Observad...
Esto es el espacio. A veces lo llaman «La última frontera». (Excepto que no se puede tener una última frontera, por supuesto, ya que no sería fronteriza con nada. Pero tal y como están las fronteras, esta es bastante penúltima...)
Y, destacada contra el gran manto de estrellas, pende una nebulosa, vasta y negra, una gigante roja que brilla como la locura de los dioses...
Y entonces el brillo se percibe como el reflejo en un ojo enorme, y queda eclipsado por el parpadeo de ese ojo, y la oscuridad mueve una aleta, y Gran A’Tuin, la tortuga estelar, sigue nadando por el vacío.
Sobre su caparazón hay cuatro elefantes gigantescos. Algo reposa sobre sus lomos. Es algo bordeado de cataratas, centelleante bajo su solecillo orbital, con las majestuosas montañas que rodean su Eje helado. Es el Mundodisco, mundo y espejo de mundos.
Casi irreal.
La realidad no es algo digital, un estado de encendido o apagado, sino analógica. Algo gradual. En otras palabras, la realidad es una cualidad que poseen las cosas de la misma manera que poseen peso, por poner un ejemplo. Algunas personas son más reales que otras. Se ha llegado a calcular que, en un planeta dado, hay tan solo unas quinientas personas reales, y por eso no dejan de encontrarse accidentalmente unas con otras.
El Mundodisco es tan irreal como puede ser algo lo suficientemente real como para existir.
Y lo suficientemente real como para tener unos problemas muy reales.
A unos cincuenta kilómetros en dirección dextro de AnkhMorpork, las olas rompían contra la punta de tierra azotada por el viento y cubierta de algas, donde el Mar Circular se reunía con el Océano Periférico.
La colina se divisaba desde varios kilómetros de distancia. No era muy alta, pero se alzaba entre las dunas como un bote volcado, o como una ballena con mala suerte, y estaba cubierta de arbolillos resecos. La lluvia no caía allí si podía evitarlo. Aunque el viento esculpía las dunas a su alrededor, las bajas laderas de la colina nunca perdían su calma eterna, retumbante.
Lo único que había cambiado allí durante cientos de años era la arena.
Hasta ahora.
Una choza rudimentaria, fabricada con tablones arrastrados por la marea, se alzaba en la amplia curva de la playa, aunque la palabra «fabricada» habría sido un insulto para los constructores de chozas rudimentarias de todos los tiempos; si el mar se hubiera limitado a amontonar la madera tal cual llegaba, el resultado habría podido ser mejor.
Y, dentro de la choza, un anciano acababa de morir. —Oh —dijo.
Abrió los ojos y miró a su alrededor, contemplando el interior de la choza. No la había visto con tanta claridad desde hacía diez años.
Luego apartó las piernas... bueno, no las piernas, sino más bien el recuerdo de sus piernas, del camastro de vegetación marina, y se levantó. Salió al exterior, hacia la mañana que brillaba como una piedra preciosa. Le interesó mucho ver que aún vestía la imagen fantasmal de su túnica ceremonial (manchada y llena de remiendos, pero todavía se podía ver que había sido de un color rojo oscuro con bordados de hilo dorado), aunque estaba muerto. Una de dos, pensó, o tu ropa moría contigo, o a lo mejor te vestías mentalmente por la fuerza de la costumbre.
La costumbre le empujó también hacia el montón de leña que se alzaba a un lado de la choza. Pero, cuando intentó recoger unos cuantos troncos, sus manos los atravesaron.
Maldijo entre dientes.
Solo entonces advirtió la presencia de una figura de pie al borde del agua, mirando en dirección al mar. Apoyaba su peso sobre una guadaña. El viento le agitaba los pliegues de la túnica negra.
Empezó a cojear hacia ella, pero recordó que estaba muerto, y caminó a zancadas. Hacía décadas que no caminaba a zancadas... debía de ser una de esas cosas que, una vez aprendidas, nunca se olvidan.
Antes de que recorriera la mitad de la distancia que le separaba de la figura, esta le habló.
Deccan Ribobe —dijo.
—Servidor. Último Guardián de la Puerta.
—Pues supongo que sí.
La Muerte titubeó. ¿Lo eres, sí o no?
Deccan se rascó la nariz. Claro, pensó, uno tiene que poder tocarse a sí mismo. Si no, se desperdigaría por todas partes.
—Técnicamente hablando, al Guardián le tiene que investir la Suma Sacerdotisa —explicó—. Y hace miles de años que no hay Sumas Sacerdotisas. Así que mira, lo aprendí todo del viejo Tento, el que vivía aquí antes de que llegara yo. Un día fue y me dijo, «Deccan, me parece que me voy a morir, así que ahora te toca a ti, porque si no queda nadie que se acuerde bien todo empezará de nuevo, y ya sabes lo que eso significa». Hasta ahí, todo claro. Pero investidura, lo que se dice investidura, en plan ceremonial y como está mandado, no hubo ninguna.
Alzó la vista hacia la colina arenosa.
—Solo estábamos él y yo —siguió—. Y luego, solo yo,
solo quedé yo para recordar Holy Wood. Y ahora...
Se llevó la mano a la boca.
—Raaayoooos —gimió.
Sí —asintió la Muerte.
No sería correcto decir que una expresión de pánico pasó por el rostro de Deccan Ribobe, porque en aquel momento su rostro se encontraba a varios metros de distancia y estaba congelado en una sonrisa eterna, como si por fin hubiera entendido el chiste. Pero su espíritu estaba de lo más preocupado.
—Es que, verás... —se apresuró a añadir—, aquí no viene nadie nunca, ¿sabes?, aparte de los pescadores de la bahía de al lado, claro, pero no hacen más que dejar el pescado y largarse a toda prisa por eso de las supersticiones, y la verdad es que no podía salir por ahí a buscar un aprendiz, había que mantener encendidos los fuegos, entonar los cánticos, todo eso...
Sí. —... es una responsabilidad terrible ser el único capaz de hacer tu trabajo...
Sí —asintió la Muerte.
—Claro, ya me imagino que no te estoy contando nada
que no sepas.
No. —Es decir, tenía la esperanza de que naufragara algún barco cerca de aquí, o de que viniera alguien buscando un tesoro. Así yo le explicaría las cosas tal como me las contó el viejo Tento, le enseñaría los cánticos, dejaría todos los asuntos arreglados antes de morir...
¿Sí? —Supongo que no habrá alguna manera de...
No. —Ya me parecía a mí —suspiró Deccan.
Contempló las olas que venían a estrellarse contra la playa. —Hace miles de años, aquí había una ciudad enorme —dijo—. Ahí donde está el mar, ahí mismo. Cuando hay tormentas, aún se pueden oír las viejas campanas de los templos resonando bajo el agua.
Lo sé. —Yo solía sentarme aquí fuera, en las noches de viento, solo a escuchar. Me imaginaba a todos los muertos de ahí abajo, haciendo sonar las campanas.
Y ahora tenemos que irnos.
—El viejo Tento dijo que había algo bajo la colina que podía obligar a la gente a hacer cosas. Algo que metía ideas raras
en la cabeza a la gente —dijo Deccan, siguiendo de mala gana
a la figura, que había echado a andar—. La verdad es que a mí
nunca se me ocurrió ninguna idea rara.
Pero es que tú eras el que entonaba los cánticos —señaló la Muerte.
Chasqueó los dedos.
Un caballo dejó de pastar en la escasa hierba que crecía en la duna, y trotó hacia la Muerte. A Deccan le sorprendió ver que dejaba las huellas de los cascos en la arena. Había esperado más bien chispazos, o al menos roca fundida.
—Eh... —empezó—, ¿puedes decirme... eh... qué pasará ahora?
La Muerte se lo dijo.
—Es lo que pensaba —respondió Deccan, sombrío.
En la cima de la pequeña colina, la hoguera que había estado ardiendo toda la noche se colapsó en una lluvia de cenizas. Pero aún quedaban unas cuantas brasas brillantes.
Pronto se apagarían.
....
...
..
.
Se apagaron.
.
..
...
....
Durante un día entero, no pasó nada. Entonces, en una pequeña hondonada al borde de la colina, unos cuantos granos de arena se movieron y dejaron un diminuto agujero tras ellos.
Algo surgió. Algo invisible. Algo alegre, y egoísta, y maravilloso. Algo tan intangible como una idea, que es exactamente lo que era. Una idea salvaje.
Era vieja en un sentido que no se podía medir según ningún calendario conocido por el Hombre. En aquel momento, solo tenía recuerdos y necesidades. Recordaba vida, en otros tiempos y en otros universos. Necesitaba personas.
Se alzó contra las estrellas, cambiando de forma, retorciéndose como una voluta de humo.
En el horizonte había luces.
Le gustaban las luces.
Las contempló durante unos cuantos segundos y luego, como una flecha invisible, se enfiló hacia la ciudad y partió como una centella.
Porque también le gustaba la acción...
Y pasaron varias semanas.
Se dice que todos los caminos llevan a Ankh-Morpork, la mayor de las ciudades del Mundodisco.
Al menos hay un dicho según el cual se dice que todos los caminos llevan a Ankh-Morpork.
Pero es un error. Todos los caminos salen de Ankh-Morpork. Lo que pasa es que a veces la gente los recorre en sentido incorrecto.
Hacía mucho tiempo que los poetas habían dejado de intentar describir la ciudad. Ahora, los más astutos trataban de disculparla. Decían, bueno, quizá huela un poco, quizá esté algo superpoblada, quizá tenga cierta semejanza con el Infierno tal como sería este si apagaran los fuegos y albergaran allí durante un año a un rebaño de vacas con incontinencia, pero hay que reconocer que está llena de vida, de vida pura, vibrante, dinámica. Y es verdad, aunque lo digan los poetas. Pero los que no son poetas se limitan a replicar, ¿y qué? Los colchones también suelen estar llenos de vida, y nadie escribe odas sobre ellos. Los ciudadanos detestan vivir allí, y si tienen que marcharse por cuestiones de negocios o de aventura, o lo que suele ser más habitual, hasta que se cumpla el plazo previsto según alguna ley de prescripción de delitos, se mueren por regresar para seguir disfrutando del placer de detestarlo un poco más. En sus carruajes ponen pegatinas que dicen:
«Ankh-Morpork: ódialo o déjalo». Lo llaman «La Gran Wahooni», como la fruta.*
De cuando en cuando, un gobernante de Ankh-Morpork edifica otro muro en torno a la ciudad, con la supuesta intención de impedir la entrada a los enemigos. Pero AnkhMorpork no teme a ningún enemigo. La verdad es que da la bienvenida a los enemigos, siempre y cuando esos enemigos vengan dispuestos a gastar mucho dinero.** La ciudad ha sobrevivido a inundaciones, incendios, hordas, revoluciones y dragones. A veces por accidente, sí, de pura casualidad, pero el caso es que ha sobrevivido. El espíritu alegre e irremediablemente sobornable de la ciudad ha estado a prueba de cualquier cosa...
Hasta ahora.
Bum.
La explosión hizo volar las ventanas, la puerta y la mayor parte de la chimenea.
Era una de esas explosiones que se oían con frecuencia en la Calle de los Alquimistas. Los vecinos de la zona preferían las explosiones, que al menos eran identificables y acababan pronto. Eran mejores que los olores, que se te aferraban a la ropa y a la piel durante un lapso de tiempo impredecible.
Y esta había sido de las buenas, incluso para los estánda
* Esta fruta crece solo en determinadas zonas de Howondalandia. Mide siete metros de largo, está cubierta de púas color cera de oreja, y huele como un oso hormiguero que se hubiera comido una hormiga en mal estado.
** De hecho, la popular publicación del Gremio de Comerciantes, Bienbenido a Ankh-Morpork, la Ciudad de las Mil Sorpresas¿Así que eres un inbasor bárbaro?, con abundantes notas sobre la vida nocturna, las compras típicas que se pueden hacer en el bazar y, bajo el epígrafe «Ir de Copas», una lista de los restaurantes donde se sirve buena leche de yegua y budín de yak. Más de un vándalo de casco puntiagudo ha regresado a caballo a su gélida yurta, preguntándose por qué se siente mucho más pobre y mucho más propietario de una alfombra mal trenzada, un litro de vino imbebible y un burrito de peluche color púrpura con un sombrero de paja.
res de los expertos de la zona. Había un corazón color rojo oscuro en el centro de la espesa nube de humo negro, cosa que no se veía todos los días. Los trocitos de ladrillos semifundidos estaban más fundidos que de costumbre. Todos coincidieron en que había sido una explosión bastante impresionante.
Bum.
Un par de minutos después de la explosión, una figura se abrió paso como pudo por el agujero destrozado donde había estado la puerta. No tenía pelo, y la ropa que le quedaba estaba en llamas.
Se tambaleó hacia la pequeña multitud que admiraba la devastación, y por casualidad puso una mano manchada de hollín sobre un vendedor de empanadas calientes y salchichas en panecillo, llamado Y-Voy-A-La-Ruina Escurridizo, quien tenía una habilidad casi mágica para aparecer allí donde se pudiera realizar una venta.
—No encuentro la palabra —dijo la figura irreconocible, con voz aturdida, casi soñadora—. La tengo en la punta de la lengua.
—¿Ampollas? —sugirió Ruina.
Recuperó rápidamente sus instintos comerciales. —Después de una experiencia así —añadió, al tiempo que le presentaba una bandeja atestada de residuos orgánicos tan abundantes que casi poseían inteligencia—, lo que necesitas es tomarte una buena empanada caliente...
—Nononono. No es «ampollas». Es eso que se dice cuando uno acaba de descubrir algo. Sales a la calle gritando —insistió la figura humeante, con tono de apremio—. Una palabra especial.
Frunció el ceño bajo la capa de hollín.
La multitud, tras llegar de mala gana a la conclusión de que ya no habría más explosiones, se reunió en torno a ellos. Aquello podía ser casi igual de divertido.
—Sí, es verdad —intervino un anciano, al tiempo que cargaba la pipa—. Sales corriendo y gritando «¡Fuego! ¡Fuego!».
Les miró con gesto triunfal. —No es eso, no...
—O «¡Socorro!», o...
—No, tiene razón —indicó una mujer, que llevaba una
cesta de pescado sobre la cabeza—. Hay una palabra especial.
Una palabra extranjera.
—Eso, eso —asintió otro hombre—. Una palabra extranjera especial que grita la gente que acaba de descubrir algo. La inventó algún mamón extranjero que estaba en la bañera...
—Bueno —replicó el anciano de la pipa, mientras la encendía con los restos humeantes del sombrero del alquimista—. La verdad es que no entiendo por qué la gente de esta ciudad tendría que ir por ahí gritando cosas en extranjero solo porque se ha bañado. Además, mirad a este. No se ha bañado. Falta le haría bañarse, y tanto, pero no se ha bañado. ¿Para qué va a ir por ahí gritando en extranjero? En nuestro idioma hay palabras de sobra para gritar en esas ocasiones que dices.
—¿Por ejemplo? —inquirió Y-Voy-A-La-Ruina.
El fumador de la pipa titubeó.
—Bueno... —empezó—. Por ejemplo, «He descubierto
algo»... o «Hurra»...
—No, el tío ese que digo es uno que vivía por la zona de Camis-Et, creo. Estaba en la bañera y se le ocurrió esa idea de no sé qué, y salió a la calle gritando.
—¿Qué gritaba?
—Ni idea. A lo mejor «¡Dadme una toalla!».
—Pues como se le hubiera ocurrido hacer esas cosas aquí,
sí que tendría motivos para gritar —replicó Ruina alegremente—. Bien, damas y caballeros, aquí tengo unas salchichas en
panecillo que os van a...
—Eureka —dijo lo que había bajo la capa de hollín, meciéndose de atrás adelante.
—Sin ofender, ¿eh? —replicó Ruina.
—No, que esa era la palabra. Eureka. —En las facciones
ennegrecidas se dibujó una sonrisa de preocupación—. Quiere decir «Ya lo tengo».
—¿Qué tienes? —se interesó Ruina.
—Pues eso, que lo tengo. O al menos lo tenía. La Octocelulosa. Una cosa de lo más interesante. La tenía en la mano, pero la acerqué demasiado al fuego —siguió la figura, con el
tono de perplejidad de quien está a un paso de la conmoción—. Es muy importante. Tengo que tomar nota. No dejar
que se caliente. Muy importante. Tengo que tomar nota de
esto tan importante.
Volvió a adentrarse cojeando entre las ruinas humeantes.
Escurridizo observó cómo se alejaba.
—Me gustaría saber de qué estaba hablando —se dijo.
Se encogió de hombros.
—¡Empanadas de carne! —exclamó a voz en cuello—.
¡Salchichas calientes! ¡En un panecillo! ¡Tan recientes que el
cerdo aún no las ha echado en falta!
La idea deslumbrante, veloz, que había surgido de la colina, observaba todo esto. El alquimista no tenía la menor idea de que estaba allí. Solo se daba cuenta de que, aquel día, se encontraba mucho más inspirado e inventivo de lo habitual.
Ahora la idea acababa de caer en cuenta de la mente del vendedor de empanadas.
Conocía aquella clase de mentes. Le encantaban las mentes así. Una mente capaz de vender empanadas de pesadilla también podía vender sueños.
La idea saltó.
En una colina, bastante lejos, la brisa agitó la fría hierba cenicienta.
En la base de aquella misma colina, en una hendidura entre dos rocas donde un arbusto, un junípero enano, luchaba por sobrevivir, empezó a moverse un pequeño reguero de arena.
Bum.
Una delgada película de polvo volvió a posarse sobre el escritorio de Mustrum Ridcully, el nuevo archicanciller de la Universidad Invisible, justo cuando intentaba preparar un anzuelo particularmente difícil con una mosca particularmente reticente.
Echó un vistazo a través de la ventana de cristal sucio. Una nube de humo se elevaba sobre la zona más alta de Morpork.
—¡Tesoreeerooo!
El tesorero llegó en cuestión de segundos, resoplando sin aliento. Los sonidos estruendosos siempre le provocaban taquicardias.
—Son los alquimistas, señor —jadeó.
—Es la tercera vez esta semana —gruñó el archicanciller—. Malditos vendedores de petardos...
—Eso me temo, señor —asintió el tesorero.
—¿Qué se creen que hacen?
—La verdad es que no lo sé, señor —respondió el otro,
recuperando el aliento—. Nunca me ha interesado mucho la
alquimia. Es demasiado... demasiado...
—Peligrosa —zanjó el archicanciller con firmeza—. Todo consiste en mezclar cosas raras y decir, venga, a ver qué pasa si añado una gota de eso amarillo, y luego van por ahí quince días sin cejas.
—Yo iba a decir que es demasiado poco práctica —replicó el tesorero—. Intentan hacer las cosas por el camino más difícil, cuando nosotros tenemos magia cotidiana de lo más sencilla.
—Yo creía que intentaban curarle las piedras al filósofo, o algo por el estilo —bufó su superior—. En mi opinión, todo eso no es más que un montón de sandeces. Bueno, me da igual, de todos modos ya me iba.
El archicanciller se dirigió hacia la puerta de la habitación, pero el tesorero se apresuró a tenderle un puñado de papeles.
—Antes de que te marches, señor —dijo a la desesperada—, si tuvieras un momento para firmar unos cuantos...
—Ahora no, hombre —replicó el archicanciller—. Tengo que ir a ver a un tipo que vende un caballo, ¿qué?
—¿Qué?
—Pues eso.
La puerta se cerró.
El hombre se la quedó mirando y suspiró.
En la Universidad Invisible había habido muchos tipos de archicancilleres a lo largo de los años. Archicancilleres corpulentos, menudos, astutos, algunos algo locos, otros rematadamente locos... Llegaban, ocupaban su cargo (a veces durante tan poco tiempo que no había manera de acabar su retrato para colgarlo en la Gran Sala), y morían. El superior de los magos en un mundo de magia tenía las mismas perspectivas de empleo duradero que los participantes de una carrera de sacos en un campo de minas.
De cualquier manera, al menos desde el punto de vista del tesorero, todo esto carecía de importancia. El nombre podía cambiar de cuando en cuando, pero lo único fundamental era que siempre hubiera un archicanciller. Y el trabajo más importante de un archicanciller, desde el punto de vista del tesorero, era firmar cosas, a ser posible sin leerlas antes.
Pero este era diferente. Para empezar, rara vez estaba entre los muros de la Universidad, solo acudía para cambiarse las ropas manchadas de barro. Y gritaba a la gente. Por lo general, al tesorero.
¡Y pensar que, al principio, todos habían creído que era una idea genial elegir a un archicanciller que no había pisado la Universidad en cuarenta años...!
Había habido tantas luchas interiores entre las diferentes órdenes de la magia durante los últimos años que, aunque solo fuera por una vez, los magos de más alto rango se habían puesto de acuerdo en que la Universidad necesitaba un período de estabilidad, para que ellos pudieran continuar con sus tramas e intrigas durante unos meses en paz y tranquilidad. Revisaron libros e informes hasta dar con una referencia a Ridcully el Marrón, quien, después de convertirse en mago de Séptimo Nivel, a la increíble edad de tan solo veintisiete años, había abandonado la Universidad para cuidar de las propiedades de su familia en el campo.
Parecía ideal.
—Es exactamente el tipo que buscamos —dijeron todos—. Hay que hacer limpieza. Hace falta una escoba nueva.
Un mago rural. Es necesario volver a las comosellamen, a las
raíces de la magia. Será un vejete simpático, con una pipa y arrugas alrededor de los ojos. Uno de esos que saben diferenciar una hierba de otra, que recorren los bosques y llaman
hermanos a todos los animales. Seguro que le gusta dormir
bajo las estrellas, y sabe lo que dice el viento. Apuesto lo que
sea a que sabe cómo se llama cada árbol del bosque. Y hasta
hablará con los pájaros, ya lo veréis.
Enviaron un mensajero. Ridcully el Marrón suspiró, refunfuñó y maldijo un poco, recogió su cayado del jardín de la cocina, donde había servido de esqueleto para un espantapájaros, y se puso en camino.
Y si nos causa problemas, habían añadido los magos en la privacidad de sus cabezas, librarse de alguien que habla con los árboles no debería ser ningún problema.
Y, cuando llegó, resultó que Ridcully el Marrón sí hablaba con los pájaros. Más bien les gritaba. Lo que les solía gritar era «¡Vuela ya, hijo puta!».
Las bestias del campo y las aves del cielo conocían a Ridcully el Marrón. Lo conocían tanto que, en un radio de treinta kilómetros alrededor de la hacienda de sus antepasados, todo bicho viviente huía, se escondía o, en casos desesperados, atacaba ante la mera visión de un sombrero puntiagudo.
Antes de que pasaran doce horas de su llegada, Ridcully ya había instalado una bandada de dragones de caza en la despensa del mayordomo, además de disparar su temible ballesta contra los cuervos de la antigua Torre del Arte, beberse doce botellas de vino tinto y acostarse a las dos de la madrugada cantando canciones cuyas letras incluían palabras que los magos más ancianos o despistados tuvieron que buscar en los diccionarios.
Y luego se levantó a las cinco para ir a cazar patos a los pantanos del estuario.
Y volvió quejándose de que no había un buen río para pescar truchas en muchos kilómetros a la redonda. (No se podía pescar nada en el río Ankh. En realidad, era imprescindible saltar varias veces sobre los anzuelos solo para que se hundieran.)
Y pidió que le sirvieran cerveza con el desayuno. Y contó chistes.
Por otra parte, pensó el tesorero, al menos no se entrometía con los asuntos de dirección de la Universidad. A Ridcully el Marrón no le interesaba lo más mínimo dirigir nada, exceptuando quizá a una manada de perros de caza. No comprendía la utilidad de nada a lo que no se le pudieran disparar flechas, echar el anzuelo o cazar.
¡Cerveza con el desayuno! El tesorero se estremeció. Los magos no se encontraban en su mejor momento hasta después del mediodía, y el desayuno en la Gran Sala solía ser una ocasión silenciosa, frágil, con una quietud rota solo por las tosecillas secas, el movimiento discreto de los criados y algún que otro gemido. Alguien que gritara pidiendo riñones, morcillas y más cerveza, era un fenómeno completamente nuevo.
La única persona que no estaba aterrorizada por aquel hombre espantoso era el viejo Windle Poons, que tenía ciento treinta años, era sordo y, aunque seguía siendo un experto en textos mágicos antiguos, necesitaba toda clase de avisos previos e instrucciones detalladas para enfrentarse al presente cotidiano. Había conseguido comprender la idea de que el nuevo archicanciller iba a ser uno de esos tipos campestres, todo pajarillos y florecillas, y ahora tardaría una semana o dos en darse cuenta del inesperado giro de la situación. Durante ese tiempo, estaba manteniendo una conversación educada sobre lo poco que podía recordar acerca de la naturaleza.
Con frases como:
—Supongo que, mmm, para ti debe de ser, mmm, todo un
cambio, mmm, dormir en una cama de verdad, mmm, en vez
de bajo las, mmm, estrellas.
Y:
—Estas cosas, mmm, estas, se llaman cuchillos y tenedores, mmm.
Y:
—Esta, mmm, cosa verde que hay sobre, mmm, los huevos revueltos, mmm, ¿crees que puede ser, mmm, perejil,
mmm?
Pero como el nuevo archicanciller jamás prestaba demasiada atención a lo que decían los demás mientras estaba co miendo, y Poons nunca llegó a darse cuenta de que no le llegaba respuesta alguna, se estaban llevando bastante bien.
De todas maneras, el tesorero tenía otras preocupaciones en la cabeza.
Para empezar, los alquimistas. No se podía confiar en los alquimistas. Se tomaban las cosas demasiado en serio.
Bum.
Y aquella fue la última. Pasaron días enteros que no estuvieron puntuados por más explosiones. La ciudad se tranquilizó de nuevo, lo cual fue una estupidez por su parte.
El tesorero no se dio cuenta de que el hecho de que no hubiera más detonaciones no quería decir que hubieran dejado de hacer lo que fuera que estuvieran haciendo. Quería decir que lo estaban haciendo bien.
Era medianoche. Las olas se estrellaban contra la playa, y emitían un brillo fosforescente en la oscuridad de la noche. Pero en torno a la antiquísima colina, el sonido parecía tan amortiguado como si llegara a través de varias capas de terciopelo.
El agujero en la arena era ya bastante grande.
Si alguien pudiera acercar la oreja a ese agujero, casi tendría la sensación de estar oyendo aplausos.
Seguía siendo medianoche. Una luna llena planeaba sobre el humo y la contaminación de Ankh-Morpork, agradecida de tener varios miles de kilómetros de cielo que la separasen de ambas cosas.
El edificio del Gremio de los Alquimistas era nuevo. Siempre era nuevo. Había padecido cuatro demoliciones por explosión con sus consiguientes reconstrucciones durante los dos años anteriores. La última vez, no se había incluido sala de conferencias ni laboratorio de experimentos, con la esperanza de que así les durase más.
Aquella noche en concreto, un buen número de figuras discretas entraron en el edificio como a hurtadillas. Tras unos pocos minutos, las luces que se divisaban a través de la ventana del piso superior se hicieron más tenues, y se apagaron por completo.
Bueno, casi por completo.
Allí arriba estaba sucediendo algo. La luz que salió por la ventana durante breves segundos fue extrañamente titubeante, entrecortada. La siguió al instante un aplauso estruendoso.
Y también hubo un ruido. Esta vez no fue una explosión, sino un extraño ronroneo mecánico, como el de un gatito satisfecho metido en un tambor de hojalata.
Era algo así como clicaclicaclicaclicaclica... clic.
Duró varios minutos, aunque en algunas ocasiones quedaba enterrado bajo los aplausos.
Y luego una voz dijo: —Eso es todo, amigos.
—¿Qué era todo? —preguntó el patricio de Ankh-Morpork a la mañana siguiente.
El hombrecillo que tenía delante estaba temblando de miedo.
—No lo sé, señoría —respondió—. A mí no se me permite el paso. Me hicieron esperar al otro lado de la puerta cerrada, señoría.
Se retorcía los dedos de puro nerviosismo. La mirada del patricio le tenía petrificado en el sitio. Era una buena mirada, una mirada a la que se le daba de maravilla hacer que la gente siguiera hablando cuando creía que ya había dicho todo lo que tenía que decir.
Solo el mismo patricio sabía cuántos espías tenía en la ciudad. El que temblaba delante de él en concreto era uno de los criados del Gremio de Alquimistas. En cierta ocasión, hacía ya mucho tiempo, había tenido la desgracia de caer ante el patricio acusado de diversos delitos, todos reiterados, y había elegido por su propia voluntad convertirse en espía a su servicio.*
* La alternativa era elegir por su propia voluntad ser arrojado al pozo de los escorpiones.
—Eso es todo, señoría —gimió—. Lo único que se oyó fue ese sonido de clicaclic, no se veía más que una luz parpadeante por debajo de la puerta. Ah, y los alquimistas dijeron que... que... bueno, dijeron que la luz del día estaba mal.
—¿Mal? ¿En qué sentido?
—Eh... No lo sé, señor. Solo dijeron eso, que estaba mal.
Que tenían que ir a algún lugar donde fuera mejor, eso también. Ah... y me ordenaron que fuera a buscarles algo para
comer.
El patricio bostezó. Las bufonadas de los alquimistas tenían por naturaleza algo que le resultaba infinitamente aburrido.
—Claro, claro —asintió.
—Lo raro es que habían cenado hacía tan solo quince minutos —insistió el criado.
—Quizá lo que estaban haciendo, fuera lo que fuera, provoca apetito en la gente —sugirió el patricio.
—Sí, y la cocina ya estaba cerrada porque era de noche. Tuve que ir a comprar una bandeja de salchichas calientes en panecillos a Ruina Escurridizo.
—Claro, claro. —El patricio bajó la vista hacia el montón de papeles que se acumulaban sobre su escritorio—. Gracias. Puedes marcharte.
—¿Y sabe una cosa, señoría? Les gustaron. ¡Las salchichas les gustaron!
El hecho de que los alquimistas tuvieran un gremio ya era notable de por sí. Los magos eran igual de anticooperativos, pero también eran jerárquicos y competitivos por naturaleza. Necesitaban una organización tanto como respirar. ¿De qué le servía a uno ser mago de Séptimo Nivel si no existían otros seis niveles a los que mirar con desprecio y un Octavo Nivel al que aspirar? Les hacía falta tener cerca otros magos a los que odiar y despreciar.
Por el contrario, cada alquimista era un alquimista solitario, que trabajaba en habitaciones oscuras o en sótanos ocultos y dedicaba todas sus horas a buscar el premio gordo...
la Piedra Filosofal, el Elixir de la Vida. Eran, por lo general, hombrecillos delgados, de ojos rosados, con barbas que en realidad no eran barbas, sino grupos de pelos individuales reunidos para protegerse mutuamente; muchos alquimistas tenían esta expresión vaga, ultraterrena, consecuencia de pasar demasiado tiempo en presencia de mercurio hirviente.
No era que los alquimistas detestasen a los otros alquimistas. Lo más normal era que ni siquiera se apercibieran de su existencia, o que pensaran que eran morsas.
De manera que su pequeño gremio, despreciado por todos, no había aspirado jamás a tener el nivel de poder con que contaban otros gremios, como el de los Ladrones, o el de los Mendigos, o el de los Asesinos; el de los Alquimistas se dedicaba más que nada a ayudar a las viudas y huérfanos de aquellos profesionales que habían adoptado una actitud excesivamente relajada ante el cianuro potásico, por poner un ejemplo, o que habían destilado alguna seta interesante y se bebieron el resultado, para luego subir al tejado de la casa y saltar a jugar con las hadas. La verdad es que tampoco había demasiadas viudas o huérfanos, porque a los alquimistas les resultaba dificilísimo relacionarse con otras personas durante el tiempo necesario para contraer matrimonio. Por lo general, los que llegaban a casarse lo hacían solo para que alguien les sujetara los crisoles.
En resumidas cuentas: hasta aquel momento, la única habilidad que habían demostrado poseer los alquimistas de Ankh-Morpork era la de transformar el oro en menos oro.
Hasta aquel momento...
Ahora todos andaban nerviosos y emocionados, como quien ha encontrado una fortuna inesperada en su cuenta bancaria y no sabe si llamar la atención de la gente o limitarse a coger el botín y escapar a toda prisa.
—A los magos no les va a gustar nada —dijo uno de ellos, un hombrecillo delgado y titubeante que respondía al nombre de Lully—. Van a decir que es magia. Ya sabéis cómo se cabrean cada vez que piensan que uno que no es mago se mete a hacer magia.
—Pero en realidad aquí no hay nada mágico —señaló Thomas Silverfish, el presidente del gremio.
—Hombre, están los duendes...
—Eso no es magia. No es más que ocultismo vulgar y corriente.
—¿Y lo de las salamandras, qué?
—Ciencias naturales completamente normales. No tienen
nada de malo.
—Vale, lo que quieras. Pero ya veréis como dicen que es magia. Ya sabéis cómo son.
Los alquimistas asintieron con gesto sombrío.
—Son reaccionarios —dijo Sendivoge, el secretario del
gremio—. Unos taumócratas engreídos. Y los de los otros gremios, también. ¿Qué saben ellos sobre el avance y el progreso? ¿Acaso les importa lo más mínimo? Seguro que tenían
la posibilidad de estar haciendo algo como esto desde hace
años, y ni caso. ¡Qué va, estas cosas no están a su altura, no se
dignarían! Imaginad cómo podemos hacer que la vida de las
personas sea mucho más... bueno, mejor. Las posibilidades
son infinitas.
—Educativas —asintió Silverfish.
—Históricas —añadió Lully.
—Y también está la cuestión del entretenimiento, claro
—señaló Peavie, el tesorero del gremio.
Era un hombre bajito y nervioso. La mayoría de los alquimistas eran gente nerviosa, claro: es una característica compartida por todos aquellos que no saben a ciencia cierta lo que hará a continuación el crisol de materia burbujeante con el que están experimentando.
—Bueno, sí. Algo de entretenimiento también, claro —dijo Silverfish.
—Algunos de los grandes dramas históricos —asintió Peavie—. ¡Imaginaos la escena! Solo hay que reunir a unos cuantos actores para que la representen una sola vez, ¡y todos los habitantes del Disco podrán ver su actuación tantas veces como quieran! Con lo cual se amortizan los costes, por cierto —añadió.
—Pero siempre que se haga todo con buen gusto —dijo
Silverfish—. Tenemos una gran responsabilidad, debemos asegurarnos de que nada sea ni por un momento... —Le tembló la voz—. Bueno, ya sabéis... grosero.
—No nos dejarán hacer nada —dijo Lully, el pesimista—. Conozco bien a esos magos.
—La verdad es que he estado pensando en eso —intervino de nuevo Silverfish—. De cualquier manera, la luz aquí es mala. En eso estamos todos de acuerdo. Necesitamos cielos despejados. Y necesitamos alejarnos todo lo posible. Creo que conozco el lugar perfecto.
—¿Sabéis una cosa? Casi no me puedo creer que estemos haciendo esto —dijo Peavie—. Hace apenas un mes, no era más que una idea loca. ¡Y ahora todo está funcionando de maravilla! ¡Es como si fuera cosa de magia! Solo que no es... no es magia, por supuesto, ya me entendéis —se apresuró a añadir.
—No son simples ilusiones, sino ilusiones reales —asintió Lully.
—No sé si alguno de vosotros habrá caído en la cuenta —siguió Peavie—, pero con esto podemos ganar un poco de dinero, ¿verdad?
—Pero eso no tiene importancia —señaló Silverfish. —No. No, claro que no —murmuró Peavie.
Miró de reojo a los demás.
—¿La vemos otra vez? —preguntó con timidez—. No
me importa dar vueltas a la manivela. Además... bueno, sé que
no he contribuido demasiado en este proyecto, pero se me
ocurrió traer algo... eh... esto.
Se sacó una bolsa muy grande del bolsillo de la túnica, y la dejó caer sobre la mesa. La bolsa se abrió, y se desparramaron unas cuantas bolitas blancas, deformes, de aspecto algodonoso.
Los alquimistas se las quedaron mirando.
—¿Qué es eso? —quiso saber Lully.
—Bueno —respondió Peavie, algo incómodo—, es lo que
se obtiene de meter unos cuantos granos de maíz en un crisol
del número 3, por ejemplo, junto con un poco de aceite para
cocinar, casi se me olvida. Lo más importante es poner un plato encima del crisol, porque cuando empiezas a calentarlo
hace bang... no un bang serio de los de siempre, un bang flojito por cada grano de maíz. Cuando dejan de estallar, quitas el
plato, y el maíz se ha metamorfoseado en estas... en estas cosas... —Contempló los rostros extrañados, que no acababan
de comprender—. Se comen —murmuró en tono apologético—. Si les echas mantequilla y sal, saben como a mantequilla
salada.
Silverfish extendió una mano llena de zonas descoloridas por los productos químicos, y eligió una bolita deforme. La masticó con gesto pensativo.
—La verdad es que no sé por qué lo hice —siguió Peavie, rojo como la grana—. De repente se me ocurrió la idea, una inspiración, como si estuviera haciendo lo adecuado.
Silverfish siguió masticando.
—Saben como a cartón —dijo al final.
—Lo siento —se apresuró a disculparse el otro al tiempo
que trataba de meter el resto del montoncito otra vez en la
bolsa.
Silverfish puso la mano amablemente sobre su brazo. —Tranquilo, tranquilo —lo calmó al tiempo que elegía otra bolita—, la verdad es que tienen un algo, ¿a que sí? Parecen lo adecuado. ¿Cómo has dicho que se llamaban?
—Aún no les he puesto nombre —respondió Peavie—. Los llamo pajaritos.
Silverfish cogió otro.
—Es extraño, no se puede parar de comer —dijo—. Es
como si cada uno te incitara a coger el siguiente. ¿Pajaritos?
De acuerdo. En fin, caballeros... hagamos girar la manivela
una vez más.
Lully empezó a rebobinar la película otra vez en el interior de la linterna no mágica.
—Estabas diciendo que sabías de un lugar donde podríamos seguir adelante con el proyecto sin que los magos nos molestaran —le recordó.
Silverfish se apoderó de un puñado de pajaritos.
—Está junto a la costa, a cierta distancia —dijo—. Es un
lugar muy agradable y soleado, y nadie va nunca por allí. En toda la zona no hay más que bosques viejos azotados por el
viento, un templo y montones de dunas de arena.
—¿Un templo? Ya sabéis cómo se cabrean los dioses cuando... —empezó Peavie.
—Mira —lo interrumpió Silverfish—, toda esa zona lleva siglos desierta. Allí no hay nada ni nadie. Ni gente, ni dioses ni nada de nada. Solo luz solar a montones y mucha tierra que nos aguarda. Es nuestra oportunidad, muchachos. No se nos permite hacer magia, somos incapaces de hacer oro, ni siquiera podemos hacer nada para ganarnos la vida... así que hagamos imágenes en acción. ¡Hagamos historia!
Los alquimistas se acomodaron en sus asientos, ya más alegres.
—Eso —asintió Lully.
—Oh. Claro —dijo Peavie.
—Brindemos por las imágenes en acción —contribuyó
Sendivoge, al tiempo que alzaba un puñado de pajaritos—.
¿Cuánto hace que conoces ese lugar?
—Ah, pues... —Silverfish se interrumpió. Parecía asombrado—. Pues no lo sé. No... no consigo recordarlo. Igual es que oí hablar de él en alguna ocasión, lo olvidé, y lo he vuelto a recordar. Ya sabéis cómo suceden esas cosas.
—Es verdad —corroboró Lully—. Lo mismo me pasó a mí con lo de la película. Fue como si estuviera recordando cómo se hacía. Qué jugarretas tan raras te puede llegar a hacer la mente, ¿eh?
—Sí.
—Sí.
—Es como si a una idea le hubiera llegado su hora.
—Sí.
—Sí.
—Eso debe de ser.
Un silencio ligeramente teñido de preocupación se hizo en torno a la mesa. Era el sonido de varias mentes tratando de meter el dedo mental en la llaga que les molesta pero que aún no han localizado.
El aire pareció brillar.
—¿Cómo se llama ese lugar? —preguntó al final Lully.
—No sé qué nombre tenía en los viejos tiempos —respondió Silverfish, al tiempo que se echaba hacia atrás y se apoderaba de la bolsa de pajaritos—. Hoy en día todo el mundo lo llama Holy Wood.
—Holy Wood —asintió Lully lentamente—. Me suena... familiar.
Se hizo otro largo silencio mientras todos pensaban sobre aquello.
Sendivoge fue quien lo rompió.
—Bueno, pues ya está —dijo alegremente—. Allá vamos,
Holy Wood.
—Eso —lo apoyó Silverfish, sacudiendo la cabeza como para liberarse de un pensamiento inquietante—. Pero es muy raro, de verdad. Tengo una sensación de lo más extraño. Es como si todo este tiempo... hubiéramos estado caminando hacia allí.
A muchos miles de kilómetros por debajo de Silverfish, Gran A’Tuin, la tortuga del mundo, se deslizaba perezosamente por la noche poblada de estrellas.
La realidad es una curva.
Eso no es lo malo. Lo malo es que no hay tanta realidad como debería haber. Según algunos de los textos más místicos que se encuentran en los estantes de la biblioteca de la Universidad Invisible...
... la principal institución para la enseñanza de la magia y de las cenas pantagruélicas en todo el Mundodisco, cuya colección de libros taumatúrgicos es tan extensa que distorsiona el Espacio y el Tiempo...
... como mínimo, nueve décimas partes de toda la realidad original creada se encuentran fuera del multiverso, y como el multiverso, por definición, incluye absolutamente todo lo que es algo, la cosa se pone fea.
Más allá de los límites de los universos se encuentran las realidades desbocadas, los «habría podido ser», los «quizá, quién sabe», los «nunca jamás», las ideas locas, todas ellas creadas y descreadas a un ritmo caótico, como elementos en cerrados y bullendo a todo gas en supernovas en estado de fermentación.
Y, muy de cuando en cuando, allí donde las paredes de los mundos se han desgastado un poco y son más delgadas, pueden filtrarse hacia el interior.
Y la realidad se filtra hacia el exterior.
El efecto es semejante al de uno de esos géiseres de agua caliente que se pueden encontrar en las profundidades de los mares, en torno a los cuales extrañas criaturas submarinas encuentran suficiente calor y comida como para crear un pequeño oasis de existencia en un medio ambiente donde no debería haber el menor rastro de ella.
La idea de Holy Wood se filtró inocente, alegremente, en el Mundodisco.
Y una buena porción de realidad escapó.
Y fue localizada. Porque, fuera, hay Cosas, Cosas cuya habilidad para olfatear hasta el menor fragmento de realidad dejaban en mantillas a los tradicionales tiburones y sus regueros de sangre.
Las Cosas empezaron a reunirse.
Una tormenta recorrió las dunas de arena. Pero, al llegar a la baja colina, las nubes parecieron curvarse para esquivarla. Tan solo unas cuantas gotas repiquetearon contra el suelo reseco, y el vendaval se transformó en una ligerísima brisa.
Esa brisa cubrió de arena los restos de una hoguera, apagada hacía ya mucho tiempo.
En la ladera de la colina, más abajo, cerca de un agujero que ya era suficientemente grande como para que cupiera un tejón, por poner un ejemplo, una piedrecita se soltó de su asidero y cayó rodando.
Pasó un mes, muy deprisa. No tenía ganas de remolonear por allí.
El tesorero llamó respetuosamente a la puerta del archicanciller, antes de abrirla.
Un dardo de ballesta clavó su sombrero a la madera.
El archicanciller bajó el arma y se quedó mirando al hombrecillo.
—Eso que has hecho era jodidamente peligroso —señaló—. Has estado a punto de provocar un accidente grave.
El tesorero no habría alcanzado la posición que ostentaba en aquel momento, o mejor dicho, la que había ostentado hasta hacía diez segundos, si no tuviera una personalidad tranquila y segura, en vez de la que tenía ahora (al borde de un ataque al corazón). Disponía también de una increíble habilidad para recuperarse después de sobresaltos inesperados.
Desclavó su sombrero de la diana dibujada con tiza sobre la antigua madera de la puerta.
—No ha pasado nada —dijo. Ninguna voz podía ser tan pausada y tranquila sin un esfuerzo terrible—. Casi no se nota el agujero. Eh... ¿por qué dispara contra la puerta, mi señor?
—¿Es que no tienes sentido común, hombre? Afuera está todo oscuro, y los muros son de piedra. ¡No querrás que dispare contra los jodidos muros!
—Eh... —siguió el tesorero—. No sé si se habrá percatado usted de que esta puerta tiene más de quinientos años —añadió con un sutil tono de reproche.
—Y los aparenta —replicó el archicanciller con brusquedad—. Vaya trasto más grande y renegrido. Lo que hace falta por aquí es menos piedra, menos madera y un poco más de alegría. Unas cuantas láminas con dibujos de caza. Y algún adorno que otro.
—Me encargaré de ello personalmente —mintió el tesorero sin parpadear. Entonces, recordó el fajo de papeles que llevaba bajo el brazo—. Entretanto, señor, si dispone de un momento, necesito...
—Bueno, bueno —replicó el archicanciller, al tiempo que se encasquetaba el sombrero puntiagudo en la cabeza—. Así se habla. Ahora tengo que ir a ver a un dragón enfermo. El diablillo hace días que no prueba su aceite de brea.
—... su firma en uno o dos... —se apresuró a balbucear el tesorero.
—No puedo hacerlo todo a la vez —replicó el otro, despidiéndolo con un gesto—. La verdad, en este sitio hay demasiado papeleo. Además...
Se quedó mirando al tesorero, como si acabara de recordar algo importante.
—Por cierto, esta mañana vi algo raro —dijo—. Había un mono en la sala. Y parecía como en su casa.
—Ah. Sí —asintió alegremente el hombrecillo—. Debía de ser el Bibliotecario.
—¿Tiene una mascota, entonces?
—No, mi señor, me ha comprendido mal —insistió el tesorero en el mismo tono—. Era el Bibliotecario.
El archicanciller se le quedó mirando.
La sonrisa del tesorero empezó a desvanecerse.
—¿El Bibliotecario es un mono?
El tesorero tardó cierto tiempo en explicarle el asunto con claridad.
—Entonces —dijo al final el archicanciller—, ¿quieres decir que ese pobre tipo se transformó en mono por un accidente mágico?
—Sí, fue un accidente en la biblioteca. Una explosión mágica. En un momento dado era un hombre, y al siguiente se había convertido en orangután. Sobre todo, señor, no le llame mono. Es un simio.
—¿Y qué más da?
—Al parecer, a él le importa mucho. Cuando le llaman
mono se vuelve bastante... eh... agresivo.
—¡Espero que no se dedique a mostrar el trasero a la gente!
El tesorero cerró los ojos y contuvo un escalofrío.
—No, señor. Usted se refiere a los gibones.
—Ah. —El archicanciller meditó unos segundos al respecto—. Supongo que no habrá de esos trabajando para la
Universidad.
—No, señor. Solo el Bibliotecario, señor.
—No lo puedo tolerar. Está claro que no lo puedo tolerar.
No puedo tolerar que haya bichos condenadamente grandes paseando por aquí —dijo el archicanciller con firmeza—. Deshazte de él.
—¡Dioses, no! Es el mejor Bibliotecario que jamás hayamos tenido. Y justifica sobradamente su sueldo.
—¿Por qué? ¿Qué cobra?
—Cacahuetes —se apresuró a explicarle el tesorero—.
Además, es el único que sabe a ciencia cierta cómo funciona la
biblioteca.
—En ese caso, transformadlo de nuevo. No es vida para un hombre, ser un mono...
—Un simio, archicanciller. Y mucho me temo que, al parecer, él lo prefiere.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó su superior con tono de sospecha—. ¿Es que habla?
El tesorero titubeó. El problema con el Bibliotecario era siempre el mismo. Todo el mundo se había acostumbrado tanto a él que nadie recordaba los tiempos en que la biblioteca no la dirigía un simio de colmillos amarillentos con la fuerza de tres hombres. Si lo anormal se prolonga durante el suficiente tiempo, se convierte en normal. Lo que pasaba era que, a la hora de explicárselo a un tercero, sonaba un tanto raro. Carraspeó, nervioso.
—Dice «Oook», archicanciller —dijo.
—Y eso ¿qué significa?
—Significa «no».
—Entonces, ¿cómo dice «sí»?
Eso era lo que el tesorero se había estado temiendo desde que salió el tema.
—«Oook», archicanciller —respondió.
—¡Ha sido el mismo oook que el oook de antes!
—No, no. Qué va. Se lo aseguro. Hay una inflexión diferente... bueno, quiero decir, al final te acostumbras a... —El
tesorero terminó por encogerse de hombros—. Supongo que
al final hemos acabado todos por comprender lo que dice, archicanciller.
—Bueno, al menos se mantiene en forma —dijo su superior con tono antipático—. Al contrario que el resto de voso tros. Esta mañana entré en la Sala No-Común, ¡y estaba llena de tíos roncando!
—Debían de ser los maestros superiores, señor —explicó el tesorero—. Y le aseguro que, en mi opinión, no pueden tener mejor forma.
—¿En forma? ¡El decano tiene pinta de haberse tragado una cama!
—Ah, señor... —replicó el hombrecillo con una sonrisa indulgente—. Creo que «estar en forma» implica ser apto para un objetivo, y creo que el cuerpo del decano no puede ser más apto para el objetivo de pasarse el día sentado engullendo comidas pesadas.
El tesorero se permitió una breve sonrisa.
El archicanciller le dirigió una mirada tan ant