La bahía de los suspiros (Trilogía de los Guardianes 2)

Nora Roberts

Fragmento

Prólogo

Prólogo

La historia pasó de generación a generación, en canción y en relato, hasta que las brumas del tiempo la convirtieron en mito y leyenda. Pero algunos la dieron por cierta, porque las leyendas traen consuelo.

Otros sabían que la historia era cierta.

Sabían que en otros tiempos, en un reino antiguo como el mar, tres diosas crearon tres estrellas para honrar y ensalzar a una nueva reina. Forjaron una estrella de fuego, una estrella de agua y una estrella de hielo destinadas a brillar sobre todos los mundos, y las iluminaron deseándole fortaleza de corazón, de mente y de espíritu.

Aquellas diosas de la luna, guardianas de los mundos, velaban por dioses, semidioses, mortales e inmortales. Aunque eran seres de luz, entendían la guerra y la muerte, la sangre y el combate.

Había otra diosa, un ser oscuro cuya inmensa sed y avaricia inagotable le habían ennegrecido el corazón. Nerezza, la madre de las mentiras, maldijo las estrellas, pero no dejó de codiciarlas. La noche de su creación, les lanzó su poder mientras volaban hacia el cielo, las embrujó. Por esa maldición, un día se precipitarían a la tierra desde su refulgente lecho alrededor de la luna.

Cuando poseyera las tres estrellas, cuando se hiciese con su poder, la luna moriría, la luz cesaría de existir y Nerezza gobernaría la oscuridad.

Por ello, las diosas de la luna —Celene la adivina, Luna la afable y Arianrhod la guerrera— concentraron su magia para proteger las estrellas.

Pero esas cosas requieren sacrificio, coraje y cantidades ingentes de esperanza.

Las estrellas caerían; no podrían evitarles ese destino, pero caerían en lugares secretos y permanecerían ocultas hasta que llegase un día, en otro reino, en que los que de ellas procedían fuesen a buscarlas para brindarles protección.

Seis guardianes que lo arriesgarían todo con tal de evitar que las estrellas cayesen en las malvadas manos de Nerezza.

Para salvar la luz y todos los mundos, los seis se unirían y ofrecerían cuanto eran a esa búsqueda, y también a la batalla.

Ahora los seis, venidos de tierras remotas, se habían reunido, habían forjado sus lazos y lealtades, habían derramado sangre ajena y entregado la propia para encontrar la primera estrella. Y las diosas volvieron a encontrarse.

En la playa de arenas blancas donde, llenas de alegría y esperanza, habían creado las estrellas, se congregaron bajo una luna llena y de un blanco polar contra el cielo oscuro.

—Han vencido a Nerezza —declaró Luna, cogiendo de la mano a sus hermanas—. Han descubierto la Estrella de Fuego y la han colocado donde ella no pueda alcanzarla.

—La han ocultado —la corrigió Arianrhod—. Lo han hecho muy bien, pero ninguna estrella se hallará fuera de su alcance hasta que todas regresen al hogar.

—La han derrotado —insistió Luna.

—Sí, por el momento. Han luchado con valor, lo han arriesgado todo en la batalla, lo han dado todo por encontrarla. Y sin embargo...

Miró a Celene, que asintió con la cabeza.

—Veo más sangre, más batallas, más miedo. Combates y oscuridad donde un dolor y una muerte terribles pueden llegar en un instante y durar toda la eternidad.

—No cederán —dijo Luna—. No lo harán.

—Han demostrado su valor. El valor es más auténtico cuando detrás hay miedo. No dudo de ellos, hermana. —Arianrhod alzó la vista hasta la luna y el lugar que durante tanto tiempo habían ocupado tres resplandecientes estrellas—. Pero tampoco dudo de la furia y las ansias de Nerezza. Les dará caza, no se cansará de atacarlos.

—Y reclutará a otro, a un mortal. —Celene clavó su mirada en el mar y vio en su negra y cristalina superficie las sombras de lo que podía llegar a ser—. Con las mismas ansias que ella. Ha matado por recompensas mucho menos codiciadas que las Estrellas de la Fortuna. Es como veneno en el vino, un puñal en la mano tendida, unos dientes voraces tras una sonrisa. Y en poder de Nerezza, es un arma afilada y fulminante.

—Debemos auxiliarles. Estamos de acuerdo en que han demostrado su valía —razonó Luna—. Tenemos que ayudar.

—Sabes que no podemos —le recordó Celene—. No debemos interferir en sus decisiones. Hemos hecho cuanto podíamos hacer. Por ahora.

—Aegle no es su reina.

—Sin Aegle, sin este lugar, sin la luna y sin nosotras, sus siervas, no tienen mundo. En sus manos se encuentra su destino, el nuestro y el de todo.

—Nos pertenecen. —Arianrhod apretó con más fuerza la mano de Luna para reconfortarla—. No son dioses, pero son más que mortales, cada uno tiene un don. Lucharán.

—Pensarán y sentirán, que es tan importante como combatir. —Celene soltó un suspiro—. Y amarán. Mente, corazón y espíritu, además de espada, colmillos e incluso magia. Están bien armados.

—En eso confiamos. —Luna, flanqueada por sus hermanas, levantó el rostro hacia la luna—. Que nuestra confianza sea su escudo. Somos guardianas de los mundos, y ellos lo son de las estrellas. Son esperanza.

—Y valor —añadió Arianrhod.

—Son astutos. Mirad. —Sonriente, Celene alzó una mano e indicó con un gesto la espiral de color que surcaba el cielo—. Pasan junto a nosotras, cruzando nuestro mundo en dirección al siguiente. Hacia otra tierra, hacia la segunda estrella.

—Y todos los dioses de luz van con ellos —murmuró Luna, y envió el suyo.

Capítulo 1

1

Por un segundo, como en un único batir de alas, a Annika le llegó el aroma del mar y oyó las voces que se alzaban en una canción. La sensación desapareció al instante, difuminada en la nebulosa de velocidad y color, pero le inflamó el corazón como lo hace el amor.

Luego oyó un suspiro, y luego el eco de más suspiros, música, sí, pero de otra clase. Música agridulce. Y se apoderó de ella y la colmó de lágrimas.

Se desplomó, el corazón rebosante de una mezcla de alegría y pesar. Daba volteretas en espiral, sin aliento, invadida por un entusiasmo temerario salpicado por un breve destello de pánico.

Y ahora mil alas se agitaban en el viento, mil y otras mil más, formando un muro de sonido. Cuando Annika aterrizó de golpe, sin respiración, el color se desvaneció en la oscuridad.

Por un momento temió haber aterrizado en una cueva profunda y oscura, infestada de arañas, o, lo que es peor, muchísimo peor, donde acechara Nerezza, lista para atacar.

Por fin veía bien. Distinguía unas sombras, la luz de la luna, y notó un cuerpo firme debajo de él, unos brazos que la estrechaban con fuerza. Conocía ese contorno, ese olor, y sintió el deseo de acurrucarse contra él, qué más daba si Nerezza andaba cerca.

Qué milagro, qué milagro tan prodigioso, sentir latir el corazón de ese hombre, tan rápido, tan fuerte, contra el suyo.

El hombre se estremeció en un sutil gesto; deslizó la mano hacia arriba para acariciarle el pelo, y con la otra le rozó, qué delicia, el trasero.

Annika se acurrucó contra él.

—Mmm. —Apoyó las manos en los hombros, pero le hablaba tan cerca del corazón que Annika notaba el cosquilleo de su aliento—. ¿Estás bien? ¿Estás herida? ¿Está bien todo el mundo?

Annika pensó en sus amigos; no les había olvidado, jamás lo hacía. Pero nunca antes se había recostado tan íntimamente encima de un hombre, de Sawyer, y le estaba gustando muchísimo.

Oyó que alguien refunfuñaba, entre breves gruñidos y maldiciones. Muy cerca, se oyó la voz irritada de Doyle que decía con todas las sílabas:

—¡No me jodas!

Annika sabía que no rehusaba ninguna propuesta sexual, era un simple improperio.

Doyle no le preocupaba. Al fin y al cabo, era un inmortal.

—Ya te digo. —Ese era Bran, a pocos metros de distancia—. ¿Ha escapado todo el mundo? Tengo a Sasha. ¿Riley?

—¡Menudo viajecito!

—Has aterrizado con la rodilla justo en mis pelotas —añadió Doyle.

Annika oyó un golpe sordo e interpretó que Doyle acababa de apartar de un empujón a Riley y su rodilla. Ya había aprendido que las pelotas no eran solo esos juguetes redondos que botaban, sino un punto débil de los hombres.

—¡Estoy aquí! —exclamó, y tanteó contorneándose el punto débil de Sawyer—. ¿Hemos caído fuera del cielo?

—Poco ha faltado. —Sawyer carraspeó y, para decepción de Annika, volvió a balancearse y se incorporó—. No he podido frenar la caída. Nunca había llevado a seis personas tan lejos. Habré calculado mal.

—Estamos aquí los seis, eso es lo que importa —declaró Bran—. Ahora bien, ¿estamos donde tenemos que estar?

—Estamos a cubierto —comentó Sasha—. Veo unas ventanas y la luz de la luna que se cuela por ellas. Estemos donde estemos, sigue siendo de noche.

—Esperemos que Sawyer y su brújula espaciotemporal nos hayan traído al lugar y al momento donde queremos estar. Vamos a averiguarlo.

Riley se puso de pie. Era científica, arqueóloga. Annika dio vueltas a esa palabra, pues su pueblo, la gente del agua, no tenía ninguna equivalente. Tampoco había licántropos entre ellos, pensó, así que en el mundo de Annika no existía nada ni nadie que se pareciera ni por asomo a Riley.

La doctora Riley Gwin, pequeña y robusta, con un sombrero de ala ancha que se las arreglaba para mantenerlo calado en su cabeza, se dirigió a grandes zancadas hasta la ventana.

—Veo agua, pero no son las vistas de la villa de Corfú, nos encontramos a mayor altura. Veo una carretera estrecha y empinada, y unos peldaños que bajan hasta ella. Estoy casi segura de que esto es Capri y de que esta es la casa correcta. Has dado en el blanco, Sawyer. Bravo por el viajero y su brújula mágica.

—Los llevaré —dijo Sawyer.

Acto seguido se levantó y, tras vacilar unos instantes, le tendió la mano a Annika para ayudarla, y ella, aunque tenía unas piernas fuertes y ágiles, se dejó ayudar.

—A ver si encuentro las luces —empezó Riley.

—Yo te ayudo.

Bran, que ya se había levantado y rodeaba a Sasha con el brazo, alargó la mano. La bola de luz que flotaba sobre su palma iluminó la habitación.

Al ver a sus amigos, a Annika le dio un vuelco el corazón, como le pasó al oír la canción. Ahí estaban Sasha, la adivina, con su melena de sol y sus ojos azules como el cielo, y Bran, el brujo, tan guapo a la luz de su magia. Y Riley, siempre alerta, con la mano sobre la culata del arma, escudriñándolo todo con sus ojos de color dorado oscuro, mientras Doyle, un guerrero de pies a cabeza, aguardaba con la espada desenvainada.

Y Sawyer, siempre Sawyer, con la brújula en la mano.

Puede que quedaran magullados y ensangrentados tras la última batalla, pero seguían juntos y a salvo.

—¿Viviremos en esta casa a partir de ahora? —preguntó Annika—. Es muy bonita.

—A menos que Sawyer se haya equivocado de lugar, este es nuestro nuevo cuartel general.

Sin apartar la mano del arma, Riley se alejó de la ventana.

En la estancia había una cama con cojines de colores; no, se corrigió Annika, era un sofá; también se fijó en las butacas y las bonitas lámparas que descansaban encima de las mesas. El suelo, alicatado con baldosas grandes del color de la arena quemada por el sol, era duro, como habían podido comprobar.

Riley se acercó a una lámpara, accionó el interruptor y, gracias al milagro de la electricidad, esta se encendió.

—Esperad que me oriente. Quiero asegurarme de que nos encontramos en el lugar adecuado. No nos conviene que nos visite la polizia.

Para salir de la habitación, Riley cruzó el arco que dibujaba una de las paredes. Al cabo de unos segundos, encendió una luz que se filtró hasta donde estaban los otros. Tras envainar la espada, Doyle salió detrás de ella.

—Me parece que todas nuestras cosas están aquí. Y me da la impresión de que han aterrizado con más suavidad que nosotros.

Annika se asomó. No sabía cómo llamar a aquel espacio, con la gran puerta de cara al mar y los arcos que daban paso a otras estancias. Se llamara como se llamara, las bolsas y las cajas se hallaban en el centro, formando una pila.

Murmurando una maldición, Doyle levantó su motocicleta del suelo.

—He tenido que dejar caer las cosas primero para que no aterrizáramos encima de ellas —aclaró Sawyer—. ¿He acertado el lugar, Riley?

—Encaja con la descripción —respondió Riley—. Y con la ubicación. Tendría que haber una gran sala de estar con puertas de vidrio que dan a un... Ahí está.

Más luces, y, como decía Riley, una gran habitación con más sofás, butacas y objetos bonitos. Aunque lo mejor de todo era aquella cristalera enorme que dejaba ver el cielo y el mar. Cuando Annika se precipitó a abrirla, Riley levantó la mano.

—No. Aún no. Hay un sistema de alarma. Tengo el código, pero tenemos que desconectarlo antes de abrir esto o cualquier otra cosa.

—Aquí está el panel de control —le indicó Sawyer, y repiqueteó el tablero con las yemas de los dedos.

—Un momento. —Riley se sacó del bolsillo un trozo de papel—. No quiero fiarme de la memoria, a ver si el viaje me ha dejado atontada.

—Desplazarse no atonta a la gente —comentó Sawyer sonriente tamborileando con los nudillos en la cabeza de Riley mientras esta tecleaba el código.

—Ya puedes abrir la cristalera, Annika.

Una vez abierta, Annika salió haciendo una pirueta a una amplia terraza llena de noche y luna, y mar y un aroma de limones y flores.

—¡Es precioso! Nunca lo había visto desde tan alto.

—¿Acaso lo habías visto antes? —le preguntó Sawyer—. ¿Conocías Capri?

—Lo había visto desde el mar. Debajo hay unas cuevas de aguas profundas y azules donde yacen los restos de barcos que navegaron en tiempos antiguos. ¡Flores! —Alargó el brazo para tocar los pétalos de vivos colores que caían en cascada de unas robustas macetas—. Las regaré y cuidaré. Podría ser mi tarea.

—Trato hecho. Este es el sitio. —Riley asintió satisfecha y se apoyó las manos en las caderas—. Te vuelvo a aplaudir, Sawyer.

—De todos modos, deberíamos comprobarlo todo —sugirió Bran, de pie ante las puertas abiertas, observando el cielo con sus ojos serios y oscuros.

A menudo Nerezza llegaba desde el cielo.

—Añadiré protección al sistema de alarma —siguió el brujo—. Hemos conseguido herirla y causarle dolor, por lo que no creo que, si nos encuentra, reúna fuerzas suficientes para volver a atacarnos esta noche. Aun así, dormiremos mejor con una capa de magia que recubra la casa.

—Nos dividiremos —decidió Doyle, asintiendo con la cabeza. Mantenía la espada envainada, y el pelo oscuro le enmarcaba el rostro duro y atractivo—. Recorreremos toda la zona para comprobar que esté despejada.

—Tiene que haber dos dormitorios aquí abajo, cuatro más en el piso de arriba y otro espacio común. Esta casa no es tan grande y lujosa como la villa, y además no tendremos tanto espacio al aire libre.

—Ni a Apolo —intervino Annika.

—Sí —respondió Riley con una sonrisa—. Voy a echar de menos a ese perro. Aun así, la casa es bastante espaciosa y está bien situada. Me ocuparé del piso de arriba.

—Lo que quieres es elegir dormitorio.

Riley miró risueña a Sasha, pero entonces frunció el ceño.

—¿Te encuentras bien, Sash? Estás pálida.

—Me duele la cabeza. Un dolor normal y corriente —dijo cuando todas las miradas se volvieron hacia ella—. Ya no trato de luchar contra las visiones. Ha sido un día muy largo.

—Es verdad. —Bran la atrajo hacia sí y le susurró algo al oído. Ella asintió sonriente—. Nosotros también nos ocuparemos del piso de arriba.

La pareja se esfumó al instante.

—¡Eso es trampa! ¡No es justo utilizar la magia! —exclamó Riley, echando a andar hacia las escaleras.

—Ya hay tres arriba —dijo Doyle—, así que a nosotros tres nos toca inspeccionar este piso. Yo prefiero dormir aquí abajo —añadió, echando un vistazo a su alrededor—, más cerca de la salida.

—Entonces, tú y yo nos quedamos aquí —decidió Sawyer para decepción de Annika—. Al lado de la cocina y la comida. A ver qué tenemos.

Los dos dormitorios estaban uno junto a otro. No eran tan grandes como los que habían dejado atrás, en Corfú, pero contaban con buenas camas y bonitas vistas desde las ventanas.

—Genial —declaró Doyle.

—Genial —convino Sawyer, tras abrir otra puerta que daba a un cuarto de baño con ducha.

La puerta corredera entraba y salía de la pared, lo que dejó embobada a Annika, que se puso a deslizarla adelante y atrás hasta que Sawyer la cogió de la mano y la apartó de allí.

Encontraron otra habitación con lo que Sawyer llamó un bar, un gran televisor en la pared (a Annika la volvía loca la televisión) y una gran mesa tapizada de color verde con unas bolas de colores encajadas dentro de un triángulo negro.

Annika pasó una mano por la superficie.

—No es hierba.

—Fieltro —le explicó Sawyer—. Es una mesa de billar, es un juego. ¿Tú juegas al billar? —le preguntó a Doyle.

—¿Qué hombre que haya vivido varios siglos no ha jugado al billar?

—Yo solo llevo vivo unas pocas décadas, pero he jugado bastante. Tenemos que echar una partida.

También había un tocador, aunque, que Annika supiera, nadie tocaba nada allí, y a continuación, la cocina y el comedor. Annika supo enseguida que Sawyer estaba contento.

El joven caminaba sin rumbo fijo, paseaba. Su cuerpo alto y esbelto se movía, pensó Annika, como si nunca tuviera prisa. Anhelaba adentrarse con sus dedos en la densa cabellera de él, alborotada tras el viaje y de un color dorado oscuro que el sol había aclarado. Y cuando lo miraba a los ojos, grises como el mar a la primera luz del alba, tenía que reprimir un suspiro.

—Los italianos entienden de comida. Esto es una maravilla.

Annika ya sabía preparar varios platos, así que reconoció los hornos y la gran cocina con muchos fogones. Una isla central albergaba un pequeño fregadero que la entusiasmó, y aún había otro más grande bajo una ventana.

Sawyer abrió aquella caja que mantenía las cosas frías: la nevera, recordó Annika.

—Ya está llena. A Riley no se le escapa nada. ¿Cerveza?

—Desde luego —dijo Doyle.

—¿Anni?

—No me gusta mucho la cerveza. ¿Hay algo más?

—Tienes refrescos, zumo de frutas... Espera. —Señaló un estante con botellas—. Hay vino.

—Me gusta el vino.

—Solucionado, entonces. —Escogió una botella, le pasó una cerveza a Doyle, cogió otra para él y se dirigió hacia otra puerta—. La despensa, también llena. ¡Fantástico!

Abrió varios cajones hasta encontrar el utensilio para abrir el vino. Sacacorchos. Qué palabra tan graciosa.

—No sé los demás, pero yo estoy muerto de hambre. Desplazar a tantos y tan lejos te deja hecho polvo.

—Me vendría bien comer —decidió Doyle.

—Voy a preparar algo de cenar. Riley tenía razón, Sasha está pálida. Comeremos, beberemos y nos relajaremos.

—Pues ponte manos a la obra. Voy a inspeccionar el exterior.

Con la espada aún envainada a la espalda, Doyle cruzó otra gran puerta de vidrio.

—Puedo ayudarte a preparar la comida.

—¿No quieres ir a organizar tu dormitorio?

—Me gusta ayudar a cocinar.

«Sobre todo a ti», añadió para sus adentros.

—Vale, no vamos a complicarnos la vida. Un plato rápido de pasta, con mantequilla y hierbas. A ver qué tenemos... sí, hay tomates, mozzarella... —Sacó el queso de la nevera y le puso en las manos un tomate del cuenco que descansaba sobre la encimera—. ¿Recuerdas cómo cortar tomates?

—Sí, lo hago muy bien.

—Pues córtalos y busca un plato, una bandeja o una fuente para servirlos.

Separó las manos para mostrarle el tamaño que debía tener.

Sawyer tenía unas manos fuertes, pero era delicado con ellas. Annika pensaba que la delicadeza era el tipo de fuerza que él poseía.

—Coloca los tomates una vez cortados y ponles el queso encima —continuó, así que ella tuvo que prestar atención—. Y los rocías con este aceite de oliva.

—El rocío es como la lluvia, pero solo un poco.

—Así es. Luego coges esto. —Se acercó al alféizar de la ventana, donde había varias macetas, y cortó un tallo con hojas—. Es albahaca.

—Lo recuerdo. Añade sabor.

—Sí. Corta un poco, échala por encima, muele un poco de pimienta y listo.

—¿Listo?

—Habrás acabado —le explicó él.

—Lo tendré listo para ti.

Muy contenta, Annika se recogió en una trenza el pelo negro, largo hasta la cintura, y empezó a trabajar mientras él ponía a hervir una cazuela llena de agua, le servía vino a la chica y disfrutaba de su cerveza.

A Annika le gustaban los momentos de tranquilidad con Sawyer; había aprendido a saborearlos. Vendrían más luchas; lo sabía y lo aceptaba. Habría más dolor. También lo aceptaba. Pero había recibido un regalo: las piernas que le permitían salir del mar y pisar tierra firme, aunque fuese por poco tiempo, y los amigos, más valiosos que el oro. Eran su legado y su deber.

Y, por encima de todo, Sawyer, a quien amaba desde antes incluso que él supiera que Annika existía.

—¿Tú sueñas, Sawyer?

—¿Qué? —Encontró el colador que buscaba y la miró distraído—. Claro. Claro, todo el mundo sueña.

—¿Sueñas con el día en que hayamos cumplido con nuestro deber y consigamos las tres estrellas? ¿Con el día en que las Estrellas de la Fortuna estén a salvo de las garras de Nerezza y se acabe la lucha?

—Ahora mismo es difícil adelantarse tanto al futuro, pero sí pienso en ello.

—¿Qué es lo que más te gustaría hacer cuando todo haya terminado?

—No lo sé. Hace mucho tiempo que buscar las estrellas forma parte de mi vida, aunque lleve poco combatiendo.

Sin embargo, hizo una pausa para reflexionar. Ella pensó que eso, prestar atención, también era fuerza.

—Supongo que me bastaría con que los seis, después de cumplir con nuestro cometido, nos sentáramos en una playa acogedora, y al levantar la vista viéramos las tres estrellas en el cielo. Que estuvieran en el lugar que les corresponde, sabiendo que es gracias a nosotros. Ese es mi gran sueño.

—¿No sueñas con ser rico o vivir muchos años? —preguntó Annika, mirándole—. ¿Ni con una mujer?

—A ver, si pudiera frotar una lámpara y no pidiera todas esas cosas, sería un completo imbécil —contestó Sawyer. Acto seguido, se quedó callado y se pasó los dedos por la abundante cabellera rubia—. Pero me conformaría con los amigos con los que he luchado y esa playa. Y si añadimos una cerveza fría, ya sería perfecto.

Ella se disponía a preguntar otra vez, pero justo volvió Doyle.

Aunque era un hombre alto y musculoso, se movía con ligereza.

—No contamos con la zona de entrenamiento al aire libre que teníamos en Grecia, pero hay un huerto de limoneros que podrá servirnos. Además, está todo más camuflado de lo que esperaba, aunque Bran tendrá que mejorarlo. He encontrado un jardín, más pequeño que el de la villa, y en la terraza hay macetas de hierbas aromáticas, algunas tomateras y, debajo de un emparrado, una mesa grande para comer. La sombra es buena, pero las abejas podrían darnos problemas. También tenemos piscina.

—¿Sí?

—Más pequeña que la de Corfú. Está justo al otro lado del patio. Supongo que por eso plantaron árboles a cada lado de la finca. Querrían un poco de intimidad. ¿Quieres elegir dormitorio?

—No, escoge tú.

—De acuerdo. Voy a guardar mis cosas.

Salió Doyle y enseguida entró Riley.

—Me habéis adivinado el pensamiento —dijo la mujer, acercándose a Annika y pasándole el brazo por la cintura—. Me muero de hambre. ¿Qué hay de cena?

—Sawyer prepara pasta y yo tomates y queso con aceite y hierbas. Vamos a comer, beber y relajarnos.

—Me apunto.

—El amigo de tu amigo ha llenado la cocina de provisiones —le dijo Sawyer a Riley.

—Sí, estamos en deuda. ¿Cerveza o vino? —Para acabar de decidirse, dio un trago de la botella de Sawyer y un sorbo del vaso de Annika—. Difícil decisión. Hay pasta para cenar, así que optaré por el vino. Bran y Sasha se han quedado con el dormitorio principal, pero como son dos, me parece justo.

—Doyle y yo dormiremos aquí abajo. Hay dos habitaciones y un baño completo. Genial.

—Muy bien. Annika, puedes elegir entre las opciones que quedan. Sasha y Bran se quedarán con otra habitación para instalar el estudio y el taller de magia. Arriba hay otro par de terrazas. Desde aquí no podemos llegar a pie hasta la playa, pero hay un funicular.

—¿Qué es un funicular? —preguntó Annika.

—Es como un tren, pero en el aire. Compras un billete y te montas para ir a la ciudad, acercarte a la playa o...

—¡Quiero montar! ¿Nos montaremos en él mañana?

—A lo mejor sí, porque las tiendas de Anacapri caen lejos de aquí, y la cuesta que hay que subir de vuelta a casa es muy pronunciada. En cambio, a la capital, Capri, tendremos que ir en autobús o taxi; de lo contrario nos tendríamos que pegar una buena caminata. Ah, y en Anacapri no pueden circular los coches, pero si nos hiciera mucha falta, podría conseguir uno y dejarlo aparcado en Capri. Así pues, en general tendremos que movernos sobre todo a pie o en transporte público. Ahora voy a salir un momento para comprobar la seguridad.

—Acaba de hacerlo Doyle —comentó Sawyer, tirando los espaguetis en la olla de agua hirviendo.

Riley vaciló y echó un vistazo hacia la puerta. Luego se encogió de hombros.

—Entonces, no tiene sentido que vaya yo.

—Tenemos piscina —intervino Annika.

—Sí, ya lo sé. A lo mejor me meto antes de acost

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