El manuscrito

John Grisham

Fragmento

1. El huracán

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El huracán

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Leo empezó a girar y cobró vida a finales de julio en las agitadas aguas del extremo más oriental del Atlántico, a unos trescientos veinte kilómetros al oeste de Cabo Verde. Lo detectaron pronto desde el espacio, lo bautizaron y lo clasificaron como una simple depresión tropical.

Durante un mes soplaron fuertes vientos secos provenientes del Sáhara, que chocaron con los frentes húmedos situados en el ecuador y crearon unas masas en espiral que se desplazaron hacia el oeste, como si fueran en busca de tierra. Cuando Leo comenzó su viaje, tenía por delante otras tres tormentas con suficiente entidad como para tener nombre, que se dirigían hacia el Caribe en amenazadora sucesión. Las tres acabarían siguiendo sus trayectorias previstas y descargando fuertes lluvias sobre las islas, nada más.

Desde el principio quedó claro que Leo prefería ir adonde nadie se esperaba. Su trayectoria era mucho más errática y sus efectos, más letales. Cuando al fin perdió fuerza, de puro agotamiento, al llegar al Medio Oeste, había causado daños materiales por valor de cinco mil millones de dólares y treinta y cinco muertes.

Pero antes de eso ignoró cualquier clasificación y pasó rápidamente de depresión a tormenta tropical y a continuación a huracán en toda regla. Cuando ya había alcanzado la categoría 3, con vientos de ciento noventa kilómetros por hora, tocó tierra con toda su fuerza en las islas Turcas y Caicos y se llevó por delante varios cientos de casas y diez vidas. Bordeó la isla Crooked, giró un poco a la izquierda y se dirigió a Cuba antes de detenerse al sur de Andros. Su ojo perdió fuerza, se debilitó y cruzó Cuba renqueante, de nuevo convertido en una depresión que traía mucha lluvia, pero vientos poco destacados. Volvió a girar hacia el sur y provocó inundaciones en Jamaica y las Caimán, pero en tan solo doce horas se recuperó, formó una vez más un ojo perfecto y viró hacia el norte, hacia las aguas calientes y tentadoras del golfo de México. Los que lo estaban siguiendo trazaron una trayectoria en línea recta hasta Biloxi, el destino lógico, pero para entonces ya habían escarmentado y no se atrevían a hacer predicciones. Leo parecía tener voluntad propia y los modelos resultaban inútiles.

De nuevo creció rápidamente, aumentó la velocidad y, en menos de dos días, consiguió su propio especial en las noticias de la televisión por cable y en Las Vegas se apostaba por el lugar donde tocaría tierra. Docenas de intrépidos equipos de televisión salieron a por Leo, a pesar del peligro. Se declararon alertas desde Galveston hasta Pensacola. Las empresas petroleras se apresuraron a sacar a diez mil trabajadores de sus plataformas petrolíferas del golfo y, como siempre y aprovechando la coyuntura, subieron los precios. Se activaron planes de evacuación en cinco estados. Los gobernadores dieron ruedas de prensa. Flotas de barcos y aviones regresaron a tierra. De categoría 4 y girando alternativamente a este y oeste, pero con un rumbo norte constante, Leo parecía destinado a hacer una entrada en el continente histórica y desagradable.

Y entonces redujo de nuevo la velocidad. A unos quinientos kilómetros al sur de Mobile fingió ir a la izquierda, después giró despacio hacia el este y perdió mucha fuerza. Durante dos días avanzó muy despacio, con Tampa en el punto de mira, y entonces de repente revivió otra vez y alcanzó la categoría 1. A diferencia de las ocasiones anteriores, mantuvo el rumbo recto y su ojo, que traía vientos de ciento sesenta kilómetros por hora, pasó justo por San Petersburgo, donde dejó inundaciones importantes, el suministro eléctrico interrumpido y derribó los edificios más endebles, pero no provocó daños personales. A continuación siguió el trazado de la Interestatal 4, causando inundaciones de veinticinco centímetros en Orlando y de veinte en Daytona Beach, antes de abandonar el continente siendo una vez más solo una depresión tropical.

Los cansados meteorólogos se despidieron de Leo cuando lo vieron adentrarse ya debilitado en el Atlántico. Sus modelos indicaban que iría perdiéndose en el mar, donde ya solo podría asustar a algún carguero.

Pero Leo tenía otros planes. A trescientos veinte kilómetros al este de San Agustín viró hacia el norte, su centro recobró el impulso y empezó a girar con ferocidad por tercera vez. Se rehicieron los modelos y se declararon nuevas alertas. Durante cuarenta y ocho horas siguió adelante sin parar, ganando fuerza según se acercaba a la costa, como si estuviera decidiendo cuál iba a ser su siguiente objetivo.

2

La tormenta era el único tema de conversación de los empleados y clientes de Bay Books, en la ciudad de Santa Rosa, en Camino Island. Por supuesto, todo el mundo en la isla y en cualquier otro lugar entre Jacksonville al sur y Savannah al norte estaba vigilando a Leo y especulando sobre lo que podría ocurrir. Para entonces la mayoría de la gente estaba bien informada y podía decir, con autoridad, que hacía décadas que ninguna playa de Florida al norte de Daytona había sido azotada por un huracán, aunque en ocasiones habían sufrido los efectos de fuertes vientos cuando los huracanes que se dirigían hacia el norte, hacia las Carolinas, les habían rozado de refilón. Había varias teorías; una decía que la corriente del Golfo, que pasaba a unos cien kilómetros de sus costas, había actuado en esos casos como barrera de protección de las playas de Florida y que también lo haría en esta ocasión con el impertinente Leo. Otra teoría aseguraba que ya se les había acabado la suerte y había llegado la hora del Gran Huracán. Los modelos predictivos eran la comidilla de todos. El centro de huracanes de Miami predecía una trayectoria que llevaba a Leo hacia el océano, mar adentro, sin que llegara a tocar tierra. Por su parte, los europeos apostaban porque tocaría tierra al sur de Savannah, con categoría 4, y provocaría enormes inundaciones en las llanuras rurales. Pero si algo había demostrado Leo hasta entonces era que los modelos se la traían al pairo.

Bruce Cable, el propietario de Bay Books, tenía un ojo puesto en el canal de meteorología mientras animaba a los clientes y reprendía a su personal por no estar centrado en sus tareas. No había ni una nube en el cielo y Bruce se creía la leyenda de que Camino Island era inmune a los huracanes peligrosos. Llevaba veinticuatro años viviendo allí y no había visto ni una sola tormenta destructiva. En su librería se hacían por lo menos cuatro lecturas cada semana, y para la noche siguiente estaba prevista una presentación importante. Seguro que Leo no se atrevía a perturbar la agradable bienvenida que Bruce había planeado para una de sus autoras favoritas.

Mercer Mann estaba en la recta final de una gira promocional de verano de dos meses que había tenido un éxito espectacular. Tessa, su segunda novela, estaba en boca de todo el mundo, y en ese momento era uno de los diez títulos más vendidos. Las críticas eran excelentes y se esta

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