Lirio rojo (Trilogía del jardín 3)

Nora Roberts

Fragmento

Prólogo

Memphis, enero de 1893

Estaba desesperada, sin nada, enloquecida.

Había sido una mujer bella, una mujer inteligente, con una gran ambición: el lujo. Lo había alcanzado utilizando el cuerpo para seducir y la cabeza para calcular. Había sido la amante de uno de los hombres más ricos y poderosos de Tennessee.

Su casa atrajo a muchos por su belleza, decorada según su gusto… con el dinero de Reginald. Tuvo servicio para lo que se le antojó, un ropero que no tenía nada que envidiar al de la cortesana más solicitada de París. Joyas, amigos que la distraían, carruaje propio.

Daba alegres fiestas. Se había sentido envidiada y deseada.

Ella, la hija de una dócil criada, tuvo todo lo que su avaricioso corazón ansió.

Tuvo un hijo.

Aquella vida que jamás quiso llevar dentro la cambió de arriba abajo. Y se convirtió en el centro de su mundo, en lo único que amó más que a sí misma. Hizo planes para su hijo, sus sueños fueron para él: le cantó mientras el pequeño dormía en su seno, lo trajo al mundo con dolor, con gran dolor, pero también con alegría. La alegría de saber que cuando terminara el sufrimiento tendría en sus brazos a su querido hijo.

Le dijeron que había tenido una niña. Le dijeron que había nacido muerta.

Mentían.

Lo supo ya entonces, cuando el dolor la hacía enloquecer, cuando se hundía en el abismo de la desesperación. Incluso cuando se volvió loca supo que era mentira. Su hijo vivía.

Se lo robaron. Lo secuestraron. ¿Cómo podía ser de otra forma si ella había notado los latidos del corazón del pequeño con la misma claridad que los suyos?

No habían sido, sin embargo, la comadrona ni el médico quienes se habían quedado con su hijo. Reginald le quitó lo que era suyo, comprando con su dinero el silencio del servicio.

Le recordaba de pie en el salón de la casa de ella, después de los meses que había pasado sufriendo, preocupada. Asunto concluido, pensaba mientras, con dedos temblorosos, se abrochaba el vestido gris. Acabado de una vez, ahora que él tenía lo que deseaba. Un hijo, un heredero. Lo único que su desalmada esposa no había sido capaz de proporcionarle.

Él la había utilizado y luego le había arrancado su único tesoro, como si tuviera derecho a hacerlo. A cambio, le ofrecía dinero y un pasaje a Inglaterra.

Pagaría, pagaría, pagaría, iba repitiendo ella para sus adentros mientras se arreglaba. Pero no con dinero. Ni hablar. Con dinero no.

Estaba en las últimas pero encontraría la forma. Por supuesto que la encontraría, en cuanto tuviera de nuevo en sus brazos a su querido James.

El servicio —ratas en barcos que se hunden— le había robado parte de sus joyas. Ya se lo imaginaba. Tuvo que vender prácticamente el resto y encima la estafaron con el precio. ¿Qué iba a esperar de aquel cuervo del joyero? Al fin y al cabo era un hombre.

Mentirosos, estafadores y ladrones. Todos.

Todos iban a pagar antes de que ella se derrumbara.

No encontraba los rubíes: el brazalete de rubíes y diamantes, en forma de corazones, sangre y hielo, que Reginald le había regalado cuando se enteró de que estaba embarazada.

En realidad, era una baratija. Algo demasiado delicado, demasiado insignificante para su gusto. Pero lo quería, y lo puso todo patas arriba en la habitación y en el vestidor en busca de la joya.

Lloró como una niña cuando encontró, en lugar del brazalete, un prendedor con zafiros. Mientras se secaba las lágrimas y sus dedos apretaban el broche, se olvidó del brazalete y de su desesperado deseo de recuperarlo. Olvidó que lo había estado buscando y sonrió ante los destellos de las azules piedras preciosas. Con él tendría suficiente para empezar con James. Se llevaría su bebé al campo, tal vez. Hasta que volviera a sentirse bien, a sentirse fuerte de nuevo.

En realidad, todo era muy sencillo, decidió con una sonrisa macabra mientras contemplaba su imagen en el espejo. El vestido gris era algo discreto, digno, el tono apropiado para una madre. Le tiraba un poco entre la cintura y los hombros. Pero aquello no tenía remedio. Ahora no disponía de criadas ni de modistas para andar con arreglos. Ya habría recuperado la figura cuando ella y James estuvieran instalados en una bonita casa de campo.

Peinó su rubia cabellera recogida hacia arriba en tirabuzones y, con considerable pesar, renunció al carmín. Era mejor mostrar un aspecto discreto, decidió. Un aspecto discreto tranquilizaría al niño.

Iría inmediatamente a recuperarlo. Se plantaría en casa de Harper y se llevaría lo que era suyo.

El viaje para salir de la ciudad, con destino a la gran mansión de los Harper, fue largo, frío y también caro. Ya no disponía de carruaje propio y pronto, muy pronto, los agentes de Reginald volverían a la casa y la echarían, como habían amenazado con hacer.

Pero valía la pena pagar un carruaje privado. ¿Cómo, si no, podría llevar a James de vuelta a Memphis, donde lo subiría a la habitación de los niños, lo pondría con cuidado en la cuna y le cantaría una nana?

«Arrorró mi niño», cantaba en voz baja, haciendo girar sus finos dedos mientras contemplaba los árboles desnudos que flanqueaban el camino.

Había cogido aquella manta que le había pedido a él que le trajera de París, así como el precioso gorrito y los peúcos. En su imaginación seguía siendo un recién nacido. En su alterada cabeza, aquellos seis meses desde el nacimiento no habían transcurrido.

El carruaje tomó la larga avenida cuesta abajo y en un instante apareció la mansión Harper, una presencia que se imponía con todo su esplendor.

La piedra amarillenta y el blanco reborde le daban una imagen cálida y elegante contra un fondo de cielo gris e inhóspito. Un edificio de tres plantas altivo, firme, con árboles y arbustos aquí y allí, con un césped que cubría el desnivel de la tierra.

Había oído contar que en otra época los pavos reales circulaban por la propiedad y exhibían sus multicolores plumas. Pero al parecer Reginald no soportaba sus chillidos y había acabado con ellos al convertirse en dueño de la mansión.

Su dominio era el de un rey. Y ella le había entregado un príncipe. Un día… un día su hijo usurparía la herencia a su padre. Entonces ella estaría al mando de la mansión Harper con James. Con su dulce James.

Pese a que el sol impedía ver más allá de las ventanas de la impresionante mansión —una especie de ojos secretos que la espiaban—, ella imaginaba su vida allí con James. Se veía cuidando de su hijo, paseando con él por los jardines, oyendo resonar su risa por los salones.

Sin duda sería esto lo que verían aquellas paredes algún día. La casa era de él, de modo que, consecuentemente, también era de ella. Iban a vivir allí, felices, solos los dos. Como no podía ser de otra forma.

Bajó del carruaje, la estampa de una mujer delgada y pálida con un vestido gris que no le quedaba bien, y se dirigió despacio hacia la puerta de entrada.

Notó los latidos del corazón cerca de la garganta. James la esperaba.

Llamó, y como quiera que no conseguía mantener las manos inmóviles, las juntó a la altura de la cintura.

El hombre que abrió iba de un negro que denotaba categoría, y la mirada fugaz que le dirigió no dio a la mujer ninguna pista.

—¿Qué se le ofrece, señora?

—He venido a buscar a James.

La ceja izquierda del hombre se levantó levemente.

—Lo siento, señora, aquí no vive ningún James. Si pregunta por un criado, la puerta está atrás.

—James no es ningún criado. —¿Cómo se atrevía?—. Es mi hijo. Es su amo. He venido a buscarlo. —Cruzó el umbral de la puerta con gesto desafiante—. Tráigalo aquí inmediatamente.

—Veo que se ha equivocado de casa, señora. Tal vez…

—No va a ser usted quien me aparte de él. ¡James! ¡James! Mamá está aquí.

Se precipitó hacia la escalera, arañó y mordió al mayordomo cuando este le cogió el brazo.

—¿Qué ocurre aquí, Danby? —Una mujer del servicio, también de negro, acudió afanosamente al amplio vestíbulo.

—Esta… mujer. Está alterada.

—Por no decir otra cosa. ¿Señorita? Por favor, señorita, soy Havers, el ama de llaves. Cálmese y dígame qué ocurre.

—He venido a buscar a James. —Sus manos temblaban al levantarlas para alisarse los rizos—. Tráigamelo ahora mismo. Es la hora de su siesta.

Havers tenía un rostro amable. Le dirigió una suave sonrisa.

—Comprendo. ¿No sería mejor que se sentara un momento y se serenara?

—Entonces, ¿me traerá a James? ¿Me traerá a mi hijo?

—¿En el salón? Hay una agradable chimenea. Es un día muy frío, ¿verdad? —La mirada que dirigió a Danby consiguió que este le soltara el brazo—. Permítame que la acompañe.

—Una trampa. Otra trampa.

Amelia echó a correr escalera arriba, llamando a James mientras subía. Llegó a la segunda planta y sus débiles piernas cedieron.

Se abrió una puerta; de ella salió la señora de la mansión Harper. Supo que era la esposa de Reginald, Beatrice. La había visto en el teatro en una ocasión, y también en las tiendas.

Era hermosa, una belleza fría, con unos ojos como esquirlas de hielo azul, una delgada cuchilla como nariz y unos labios carnosos, en aquellos momentos torcidos con gesto de repugnancia. Llevaba un vestido de seda rosa, con cuello alto y ceñida cintura.

—¿Quién es esta mujer?

—Lo siento, señora —Havers, más rápida que el mayordomo, llegó antes a la puerta del salón—. No se ha presentado. —Con gesto instintivo, se arrodilló para rodear los hombros de Amelia con su brazo—. Parece que está angustiada y helada de frío.

—James. —Amelia levantó el brazo y Beatrice, con parsimonia, apartó su falda—. He venido por James. Mi hijo.

Se produjo un movimiento casi imperceptible en la expresión de Beatrice antes de que sus labios se cerraran formando una escueta línea.

—Hágala pasar. —Se volvió y se metió en el salón—. Y espere.

—Señorita —le dijo Havers en voz baja mientras la ayudaba a incorporarse—, no tenga miedo, nadie le hará daño.

—Tráigame a mi pequeño, por favor. —Con ojos suplicantes, agarró la mano de Havers—. Por favor, tráigamelo.

—Vamos, entre y hable con la señora Harper. ¿Sirvo té, señora?

—Por supuesto que no —saltó Beatrice—. Cierre la puerta.

Se acercó a una elegante chimenea de granito y se volvió de forma que, cuando se cerró la puerta, el fuego ardía detrás de ella mientras sus ojos mantenían la misma frialdad de antes.

—Usted es… era —rectificó haciendo una mueca con los labios— una de las putas de mi marido.

—Soy Amelia Connor. He venido…

—No le he preguntado el nombre. No me interesa en absoluto, lo mismo que usted. Creía que las mujeres de su calaña, las que se consideran amantes y no simples mujerzuelas, eran suficientemente listas para no poner los pies en casa de aquellos a los que llamaban sus protectores.

—Reginald. ¿Está Reginald aquí?

Miró a su alrededor, captando, aturdida, la belleza de aquella estancia, con sus lámparas pintadas y sus cojines de terciopelo. Le costaba recordar cómo había llegado hasta allí. La desesperación y la ira habían ido remitiendo y se encontraba aterida y turbada.

—No está en casa y debería considerarse afortunada por ello. Estoy totalmente al corriente de su… relación, totalmente al corriente de que él la ha dado por terminada y de que a usted se la ha compensado con generosidad.

—¿Reginald?

En su devastada mente le vio, de pie frente a la chimenea, aunque no aquella, de ningún modo aquella. Frente a la de ella, en su salón.

«¿Creías que iba a permitir que alguien como tú criara a mi hijo?»

Hijo. Su hijo. James.

—James. Mi hijo. He venido a buscar a James. Tengo su manta en el carruaje. Me lo llevaré a casa.

—Si cree que voy a darle dinero para asegurar su silencio en este indecoroso asunto, está muy equivocada.

—He… venido por James. —Una sonrisa tembló en sus labios al dar unos pasos con los brazos extendidos—. Necesita a su madre.

—El bastardo al que usted dio a luz, y que se me impuso a mí, se llama Reginald, como su padre.

—No, yo le puse James. Me dijeron que estaba muerto, pero yo le oí llorar. —La inquietud se reflejó en su rostro al mirar a uno y otro lado en el salón—. ¿Le oye llorar? Tengo que encontrarlo, cantarle una nana para que se duerma.

—Usted tendría que estar en un manicomio. Casi me da lástima. —Beatrice se levantó; el fuego chisporroteaba tras ella—. En este asunto, no tiene más opciones que yo. Pero, como mínimo, yo soy una persona intachable. Soy su esposa. Le he dado familia, familia que ha nacido en el marco del matrimonio. He sufrido la pérdida de esta y siempre he tenido una conducta irreprochable. He hecho la vista gorda, he hecho oídos sordos ante las aventuras de mi marido y jamás le he dado un solo motivo de queja. Pero nunca le di un hijo, y este ha sido mi pecado mortal.

Sus mejillas se tiñeron de rojo y en la expresión brilló la ira.

—¿Usted cree que me apetece que me endilguen a su mocoso? ¿Que el hijo de una prostituta me llame madre? ¿Que herede esto? —Extendió los brazos—. ¿Todo esto? Ojalá hubiera muerto en sus entrañas, y con él también usted.

—Devuélvamelo. Devuélvamelo. He traído esta manta. —Bajó la vista hacia sus manos vacías—. He traído esta manta. Me lo llevaré.

—Ya no hay nada que hacer. Estamos atrapadas en la misma trampa, pero al menos usted se merece el castigo. Yo no he hecho nada.

—No puede quedárselo; usted no lo quiere. No puede tenerlo aquí.

Avanzó hacia ella con los ojos desorbitados, la boca entreabierta. El golpe restalló en su mejilla, y la dejó tumbada de espaldas en el suelo.

—Ahora mismo se irá de esta casa. —Beatrice habló en voz baja, sin exaltarse, como si estuviera dando una orden insignificante a un sirviente—. Nunca más volverá a hablar de esto o yo misma me ocuparé de que la encierren en el manicomio. Le juro que no toleraré que sus desvaríos mancillen mi reputación. No volverá más aquí, no pondrá de nuevo los pies en la mansión Harper ni en su propiedad. Nunca verá a su hijo, este va a ser su castigo, aunque para mí no será ni de lejos la pena que se merece.

—James. Viviré aquí con James.

—Está loca —dijo Beatrice con un dejo de diversión apenas perceptible—. Vuelva a su oficio de puta. Seguro que encontrará a un hombre que aceptará de mil amores plantar otro bastardo en su barriga.

En dos zancadas llegó a la puerta y la abrió.

—¡Havers! —Esperó, sin hacer caso de los gemidos que se oían tras ella—. Diga a Danby que saque esto de mi casa.

Sin embargo, volvió. La echaron, ordenaron al cochero que se la llevara de allí. Pero en la fría noche ella regresó. Tenía la mente hecha añicos, pero consiguió hacer aquel último viaje, en un carro robado, con el pelo empapado por la lluvia y el blanco camisón pegado a su piel.

Quería matarlos. Acabar con todos. Hacer jirones su piel, despedazarlos vivos. Entonces podría coger a James con sus ensangrentadas manos y llevárselo de allí.

Pero ellos nunca iban a permitírselo. Nunca podría abrazar a su pequeño. Jamás vería su dulce rostro.

A menos que… a menos que…

Dejó el carro cuando las sombras y el resplandor de la luna se deslizaban por encima de la mansión Harper, mientras las negras ventanas relucían y el interior dormía.

Había parado de llover; el cielo estaba despejado. La neblina se enroscaba en el suelo: grises serpientes que se partían contra sus helados y desnudos pies. El dobladillo del camisón se arrastraba en la humedad y el barro mientras avanzaba. Tarareando, cantando.

Pagarían. Iban a pagarlo muy caro.

Había acudido a una experta en vudú y ya sabía lo que tenía que hacer. Sabía lo que había que hacer para obtener todo lo que deseaba, para siempre. Para toda la vida.

Cruzó los jardines, caminó entre las quebradizas plantas en invierno y se acercó a la cochera a buscar lo que necesitaba.

Ya lo llevaba consigo y salió cantando en la húmeda atmósfera, camino de la impresionante mansión de piedra amarillenta iluminada por la luna.

«Arrorró mi niño —cantaba—, arrorró mi sol.»

1

Mansión Harper, julio de 2005

Agotada, al límite de sus fuerzas, Hayley bostezó hasta hacer crujir su mandíbula. Notaba el peso de la cabeza de Lily en su hombro, pero cada vez que pretendía mecerla, la pequeña se retorcía, lloriqueaba y sus deditos se aferraban a la camiseta con la que dormía Hayley.

«Intentaba dormir», rectificó Hayley mientras, con algún sonido, trataba de calmarla y ponía de nuevo en movimiento la mecedora.

Pensaba que serían alrededor de las cuatro de la madrugada y ya se había levantado un par de veces para mecer y tranquilizar a su inquieta hija.

Alrededor de las dos, había hecho un intento de meter a la pequeña en la cama con ella para tratar de conciliar el sueño. Pero Lily no aceptaba nada más que la mecedora.

De modo que Hayley la acunaba y dormitaba, la mecía y bostezaba, preguntándose si alguna vez en su vida volvería a dormir de un tirón hasta las ocho de la mañana.

No sabía cómo se las arreglaban los demás. Sobre todo las madres que vivían solas. ¿Cómo daban abasto? ¿Cómo podían con todas las exigencias del corazón, la cabeza, el cuerpo… el dinero?

¿Cómo se las habría compuesto de haber estado completamente sola con Lily? ¿Qué vida habrían llevado sin nadie que les echara una mano con las preocupaciones, las cargas, la diversión, y también lo insignificante? Daba miedo pensarlo.

Ahora se le ocurría que había sido optimista y confiada hasta la ridiculez, y además, estúpida.

Llevar adelante, recordó, su embarazo, de casi seis meses, dejar el trabajo, vender prácticamente todas sus pertenencias y cargar la carraca aquella para marcharse.

¡Señor!, de haber sabido entonces lo que sabía ahora, no lo habría hecho.

De modo que quizá había sido positivo ignorar lo que le aguardaba. Porque no estaba sola. Cerró los ojos y apoyó la mejilla en el suave y oscuro pelo de Lily. Tenían amigos —mejor dicho, familia—, gente que se preocupaba por ella y por Lily, personas dispuestas a ayudarlas.

No solo contaban con un techo, sino con el espléndido techo de la mansión Harper. Contaba con Roz, una prima lejana, y aun solo por razón de matrimonio, quien le había ofrecido casa, trabajo, una oportunidad. Contaba con Stella, su mejor amiga, la persona con quien podía hablar, quejarse, aprender.

Tanto Roz como Stella habían sido madres y vivido tiempo sin pareja, y se las habían arreglado, se recordó a sí misma. Habían hecho mucho más que arreglárselas, Stella con dos niños a los que criar, Roz con tres.

Y ella pensando en cómo se las compondría con una sola hija, incluso con toda la ayuda a su alcance.

Estaba David, quien llevaba la casa y hacía la comida. David, una maravilla de persona. ¿Y si ella hubiera tenido que cocinar cada noche después del trabajo? ¿Y si le hubiera tocado hacer la compra, la limpieza, llevar y traer las cosas, todo, además de cumplir con su trabajo y cuidar a una cría de catorce meses?

Tenía suerte de no tener ni que comprobarlo.

Estaba también Logan, el encantador nuevo marido de Stella, siempre dispuesto a cambiar una pieza u otra del coche de ella cuando la dejaba tirada. Y los niños de Stella, Gavin y Luke, quienes, además de estar encantados de poder jugar con Lily, iban dando a Hayley pistas sobre lo que le esperaba en los próximos años.

Y también estaba Mitch, un hombre inteligente y agradable, que disfrutaba paseando a Lily y llevándola sobre sus hombros, con lo que la pequeña se lo pasaba requetebién. A partir de ahora estaría todo el tiempo allí, enseguida que él y Roz volvieran de su luna de miel.

¡Qué maravilloso, qué divertido había sido observar a Stella y a Roz en sus enamoramientos! Ella se había sentido parte de aquellas historias: las emociones, los cambios, la ampliación de su nuevo círculo familiar.

Que Roz se casara significaba, evidentemente, que Hayley ya no podría demorarse más con lo de buscar un lugar donde vivir. Los recién casados tenían derecho a la intimidad.

Pensaba que ojalá encontrara algo cerca. En aquella extensa propiedad, a ser posible. Como la cochera. La casa donde vivía Harper. Soltó un leve suspiro al acariciar la espalda de Lily.

Harper Ashby. El primogénito de Rosalind Harper Ashby, un bomboncito, por cierto. Claro que ella no lo veía de esta forma. Al menos no tanto. Era un amigo, un colega de trabajo, chiflado por su niña. Y al parecer, el amor era mutuo.

Harper en realidad era de lo más sorprendente cuando estaba con Lily. Se le veía paciente, divertido, tranquilo, cariñoso. En secreto, ella lo veía como el sustituto del padre de Lily, aunque sin incluir en ello ninguna demostración de ternura con la madre.

A veces ella se imaginaba que lo era —¿acaso tenía algo de malo?—, pero el papel de sustituto no le acababa de cuajar. Los mimos, sí. Al fin y al cabo, ¿qué muchacha estadounidense que se preciara —y en aquellos momentos falta de sexo— no fantasearía en un momento u otro con aquel personaje tan alto, moreno y elegante y bien parecido, sobre todo con aquella sonrisita matadora, con sus ojos castaños que fulminaban a cualquiera, con un trasero que daban ganas de pellizcar?

Lo que no quería decir que ella lo hubiera pellizcado nunca. Todo quedaba en el ámbito de la teoría.

Además, era listísimo. Sabía todo lo que podía saberse sobre plantas y flores. A ella le encantaba verle trabajar en el vivero de los injertos y en El jardín. Observar cómo sus manos sujetaban un cuchillo o cómo ataba la rafia.

Le enseñaba a ella, y Hayley se lo agradecía. Tanto que se permitía pegarle un ávido bocado.

Claro que hacerlo con la imaginación no perjudicaba a nadie.

Fue frenando la mecedora, contuvo el aliento y esperó. La espalda de Lily siguió su suave movimiento ascendente y descendente bajo su mano.

Menos mal.

Se levantó poco a poco y se dirigió hacia la cuna con el sigilo y la determinación de la mujer que se dispone a fugarse de la cárcel. Con los brazos doloridos y la cabeza confusa por la fatiga, se inclinó ante la cuna y, lentamente, centímetro a centímetro, dejó a Lily sobre el colchón.

La estaba cubriendo con la manta cuando la pequeña empezó a moverse. Levantó la cabeza y se puso a llorar.

—Por favor, Lily, vamos, pequeña. —Hayley le daba unas palmaditas, la acariciaba, balanceándose—. ¡Chis!, vamos, deja descansar un poco a mamá…

Al parecer, las caricias funcionaron, pues mientras su mano seguía en la espalda de la pequeña, la cabecita no se levantaba. De forma que Hayley se sentó en el suelo, introdujo la mano bajo las costillas de Lily y se las fue acariciando y acariciando con suavidad.

Y luego se quedó dormida.

Fue el canto lo que la despertó. Tenía el brazo dormido y así siguió cuando abrió los ojos. La estancia estaba fría; la parte del suelo en la que había permanecido sentada junto a la cuna era una especie de cuadrado de hielo. Al cambiar de posición para mantener una mano protectora en la espalda de Lily notó un hormigueo desde el hombro hasta las puntas de los dedos.

La silueta del vestido gris se sentó en la mecedora, cantando suavemente la anticuada nana. Su mirada se cruzó con la de Hayley, pero siguió con la canción, siguió con el balanceo.

La sacudida de la sorpresa despejó la cabeza de Hayley e hizo que el corazón le diera un vuelco.

¿Qué es lo que una debe decir a un fantasma que lleva tiempo sin ver?, pensaba. «Eh, ¿qué tal? ¿Bienvenida a casa?» ¿Cuál era la respuesta adecuada, sobre todo cuando el fantasma en cuestión tenía un aire tan ido?

El frío le había entumecido la piel. Se incorporó lentamente para poder quedar entre la mecedora y la cuna. Por si acaso. Notaba como mil agujas en el brazo, lo sostuvo contra su pecho y empezó a hacerse fricciones con brío.

No te pierdas ni un detalle, pensaba. Mitch querrá conocerlos todos.

Parecía muy tranquila, sobre todo tratándose de un fantasma psicótico, decidió Hayley. Tranquila y triste, igual que la primera vez que la había visto. Pero la recordaba también en otras ocasiones con los ojos saltones, con expresión ida.

—Ejem… Hoy le han puesto unas inyecciones. Vacunas. En estos casos siempre pasa una mala noche. Aunque creo que ahora se ha calmado. A punto para levantarse en un par de horas, de modo que lo más seguro es que esté de mal humor hasta la hora de la siesta. Pero… pero ahora dormirá, o sea que puede marcharse.

La silueta desapareció unos segundos antes que la tonada.

David le preparó las crepes de arándano para el desayuno. Ella había insistido en que, mientras Roz y Mitch estuvieran fuera, no cocinara para ella y para Lily, pero David seguía con lo suyo. Le parecía tan encantador yendo de aquí para allá en la cocina que no insistió mucho en desanimarle.

Además, las crepes estaban de muerte.

—Hace unos días que te veo paliducha. —David le dio un ligero pellizco en la mejilla; luego repitió el gesto con Lily para verla reír.

—No he dormido mucho últimamente. Anoche tuvimos visita.

Negó con la cabeza ante el gesto de él de levantar las cejas y sus labios dibujaron una pícara sonrisa.

—Ningún hombre… Por desgracia algo triste. Amelia.

La expresión alegre se desvaneció al instante y en el rostro de David apareció un gesto de preocupación mientras le tendía el plato del desayuno.

—¿Algún problema? ¿Estás bien?

—Estaba sentada en la mecedora, cantando. Y cuando le he dicho que Lily estaba bien, que se podía marchar, se ha ido. No ha pasado nada.

—Puede que vuelva a estar calmada. Esperemos. ¿Te

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos