siquiera cuando la luz de la luna que entraba por las ventanas le iluminó la cara revelando una expresión perversa y ojos brillantes, porque seguía siendo su padre.

El corazón le dio un vuelco de amor y excitación.

Él dio cuerda a la caja de música que tenía en el tocador, la del hada azul de Pinocho que tocaba When You Wish upon a Star.

Ella se sentó en la cama y sonrió, adormilada.

—Hola, papi. Cuéntame una historia.

—Está bien. —Él volvió la cabeza y miró a su hija, el pelo rubio revuelto y sus grandes ojos castaños. Pero sólo veía su propia furia—. Te contaré una maldita historia, Livvy, cariño. Trata de una hermosa puta que aprende a mentir y engañar.

—¿Dónde vivía la puta, papi?

—¿Qué puta?

—La hermosa.

Él entonces se volvió con una mueca en los labios.

—¡No escuchas! ¡No escuchas más que ella! ¡He dicho puta, maldita sea!

A Olivia se le encogió el estómago y sintió en la boca una curiosa punzada que no reconoció como miedo. Era la primera vez que lo sentía realmente.

—¿Qué es una puta?

—Tu madre. Tu jodida madre es una puta. —Barrió con el brazo el tocador, enviando al suelo la caja de música y una docena de pequeños tesoros.

Olivia se acurrucó y se echó a llorar.

Él le gritaba diciéndole que lo sentía. «¡Deja de llorar ahora mismo!» Le compraría una caja de música nueva. Cuando se acercó a ella para cogerla, olía de un modo extraño, como una habitación después de una fiesta de adultos y antes de que Rosa limpiara.

Entonces entró mamá precipitadamente. Llevaba el pelo largo suelto, y el camisón blanco relucía a la luz de la luna.

—Sam, por el amor de Dios, ¿qué haces? Livvy, cariño, no llores. Papá lo siente mucho.

El perverso resentimiento casi se esfumó cuando él miró las dos cabezas doradas juntas. Darse cuenta con sorpresa de que tenía los puños apretados, que éstos querían, ansiaban, golpear, hizo que se sintiera culpable.

—Ya le he dicho que lo siento.

Pero cuando quiso avanzar, con intención de volver a disculparse, su esposa levantó la cabeza. En la oscuridad, sus ojos relucieron con una fiereza que rozaba el odio.

—No te acerques a ella. —Y la oscura amenaza que había en la voz de su madre hizo gemir a Olivia.

—No me digas que no me acerque a mi propia hija. Estoy enfermo y cansado, enfermo y cansado de recibir órdenes tuyas, Julie.

—Estás colocado otra vez. No permitiré que te acerques a ella en ese estado.

Entonces lo único que Olivia oyó fueron gritos terribles, más estrépito, los sollozos de su madre. Para escapar salió de la cama arrastrándose y se encerró en el armario entre su montaña de juguetes.

Más tarde, se enteró de que su madre había logrado sacarle de la habitación y llamar a la policía con su teléfono de Mickey Mouse. Pero aquella noche lo único que supo fue que mamá se metió a rastras en el armario con ella, la estrechó entre sus brazos y le prometió que todo iría bien.

Fue entonces cuando papá se marchó.

Los recuerdos de aquella noche podían introducirse en sus sueños. Cuando lo hacían y ella despertaba, Olivia salía de su cama e iba a la habitación de mamá, que estaba al final del pasillo. Sólo para cerciorarse de que estaba allí. Para ver si papá había vuelto a casa porque estaba mejor.

A veces estaban en un hotel, o en otra casa. El trabajo de su madre la obligaba a viajar. Después de que su padre enfermara, Olivia iba siempre con ella. La gente decía que su madre era una estrella, y esto hacía reír a Olivia. Sabía que las estrellas eran las lucecitas que titilaban en el cielo y su madre estaba aquí.

Su madre aparecía en películas y mucha gente iba a verla fingir que era otra persona. Papá también aparecía en películas, y ella conocía la historia de cuando se habían conocido fingiendo ambos ser otras personas. Se habían enamorado y casado, y habían tenido una niña.

Cuando Olivia echaba de menos a su padre, miraba en el gran álbum de piel todas las fotografías de la boda, cuando su madre había sido princesa con un vestido blanco largo que centelleaba y su padre había sido el príncipe con traje negro.

Había un gran pastel blanco y plateado, y tía Jamie llevaba un vestido azul que la hacía parecer casi tan guapa como mamá. Olivia se imaginaba a sí misma en las fotografías. Llevaría un vestido rosa y flores en el pelo y daría la mano a sus padres y sonreiría. En las fotografías, todos sonreían y eran felices.

Durante aquella primavera y verano, Olivia miró a menudo el gran álbum de piel.

La noche en que vino el monstruo, Olivia oyó los gritos en sueños. Le hicieron gemir y revolverse. No le hagas daño, pensó. No hagas daño a mi mamá. Por favor, por favor, papá.

Despertó con un grito en la cabeza, con su eco en el aire. Y quiso a su madre.

Salió de la cama, silenciosos sus piececitos sobre la alfombra. Se frotó los ojos y cruzó el pasillo hasta donde había luz.

Pero la habitación con su gran cama azul y bonitas flores blancas estaba vacía. El olor de su madre estaba presente, lo cual fue un alivio. Todas las botellas y botes mágicos estaban en el tocador. Olivia se entretuvo un rato jugando con ellos y fingiendo que se ponía colores y perfumes igual que su madre.

Un día ella también sería hermosa. Como mamá. Todo el mundo lo decía. Canturreó para sí mientras se pavoneaba y hacía poses ante el espejo, ahogando risitas al imaginarse a sí misma vestida con un largo vestido blanco, como una princesa.

Luego, como volvía a sentir sueño, salió en busca de su madre.

Cuando se acercaba a la escalera, vio que las luces de abajo estaban encendidas. La puerta de la calle estaba abierta y la brisa de mediados de verano le agitaba el camisón.

Pensó que tal vez hubiera visitas, y quizá habría pastel. Silenciosamente, bajó la escalera tapándose la boca para ahogar la risa.

Y oyó la canción favorita de su madre: Sleeping Beauty.

La sala de estar daba al vestíbulo central y tenía elevados techos en forma de arco, océanos de vidrio que abrían la estancia a los jardines que tanto gustaban a su madre. Había una gran chimenea de lapislázuli oscuro y suelos de mármol blanco. Había jarrones de cristal llenos de flores y urnas de plata y lámparas con pantallas del color de las piedras preciosas.

Pero esta noche los jarrones estaban rotos, hechos añicos en el suelo, y pisoteadas sus elegantes y exóticas flores. Las relucientes paredes de marfil estaban manchadas de rojo, y las mesas que la alegre Rosa, la doncella, pulía para que brillaran, estaban volcadas. Había un olor perverso que le hizo sentir náuseas.

La música subió in crescendo, un lamento de cuerdas sollozantes.

Vio cristales esparcidos en el suelo que relucían como diamantes y vetas rojas que manchaban el blanco suelo. Llamando a su madre entre lloriqueos, entró. Y vio.

Tras el rincón del gran sofá, su madre yacía desmadejada de costado, con una mano flácida, los dedos abiertos. Su pelo rubio estaba ensangrentado. Había mucha sangre. El vestido blanco que llevaba estaba también manchado de sangre y hecho jirones.

No pudo gritar, no podía gritar. Los ojos se le desorbitaron, el corazón le latía dolorosamente y unas gotas de orina le resbalaron por las piernas. Pero no pudo gritar.

Entonces el monstruo que se agazapaba sobre su madre, el monstruo que tenía las manos rojas hasta las muñecas, y rojos regueros en la cara y la ropa, levantó la mirada. Tenía los ojos de un salvaje, brillantes como los añicos de cristal que había en el suelo.

—Livvy —dijo su padre—. Dios mío, Livvy.

Y cuando se puso en pie penosamente, ella vio las relucientes tijeras ensangrentadas que sostenía.

Aun así no gritó, pero echó a correr. El monstruo era real, el monstruo se acercaba y ella tenía que esconderse. Oyó una larga llamada, un grito quejumbroso, como el aullido de un animal moribundo en el bosque.

Fue directamente a su armario y se escondió entre los juguetes. Allí también se ocultó su mente. Clavó la mirada en la puerta, se chupó el dedo en silencio y apenas oyó al monstruo aullar y llamarla mientras la buscaba.

Las puertas daban golpes que parecían disparos. El monstruo sollozaba y gritaba, dando golpes por toda la casa sin dejar de llamarla. Un toro salvaje con sangre en los cuernos.

Olivia, una muñeca entre muñecas, se acurrucó y esperó a que su madre acudiera y la despertara de esa pesadilla.

Ahí fue donde la encontró Frank Brady. Habría podido pasarla por alto, acurrucada como estaba entre osos, perros y muñecas. La niña no se movía, no hacía ningún ruido. Tenía el reluciente pelo rubio pálido largo hasta los hombros; su rostro era un óvalo, dominado por unos grandes ojos ambarinos bajo unas cejas oscuras.

Los ojos de su madre, pensó el hombre con piedad. Ojos que él había visto docenas de veces en las pantallas de cine. Ojos que él había examinado menos de una hora antes y que había encontrado sin vida.

Los ojos de la niña miraban a través de él. Él reconoció el estado de shock y se agachó, apoyando las manos en sus rodillas en lugar de tenderlas a la niña.

—Soy Frank —dijo con voz suave, con los ojos fijos en los de ella—. No voy a hacerte daño. —Parte de él quería llamar a su compañero, o a alguien del equipo de la escena del crimen, pero pensó que si lo hacía tal vez la niña se asustara—. Soy policía. —Muy despacio, levantó una mano para dar un golpecito a la insignia que le colgaba del bolsillo del pecho—. ¿Sabes lo que hacen los policías, cariño?

Ella siguió con la mirada ausente, pero al hombre le pareció captar un levísimo parpadeo. Me oye, pensó.

—Ayudamos a la gente. Estoy aquí para cuidar de ti. ¿Son tuyas todas estas muñecas? —Sonrió y cogió una blanda rana Kermit—. A éste le conozco. Sale en Los Teleñecos. ¿Lo ves en la tele? Mi jefe es igual que Óscar el Cascarrabias, pero no se lo digas.

Como ella no respondía, sacó todos los personajes de Los Teleñecos que recordó e hizo comentarios, haciendo saltar a Kermit sobre su rodilla. El modo en que la niña le miraba, con los ojos desorbitados y terriblemente inexpresivos, le partía el corazón.

—¿Quieres salir? ¿Tú y Kermit? —Le tendió una mano y aguardó.

La niña levantó una mano como una marioneta. Cuando las dos manos se tocaron, la niña se echó en brazos del policía, temblando, y hundió la cara en su hombro.

Hacía diez años que era policía y aún se le partía el corazón.

—Bueno, bueno. No pasa nada. Todo irá bien. —Le pasó una mano por el pelo y la meció unos instantes.

—El monstruo está aquí —dijo ella en un susurro.

Frank dejó de mecerla y se puso en pie.

—Ya se ha ido.

—¿Has hecho que se marchara?

—Se ha ido. —Recorrió la habitación con la mirada, vio una manta y envolvió con ella a la niña.

—He tenido que esconderme. Él me buscaba. Tenía las tijeras de mamá. Quiero ir con mi mamá.

Dios mío, pensó él.

Al oír pasos que se acercaban por el pasillo, Olivia dejó escapar un gemido y apretó los brazos en torno al cuello de Frank. Él murmuró algo dándole palmaditas en la espalda mientras se dirigía hacia la puerta.

—Frank, hay... Ah, la has encontrado. —La detective Tracy Harmon observó a la niña que abrazaba a su compañero y le acarició el pelo—. El vecino dice que hay una hermana. Jamie Melbourne, casada con un tal David Melbourne, una especie de agente musical. Viven a un kilómetro y medio de aquí.

—Será mejor que se lo comuniquemos. Cielo, ¿quieres ir a ver a tu tía Jamie?

—¿Mamá está allí?

—No. Pero me parece que ella querría que fueras.

—Tengo sueño.

—Duérmete, cielo. Cierra los ojos.

—¿Ha visto algo? —preguntó Tracy en un murmullo.

—Sí. —Frank le acarició el pelo cuando la niña cerró los ojos—. Sí; creo que ha visto demasiado. Podemos dar gracias a Dios de que ese hijoputa estuviera demasiado borracho para encontrarla. Llama a la hermana. Vamos a llevar allí a la niña antes de que la prensa se entere de esto.

Regresó. El monstruo regresó. Ella lo vio arrastrarse por la casa con la cara de su padre y las tijeras de su madre. La sangre se escurría de las afiladas hojas que chasqueaban. Con la voz de su padre el monstruo susurraba el nombre de ella, una y otra vez.

Livvy, Livvy, cariño. Sal. Sal y te contaré una historia.

Y las largas y afiladas hojas que tenía en sus manos se abrían y cerraban mientras él se acercaba al armario.

—¡No, papá! ¡No, no, no!

—Livvy. Oh, cariño, no pasa nada. Estoy aquí. Tía Jamie está aquí.

—No dejes que venga. No dejes que me encuentre. —Gimiendo, Livvy se hundió en los brazos de Jamie.

—No lo haré, te lo prometo. —Desolada, Jamie apoyó la mejilla en la frágil curva del cuello de su sobrina. La meció a la delicada media luz de la lámpara de la mesilla de noche hasta que cesaron los estremecimientos de Olivia—. Estarás a salvo; yo me ocuparé de ello.

Apoyó la mejilla sobre la cabeza de Olivia y dejó correr las lágrimas. No se permitió sollozar, aunque un llanto ardiente y amargo le anegaba la garganta. Las lágrimas eran silenciosas y le resbalaban por las mejillas hasta el pelo de la niña.

Julie. Oh, Dios mío, Julie.

Quería pronunciar en voz alta el nombre de su hermana. Gritarlo. Pero tenía que pensar en la niña, que ahora se estaba durmiendo entre sus brazos.

Julie habría querido que protegieran a su hermana. Dios sabía que había intentado proteger a su hija.

Y ahora Julie estaba muerta.

Jamie siguió meciéndose, para consolarse a sí misma ahora que Olivia se había quedado dormida. Aquella mujer hermosa y brillante de risa perversamente ronca, corazón generoso y talento ilimitado, muerta a la edad de treinta y dos años. La había matado, según le comunicaron los dos detectives con semblante serio, el hombre que la había amado hasta el punto de volverse loco.

Bueno, Sam Tanner estaba loco, pensó Jamie apretando los puños. Loco de celos, loco a causa de las drogas, loco de desesperación. Ahora había destruido el objeto de su obsesión.

Pero jamás tocaría a la niña.

Jamie dejó con suavidad a Olivia en la cama, la tapó con las mantas y por unos instantes le acarició la cabellera rubia. Recordó la noche en que Olivia había nacido, el modo en que Julie se reía entre una contracción y otra. Sólo Julie MacBride, pensó Jamie, podía haberse tomado a broma los dolores del parto. El aspecto de Sam, imposiblemente guapo y nervioso, sus ojos azules brillantes de excitación y temor, su revuelto pelo negro que ella había alisado con los dedos para tranquilizarle. Después había levantado en sus brazos a aquella hermosa niña tras el cristal de la sala de maternidad y en sus ojos había lágrimas de amor y asombro.

Sí, lo recordaba, y recordaba que pensó, mientras le sonreía a través del cristal, que los tres eran perfectos. Juntos eran perfectos. Perfectos uno para otro.

Eso le había parecido.

Se acercó a la ventana, miró fuera sin fijarse en nada. La estrella de Julie había estado en ascensión y la de Sam ya estaba alta. Se habían conocido cuando rodaban una película, se enamoraron perdidamente y se casaron al cabo de cuatro meses; la prensa no les dejaba en paz.

A ella le había preocupado, lo admitió. Todo fue tan rápido, tan típico de Hollywood. Pero Julie siempre había conseguido exactamente lo que quería, y en aquella ocasión había querido a Sam Tanner. Durante un tiempo pareció que serían siempre felices igual que en las historias que Julie le contaba a su hija a la hora de acostarse.

Pero el cuento de hadas había terminado en pesadilla, a pocas manzanas de distancia y mientras ella dormía, pensó Jamie, cerrando los ojos con fuerza cuando un sollozo le subió a la garganta.

De pronto vio el destello de unos faros y se sobresaltó. Se dio cuenta de que era David y se volvió con gesto rápido hacia la cama para asegurarse de que Olivia dormía en paz. Dejó la luz encendida y se apresuró a salir. Bajaba por la escalera cuando se abrió la puerta y entró su esposo.

Un hombre alto de anchos hombros. Su pelo castaño oscuro estaba despeinado, sus ojos, una mezcla de gris y verde, llenos de fatiga y horror. Ella siempre había encontrado fuerza en él. Fuerza y estabilidad. Ahora parecía perplejo y atónito, su tez normalmente sonrosada estaba pálida, su firme mandíbula temblaba.

—Dios mío, Jamie. Oh, Dios mío. —Se le quebró la voz—. Necesito un trago. —Se dirigió con paso inseguro al salón delantero.

Ella tuvo que agarrarse a la barandilla para no perder el equilibrio antes de conseguir que sus piernas se movieran, que le siguieran.

—¿David?

—Necesito un minuto. —Le temblaban las manos cuando cogió una botella de whisky y se llenó un vaso. Se apoyó con una mano en la barra, levantó el vaso con la otra y se lo bebió de un trago como una medicina—. Por Dios, qué le ha hecho.

—Oh, David... —Jamie se desmoronó. El dominio que había conseguido mantener desde que la policía había llamado a su puerta se hizo añicos. Simplemente, se dejó resbalar al suelo con espasmos de llanto y estremecimientos.

—Lo siento, lo siento. —Él se acercó a ella y la apretó contra sí—. Oh, Jamie, lo siento mucho.

Se quedaron allí, en el suelo, mientras la luz se teñía de color perla con el amanecer. Ella lloró con roncos jadeos que se convirtieron en gemidos al pronunciar el nombre de su hermana y, luego, los gemidos dieron paso al silencio.

—Te acompañaré arriba. Necesitas descansar.

—No, no. —Las lágrimas le habían ayudado aunque le dejaron una sensación de vacío y dolor—. Livvy podría despertarse. Estaré bien. Tengo que estarlo.

Se sentó, secándose la cara con las manos. La cabeza le palpitaba como una herida abierta y su estómago era una masa de retortijones. Pero se puso en pie.

—Necesito que me lo cuentes todo. —Cuando él negó con la cabeza, ella lo miró—. Tengo que saberlo, David.

Él vaciló. Jamie parecía exhausta, pálida y frágil. Mientras Julie era alta y esbelta, Jamie era bajita y menuda. Las dos tenían un engañoso aire delicado. A menudo había bromeado diciendo que las hermanas MacBride eran tías duras, hechas para escalar montañas y explorar bosques.

—Vamos a tomar un poco de café. Te contaré todo lo que sé.

Igual que su hermana, Jamie se negaba a tener servidumbre fija. Aquélla era su casa y no quería sacrificar su intimidad. La interina no llegaría hasta al cabo de dos horas, de modo que preparó el café ella misma mientras David miraba por la ventana.

No hablaron. Por la cabeza de ella pasaron las tareas que tendría que hacer aquel día. Llamar a sus padres sería lo peor, y ya estaba reuniendo fuerzas para ello. Habría que ocuparse de los preparativos del funeral buscando el máximo de dignidad e intimidad posibles. A la prensa se le haría la boca agua. Se aseguraría de que la televisión permaneciera alejada mientras Olivia estuviera en la casa.

Puso dos tazas de café en la mesa y se sentó.

—Cuéntame.

—No hay gran cosa más de lo que el detective Brady ya nos ha dicho —empezó David—. No había ninguna entrada forzada. Ella le dejó entrar. Iba vestida para acostarse, pero no se había ido a la cama todavía. Da la impresión de que estaba en la sala de estar ocupada con los recortes. Ya sabes cuánto le gustaba enviar recortes de periódico a tus padres.

Él se pasó las manos por la cara y cogió su taza de café.

—Debieron de discutir. Había señales de pelea. Él utilizó unas tijeras para herirla. —El horror asomó a sus ojos—. Jamie, debe de haber perdido la cabeza.

Su mirada tropezó con la de ella y la sostuvo. Cuando hizo ademán de cogerle la mano, ella le apretó la suya.

—¿Ha sido... rápido?

—No lo sé... Se ha vuelto loco. —Cerró los ojos. Ella se enteraría de todos modos. Habría filtraciones, los medios de comunicación ofrecerían verdades y mentiras—. Jamie, ella... él le clavó las tijeras repetidamente, y le cortó la garganta.

El rostro de Jamie palideció pero su mano siguió firme en la de él.

—Ella se resistió. ¿verdad? Debió de luchar. Le hirió.

—No lo sé. Tienen que hacer la autopsia. Sabremos más cosas cuando se la hayan hecho. Creen que Olivia vio algo y después se escondió de él. —Se bebió el café con la débil esperanza de que le asentaría el estómago revuelto—. Quieren hablar con ella.

—No puede pasar por esto. —Esta vez dio un respingo y soltó la mano de él—. Es una niña pequeña, David. No permitiré que la hagan pasar por algo así. Saben que lo hizo él —dijo con virulenta amargura—. No permitiré que la hija de mi hermana sea interrogada por la policía.

David exhaló un largo suspiro.

—Él dice que encontró a Julie así. Que llegó y la encontró muerta.

—Es un mentiroso. —Echaba fuego por los ojos y el color volvió a sus mejillas—. Asesino hijo de puta. Quiero verle muerto. Quiero matarle yo misma. Este último año convirtió la vida de mi hermana en un calvario y ahora la ha matado. Arder en el infierno no es suficiente para él.

Se levantó con ganas de romper algo. Pero se detuvo en seco cuando vio a Olivia mirándola fijamente con ojos desorbitados desde la puerta.

—Livvy.

—¿Dónde está mamá? —Le temblaba el labio inferior—. Quiero ir con mi mamá.

—Oh, cariño. —Mientras la ira se transformaba en pena y la pena en indefensión, Jamie se inclinó y cogió a la niña en brazos.

—El monstruo vino e hizo daño a mi mamá. ¿Qué le ha pasado? ¿Está bien ahora?

Por encima de la cabeza de la niña, los ojos desesperados de Jamie se encontraron con los de su esposo. Él le tendió una mano y ella se acercó a él para estar los tres juntos.

—Tu mamá ha tenido que marcharse, Livvy. —Jamie cerró los ojos y dio un beso a Olivia en la cabeza—. Ella no quería marcharse, pero tuvo que hacerlo.

—¿Volverá pronto?

Jamie sintió una opresión en el pecho.

—No, cariño. No volverá.

—Ella siempre vuelve.

—Esta vez no puede. Se ha ido al cielo para ser un ángel.

Olivia parpadeó.

—¿Como en una película?

Las piernas empezaron a temblarle a Jamie, que se sentó con la hija de su hermana en brazos.

—No, cariño, esta vez no es como una película.

—El monstruo le hizo daño y yo huí. Por eso no volverá. Está enfadada conmigo.

—No, no, Livvy. —Suplicando tener sabiduría, Jamie se echó hacia atrás y cogió la cara de Olivia entre sus manos—. Ella quería que tú escaparas. Quería que fueras lista y te escondieras. Para estar a salvo. Eso es lo que más deseaba. Si no lo hubieras hecho, se habría puesto muy triste.

—Entonces vendrá mañana. —Mañana era un concepto que ella conocía como más adelante, en otro momento, pronto.

—Livvy. —David hizo un gesto con la cabeza a su esposa y se puso a la niña en su regazo; sintió alivio cuando ella apoyó la cabeza en su pecho y suspiró—. Ella no puede volver, pero te estará mirando desde el cielo.

—No quiero que esté en el cielo. —Se echó a llorar suavemente, ahogando los sollozos—. Quiero ir a casa y ver a mamá.

Cuando Jamie fue a cogerla, David le hizo un gesto de negación con la cabeza.

—Déjala que llore —murmuró.

Jamie apretó los labios y asintió. Luego, se levantó para ir al dormitorio a telefonear a sus padres.

Capítulo 2

2

La prensa acechaba como una manada de lobos hambrientos atraídos por la sangre. Al menos eso pensaba Jamie de ellos mientras protegía a su familia detrás de las puertas cerradas. Para ser justos, muchos periodistas estaban consternados y apenados y daban la noticia con tanta delicadeza como las circunstancias permitían.

Julie MacBride había sido una mujer deseada, admirada y envidiada, pero por encima de todo amada.

Pero Jamie no se sentía particularmente ecuánime. No cuando veía a Olivia sentada como una muñeca en la habitación de invitados o cuando bajó por la escalera delgada y pálida como un fantasma. ¿No era suficiente que la niña hubiera perdido a su madre del modo más terrible? ¿No era suficiente que ella misma hubiera perdido a su hermana, a su gemela, a su amiga más íntima?

Pero ella había vivido ocho años en el mundo luminoso de Hollywood con sus sombras seductoras. Y sabía que nunca era suficiente.

Julie MacBride había sido una figura pública, un símbolo de belleza, talento, sexo con la vecina de al lado, una chica de campo convertida en atractiva princesa del cine que se había casado con el príncipe reinante y vivido con él en su hermoso castillo de Beverly Hills.

Los que acudían a ver sus películas, que devoraban los artículos que aparecían en la revista People o las tonterías de los tabloides la consideraban suya. Julie MacBride, la chica de la sonrisa rápida y luminosa y voz ronca. Pero no la conocían. No; creían conocerla a través de sus declaraciones, sus entrevistas y artículos en las revistas de cotilleos. Julie se había mostrado abierta y sincera en la mayoría de ellos. Era su manera de ser, y nunca daba por sentado su éxito. Siempre le había emocionado y encantado. Pero por mucha tinta, cinta y película que emplearan con la actriz, nunca habían comprendido realmente a la mujer: su sentido de la diversión y la alegría, su amor por el bosque y las montañas del estado de Washington donde se había criado, su absoluta lealtad a la familia, su amor y devoción inquebrantables hacia su hija.

Y su trágico e imperecedero amor por el hombre que la había matado.

Esto era lo que a Jamie más le costaba aceptar. Ella le había dejado entrar, era lo único que podía pensar. Al final, dejándose llevar por el corazón, ella le había abierto la puerta al hombre al que amaba, aunque sabía que él había dejado de ser ese hombre.

¿Habría hecho ella, Jamie, lo mismo? Habían compartido muchas cosas, eran más que hermanas, más que amigas. En parte debido a que eran gemelas, claro, pero a ello se sumaba su infancia compartida en los bosques. Las horas, los días, las noches que habían pasado juntas explorando, aprendiendo, amando las fragancias, los ruidos y los secretos del bosque, siguiendo huellas, durmiendo bajo las estrellas, compartiendo sus sueños con la naturalidad con que en un tiempo habían compartido el seno materno.

Ahora era como si algo en Jamie también hubiera muerto. Mi parte más amable, pensó. Mi parte más fresca y más vulnerable. Dudaba que alguna vez volviera a recuperarla. Sabía que jamás volvería a ser la misma.

Fuerte podía serlo. Tendría que serlo. Olivia dependía de ella y David la necesitaba. Él también quería a Julie, la consideraba su propia hermana. Y los padres de ella eran como los suyos.

Jamie dejó de pasearse para mirar escaleras arriba. Ahora estaban allí, con Olivia, en su habitación. Ellos también la necesitarían. Por muy fuertes que fueran, necesitarían a la hija que les quedaba para seguir adelante.

Cuando sonó el timbre, Jamie dio un respingo y cerró los ojos. Ella, que en una época no temía nada, temblaba ante las sombras y los susurros. Inspiró profundamente y exhaló despacio.

David se había ocupado de que hubiera guardias y a los periodistas se les prohibió acercarse a la propiedad. Pero durante aquel largo y terrible día de vez en cuando alguno se colaba. Ella quería hacer caso omiso del timbre. Dejarlo sonar una y otra vez. Pero esto inquietaría a Olivia y alteraría a sus padres.

Se dirigió hacia la puerta con intención de desollar al periodista, pero por el cristal esmerilado que había a los lados de la puerta de madera reconoció a los detectives que habían ido a su casa para comunicarle la noticia de la muerte de Julie.

—Señora Melbourne, lamentamos molestarla —dijo Frank Brady.

Jamie se fijó en él.

—Es el detective Brady, ¿verdad?

—Sí. ¿Podemos entrar?

—Está bien.

Dio un paso atrás y abrió la puerta. Frank observó que se mantenía detrás de la puerta, para no dar a las cámaras la oportunidad de enfocarla. La noche anterior Frank había observado y admirado su dominio de sí misma.

Recordó que ella había salido de la casa antes incluso de que hubieran parado en la entrada. Y cuando vio a la niña en sus brazos, se había ocupado de su sobrina, abrazándola y llevándola al piso de arriba.

El policía volvió a examinarla mientras les hacía pasar al salón.

Ahora sabía que ella y Julie MacBride eran gemelas y que Jamie era la mayor por siete minutos. Sin embargo, no guardaban tanto parecido como cabría esperar. Julie MacBride era de una extraordinaria belleza que resplandecía y quemaba al que la miraba.

La hermana tenía un aspecto más sereno, el pelo más castaño que rubio hasta la barbilla, los ojos más castaños que dorados y carentes de aquellos sensuales párpados. Medía apenas metro sesenta, calculó Frank, y probablemente pesaba unos cincuenta kilos, mientras que su hermana era más alta y delgada.

Se preguntó si habría envidiado a su hermana, aquella perfección física y el exceso de fama.

—¿Quieren tomar algo? ¿Café?

Respondió Tracy, pues creyó que le iría bien hacer algo normal antes de hablar del tema.

—Un poco de café, señora Melbourne, si no es mucha molestia.

—Día y noche estoy haciendo café. Voy a buscarlo. Siéntense, por favor.

—Se mantiene fuerte —comentó Tracy cuando estuvo a solas con su compañero.

—Le queda mucho por aguantar. —Frank atisbó por las cortinas la multitud de periodistas—. Esto parece un zoo, y durará. No ocurre cada día que la princesa de América sea cortada a tiras en su propio castillo.

—Por el príncipe —añadió Tracy. Se tocó el bolsillo donde guardaba los cigarrillos, pero se lo pensó mejor—. Quizá podamos hacer otra tentativa con él antes de que se calme y pida un abogado.

—Entonces será mejor que demos en el blanco. —Frank dejó la cortina y se volvió cuando Jamie entró en la habitación con una bandeja con café.

Se sentó. No sonreía. Los ojos de ella indicaban que no necesitaba ni deseaba oír palabras agradables.

—Se lo agradecemos, señora Melbourne. Sabemos que es un mal momento para usted.

—Ahora mismo tengo la impresión de que nunca será otra cosa. —Esperó mientras Tracy añadía dos cucharadas de azúcar a su taza—. Quieren hablarme de Julie, ¿verdad?

—Sí, señora. ¿Sabía que su hermana había llamado a la policía, hace tres meses, por un problema doméstico?

—Sí. —Levantó su taza con mano firme—. Sam llegó a casa en un estado agresivo. Esta vez, físicamente ofensivo.

—¿Esta vez?

—Anteriormente lo había sido verbal y emocionalmente. —Su voz era clara. No permitía que le vacilara—. Durante el último año y medio, que yo sepa.

—¿Opina que el señor Tanner tiene un problema con las drogas?

—Sabe usted muy bien que Sam es adicto. —Sus ojos se mantuvieron firmes en los de Frank—. Si no lo ha intuido, se ha equivocado de trabajo.

—Lo siento, señora Melbourne. El detective Brady y yo sólo intentamos tocar todos los aspectos. Tenemos que imaginar que usted conocía al marido de su hermana, su rutina. Quizá ella le hablaba de sus problemas personales.

—Lo hacía, claro. Julie y yo estábamos muy unidas. Podíamos hablar de todo. —Jamie desvió la mirada, haciendo esfuerzos para mantenerlo todo firme: la voz, las manos, los ojos—. Creo que todo empezó hace un par de años, cocaína social. —Sonrió con amargura—. Julie lo detestaba. Discutían por ello. Empezaron a discutir por muchas cosas. Las últimas dos películas de él no fueron tan bien como esperaba, ni económicamente ni en cuanto a críticas. Los actores a veces son muy sensibles. Julie estaba preocupada porque Sam se volvió irritable, discutía por todo. Pero por mucho que ella intentaba suavizar las cosas, su propia carrera subía vertiginosamente. Él le guardaba resentimiento por ello.

—Estaba celoso de ella —sugirió Frank.

—Sí, cuando debería haber estado orgulloso. Empezaron a salir más, a ir a clubes. Él necesitaba que le vieran. Julie le apoyaba en esto, pero era hogareña. Sé que es difícil imaginárselo, una mujer tan bella y llena de encanto sintiéndose feliz en casa, en su jardín, con su hija; pero así era Julie.

Se le quebró la voz. Carraspeó, tomó un sorbo de café y prosiguió.

—Estaba trabajando en la película con Lucas Manning, Smoke and Shadows. Era un papel difícil, que le exigía mucho. Muy físico. Julie no podía trabajar doce o catorce horas, ir a casa y arreglarse para pasar la noche en la ciudad, día tras día. Quería tener tiempo para relajarse y estar con Olivia. Así que Sam empezó a salir solo.

—Corrieron ciertos rumores sobre su hermana y Manning.

Jamie pasó la mirada a Tracy y asintió.

—Sí, suele haberlos cuando dos personas muy atractivas tienen escenas apasionadas en la pantalla. La gente lo convierte en un romance, les gusta chismorrear. Sam la celaba respecto a los hombres y, últimamente, respecto a Lucas en particular. Los rumores eran infundados. Julie consideraba a Lucas un amigo y un hombre maravilloso.

—¿Cómo se lo tomó Sam? —preguntó Frank.

Ella suspiró y dejó su taza.

—Si hubiera sido hace tres o cuatro años, se habría reído, habría bromeado. En cambio ahora la acosaba, la acusaba de intentar dirigir su vida, de alentar a otros hombres y de estar con otros hombres. Lucas fue su primer objetivo. Esto dolía mucho a Julie.

—Algunas mujeres, al estar sometidas a esta presión, buscarían consuelo en una amiga, o en otro hombre. —Frank la miraba fijamente; Jamie echaba fuego por los ojos.

—Julie se tomaba muy en serio su matrimonio. Amaba a su esposo. Lo suficiente, como se ha visto, para quedarse con él hasta que la mató. Pero si quiere darle la vuelta a esto y hacerla parecer vulgar y ordinaria...

—Señora Melbourne —le interrumpió Frank levantando una mano—. Si queremos cerrar este caso, para hacer justicia con su hermana, tenemos que preguntar. Necesitamos todas las piezas.

Ella suspiró lentamente y se sirvió más café aunque no le apetecía.

—Las piezas son sencillas. La carrera de ella ascendía y la de él se tambaleaba. Cuanto más tambaleante era ésta, más se drogaba y más la acusaba a ella. Aquella noche, la primavera pasada, llamó a la policía porque él la agredió en la habitación de su hija y temía por Livvy. Temía por todos ellos.

—Pidió el divorcio.

—Fue una decisión difícil para ella. Quería que Sam buscase ayuda, acudir a un terapeuta, y utilizaba la separación como arma. Sobre todo, quería proteger a su hija. Sam se había vuelto inestable. Ella no quería poner a su hija en peligro.

—Sin embargo, le abrió la puerta la noche de su muerte.

—Sí. —A Jamie le tembló la mano. Una vez. Dejó la taza de café y cruzó las manos en el regazo—. Le amaba. Pese a todo, le amaba y creía que si él conseguía dejar las drogas volverían a estar unidos. Quería tener más hijos. Quería volver a tener a su esposo. Tuvo mucho cuidado de que la prensa no se enterara de su separación. Aparte de la familia, las únicas personas que lo sabían eran los abogados. Esperaba que fuera así durante el máximo tiempo posible.

—¿Le habría abierto la puerta si él se encontraba bajo el efecto de las drogas?

—Eso es lo que sucedió, ¿no?

—Sólo estoy tratando de atar cabos —dijo Frank.

—Debió de ser así. Ella quería ayudarle, y creía que podía ma

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