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A la edad de treinta y siete años, Angela Dawson sabía qué eran la adversidad y la angustia, pese a haberse criado en una familia de clase media alta en las ricas afueras de Englewood, New Jersey, donde había disfrutado de todas las ventajas materiales, además de una educación selecta. Dotada de una licenciatura en medicina y otra en económicas, y una excelente salud, su vida en aquellas primeras horas de esa noche de abril en plena ciudad de Nueva York podría haber sido relativamente despreocupada, sobre todo teniendo en cuenta que gozaba de todas las ventajas de un estilo de vida adinerado, incluido un fabuloso apartamento en la ciudad, y una maravillosa casa en la playa en Martha’s Vineyard. Pero no era este el caso. Por el contrario, Angela se enfrentaba al mayor desafío personal de su vida y en aquel momento padecía una creciente ansiedad y angustia. El Angels Healthcare SRL, que ella había fundado y levantado durante los cinco años anteriores, se balanceaba en el borde de lo que podía ser un éxito extraordinario o un completo fracaso, y el resultado debía decidirse en las próximas semanas. El resultado recaía totalmente sobre sus hombros.
Como si aquel enorme desafío no fuese suficiente, la hija de diez años de Angela, Michelle Calabrese, estaba pasando por una crisis. En consecuencia, mientras el director financiero, el director de gestión, los presidentes de los tres hospitales de Angels Healthcare, y la recién contratada especialista en control de infecciones la esperaban impacientes en la sala de juntas, Angela tenía que ocuparse de Michelle, con la que llevaba hablando por teléfono más de quince minutos.
—Lo siento, cariño —dijo Angela, con un esfuerzo para mantener la voz calmada pero firme—. ¡La respuesta es no! Lo hemos discutido, lo he pensado, y la respuesta es no. Para que quede claro: ene, o.
—Pero mamá —sollozó Michelle—. Todas las chicas lo tienen. —Eso es difícil de creer. Tú y tus amigas solo tenéis diez años y estáis en quinto grado. Estoy segura de que muchos padres opinan lo mismo que yo.
—Papá dijo que podía. Eres muy mala. Quizá tendría que irme a vivir con él.
Angela rechinó los dientes y venció la tentación de replicar al cruel comentario de su hija. En cambio, se volvió en su sillón para mirar a través de la ventana de su despacho que daba a dos calles. Angels Healthcare tenía su sede en el piso veintidós de la Trump Tower en la Quinta Avenida. Su despacho privado daba al sur y al oeste, con la mesa orientada al norte. En aquel momento miraba hacia el sur, a la avenida, donde los coches estaban atascados. Las luces rojas de los pilotos traseros parecían miles de rubíes resplandecientes. Sabía que su hija estaba respondiendo a su propia ira contra la vida por tener unos padres divorciados e intentaba utilizarla para salirse con la suya. Por desgracia, esos comentarios hirientes respecto a su ex marido habían funcionado varias veces en el pasado y habían hecho que Angela perdiera los estribos, pero estaba dispuesta a evitar que volviera a ocurrir. Sobre todo, dada la tensión que soportaba, debía hacer todo lo posible para mantener la calma; estaba a las puertas de una importante reunión. Hacer de madre y ocuparse de un negocio multimillonario eran dos cosas que a menudo estaban reñidas, y ella debía mantenerlas separadas.
—¿Mamá, estás ahí? —preguntó Michelle. Sabía que se había pasado y ya lamentaba su comentario. De ningún modo quería vivir con su padre y todas sus novias locas.
—Sigo aquí —respondió Angela. Se volvió de nuevo para contemplar su moderno despacho con escaso mobiliario—. Pero no me ha gustado nada tu último comentario.
—Pero estás siendo injusta. Dejaste que me hiciera agujeros en las orejas.
—Las orejas son una cosa y ponerse un piercing en el ombligo es otra cosa muy distinta. Además, no quiero seguir hablando de esto, al menos por el momento. ¿Has cenado?
—Sí —contestó Michelle en tono triste—. Haydee preparó paella.
«Gracias a Dios que está Haydee», pensó Angela. Haydee Figueredo era una encantadora colombiana que Angela había contratado de niñera inmediatamente después de separarse de su esposo Michael Calabrese. Michelle solo tenía tres años, y a Angela le faltaban seis meses para acabar la residencia como médico interno. Haydee había sido un regalo del cielo.
—¿Cuándo volverás a casa? —preguntó Michelle. —Todavía tardaré un par de horas —respondió Angela—. Tengo una reunión importante.
—Siempre dices lo mismo.
—Puede que sí, pero esta es más importante que la mayoría.
¿Tienes deberes?
—¿El cielo es azul? —replicó Michelle.
A Angela no le gustó nada la falta de respeto que desprendían el comentario y el tono de Michelle, pero no dijo nada.
—Si necesitas ayuda con cualquiera de las materias, te ayudaré cuando llegue a casa.
—Creo que estaré durmiendo.
—¡Vaya! ¿Por qué?
—Tengo que levantarme temprano para la visita a The Cloisters.
—Oh, sí, lo había olvidado —se excusó Angela con una mueca exagerada. Detestaba olvidar acontecimientos que eran importantes para su hija—. Si estás durmiendo cuando llegue a casa, entraré sin hacer ruido, te daré un beso y te veré por la mañana.
—Vale, mamá.
A pesar de la tensa conversación anterior, madre e hija se despidieron cariñosamente antes de colgar. Por unos momentos, Angela permaneció sentada a su mesa. Pero la conversación telefónica con su hija le había traído a la memoria un episodio que había sido al mismo tiempo un desafío y le había creado un desasosiego familiar similar al de la situación actual. Fue cuando tuvo que enfrentarse al juicio de divorcio y a la bancarrota de su consulta de medicina privada en la ciudad; recordar que entonces había sobrevivido le daba confianza en las actuales circunstancias.
Con un poco más de optimismo que a principios de la tarde, Angela se levantó, recogió sus notas y salió del despacho. Se sorprendió al ver a su secretaria, Loren Stasin, todavía sentada a su mesa. Angela no se había acordado de la mujer en las últimas tres horas.
—¿Por qué estás aquí todavía? —le preguntó con un leve remordimiento.
Loren encogió sus hombros estrechos.
—Creí que podía necesitarme.
—Cielos, no. ¡Vete a casa! Te veré por la mañana.
—¿Debo recordarle que mañana por la mañana tiene una cita
en el Manhattan Bank and Trust, y luego una reunión con el señor Calabrese en su despacho?
—No es necesario. Pero gracias de todas maneras. ¡Ahora, largo de aquí!
—Gracias, doctora Dawson —dijo Loren mientras guardaba con disimulo una novela.
Angela caminó por el desnudo pasillo. Por infinidad de razones, no le entusiasmaban las reuniones del día siguiente. Siempre le parecía degradante tener que pedir dinero, y en aquel momento, en su desesperada situación, sería aún mucho más humillante. Para colmo, una de las personas a las que pediría dinero era su ex marido. Siempre que se encontraba con él, con independencia del motivo, le evocaba todo el conflicto emocional del divorcio, para no hablar de la irritación que sentía hacia sí misma por haberse casado con él. No tendría que haber sido tan tonta. Había habido demasiados sutiles indicios de que él se convertiría en alguien como su padre, molesto por su éxito hasta el punto de adoptar un mal comportamiento.
Al llegar a la puerta cerrada de la sala de juntas, Angela hizo una pausa, respiró profundamente para darse ánimos y entró. En el mismo estilo que su despacho privado, el interior era moderno y espartano, y dominado por una gran mesa central que consistía en un cristal de cinco centímetros de grosor colocado sobre un capitel jónico de mármol blanco. El suelo era de losas de mármol blanco. En cada una de las paredes laterales a izquierda y derecha había pantallas planas de televisión para las presentaciones en PowerPoint. La pared más lejana era de cristal y daba a la Quinta Avenida. La dorada cúpula del Crown Building al otro lado de la calle llenaba la minimalista habitación con un cálido resplandor.
La mesa redonda había sido idea de Angela. Su forma de dirigir priorizaba el trabajo en equipo más que la jerarquía, y era más igualitaria que la habitual mesa de juntas. Aunque había sillas para dieciséis personas, únicamente cinco estaban ocupadas en ese momento. El director financiero estaba solo en el extremo opuesto, de espalda a la ventana. Los tres directores de hospital se encontraban a la izquierda de Angela. El director de gestión estaba a unas pocas sillas del director financiero, a la derecha de Angela. El profesional a cargo del control de infecciones estaba junto al director de gestión.
Con toda intención, ninguno de los jefes de departamento del Angels Healthcare, como eran los de abastecimiento, lavandería, mantenimiento, limpieza, relaciones públicas, personal, servicios de laboratorio, enfermería, personal médico o miembros ajenos a la junta, estaban presentes. De hecho, a ninguno de ellos se les había notificado la reunión, y mucho menos se les había invitado.
Angela sonrió cordialmente mientras miraba a cada uno de ellos y los saludaba. Las expresiones eran un tanto recelosas, excepto la del director financiero Bob Frampton, cuyo carnoso rostro mostraba el aspecto de una persona que siempre va corta de sueño, y la del director de gestión Carl Palanco, que parecía vivir en un estado de permanente sorpresa.
—Buenas tardes a todos —dijo Angela mientras se sentaba. Miró de nuevo a los presentes—. En primer lugar, permítanme que me disculpe por haberlos hecho esperar. Sé que es tarde y que todos están ansiosos por regresar a casa con sus familias, así que seré breve. La buena noticia es que todavía funcionamos. —Angela miró a los tres directores, que asintieron sin mucho entusiasmo—. La mala noticia es que nuestro problema de liquidez ha pasado de preocupante a crítico. Por supuesto, hace un mes ya considerábamos que la situación era crítica, pero ahora ha empeorado.
Angela señaló a Bob Frampton, que sacudió la cabeza como si quisiera despertarse. Se inclinó hacia delante y apoyó los codos en la mesa, con sus gordas manos juntas y los dedos entrelazados.
—Nos estamos acercando muy rápido, si es que no lo superamos ya, a nuestro margen del ochenta por ciento en nuestros créditos con el Manhattan Bank and Trust. Tuvimos que vender algunos bonos para pagar a nuestro proveedor de cánulas vasculares. Amenazaba con cortarnos el suministro.
—A la vista de nuestras apuradas finanzas, quiero agradecerle que lo haya hecho —manifestó la doctora Niesha Patrick. Era una joven afroamericana de piel clara y con unas pecas que formaban un dibujo de mariposa sobre la nariz y las mejillas. Como Angela, también tenía un máster en administración de empresas, además de ser médico. Angela se la había arrebatado a una gran compañía de la costa Oeste para que dirigiese el Angels Heart Hospital—. Con los quirófanos cerrados intermitentemente, nuestra única fuente de ingresos segura ha sido la angiografía y la cardioplastia invasiva. Sin las cánulas vasculares, incluso esos ingresos se habrían visto muy afectados.
—La angiografía invasiva y la técnica Lasik sin duda son lo que nos ha mantenido a flote —manifestó Angela. Hizo un gesto de reconocimiento a Niesha y al doctor Stewart Sullivan. Stewart era el presidente del Angels Cosmetic Surgery and Eye Hospital.
—Hacemos todo lo que podemos —afirmó Stewart.
—Por mucho que los hospitales especializados sean una mina de oro en el actual sistema de reembolsos —dijo Angela—, están en grave desventaja cuando tienen cerrados los quirófanos.
—Pero los quirófanos están todos abiertos ahora —protestó la doctora Cynthia Sarpoulus, a la defensiva. Cynthia había sido compañera de curso de Angela en la facultad y se había especializado en enfermedades infecciosas y epidemiología. Angela la había contratado cuando habían comenzado las infecciones hospitalarias tres meses y medio atrás. Cynthia era una mujer morena, con el pelo negro azabache y con un carácter bastante fuerte. Angela estaba dispuesta a soportar su mal genio y a menudo cáustico estilo debido a sus conocimientos, dedicación, inteligencia y prestigio. Ostentaba el mérito de haber salvado a varias instituciones que se habían visto afectadas por problemas en el control de infecciones.
—Puede que estén abiertos, pero no están siendo utilizados excepto por un grupo reducido de nuestro personal médico —puntualizó el doctor Herman Straus. Angela había contratado a Herman cuando este trabajaba en un hospital de Boston, donde era un muy respetado subadministrador. Era un hombre fornido y atlético con un carácter abierto, y tenía un don especial para tratar con los cirujanos ortopédicos. Esto, combinado con su formación administrativa en el Cornell Hospital, lo hacían el director ideal del Angels Orthopedic Hospital; su trabajo así lo confirmaba.
—¿Y a qué es debido? —preguntó Angela—. Sin duda saben que nos hemos ocupado del problema desde el principio. Cynthia, recuérdales a todos lo que se ha hecho.
—Todo lo posible —dijo Cynthia en tono vivaz, como si la hubiesen desafiado—. Todos los quirófanos han sido limpiados con hipoclorito de sodio y fumigado al menos una vez con un producto llamado MAV-CO2. Es un alcohol no inflamable en dióxido de carbono.
—No ha salido nada barato —señaló Bob.
—¿Por qué hubo que utilizar ese agente en particular? —quiso
saber Carl.
—Porque el estafilococo áureo resistente a la meticilina, o más conocido por su abreviatura, EARM, es muy sensible a esta preparación en particular —replicó Cynthia, como si fuese algo que todos deberían saber.
—No nos enfademos —rogó Angela. Deseaba mantener un ambiente tranquilo y, esperaba, productivo—. Aquí estamos todos en el mismo barco. Nadie está acusando a nadie. ¿Qué más se ha hecho?
—A todas las habitaciones de los hospitales donde se ha producido una infección se les ha aplicado el mismo tratamiento —explicó la experta—. Y quizá aún más importante, como ustedes saben, todos los miembros del personal médico y todos los empleados de los hospitales se someten a análisis periódicamente, y aquellos que dan positivo como portadores son tratados de inmediato con mupirocina hasta que dan negativo.
—Eso también ha costado muy caro —añadió Bob.
—Por favor, Bob —dijo Angela—. Todos somos conscientes
de los gastos de este desastre. Cynthia, continúa. ¿Crees que el
análisis y el tratamiento del personal médico y los empleados es
necesario?
—Por supuesto —afirmó Cynthia—. Quizá debamos considerar hacer lo mismo con los pacientes como un requisito previo a la admisión. Holanda y Finlandia tuvieron serios problemas con el EARM, pero lograron controlarlo tratando al personal y a los pacientes; a cualquiera que diese positivo como portador. Comienzo a preguntarme si tendríamos que hacer lo mismo. Sin embargo, mi principal preocupación es que el EARM ha aparecido en nuestros tres hospitales. ¿Qué significa eso? Significa que si hay un portador responsable, entonces este debe de visitar de forma rutinaria los tres hospitales. En consecuencia, a partir de hoy he ordenado el análisis y tratamiento de todos los empleados, incluso los de aquí en la sede central, que visitan regularmente los tres hospitales, estén o no en contacto con los pacientes.
—¿Algo más? —preguntó Angela.
—Hemos ordenado realizar un enérgico lavado de manos
después de tratar a cada paciente —dijo Cynthia—, en particular al personal médico y a las enfermeras. También hemos dispuesto el aislamiento estricto de todos los pacientes con EARM, y que el personal médico se cambie la ropa con más frecuencia, como
batas y prendas quirúrgicas. Además se insistirá en el lavado con
alcohol del equipo rutinario después de cada uso, entre otros, de
las bandas de los tensiómetros. Incluso hemos hecho cultivos
de todas las fuentes de condensación de los acondicionadores de
aire de los tres hospitales. Todos han dado negativo para patógenos, en particular para la cepa del estafilococo que nos afecta. En
resumen, estamos haciendo todo lo posible.
—Entonces ¿por qué los doctores no admiten pacientes? —preguntó Bob—. Dado que todos ellos son propietarios, deberían ser conscientes de que les cuesta dinero de sus propios bolsillos no hacerlo, sobre todo si vamos a la bancarrota.
—No quiero escuchar esa palabra —manifestó Angela, que ya había pasado por esa humillante experiencia.
—Está claro por qué no los admiten —señaló Stewart—. Les aterroriza que sus pacientes sufran una infección posquirúrgica a pesar de todas las estrategias de control de infecciones. El reembolso solo afecta a los casos relacionados por el diagnóstico, por lo que los pacientes que sufren una infección posquirúrgica inciden negativamente en su productividad, y es la productividad lo que determina sus ingresos. Además, está la preocupación de un error médico. Varios de nuestros cirujanos plásticos, e incluso dos de nuestros oftalmólogos, han sido demandados por estas recientes infecciones de estafilococos. Por lo tanto, la explicación es muy sencilla: aunque sean propietarios, para ellos representa un mayor beneficio económico volver al University o al Manhattan General, al menos a corto plazo.
—Pero todos los hospitales tienen problemas con los estafilococos —objetó Carl—, en particular con el estafilococo resistente a la meticilina. Eso incluye al University y al General.
—Sí, pero no durante los últimos tres meses, ni tampoco con la misma frecuencia que hemos visto aquí —replicó Herman—. Pese a todos los esfuerzos que está dirigiendo la doctora Sarpoulus, el problema sigue sin resolverse, dado que nosotros, en el Angels Orthopedic, hemos tenido otro caso hoy mismo. Un paciente llamado David Jeffries.
—¡Oh, no! —se lamentó Angela—. No lo sabía. ¡Qué desastre! Nos habíamos librado desde hacía más de una semana.
—Como en todos los casos anteriores, hemos intentado mantenerlo en secreto —añadió Herman—. Como he dicho, se presentó a última hora de esta tarde.
Por unos momentos reinó el silencio. Todas las miradas se volvieron hacia Cynthia. Las expresiones iban de la cólera al desconsuelo y el desconcierto. ¿Cómo podía ser que hubiese ocurrido después de lo que Cynthia les había explicado que habían hecho con una considerable cantidad de dinero que no tenían?
—No se ha confirmado que sea el estafilococo resistente a la meticilina —afirmó Cynthia a la defensiva. El presidente del comité de control de infecciones del hospital la había llamado e informado del caso momentos antes de asistir a la reunión.
—Si se refiere a que no se ha hecho el cultivo, tiene razón —declaró Herman—. Pero ha dado positivo según nuestro sistema VITEK, y mi supervisora de laboratorio dice que nunca ha tenido un falso positivo. Falsos negativos sí, pero ningún falso positivo.
—Dios bendito —se lamentó Angela, que intentaba mantener la compostura—. ¿Cuándo fue intervenido el paciente?
—Esta mañana —respondió Herman—. De un ligamento cruzado anterior.
—¿Qué tal está, o no debo preguntar?
—Murió mientras lo trasladaban al University Hospital. Por
razones obvias, una vez que quedó claro que sufría un choque
séptico, no había ningún lugar donde pudiese recibir mejor tratamiento.
—Dios bendito —repitió Angela. Estaba desconsolada—. Espero que haya comprendido que fue una mala decisión. Enviando a dos pacientes a un hospital que cuenta con todos los servicios, corremos el riesgo de que los medios puedan enterarse de la historia. Ya veo los titulares: «Hospital especializado deriva a paciente en estado crítico». Sería una pesadilla para el departamento de relaciones públicas, y es lo que intentamos evitar a toda costa; afectaría muy negativamente la salida en bolsa.
Herman se encogió de hombros.
—No fue decisión mía. Fue una decisión médica. No estaba
en mis manos.
—¿Cómo se lo ha tomado la familia Jeffries? —preguntó Angela.
—Como puede suponer —contestó Herman.
—¿Ha hablado con ellos en persona?
—Lo he hecho.
—¿Qué impresión le ha dado, van a demandarnos? —inquirió
Angela. En ese momento, el control de daños era una prioridad.
—Es demasiado pronto para decirlo, pero hice lo que me correspondía. Asumí la responsabilidad en nombre del hospital, les ofrecí mis disculpas, y les dije todas las cosas que habíamos hecho y lo que haremos para evitar otra tragedia similar.
—De acuerdo, eso es todo cuanto podías hacer —manifestó Angela, más para tranquilizarse a sí misma que a Herman. Tomó nota—. Informaré a nuestro consejo general. Cuanto antes se ocupen, mejor.
—Si hay otra infección posquirúrgica, por trágico que sea para todos —intervino Bob—, lo mejor es trasladar al paciente de inmediato. El coste para nosotros es muchísimo menor, algo que podría ser crítico dada las circunstancias.
Angela se volvió hacia Cynthia.
—Averigua si la intervención se realizó en uno de los quirófanos que acababan de limpiar. En cualquier caso, ocúpate de que
lo desinfecten de nuevo, pero no cierres todos los quirófanos.
Averigua cuándo se hicieron los cultivos del personal que participó y si alguno de ellos era un portador.
Cynthia asintió.
—¿Hay alguna otra manera de que podamos conseguir que
nuestros médicos aumenten el censo de casos? —preguntó
Bob—. Sería enormemente beneficioso. Necesitamos ingresos.
No me importaría facturar a Medicare por adelantado si solo es
durante un par de semanas.
Los tres directores de hospital se miraron entre sí para ver quién hablaría. Fue Herman quien tomó la palabra.
—No creo que haya ninguna manera de aumentar el censo, sobre todo con este nuevo caso de EARM. No sé qué opinan mis colegas, pero los traumatólogos recelan mucho de las infecciones, porque las infecciones en los huesos y las articulaciones tienen tendencia a permanecer durante mucho tiempo y consumen gran parte del tiempo del cirujano, incluso en las mejores circunstancias. He hablado de ello con el jefe del servicio médico. Él es quien me informó.
—Yo también he hablado con mi jefe del servicio médico —señaló Niesha—. En esencia, recibí la misma respuesta.
—Y yo —añadió Stewart—. Todos los cirujanos se oponen a asumir cualquier riesgo cuando se trata de infecciones.
—En cualquier caso, es probable que sea demasiado tarde —manifestó Angela, que intentaba recuperarse de ese último alud de malas noticias—. Pero la pregunta de Bob va al fondo de la razón por la que he convocado esta reunión. Primero quería que todos escuchasen lo que ha hecho la doctora Sarpoulus en lo que concierne a nuestro problema con el EARM. Por supuesto, no sabía que se había producido un nuevo caso. De verdad confiaba en que ya estaba superado. Pero sea cual sea la situación, tenemos que resistir las próximas semanas. —Angela se volvió hacia Cynthia—. El Angels Healthcare te da las gracias por tus continuados esfuerzos, pese a lo sucedido hoy. Ahora, ¿te importaría dejarnos para la aburrida discusión financiera?
Cynthia no respondió. Sus ojos oscuros miraron un momento a Angela, y luego se fijaron en los demás. Sin decir una palabra, se apartó de la mesa y abandonó la habitación. La puerta se cerró con un portazo.
Durante unos instantes, nadie habló.
—Un tanto impetuosa —comentó Bob, que fue el primero en
romper el silencio.
—Impetuosa pero comprometida —dijo Carl—. Se ha tomado este problema y su persistencia como algo personal. Estoy seguro de que cree que vamos a hablar mal de ella después de este nuevo caso.
—Mañana la tranquilizaré —señaló Angela—. Pero ahora abordemos lo más importante. Como todos ustedes saben, dentro de dos semanas iniciaremos la oferta pública de acciones. Lo crucial es cómo vamos a llegar sin que ningún posible inversor o funcionario de la SEC se entere del desastre de la falta de liquidez. Hasta ahora hemos tenido suerte a pesar de las demandas por negligencia médica. También hemos sido afortunados por el hecho de que el problema con los estafilococos empezase después de la auditoría externa, y, por tanto, su impacto no aparece reflejado en el folleto de la OPA. Sé que todos ustedes han hecho enormes sacrificios personales. Ninguno de los cargos superiores ha percibido salario alguno en los últimos dos meses, y eso me incluye a mí. Todos hemos utilizado al máximo nuestro crédito personal. Se lo agradezco. Les aseguro que hemos suplicado a todos nuestros inversores al máximo, incluido el cuarto de millón de nuestro inversor ángel.
»La ironía de esta situación desesperada es que si la oferta va como esperamos, los agentes encargados de colocar las acciones nos han garantizado quinientos millones de dólares. Eso significa que todos seremos ricos y que la empresa nadará en la abundancia. También hay algo fundamental: comenzará la construcción de los tres hospitales propuestos para Miami y los otros tres para Los Ángeles. Estamos preparados para ser la primera compañía de hospitales especializados que saldrá a bolsa después de haberse levantado la moratoria del Senado para la construcción de este tipo de hospitales, y nosotros estamos preparados en las especialidades más lucrativas. El momento no podría ser más idóneo. El cielo es el límite. Solo tenemos que llegar allí.
Angela hizo una pausa y miró a los ojos a cada uno de los presentes para asegurarse de que no había ningún desacuerdo. Nadie se movió o habló. Consultó un momento sus notas.
—No hay ningún culpable en esta situación —continuó—. Ninguna de las proyecciones que utilizamos para calcular incluso el peor escenario indicaban semejante catástrofe, en la que todos nuestros quirófanos cerrarían prácticamente a la vez. Con los ingresos casi a cero y los costes fijos en alza, el descenso de nuestro capital de emergencia ha sido para dejarnos a todos en las oficinas centrales sin aliento. Pero todos ustedes ya lo sabían, y con su ayuda, hemos sobrevivido. Hemos seguido a trancas y barrancas, hemos retrasado los pagos a nuestros proveedores hasta que pudimos. Vamos a continuar haciéndolo, pero incluso así, quizá no sea suficiente. Bob, dinos cuánto capital necesitaremos para llegar hasta la salida a bolsa.
—Me sentiría muy tranquilo con doscientos mil dólares —respondió Bob—. A medida que la cantidad baja, también lo hace mi confianza.
—Doscientos mil dólares —repitió Angela con un suspiro—. Por desgracia, eso es un montón de dinero, y a mí se me han acabado las ideas. La cuestión es si alguno de ustedes, que son personas inteligentes, tienen alguna propuesta. Desde su perspectiva, el problema principal, por supuesto, es que todos tendrán que pagar las nóminas, y con una liquidez negativa eso es cada vez más difícil, a menos que podamos ayudarles. El problema es que todas nuestras cuentas a la vista están bajo mínimos.
—¿Qué tal si retrasamos el pago de impuestos? —propuso Stewart—. Solo son dos semanas.
—Es una mala idea —señaló Bob—. El impuesto de las nóminas y las retenciones se pagan por transferencia. Si alguno de vosotros o nosotros las retenemos, el banco lo sabrá, porque le hemos dado orden de hacerlo. Decirle al banco que no pague los impuestos sería una enorme bandera roja.
—¿Qué tal si volvemos a apelar a nuestro principal inversor ángel? —propuso Niesha.
—Lo intentaré mañana —prometió Angela—. Pero no soy optimista. Nuestro agente de colocación, que fue quien encontró al inversor ángel, ya le sacó otro cuarto de millón hace un mes, y en aquel momento me pareció que el pozo estaba seco. De todos modos, lo intentaré.
—¿Por qué no buscar un crédito puente del banco? —preguntó Stewart—. Ellos conocen la operación de la salida a bolsa. Demonios, solo serán dos semanas. Con el interés que les pagamos por los préstamos, están haciendo una fortuna con nosotros.
—Olvidas lo que dije al principio —interrumpió Bob—. El viernes recibí una llamada del encargado de nuestras cuentas. Estaba inquieto porque habíamos vendido parte de los bonos para pagar a nuestro proveedor de cánulas vasculares. Ahora mismo no están muy contentos con nosotros. Si reclaman el pago aunque solo sea de una parte de los préstamos, el juego se habrá acabado.
Angela los miró uno tras otro. Todos se miraban los pies a través de la mesa de cristal.
—De acuerdo —manifestó, cuando quedó patente que nadie tenía más ideas—. Mañana iré al banco y después veré a nuestro agente. Haré lo que pueda. Si a alguien se le ocurre una idea, tengo el móvil conectado a todas horas. Gracias por su asistencia.
Se oyó el rozamiento contra el suelo de todas las sillas, excepto la de Angela, cuando fueron empujadas sobre sus patas con conteras de teflón. Todos salieron; la mayoría dieron una palmadita en el hombro a Angela para animarla. Por unos momentos ella permaneció donde estaba, con la mirada fija en la cúpula dorada del Crown Building al otro lado de la calle, mientras pensaba en la situación de su empresa. No le parecía justo que después de todo el trabajo y las preocupaciones, ella y su incipiente imperio pudiesen derrumbarse por una miserable bacteria. Al mismo tiempo, no estaba sorprendida. En el mundo de las finanzas, ya fuese ofreciendo servicios médicos o fabricando bombillas, la justicia era algo que brillaba por su ausencia. El dinero era el rey, y ella había aprendido la lección a las malas, cuando intentó en vano mantener a flote su consulta de atención primaria, que atendía a una gran cantidad de pacientes de Medicaid. Era la terrible experiencia de la bancarrota lo que, por encima de cualquier otra cosa, la había llevado a matricularse en la escuela de empresariales, donde destacó como si estuviera tomándose la revancha y donde llegó a comprender que la atención médica, si se hacía correctamente, no solo te daba tranquilidad económica, sino que incluso te hacía rico.
Con renovada decisión, Angela apartó la silla y se levantó. Recogió el abrigo y el paraguas de su despacho pero, con toda la intención, dejó las notas que llevaba y su maletín sobre la mesa.
Los recogería por la mañana antes de ir a su primera cita del día en el Manhattan Bank and Trust. Sabía que para conseguir dormir y estar en forma por la mañana, cuando necesitaba estar bien despierta, debía hacer un decidido esfuerzo para despejar la mente. Cuando lo había logrado, en las mismas circunstancias estresantes en el pasado, no solo se había sentido mejor al día siguiente, sino que a menudo había visto los problemas desde otra perspectiva y había tenido nuevas ideas. Era como si su subconsciente participara activamente en la toma de decisiones.
En la esquina de la Quinta Avenida y la calle Cincuenta y seis, Angela se acercó al bordillo y levantó la mano con la intención de llamar a un taxi, aun a sabiendas de lo difícil que era conseguir uno a las ocho y veinticinco, en una noche lluviosa de principios de abril, cuando la mayoría de los taxistas estaban acabando el turno; muchos de los que vio llevaban encendidas las luces de fuera de servicio; otros estaban ocupados. Hasta el mes anterior, Angela había utilizado un servicio de coches, pero con la cuenta en números rojos se había visto obligada a recurrir a los taxis. En el momento en que había decidido ir caminando a su apartamento en la calle Setenta, se detuvo un taxi para descargar a un pasajero. Tan pronto como el hombre pagó y bajó, Angela se subió.
Mientras el taxi la llevaba a su destino, Angela respiró hondo y soltó el aire como una explosión. Fue entonces cuando se dio cuenta de lo tensa que estaba. Con los brazos cruzados sobre el pecho, se masajeó los hombros, y después hizo lo mismo con las sienes. Poco a poco notó cómo se relajaban los músculos abdominales y de los muslos. Abrió los ojos y contempló las luces de la ciudad reflejadas en las calles mojadas. Había muchos peatones, algunos tomados del brazo para compartir los paraguas. Era en tales momentos, entre las exigencias del día de trabajo y