La profetisa

Barbara Wood

Fragmento

Primer día

Primer día

Martes, 14 de diciembre de 1999

Sharm as Sheij, en el golfo de Aqaba

La explosión se produjo al amanecer.

Sacudió toda la zona, hizo añicos el silencio de la mañana y provocó un desprendimiento de piedras y tierras que descendieron en alud por las yermas laderas de los riscos; las aves posadas en las palmeras datileras remontaron el vuelo súbitamente y se alejaron batiendo las alas por encima de las azules aguas del Golfo.

Sobresaltada, la doctora Catherine Alexander se despertó y salió precipitadamente de la tienda. Entornó los párpados para proteger los ojos del resplandor de los rayos del sol naciente y dirigió la vista hacia las obras de construcción situadas a unos doscientos metros del campamento. Al ver aquella impresionante maquinaria desgarrando la tierra, la muchacha estuvo en un tris de ponerse a gritar. Le prometieron que la despertarían antes de proceder a la voladura; trabajaban demasiado cerca de las excavaciones y los demoledores efectos de la dinamita podían devastar su delicada tarea.

Al tiempo que se ataba apresuradamente los cordones de las botas advirtió a voces a los miembros del equipo que salían de las tiendas medio dormidos:

—¡Echad un vistazo a las zanjas! Aseguraos de que los entibos siguen en su sitio. Voy a mantener una pequeña charla con nuestro vecino.

Mientras corría a través del arenal, Catherine observó que las excavadoras irrumpían en el terreno recién sacudido por la explosión. Soltó un taco entre dientes.

Estaban edificando otro centro turístico, exactamente igual a cualquier otro de los complejos hotelero-deportivos para millonarios, con aire acondicionado y toda clase de lujos e instalaciones, que surgían como hongos a lo largo de la costa oriental de la península del Sinaí. De norte a sur, a lo largo del litoral, hasta donde alcanzaba la vista, hoteles y altos edificios singulares, blancos monolitos cuya silueta se recortaba contra la pureza azul del cielo, transformaban aquel desértico y yermo erial en un nuevo Miami. Catherine comprendía que, antes de que transcurriera mucho tiempo, no iba a quedar en la región un metro de terreno en el que los arqueólogos pudieran trabajar, circunstancia que la muchacha se había esforzado en explicar a los burócratas de El Cairo, cuando fue a rogarles, infructuosamente, que extendieran una orden de interrupción de aquellas obras en tanto ella completaba sus excavaciones. Pero en El Cairo nadie se mostraba dispuesto a escuchar a una mujer, en especial a una joven a la que, para empezar, sólo de muy mala gana concedieron autorización para que emprendiese aquellos trabajos arqueológicos.

—¡Hungerford! —voceó Catherine al tiempo que se acercaba al conjunto de barracones prefabricados donde se albergaban los aparejadores y encargados de las obras—. ¡Lo prometió!

Catherine no necesitaba ahora ese derecho. El Negociado de Antigüedades ya se le estaba echando encima, como parecía demostrar el hecho de que se tomara un interés fuera de lo normal en las excavaciones. Sólo era cuestión de tiempo el que descubrieran la verdadera razón por la que ella estaba allí y, lo que era aún peor, que les había mentido. Por encima de todo eso estaba la carta de la Fundación que había recibido la semana pasada, misiva en la que se le informaba de que, a menos de que obtuviera de inmediato resultados positivos, no se le renovaría la subvención y dejaría de recibir fondos.

«Pero me he acercado tanto —pensó la muchacha, mientras iba de un barracón a otro y aporreaba sucesivamente las puertas de cada uno—. ¡ que voy a encontrar el depósito en seguida! Lo único que necesito es que se me permita realizar mi trabajo sin estas infernales interrupciones.»

—¡Hungerford! ¿Dónde está?

Cuando se acercaba a la caravana que constituía la oficina de la constructora, Catherine oyó de pronto un alboroto a su espalda. Al volver la cabeza vio bajo la luminosidad del sol que caía sobre el Golfo a los peones árabes de Hungerford, que corrían hacia el foco de la explosión.

La muchacha contempló durante unos segundos el grupo de hombres congregados en la base de un peñasco, donde el polvo empezaba a asentarse. Al observar el exaltado nerviosismo con que gesticulaban y se gritaban unos a otros, comentando entre exclamaciones lo que uno de los obreros había encontrado, Catherine notó que se le formaba un nudo en la boca del estómago. Había presenciado anteriormente aquella misma agitación… en excavaciones de Israel y del Líbano.

Cuando se descubría algo importante…

De súbito, la muchacha también echó a correr y, saltando por encima de las rocas o rodeando las peñas, llegó al grupo en el preciso momento en que el jefe, Hungerford, se abría paso entre los obreros apiñados allí.

—¡Venga, venga! ¡Ya está bien! ¿Quién os ha dado permiso para dejar de trabajar? —El corpulento texano se quitó el llamativo sombrero hongo de color amarillo y se pasó la mano por la pelirroja cabellera—. Buenos días, doctora —saludó a Catherine al verla—. Vamos a ver, muchachos, ¿qué ocurre?

Los árabes rompieron a hablar todos a la vez mientras uno de ellos alargaba la mano con lo que tenía todas las trazas de ser un trozo de periódico amarillento.

—¿Qué diablos es eso? —preguntó Hungerford, fruncido el entrecejo.

—¿Me permite? —intervino Catherine, y tomó el papel.

Los árabes guardaron silencio mientras la muchacha empezaba a examinar el supuesto trozo de periódico. Sus ojos se abrieron como platos.

Era un fragmento de papiro.

Catherine se sacó una lupa del bolsillo de la blusa caqui e inspeccionó atentamente el trozo de papiro.

—¡Jesucristo! —exclamó de pronto.

Hungerford sonrió.

—¿Blasfemando, doctora?

—No, está escrito aquí. ¿Lo ve? Dice Jesucristo, en griego.

Entornados los párpados, Hungerford fijó la vista en el punto que señalaba la muchacha.

Iesus. ¿Qué significa?

Catherine contempló el papiro: sobre la superficie oro miel, la negra caligrafía en los caracteres que precedieron a los del griego moderno. ¿Había tropezado con el sueño dorado de todo arqueólogo? No, era demasiado bonito, demasiado fantástico para que fuese verdad.

—Probablemente es obra de algún místico del siglo IV —murmuró, al tiempo que se echaba hacia atrás un mechón de pelo castaño que había conseguido escapar al broche que lo mantenía sujeto en la nuca—. Por aquellas fechas, estas colinas estaban plagadas de ascéticos anacoretas. Y al final del Imperio Romano, el griego era la lengua común.

La mirada de Hungerford exploró la árida región que se extendía a su izquierda. Abruptos riscos de dientes irregulares emergían desolados y enhiestos bajo la áurea claridad del ascendente sol. El viento que siempre soplaba a la largo de la costa parecía despertar; los dos estadounidenses y los trabajadores árabes creyeron percibir un extraño silbido en el aire, como si se escapase un hilo de vapor. Hungerford recuperó el fragmento de papiro y lo acercó hacia sí.

—¿Vale algo?

Catherine se encogió de hombros.

—Depende de su antigüedad —alzó los ojos para encontrar los del hombre— y de lo que diga.

—¿Puede leerlo?

—Tendría que llevármelo a la tienda para examinarlo atentamente. La escritura está descolorida y el papiro descompuesto en algunos puntos. Y este trozo de aquí…, la parte inferior del fragmento, está rota. Ayudaría mucho encontrar lo que falta.

—¡Muy bien! —rugió Hungerford, al tiempo que se echaba hacia atrás y volvía a ponerse el bombín—. Vamos a ver de dónde ha salido. Cinco libras egipcias para el primero que encuentre más papiros. ¡Adelante, muchachos!

Procedieron a rastrear el terreno donde se había producido la explosión, una zona cubierta de cascotes de pizarra y piedra caliza en su mayor parte, y cuando uno de los peones localizó algo que asomaba por debajo de una piedra, todos se precipitaron sobre el descubrimiento.

Pero resultó ser nada más que la primera página de un ejemplar del International Times, con fecha de dos días antes, una hoja de periódico que seguramente el viento había llevado hasta allí desde algún cercano hotel para turistas. Catherine leyó el titular: FIEBRE DEL MILENIO. Y el subtítulo: «¿Se acabará el mundo dentro de veinte días?». Debajo, una fotografía de la plaza de San Pedro, en Roma, donde ya estaba reunida una multitud dispuesta a mantener vigilias ininterrumpidas de veinticuatro horas, a la espera de que el tictac del reloj del mundo señalara el paso de 1999 a 2000, cosa que iba a ocurrir antes de tres semanas.

Por último, los trabajadores árabes empezaron a recoger de entre los cascotes fragmentos de tejido y de cuerda de cáñamo y al examinar Catherine la textura de la tela, el nudo que tenía en el estómago se apretó un poco: Esto es antiguo.

Miró de nuevo el trozo del rollo. La palabra pareció saltarle a los ojos: Iesus.

¿Qué habían encontrado?

—Es preciso despejar esta zona —dijo Catherine apresuradamente.

El pulso empezó a atrepellársele. Miró a los obreros que se agolpaban a su alrededor, examinó sus rostros y se dijo: Lo saben. Notó que se le ponían los nervios de punta. Hungerford y ella tendrían que coser la boca a aquellos individuos. Si se iban de la lengua y la noticia salía de allí, en menos de veinticuatro horas todos los beduinos que se encontrasen en un radio de ochenta kilómetros habrían montado sus tiendas en el lugar de la explosión y estarían poniendo a punto sus herramientas. Era algo que ya había ocurrido anteriormente.

—¡Doctora Alexander!

Al volver la cabeza vio al supervisor del yacimiento arqueológico, un egipcio llamado Samir, que se acercaba a la carrera.

—Lo siento, doctora —anunció en un inglés que había perfeccionado durante sus estudios de graduación en Londres—, el estado de algunas paredes de contención es ruinoso y la zanja número seis se ha derrumbado.

—¡Eso representa un mes entero de trabajo! —Se dio media vuelta para fulminar con la mirada a Hungerford, el cual sonrió con expresión avergonzada.

—Lo siento, encanto, pero me temo que has de ceder el paso al progreso. El pasado no puede interponerse en el camino del futuro.

Hungerford no le resultaba nada simpático a Catherine. Le cayó fatal desde el preciso instante en que, dos meses atrás, se presentó allí con su cuadrilla y la abordó con un:

—¿Qué hace un precioso bomboncito como tú tan sola en un sitio como este?

Catherine le explicó cortésmente que, con un equipo de quince colaboradores, además de los obreros contratados en la localidad, difícilmente podía considerarse que estuviera sola.

A lo que Hungerford replicó:

—Bueno, ya sabes lo que quiero decir. Una chavala tan bonita como tú necesita la compañía de un hombre.

El guiño picaro de rigor.

Cuando la muchacha le señaló que había ido allí a trabajar, Hungerford repuso:

—Vale, todos hemos venido aquí a trabajar. Pero eso no significa que no puedas tomarte algún que otro respiro y darte una pequeña satisfacción de vez en cuando.

Resultó que la «satisfacción» consistía para él en conseguir que la muchacha le acompañara a tomar una copa en el cercano Hotel Isis, un establecimiento más bien sórdido en el que Catherine se dejaba caer a veces para charlar con algunos miembros de su equipo en el bar saturado de humo. Pero nunca alternó allí con Hungerford. Le desagradaba la sonrisa que siempre fruncía sus labios y la frecuencia con que se frotaba la oronda barriga que colgaba sobre una enorme hebilla de plata. El hombre no cesaba de tirarle de la lengua: trataba de inducirla a que hablara de sus excavaciones, formulándole preguntas como:

—Así que estás buscando las tablas de los Diez Mandamientos o algo por el estilo, ¿no?

Catherine contestaba con evasivas, sin participarle el verdadero motivo por el cual había ido allí.

En realidad, ni siquiera a las autoridades de El Cairo había confesado Catherine el auténtico objetivo de sus excavaciones.

«Busca a Moisés», eso era cuanto todos sabían.

A Catherine no le costaba nada imaginarse la reacción, caso de que divulgara la verdad: que no era a Moisés a quien buscaba, sino a su hermana María la Profetisa.

—De modo —decía Hungerford en aquel momento, con su sonrisa en los labios y el dedo índice manchado de nicotina señalando el papiro— que crees que es posible que ésto tenga algo que ver con lo que estás buscando aquí a golpe de excavación.

Catherine miró el quebradizo fragmento que sostenían sus manos, notó en la yema de los dedos el tacto áspero, observó el tono de color viejo que el paso del tiempo había dejado en el papel, las letras cuidadosamente trazadas… ¿Tenía alguna relación aquel sorprendente documento con su búsqueda de la profetisa María?

Catherine alzó la cara al viento, que soplaba fresco y fuerte, y en cuyos ramalazos se combinaba el antiguo sabor salado del Golfo y los aromas del progreso: el monóxido que exhalaba el tubo de escape de los motores Diesel y el humo que ascendía desde el montón de basura que se incineraba cerca de allí. La muchacha trató de imaginarse el olor que tendría el aire tres mil años atrás, cuando los israelitas pasaron por allí; se esforzó en hacerse una idea de lo que debió de experimentar el cielo, de la forma en que el viento debió de agitar y tensar los velos y las capas aquel día fatídico en que María tuvo la audacia de plantar cara a su poderoso hermano y preguntarle: «¿Sólo habló el Señor a través de Moisés?».

Catherine se obligó a regresar al presente, y cuando vio la dirección de la mirada de Hungerford bajó la cabeza y descubrió que, con las prisas, al haberse despertado tan bruscamente, no se había abrochado los botones superiores de la blusa.

—Tendré que echar un vistazo de cerca a este papiro —dijo, al tiempo que daba media vuelta, dispuesta a retirarse—. Entre tanto, diga a sus hombres que sigan buscando.

—¡Sí, ea! —exclamó Hungerford, y la muchacha oyó el eco de sus carcajadas retumbando por los montes.

Se volvió para mirarle cara a cara. Con evidente ironía.

—Hungerford. Me jugaría algo a que mueve los labios cuando lee una señal de alto.

Las carcajadas de Hungerford aumentaron de volumen y se alejó.

Cuando Catherine llegó a su campamento, se encontró con que el equipo, formado por estudiantes y voluntarios estadounidenses, había puesto ya manos a la obra y apuntalaban las zanjas afectadas por la voladura de Hungerford. Aquella temporada disponía de un plantel fabuloso, pero, por desgracia, dentro de unos días la mayor parte de sus integrantes iban a regresar a casa para pasar las Navidades, y algunos no se habían comprometido en firme a volver a las excavaciones. El Año Nuevo se acercaba y no era un Año Nuevo corriente. Iba a empezar un nuevo decenio, así como un nuevo siglo y un nuevo milenio. Catherine temía la posibilidad de que la obligasen a dar por concluida su investigación arqueológica.

El mundo necesita lo que estoy buscando.

¿Por qué no era capaz de conseguir que sus jefes de la Fundación lo comprendieran? La gente tenía hambre espiritual, anhelaban alimento para ese apetito del alma, un Mensaje que pusiera una finalidad en sus vidas. Localizaré el pozo, demostraré que María era quien creo que era y entonces habrá una nueva era de autoridad de un libro que algunas personas empezaban a considerar caduco: la Biblia.

Entró en su tienda para estudiar el fragmento de papiro. Se lavó la cara con agua fría y luego observó el reflejo de su rostro en el espejo colocado encima de la palangana.

Aunque sólo contaba treinta y seis, los largos años pasados trabajando bajo el sol de justicia de Israel y Egipto habían estampado junto a sus ojos minúsculas arrugas: patas de gallo prematuras debidas al «estrabismo del arqueólogo», consecuencia de tanto entornar los párpados y forzar la vista. Su bronceado permanente le confería todo el aspecto de joven adinerada, de dama cuya vida giraba en tomo a la piscina y a la pista de tenis, lo que no dejaba de resultar irónico. Catherine recordó el viejo comentario burlón, gracias al cual una arqueóloga se daba cuenta de que su juventud empezaba a ser historia: el visitante irrumpía en una tumba y preguntaba: «¿Cuál de vosotras es la momia?».

—Cathy, muchacha, por Dios —murmuró, mientras se secaba la cara y luego se aplicaba la crema hidratante—, dentro de diez años tendrás que llegar a un acuerdo con algún chaval que en la facultad vaya para cirujano plástico.

«Pero ahora entendámonoslas con el papiro.»

Tras hacer sitio en la atestada mesa de trabajo, Catherine levantó la solapa de una de las ventanas para que entrase la claridad de la mañana. El primer rayo de sol cayó sobre una foto pegada en la mesa con cinta adhesiva y la muchacha vio a Julius, que la sonreía como si en aquel momento llegase dispuesto a trabajar.

Guapísimo con su morena cabellera, su barba negra y sus penetrantes ojos oscuros, el doctor Julius Voss había entrado en su vida dos años antes, durante una conferencia arqueológica celebrada en Oakland, donde Catherine había presentado una ponencia. Doctor en medicina especializado en enfermedades del mundo antiguo, Julius había pronunciado su informe sobre la alta incidencia de las fracturas de antebrazo en los esqueletos egipcios, especialmente entre las mujeres, y su hipótesis consistía en que tales fracturas se producían cuando las personas afectadas tenían el brazo levantado para detener algún golpe. Catherine y él se conocieron durante la hora del almuerzo y la mutua atracción fue instantánea.

—Pero, Cathy —volvió a oír su declaración, como si de pronto se hubiese materializado allí y estuviera en la tienda con ella—, ¿por qué no quieres casarte conmigo? No será porque yo soy judío y tú no. Esa no es la razón. Y sabes que no te pido que te conviertas.

Catherine ya le había dicho que, en lo concerniente a la religión, ella tenía suficiente catolicismo para el resto de su vida. Pero había otros motivos por los que no le era posible casarse con Julius, con todo lo que le quería.

Apartó a Julius sosegadamente de su imaginación, para volver al papiro.

Examinó las líneas de escritura griega, pero no encontró ninguna otra mención de Jesucristo. Sin embargo, era suficiente.

Se preguntó si existiría alguna conexión entre aquel documento cristiano y la profetisa del Antiguo Testamento en cuya búsqueda había ido al Sinaí. ¿Podía ser aquel fragmento el indicio que trataba de encontrar, la señal de que efectivamente había localizado el viejo oasis donde María y su hermano entablaron una lucha por el poder?

Catherine alargó la mano y tomó de un anaquel un libro, publicado en 1764, traducción inglesa de las memorias de un árabe del siglo X, cuya nave perdió el rumbo en el año 976 de la Era Cristiana, a causa de un vendaval que la desvió hacia una remota orilla no identificada. La primera vez que Catherine leyó el libro, cuando llegó al pasaje… «abandonado en la Tierra del Pecado», se preguntó: ¿Sinaí? Al combinar las nada claras pistas que ofrecía el relato del árabe con los ulteriores datos que le proporcionaba el Antiguo Testamento, adentrándose después en el terreno de la astrología y de la navegación astronómica —el árabe indicaba que vio «a Aldebarán elevándose sobre mi patria»— y coordinándolo todo con las leyendas y tradiciones de los beduinos de aquel territorio, Catherine llegó a la conclusión de que debió de ser en aquella misma costa —en la que ahora brotaban los complejos turísticos— donde Ibn Hassan fue a encallar. La gran indagación de su vida había encontrado por fin su foco, porque el náufrago árabe, Ibn Hassan, había escrito: «Pasé mis últimos días de soledad en el paraje donde los beduinos locales abrevan sus rebaños, en Bir Maryam…».

El Pozo de María.

En realidad, Catherine inició su investigación personal cuando contaba catorce años y las monjas del Colegio de Nuestra Señora de la Gracia proyectaron durante los días que precedían a la Semana Santa, para las alumnas de las clases de octavo y noveno, una serie de películas: epopeyas bíblicas de los años cuarenta y cincuenta, culminadas por Los Diez Mandamientos, el clásico que filmó De Mille en 1954. Catherine se quedó bastante confundida, mientras la mayoría de las niñas, que se habían criado entre los efectos especiales de Star Trek y La guerra de las galaxias, emitían risas más o menos tontas y no cesaron de removerse nerviosas a lo largo de toda la película, aunque ovacionaron clamorosamente la espectacular separación de las aguas del mar Rojo. Las películas, más que protagonizadas, parecían dominadas por héroes masculinos formidables y omnipresentes: Sansón, Moisés, Salomón: todos hombres buenos, nobles y puros. Las mujeres, por otra parte, parecían pertenecer a dos categorías: tentadoras perversas o resignadas madres/vírgenes que lo sufrían todo pacientemente.

Aquella simple perplejidad —la circunstancia de que, indudablemente, en la época de la Biblia tenía que haber protagonistas femeninas— sembró en el ánimo de Catherine una obsesión adolescente que acabó por conducirla hacia la vocación de su vida: la arqueología bíblica. Creía, estaba segura, que aquellas arenas arcaicas que habían facilitado tesoros tan espléndidos como la tumba de Tutanjamon y los manuscritos del mar Muerto ocultaban muchos secretos maravillosos más. Si era posible encontrar testimonios escritos sobre las heroínas de la Biblia, Catherine daría con ellos en la tierra; estaba firmemente decidida a descubrirlos.

Lo que no tardó en descubrir, sin embargo, fue que el terreno de las becas de estudios bíblicos y arqueológicos, dominado por el género masculino, contaba además con un bastión inexpugnable defendido por una Vieja Guardia que no se conformaba con tolerar apenas a las mujeres entre sus filas, sino que se sentían agraviados ante cualquier ataque a sus creencias más elementales. Cuando, cinco años antes, Catherine solicitó por primera vez permiso para excavar en la región y manifestó a los funcionarios masculinos del Negociado de Antigüedades, en El Cairo, que deseaba buscar el Pozo de María, con la esperanza de hallar pruebas que apoyasen su hipótesis de que María compartió con su hermano el caudillaje de los israelitas, como iguales en el mando, la muchacha tuvo que soportar varios meses de trámites, sobornos, retrasos, aplazamientos, documentos extraviados y envíos de una ventanilla a otra, antes de que se le denegara la solicitud.

De modo que Catherine se retiró, hizo acopio de recursos y, al cabo de un año, volvió a presentar su petición de permiso para emprender la búsqueda del Pozo de Moisés. Se lo concedieron.

Al abrir ahora el libro de Ibn Hassan, Catherine leyó, no los detalles que dispararon su búsqueda por la ruta del Éxodo, sino otro pasaje, un texto al que hasta entonces había prestado escasa atención, pero que en aquel momento despertó su más profundo interés.

El árabe del siglo X había escrito:

Me desperté en plena noche y contemplé una aparición de lo más maravillosa; su blancura y su belleza eran tales que quedé deslumhrado. La visión se dirigió a mí con voz de joven doncella. Me condujo a un pozo y me pidió que lo llenara, que echase primero un poco de tierra y después lo acabase de tapar con piedras. Me dijo que, a continuación, hiciese un ancla de juncos y la colocara sobre el pozo. «Si haces eso por mí, Ibn Hassan —me dijo el ángel—, te contaré el secreto de la inmortalidad.»

Catherine volvió a las palabras: un ancla de juncos.

No habían significado absolutamente nada para ella: ¿para qué podía servir un ancla hecha de juncos? Pero ahora…

Ancla de juncos no quería decir que fuese una verdadera ancla, ¡sino un símbolo!

Y el ancla-símbolo que surgió automáticamente en su cerebro fue el ancla de los principios de la Cristiandad, predecesora de la cruz…

Enarcó las cejas. Allí estaba de nuevo la inesperada conexión cristiana.

Volvió a la primera página del libro de Hassan, otra parte del volumen a la que anteriormente había prestado poco interés, pero que ahora examinó con creciente excitación. Leyó:

A mí, por lo tanto, se me concedió la clave para vivir eternamente. Yo, Ibn Hassan Abu Mohamed Omar Abbas Ali, tras ser rescatado de aquella costa y devuelto a mi familia, os hablo desde mi edad de ciento veintinueve años, rebosante de salud y convencido de que soy inmortal y viviré para siempre, gracias al don que me concedió el ángel.

Miró el fragmento con el nombre de Jesucristo que habían encontrado los obreros de Hungerford y, al recorrerlo con la vista, dos palabras acudieron al encuentro de sus ojos: zoe aionios.

Vida eterna.

¿Existía alguna relación entre aquel fragmento, que provisionalmente y un poco a la buena de Dios situaba ella doscientos años después de Cristo, y las alucinaciones de un marinero que había naufragado cosa de siete siglos después? Pero, aunque así fuera, ¿qué tenía que ver aquel fragmento, y su referencia a Jesucristo, con el Pozo de María?

Aparte de las memorias de Hassan, Catherine no había logrado encontrar ninguna otra alusión al Pozo de María. Pero en el curso de sus indagaciones había dado con un libro escrito en 1883 por un egiptólogo alemán, en el que el autor reseñaba una expedición a las soledades del Sinaí, en cuya costa estableció un campamento, al este del monasterio de Santa Catalina, en la base de una escarpadura cercana a un pozo llamado Bir Umma: Pozo de la Madre. Y allí, durante la noche, los hombres del egiptólogo tuvieron pesadillas. Lo que intrigó a Catherine cuando leyó aquel libro por primera vez fue que tales malos sueños eran como las alucinaciones de Ibn Hassan. En realidad, la esposa del egiptólogo germano había empleado prácticamente las mismas palabras que el árabe para describir la hermosa y fantasmal visión que se le apareció. De modo que Catherine se había preguntado entonces: ¿indicaría tal similitud de los sueños que la partida del profesor Kruger había acampado cerca del punto donde naufragó Ibn Hassan?

La pista definitiva que la indujo a excavar en aquel sitio se encontraba en el propio Antiguo Testamento, Éxodo 13, 21-22: «Iba el Señor delante de ellos, de día en columna de nube para guiarlos en su camino, y de noche en columna de fuego, para alumbrarlos y que pudiesen así marchar lo mismo de día que de noche. La columna de nube no se apartaba del pueblo durante el día, ni durante la noche la de fuego se apartaba de delante del pueblo». Catherine no fue la primera en observar que aquellas frases podían corresponder a la descripción de un volcán. No ignoraba que en la península de Sinaí no había montañas volcánicas, pero las había en la parte oriental del golfo de Aqaba, en Arabia Saudi, en una región llamada Tierra de Madian. No dejaba de tener sentido, razonó Catherine, que si el monte Sinaí se encontraba en la orilla occidental de Arabia, los judíos hubieran avanzado de cara a la columna de fuego y humo de la erupción que se elevaba en la costa oriental del Sinaí, al otro lado del Golfo, desde donde podrían ver continuamente la nube durante el día y el fuego durante la noche.

Pero Catherine había ido allí con la esperanza de encontrar pruebas del Éxodo y de María la Profetisa, ¡no un papiro con el nombre de Jesucristo escrito en él!

Se preguntó qué relación podría existir entre aquel papiro con las palabras «vida eterna», el ángel de Ibn Hassan, las pesadillas que tuvieron los miembros de la expedición del egiptólogo y las leyendas de los beduinos locales, que eran algo obsesivo en aquella zona.

Catherine escuchó los ruidos que se producían al otro lado de las paredes de la tienda: el viento que empezaba a soplar arrancaba sibilantes susurros a las aguas verde mar del Golfo, para que se mezclase con los gritos y exclamaciones de los obreros de Hungerford, que rastrillaban los escombros en busca de más trozos de papiro. «También yo tuve anoche un sueño extraño», pensó Catherine. No, no fue un sueño. Un viejo recuerdo que se había esforzado mucho en eliminar y que ahora volvía, inexplicablemente, para atormentarla.

¡Niña asquerosa! Esto te va a costar un buen castigo…

En el preciso instante en que cogía la lupa, dispuesta a traducir la antigua escritura griega, oyó repentinamente un grito fuera.

Habían encontrado algo.

Cerca del foco de la explosión, los obreros habían desenterrado lo que parecía la boca de un túnel. Catherine se arrodilló para examinarla y su corazón empezó de súbito a darle saltos en el pecho: volvía a su propio solar.

Antes de iniciar sus excavaciones, Catherine había empezado por explorar el terreno utilizando los últimos adelantos de la ingeniería geológica y había llegado a la conclusión de que allí se encontraba la formación de un singular túnel subterráneo. Así que acotó el terreno y procedió a cavar. Pero aunque al cabo de un año seguía sin encontrar evidencia alguna de que existiese vivienda humana bajo el segundo nivel, al llegar al tercero, donde tropezaron con una capa de piedra caliza, descubrieron el principio de un curioso túnel.

Ahora, mientras Catherine permanecía erguida ante la entrada de aquel túnel, en una de las zanjas de su yacimiento, observó que el túnel se desplazaba horizontalmente, por el subsuelo, en dirección al lugar donde Hungerford había hecho estallar su dinamita, hacia la sección del túnel que los hombres del texano habían descubierto. No concluía allí, sino que continuaba rumbo a la dentada escarpadura. ¿Adonde llevaría?

Sólo había una forma de averiguarlo.

Catherine se pasó una cuerda alrededor de la cintura, se tendió encima de una de las plataformas rodantes que utilizaba su equipo para trasladar cascotes, tomó una linterna y se aventuró dentro del túnel.

Hizo una pausa. El túnel era oscuro y angosto, del techo se desprendía polvo y detritos. Como no podía estar segura de la firmeza de la roca ni de hasta qué punto las voladuras la habían debilitado, Catherine ideó una señal: un tirón de la cuerda y los obreros la sacarían del túnel.

Antes de seguir adelante, Catherine advirtió a Hungerford que no quitara ojo a sus hombres y se asegurara de que seguían allí: eran legendarias las fortunas que los árabes habían hecho traficando en el mercado negro con manuscritos del mar Muerto y de los escondrijos de Nag Hammadi. No dejaba de sentirse inquieta. Habían transcurrido tres horas desde que la explosión del amanecer había lanzado el fragmento de papiro con el nombre de Jesucristo; la noticia podría haberse extendido ya hasta el último confín de la península.

Catherine se adentró despacio por el túnel, impulsándose con los codos y manteniendo el foco de la linterna proyectado hacia delante, sobre lo que parecía un vacío ilimitado. Tuvo que detenerse varias veces, cuando la arena llovía sobre ella y el temor de que la mina estuviese a punto de desmoronarse se apoderaba de su ánimo. Se esforzaba en mantener el dominio de los nervios. El túnel era tan estrecho que Catherine tenía que llevar la cabeza gacha y los hombros encogidos, a pesar de lo cual los costados tropezaban continuamente con las paredes. Y cuando la piedra caliza le rasgó la piel de las rodillas, lamentó tardíamente no haber tenido la precaución de cambiar los caquis pantalones cortos por unos vaqueros azules. Continuó adelante, cautelosamente, decidida a descubrir lo que había en el otro extremo de la galería subterránea.

Aunque el túnel perforaba una densa roca magmática, Catherine comprendió al examinar la piedra a la luz de la linterna que no era obra del hombre, sino una grieta natural en la caliza. Acaso originada por un terremoto o por el agua que se filtraba desde un manantial subterráneo. ¿Un pozo?

Empezó a sudar, pese a la frialdad de la piedra caliza. Una de las pesadillas que Ibn Hassan había compartido con la expedición de Kruger era la visión de que se les enterraba vivos. ¿Alguna especie de recuerdo fantasmal? El interrogante hizo que un ramalazo de miedo se le deslizara por la nuca y que un escalofrío le recorriese la espina dorsal. Tal vez el sueño aquel fuera un aviso…

Se encontró de pronto con el camino cortado.

Calculó que habría recorrido cosa de quince metros a partir del punto donde Hungerford y sus hombres soltaban cuerda dentro del túnel. Echó un vistazo a lo que bloqueaba su camino y, con gran asombro, comprobó que se trataba de una especie de cesto, o algo parecido, que obstruía parcialmente el paso y que estaba también parcialmente empotrado en la roca. Estiró el brazo e intentó apartarlo; cedió sin dificultad y su movimiento desencadenó una ducha de arena sobre la cabeza de Catherine. Cerró los ojos, apretados con fuerza los párpados, y contuvo la respiración. Cuando el polvo se posó y se aclaró la atmósfera, Catherine proyectó hacia delante el foco de la linterna.

El túnel continuaba.

Con el cesto encajado entre los brazos y bajo la barbilla, la muchacha reanudó su avance sobre la plataforma rodante.

Llegó por último al final, donde el túnel desembocaba inesperadamente en un hueco circular, que ascendía desde el fondo hacia la superficie. Aquel pozo artesiano, de unos seis metros de diámetro, tenía tapada la boca de la parte superior. Sus paredes estaban recubiertas de grandes losas de pedernal, sin labrar, típicas de la manipostería de la Edad de Bronce.

¿Había encontrado el Pozo de María?

Catherine proyectó el foco de la linterna hacia abajo y se asomó por el borde del pozo, mientras rezaba para no caer por allí. Vio cascotes en el fondo, algunos recientes, como si la voladura hubiese provocado el desplome de parte de la pared circular. Y entonces la luz de la linterna cayó sobre algo blanco que yacía en el fondo. Trasladó de un costado a otro el peso del cuerpo y se adelantó un poco para ver mejor aquello.

El oscilante rayo resbaló sobre roca y pizarra e iluminó, por último —Catherine jadeó sobresaltada—, un esqueleto humano.

El Mago arrancó de un tirón la túnica púrpura que colgaba de los hombros de la muchacha y la claridad se derramó sobre el cuerpo desnudo.

Los hombres se quedaron boquiabiertos y, de inmediato, silenciosos en presencia de aquella hermosura, mientras pensaban cuánto se parecía a las estatuas de la plaza del mercado, tan blanca, tan fría y tan perfecta. Pero la soberbia cabellera negra que le caía en cascada por la espalda y la forma en que temblaba constituían la prueba de que también era una mujer viva.

Atada de pies y manos, permanecía erguida con tal dignidad que más de uno de aquellos hombres se removieron inquietos y bajaron la vista. Su jefe, cuyo puño apretado sostenía la túnica púrpura de la joven, no parecía impresionado por la actitud arrogante de la mujer. En la ciudad hubiese intentado por todos los medios hacerla hablar. La hubiese amenazado, encerrado bajo llave, sometida al hambre y a tormentos físicos que ajaran su belleza. Pero no podía hacer tales cosas, porque en tal caso el emperador se hubiera sentido ultrajado.

Sin embargo ahora no estaban en la ciudad. La había conducido a aquel lugar desolado en el fin del mundo para extraerle por fin el secreto, sin más testigos que las serpientes y los escorpiones. Después, las arenas del desierto engullirían toda prueba de su acción.

Habían cabalgado largo y duro hasta llegar a aquel punto, seis hombres a caballo, que galoparon bajo la luz de la luna del desierto como si los persiguiese un ejército de demonios. Dejaron muy atrás las legiones del emperador y se detuvieron en una antigua ribera, donde abruptos riscos erigían sus cumbres dentadas, cuyas irregularidades se recortaban contra el fondo de un cielo salpicado de estrellas. Era un erial dejado de la mano de Dios y que sólo habitaban espíritus y fantasmas.

Los hombres conocían la existencia del pozo a través de las Sagradas Escrituras: según la leyenda, era un pozo profundo que en otro tiempo proporcionó agua a los israelitas durante los cuarenta años que vagaron por el desierto. Los hombres ataron primero a una cuerda el cesto preparado especialmente y lo bajaron cuidadosamente mientras uno de ellos murmuraba una oración. Cuando el cesto llegó al fondo, los hombres se dirigieron a la mujer y la llevaron hasta el borde del pozo. Luego permanecieron de pie frente a su jefe.

Dime —conminó el Mago en voz baja, a la vez que desenvainaba la espada—, ¿dónde está el séptimo rollo?

La mujer mantuvo su silencio. Pero cuando sus ojos verdes se encontraron con los del hombre, éste vio allí un fulgor de desafío.

Al igual que ella, el hombre también temblaba, pero no a causa del frío sino a impulsos de la cólera a duras penas contenida. Último descendiente de una estirpe de magos, se daba perfecta cuenta de que sus días de poder tocaban a su fin. Pero también sabía que, de contar con aquel último rollo, podría obrar milagros, interrumpir el inexorable proceso que conducía al mundo a su final y conseguir la inmortalidad, la vida eterna para sí y para sus seguidores. Aquella mujer poseía la clave del misterio. Durante años, el hombre había seguido el rastro del rollo final; la pista terminaba en ella.

El silencio del desierto se prolongó hasta que, por último, el Mago decretó:

Sea.

Dirigió un ademán a sus hombres.

Éstos se volvieron hacia la joven. Manos callosas se posaron sobre la blanca piel impoluta, y la voracidad y la lujuria iluminó los semblantes masculinos mientras pasaban una cuerda por debajo de los brazos y los senos de la mujer a la que acto seguido hicieron descender por el pozo todo lo suavemente que les era posible.

No deseo lastimarte y que, a causa de las heridas, mueras con rapidez —le dijo el Mago—. Quiero que conozcas esa oscura prisión durante mucho tiempo. Que te aprendas de memoria hasta la última piedra y su estructura, todos los matices y sombras de la oscuridad. Cuando el sol esté en lo alto del cielo y sus rayos caigan sobre ti, te abrasarán, y por la noche el gélido viento se encargará de contraer y hacer crujir tus huesos. Conocerás una sed inconcebible para el ser humano, experimentarás una soledad infinitamente más vacía y más aterradora que el aislamiento absoluto de la muerte. Clamarás pidiendo ayuda, pero nadie te oirá, sólo los buitres que estarán esperando el momento de precipitarse sobre ti para arrancar la carne que cubre tus huesos.

Se acercó a la mujer, en alto el báculo, símbolo de su ministerio religioso, un báculo que había sobrecogido a centenares de miles pero que ahora surtía poco efecto, salvo sobre los hombres que le acompañaban y unos cuantos más que se quedaron en la ciudad.

Por última vez —silabeó en voz baja—. ¿Dónde está el rollo? Si me lo dices, te dejaré libre.

La mujer no despegó los labios.

Dime sólo una cosa: ¿contiene realmente el séptimo rollo la fórmula mágica de la vida eterna?

Y, por primera vez desde su cautiverio, la mujer habló. La respuesta salió como un suspiro:

—Sí…

Fiel creyente en la inmortalidad, el Mago soltó un grito y alzó un puño al cielo.

¡Si yo no puedo tener el secreto, ningún hombre lo tendrá!

Los sicarios cogieron a la prisionera y la bajaron despacio por el pozo, centímetro a centímetro. Las aristas de las piedras desgarraron la suave piel de la espalda, y la oscuridad se tragó la lozanía y hermosura de la muchacha, mientras el Mago golpeaba el brocal de piedra con su báculo de oro y elevaba la voz hacia las estrellas.

Por el poder de esta vara, que me entregó mi padre y al que se la había entregado su padre, y así hasta los remotos tiempos en que los Inmortales recorrían la tierra, yo impongo una maldición sobre esta mujer y los seis libros que entierro con ella, para que sus secretos permanezcan ocultos por los siglos de los siglos. Que ningún hombre los encuentre, los lea y se entere de los secretos. Y maldigo también a quien lo haga.

Apareció en la ribera un jinete solitario, a lomos de un corcel negro. Se detuvo a cierta distancia del campamento, para que nadie oyera su llegada. Se apeó de un salto, se acercó raudo y silencioso y fue degollando uno tras otro a los durmientes, de forma que ninguno de ellos pudo exhalar un solo gemido. En busca de su prometida, el jinete se encaminó luego a la tienda del Mago. Pero la mujer no estaba allí. El recién llegado se puso a horcajadas sobre el Mago y le puso el cuchillo sobre la garganta. Cuando el Mago se despertó, sus ojos se llenaron de entendimiento y resignación.

Jamás la encontrarás y nunca podrás salvarla —dijo—. Porque si yo no consigo el secreto, nadie lo tendrá.

En su indignado desconsuelo, el joven seccionó la yugular del Mago y contempló la sangre roja que se deslizaba por la almohada de raso.

Luego abandonó el campamento y se alejó en busca de su novia. Exploró la costa y los cauces secos de las arroyadas que descendían de los riscos; incluso alzó la cabeza y miró a las estrellas, como si también la buscase allí.

Y entonces oyó el sonido que rasgó la noche.

Dando traspiés en la oscuridad, encontró el pozo. Aguzó el oído. La llamó por la boca del pozo. Oyó un gemido. Regresó corriendo al campamento y se hizo con una cuerda. Volvió al pozo, aseguró la cuerda a un peñasco y descendió hasta el fondo con ayuda de la soga.

Tanteó en la oscuridad, tratando de localizar a su amada. Estaba allí y el muchacho lanzó un grito de alegría.

Aplicó el oído al pecho femenino y no percibió latido alguno del corazón. Pero el cuerpo conservaba calor y la muchacha había gimoteado sólo unos momentos antes.

El joven soltó un ultrajado rugido, cuyos ecos repercutieron en las piedras del pozo y se remontaron hacia el cosmos. Sollozante, salió del pozo y se dirigió de nuevo al campamento. En la tienda del Sumo Sacerdote encontró la magnífica túnica púrpura bordada con hilo de oro que había pertenecido a la doncella.

Regresó nuevamente al pozo, se deslizó hasta quedar a escasa distancia del fondo; se sujetó fuerte, levantó una mano y cortó la soga con un tajo de su cuchillo. Cayó a plomo hasta el fondo, mientras la cuerda quedaba colgando por encima de su cabeza, lejos del alcance de las manos. Cubrió con la túnica el cuerpo de su amada, cuya frialdad aumentaba ya, se acurrucó junto a ella y la rodeó con sus brazos, en tanto las lágrimas del muchacho humedecían la cabellera de la joven.

No morirás en vano, amor mío —lloró el hombre—. Pongo a los dioses por testigos de mi juramento: te prometo que algún día los rollos volverán a salir a la luz y el mundo recibirá su mensaje.

—Así, ¿qué importancia crees que puede tener esto? —Hungerford acompañó la pregunta con una sonrisa—. En dólares, me refiero. Vamos a ver, ¿cuánto pagaría un museo por ese trozo de papiro?

—Cinco millones, por lo menos —dijo Catherine, al tiempo que se sacudía el polvo de la ropa.

—¡Cinco millones!

—Y tanto. Puede que hasta quinientos millones. Quizá tropecientos millones.

—Vale, vale. Sólo era una pregunta.

—Hungerford —articuló Catherine, irritada—. No tengo idea de lo que vale. Ni siquiera sabemos todavía de qué se trata. —Lanzó una mirada hacia el túnel. Aquella calavera…—. Quisiera volver ahí otra vez, echar otro vistazo…

—¿Qué deduces de esto? —Hungerford golpeó con la punta del índice el fardo que la arqueóloga había sacado del túnel.

—Calculo que es del siglo séptimo u octavo —dijo Catherine, mientras todos se arremolinaban en tomo suyo para curiosear. La muchacha estaba cubierta de arena y granos de arenisca, su pelo castaño tenía una capa de polvo fino y, pese a encontrarse al aire libre, bajo la claridad del sol y recibiendo de nuevo la refrescante brisa del mar, no podía quitarse de encima el pánico que le había invadido en la angostura del túnel y la oscuridad del interior del pozo—. A juzgar por la trama de la tela y el aspecto de este cordel… es decididamente postbizantino.

—Vamos a abrir el fardo.

Pero Catherine retrocedió, retirando el bulto de las manos extendidas del texano.

—No, la buena ciencia decreta que ha de abrirse ante testigos debidamente acreditados. Llamaré a El Cairo, para informar al Negociado de Antigüedades. Enviarán a alguien. Mientras tanto, será mejor que se abstenga de trabajar en esta zona hasta que el gobierno la haya inspeccionado.

—Sí, claro. Trasladaré a mis muchachos a aquel sector de allí. De todas formas, tenemos que despejarlo para construir las pistas de tenis. No te olvides de informarme en cuanto descubras o averigües algo, ¿de acuerdo?

—Hungerford, puede creerme si le digo que, en estos momentos, ocupa usted el primer lugar en mis pensamientos.

El hombre se alejó, sonriente.

Catherine regresó apresuradamente a su tienda, descorrió la cremallera de la puerta, entró y encendió una luz. Tardó un minuto en recobrar la compostura.

¿Se habrían tragado el cuento Hungerford y los demás? Confiaba en que así fuera. De ninguna manera estaba dispuesta a dejar entrever que aquel hallazgo era incluso más importante de lo que todos imaginaron. De permitirlo, el saqueo iba a ser una auténtica indecencia. El descubrimiento era de ella, y cuanto antes se pusiera en contacto con las autoridades de El Cairo tanto mejor.

Pero mientras buscaba las llaves del Land Rover, hizo una pausa.

Los burócratas de El Cairo se distinguían por su cachaza. Necesitaba tenerlos allí en seguida. ¿Pero cómo apañárselas para eso? Miró el fragmento de papiro, que aún no había leído. Si pudiese informar de que aquel papiro era del siglo tercero o segundo, o incluso más antiguo, las autoridades se presentarían allí como el rayo.

Supo lo que tenía que hacer. Colocó el fragmento bajo una lámpara de alta intensidad, tomó la lupa y empezó a leer el papiro.

Parecía el principio de una carta.

«De vuestra hermana Perpetua: mis saludos a la comunidad de hermanas de la casa de la querida Aemelia, venerado…»

Catherine frunció el entrecejo.

¿Cuál era la palabra siguiente? Images

¡Diakonos!

Tenía que ser un error. Catherine había tropezado con el título de diakonos, diácono, en ocasiones anteriores, pero sólo aplicado a hombres. Una mujer sería diakonissa, diaconisa. Leyó de nuevo la frase. No, estaba claro: Perpetua se dirigía a Aemelia, con el tratamiento de diakonos, diácono.

Con una arruga de perplejidad surcándole la frente, continuó leyendo:

«Lo que voy a comunicaros, queridas hermanas, es un mensaje de proporciones tan asombrosas que me tiembla la mano mientras lo escribo. Pero sé, ante todo, que no es mi voz la que os habla, sino la de una bienaventurada mujer llamada Sabina, que llegó a mí a través de las más milagrosas circunstancias. Intercalo aquí una advertencia: leed esta carta en secreto, temo por vuestra seguridad y por vuestras vidas.»

Catherine enarcó las cejas. ¿Leer aquello en secreto? ¿Temor por sus vidas? Volvió al principio de la carta y leyó otra vez: «Aemelia, venerado diakonos».

A través de las paredes de nailon de la tienda llegaban los ruidos que solían producirse en el campamento durante el trabajo: la voz de Samir que pedía le acercasen una paleta, la risa con que uno de los estudiantes celebraba algo, la música de una radio portátil sintonizada con una emisora de Jerusalén… Pero el cerebro de Catherine apenas registraba aquellos sonidos mientras buscaba apresuradamente un libro.

Cuando lo encontró fue rápida al glosario de la parte posterior y leyó: «Diakonos (Número de Strong: 1249GSN): Griego: “servidor”. Traducido actualmente como diácono. En la Iglesia primitiva, el diakonai (el que cumple las órdenes del rey) bautizaba, predicaba y presidía la Eucaristía, por lo que una traducción más moderna en el contexto del Nuevo Testamento le aplicaría el término de “sacerdote”».

Catherine dejó escapar un agudo y prolongado aliento.

«Aemelia… diakonos.» ¿Una mujer sacerdote? ¿Una carta que invocaba el nombre de Jesucristo?

¡Imposible!

Proyectó su atención sobre un mapa que se encontraba en el centro del texto, cogió la lupa, examinó la caligrafía de la carta de Perpetua y cotejó el escrito con el alfabeto que ilustraba el libro. Coincidían de manera poco menos que perfecta. Catherine comprendió, asombrada, que, de acuerdo con el texto, casi no cabía duda de que se escribió en el siglo segundo. Desde luego, a las mujeres que servían en la Iglesia no se les aplicaba el tratamiento de diakonos.

Cerró el libro y trató de asimilar aquella sorprendente implicación. Al ver en la contracubierta la fotografía de la autora, oyó de pronto la voz de Danno, cuando dijo, hacía mucho tiempo:

—No puedes culpar eternamente a la Iglesia.

—Claro que puedo —había respondido ella—. La forma en que murió mi madre fue culpa de la Iglesia y de nadie más.

Con la mirada puesta en la imagen de la contraportada del Manual del Nuevo Testamento Griego —la doctora Nina Alexander de joven, con sus grandes ojos verdes dirigiendo al lector una sonrisa impregnada de vivaracha inteligencia—, Catherine volvió a oír la voz de su madre, débil, en la parte final de su fecunda y polémica existencia, sola en la habitación de un frío hospital.

—Tienen razón, Cathy —susurraba la mujer—, no debí haber hecho lo que hice, porque no tenía ninguna prueba. Si hubiese tenido una sola prueba…

Catherine regresó del recuerdo de aquel doloroso y lamentable día, en el que comprobó que, al final, la Iglesia había ganado la partida y conseguido que la anciana se retractara, moralmente deshecha. Volvió al papiro, a su explosiva palabra: diakonos. Se preguntó: «¿He encontrado la prueba que mi madre necesitaba?».

Catherine actuó con rapidez, se apresuró a poner a buen recaudo el fragmento en un estuche cerrado con llave y lo guardó, junto con el viejo cesto, debajo de la litera. Al tiempo que cogía las llaves del Rover, comprobó la hora y calculó que en California sería poco más de medianoche. Efectuó una presurosa relación mental: lo primero, encargar a Samir que vigilase la tienda; después, llamar a Julius desde el Hotel Isis; a continuación, telefonear a Daniel, que estaba en México; y, por último, agenciarse el horario de los próximos vuelos que salieran de Egipto.

Y luego efectuar una última incursión por el interior del túnel.

—Ha encontrado algo, seguro —le comentó Hungerford a su capataz mientras rebuscaba entre los picos y palas amontonados contra la parte trasera del remolque—. Lo adiviné por el modo en que se llevaba ese cesto viejo, como si contuviera joyas.

—¿Qué piensas hacer? —preguntó el capataz en el momento en que Hungerford elegía una piqueta de gran tamaño.

—La doctora dice que quiere entrar otra vez en el túnel. —Hungerford sopesó la herramienta y sonrió—. Pero el piso de ahí abajo tiene algo extraño. Es muy inseguro y propenso a ceder inesperadamente. La próxima vez que entre la doctora… Bueno, ya debería saber que la arqueología puede resultar una actividad peligrosa.

—¡Erica! ¡Ven aquí en seguida, Erica!

Havers tomó la mano de su esposa y casi la arrancó de la silla.

—¡Miles! Estaba en mitad de…

—Tienes que ver esto, cariño. ¡De prisa!

Tiraba de la mujer hacia el exterior, atravesó un pórtico amueblado con arcones de estilo clásico español y piezas de mimbre. Sus zancadas eran tan largas y rápidas que Erica tuvo que correr para mantenerse a su altura.

—¡Te vas a quedar maravillada! —aseguró; su voz se elevó hasta el techo de latilla y sus ecos repercutieron en las blancas paredes de adobe de los mil ochocientos metros cuadrados de su casa de Santa Fe.

Erica se echó a reír. No tenía idea del apasionante objeto que su marido estaba a punto de enseñarle —tratándose de Miles, lo mismo podía ser una insólita formación de nubes que un microcircuito integrado superrápido—, pero se había quedado automáticamente sin aliento, como le ocurría siempre, a causa de la pasión y la emoción. En los treinta años que llevaba siendo la esposa de Miles Havers, no recordaba un solo momento aburrido.

Atravesaron un amplio patio, sobresaltando a un chófer que le sacaba brillo a un Corvette ZR1 de color castaño, parte de la colección de veintitrés ‘Vettes de Havers, y continuaron por otro pórtico alargado, en el que se exponían en diversas vitrinas objetos ceremoniales del pueblo zuñi; salieron de nuevo a terreno descubierto y bordearon el campo de golf particular de dieciocho hoyos, del que los cuidadores quitaban con sumo cuidado la nieve recientemente caída, a fin de que se pudiera volver a jugar en él.

Las sandalias de Havers producían chasquidos como bofetadas sobre las baldosas de Saltillo, un sonido que resultaba familiar en toda la hacienda… A sus cincuenta y dos años, equipado con adecuadas y caras prendas, Miles Havers era un entusiasta de la marcha atlética y se le veía practicarla y correr a todas horas. Por otra parte, Erica, mujer esbelta y etérea, que también acababa de entrar en la cincuentena, tenía su paso tan ligero que apenas producía el rumor propio del tenue suspiro mientras rodeaba en pos de su esposo la fuente española del siglo XV, trasladada desde Madrid, piedra a piedra.

Erica comprendió por fin adonde la llevaba Miles con tanta urgencia: al invernadero.

Cuando llegaron a la puerta, cerrada a cal y canto, donde Miles tuvo que marcar su código de seguridad en el teclado numérico, Erica dirigió la vista hacia la sierra Sangre de Cristo, cubierta de nieve aquel cortante día de diciembre. Erica llevaba cerca de diez años viviendo allí y aún no se había acostumbrado a la maravilla de aquel cielo azul de Nuevo México, un efecto visual, le habían dicho, consecuencia de la falta de humedad del aire. Y pensó: «Sangre de Cristo, extraño nombre para unos montes».

Al levantarse de pronto una fresca brisa cuyas ráfagas agitaron su corto cabello rubio ceniza, la mujer se estremeció y sus ojos exploraron la periferia del campo de golf. No los vio, pero tuvo la certeza de que se encontraban allí: los guardas de seguridad adicionales que Miles había apostado alrededor de aquella superficie de veinticuatro hectáreas situada en el corazón de las dos mil hectáreas de la finca. Era debido a la reciente afluencia de visitantes que acudían a la zona de Santa Fe. Se acercaba el Milenio y a Santa Fe se le consideraba uno de los lugares sagrados de la Tierra.

Aunque gentes de todo el mundo, en previsión del año dos mil, que iba a presentarse al cabo de tres semanas, se preparaban con vistas a terremotos, cataclismos, visitantes angélicos y ejércitos satánicos —se rumoreaba que hasta Hollywood se iba a convertir en una ciudad fantasma puesto que las celebridades, aterradas por el esperado Grande, se habían retirado a la geología más firme de Wyoming, Montana y Manhattan—, Erica Havers agradecía más bien la llegada del Milenio. Esperaba con cierta ansiedad una epifanía religiosa importante, tanto individual como global, y se había pasado todo el año anterior planificando la «Fiesta del Siglo», con más de un millar de invitados por allí que serían testigos de la que confiaba fuese la Gran Convergencia.

Las puertas electrificadas del invernadero susurraron al abrirse y una súbita vaharada de aire húmedo y caliente salió del interior al encuentro de Erica. Miles cogió a su mujer de la mano, la introdujo en aquel trópico en miniatura que había creado en el desierto, a seiscientos metros por encima del nivel del mar, y la condujo entre hileras de plantones, esquejes, brotes, capullos y flores, exuberantes helechos, enredaderas y plantas trepadoras. Cuando llegaron al espacio donde Miles cultivaba sus orquídeas de concurso, se detuvo.

—Ahí la tienes… —musitó con apenas un hilo de voz, como si temiera alterar el delicado equilibrio de aquella biosfera.

Al ver la flor, con sus pétalos de tonalidad púrpura de medianoche y sus relumbrantes hojas verdes, Erica se oprimió el pecho con la mano.

—¡Oh, Miles! —jadeó—. Es prodigiosa…

—Zigopétalo Lago Azul —la voz de Miles rezumaba orgullo—. Ha sido una auténtica lucha, pero sobrevivió.

Erica conocía todos los esfuerzos que Miles realizara para conseguir la floración de aquella orquídea, desde el día en que compró el bulbo a un cultivador de California. Había llegado incluso a dormir en el invernadero, para alimentar a su «niña».

—Me dijeron que era imposible lograrlo —dijo—. ¡Y sin embargo lo he logrado! Ahí tienes la prueba, Erica, de que mediante un esfuerzo concienzudo podemos poner coto al obsceno expolio de los bosques pluviales perpetuado por la voracidad de ciertos recolectores carentes de conciencia y de moral. Podemos cultivar plantas saludables en condiciones controladas aquí, en Estados Unidos, y dejar las selvas en paz.

Erica le contempló, bebiendo sus palabras, percibiendó la pasión que impregnaba el aire sofocante y, luego, le echó los brazos al cuello y le apretó contra sí. Aquello era lo que más adoraba en Miles, su valor para luchar por lo que consideraba justo.

A veces se quedaba atónita al recordar aquella época en la que Miles y ella abandonaron sus estudios universitarios, se dedicaron a vagar por Estados Unidos en un Volkswagen psicodélico, para acabar bailando desnudos bajo la lluvia en Woodstock. Miles era ahora un magnate informático, el valor de cuya red había evaluado Forbes en diez millardos y medio de dólares. Aunque nadie conocía con exactitud las proporciones del imperio electrónico de Havers, la Time Magazine se había referido a él recientemente llamándole «el Internet humano». Su red personal se extendía por todo el globo.

El localizador que llevaba al cinto empezó a zumbar. Havers pulsó el intercomunicador de la pared.

—¿Sí?

—Tiene una llamada telefónica, señor. Urgente.

—¿Quién es?

—No lo ha dicho, señor. La llamada es de El Cairo.

Fulguraron las pupilas de Havers.

—Está bien, hablaré desde aquí. —Miró a Erica—. Lo siento, querida, pero tengo que atender esta llamada. ¿Te importa?

—En absoluto. De todas formas, tengo que volver para preparar el menú de esta noche. —Le dio un beso en la mejilla—. Me encanta tu orquídea.

Cuando las puertas se cerraron tras la mujer y se corrieron los pestillos automáticos, Havers descolgó el auricular de la pared, marcó el número codificado y, cuando oyó que se efectuaba la conexión, manifestó:

—Dígame.

Escuchó durante unos instantes.

—¿Un fragmento? —preguntó—. ¿Está seguro de que dice «Jesucristo»? ¿Se han encontrado otros fragmentos o rollos?

Mientras escuchaba la respuesta, sus puños se fueron cerrando despacio y experimentó un vértigo que le acometía impetuoso. Había ocurrido tanto tiempo atrás…

La llamada de Taiwan, hacía seis meses.

—He encontrado una orquídea para usted, señor Havers. Una Zigopétalo Lago Azul, rarísima, muy difícil de conseguir. Sacarla es ilegal, cosecharla es peligroso. Costará una barbaridad.

Miles se pasó varios días sin poder pegar ojo. Hasta que llegó el precioso bulbo, de un «cultivador de Santa Bárbara». Y ahora tenía su premio, luminoso y reluciente en su mundo tropical privado, una flor rarísima, cuya belleza dejaba sin respiración, para su exclusivo placer personal.

—¿Un cesto? —preguntó a través del teléfono, en tono bajo, a pesar de que el grueso cristal del invernadero impedía que alguien pudiese oír lo que decía—. ¿Se han enterado de eso las autoridades o no lo saben aún? Comprendo… ¿Qué contiene ese cesto? Averigüelo y luego me informa.

Su instinto le sacudía, agitado, lo mismo que ocurriera seis meses atrás, y pensó: «Este es el verdadero culmen del coleccionista… el éxtasis no está en la adquisición, sino en la ilusión anticipada. Y en el peligro. Siempre tiene que haber un punto de peligro».

Colgó el auricular y marcó acto seguido un código en el intercomunicador.

—Póngame con Atenas. Dígale a Zeke que necesito hablar con él ahora mismo.

La espera no llegó a los cinco minutos. Zumbó el intercomunicador.

—Tiene a Zeke en línea, señor.

Havers le aleccionó rápidamente.

—Deja la misión que estés cumpliedo en Atenas y trasládate a Sharm as Sheij. Sal inmediatamente. Averigua si el cesto tiene alguna relación con el fragmento de papiro y si han aparecido rollos. En tal caso, los quiero. Actúa con discreción y hazte con ellos recurriendo a los medios que sean necesarios. Ah, Zeke, y no dejes testigos.

—¡Oiga! ¿Señor? —gritó Catherine por el micrófono del aparato telefónico—. Intento ponerme en contacto con el doctor Daniel Stevenson. No para de cortarse la comunicación. Su campamento está en… ¿Oiga? ¡Oiga! —fulminó el teléfono con la mirada—. ¡Otra vez no!

Cuando volvió al mostrador de recepción, el señor Mylonas, director del Hotel Isis, le dirigió una mirada interrogadora.

—No hay suerte —dijo Catherine—. No consigo comunicar.

Llevaba tres horas intentando ponerse en contacto con el doctor Daniel, en México, pero todo había sido inútil.

Permaneció un momento con las manos apoyadas en las caderas, mordiéndose el labio inferior y tratando de decidir qué hacer.

Sólo habían transcurrido diez horas desde que la voladura de la dinamita había desenterrado el papiro, pero Catherine suponía que la noticia de aquel descubrimiento estaría dando la vuelta al globo terráqueo como electrones girando en torno a un protón. Y en aquel momento, mientras echaba una ojeada al vestíbulo del hotel, la muchacha se imaginó que había espías por todas partes, repantigados en las sillas de anea, murmurando por encima del borde de tazas de café turco, leyendo periódicos árabes y franceses detrás de las palmas en macetas… Incluso llegó a sospechar del submarinista que cruzaba con su equipo el vestíbulo y salía hacia el puerto deportivo particular del hotel.

—¿Llamando por teléfono, doctora?

Catherine dio media vuelta. La voluminosa figura y la sonrisa con todos los dientes al aire de Hungerford se interponía entre la mirada de sus ojos y, no sólo el porche, sino también las aguas verde esmeralda de la piscina situada más allá, que centelleaban al recibir los últimos rayos del sol poniente.

—El Negociado de Antigüedades envía a alguien —dijo.

Los ojos castaño claro de Hungerford exploraron el rostro de Catherine. Luego le dedicó un guiño.

—Me juego algo a que sí. Bueno, ¿tomamos una copa para celebrar nuestro hallazgo?

—Estoy esperando una llamada.

Los ojos del hombre se demoraron unos segundos más sobre el semblante de Catherine.

—Sí, claro —articuló al final. Dio media vuelta, se echó a reír y continuó su camino hacia el bar, donde en aquel preciso momento empezaba el número de una danza del vientre.

A Catherine le dio mala espina el modo en que Hungerford se comportaba. ¿Había telefoneado a alguien, tal vez incluso había hecho algún trato en relación con las obras? Catherine no podía perder más tiempo. Era indispensable que sacase de Egipto el papiro y la cesta aquella misma noche. Por desgracia, para eso necesitaba que le echasen una mano.

Y sólo podía llamar a una persona.

Durante el recorrido del campamento al hotel, Catherine había reconsiderado su idea de ponerse en contacto con Julius. Lo que proyectaba era ilegal y deshonesto; al menos, podía mancillar su reputación y, en el peor de los casos, hasta era posible que acabase dando con sus huesos en una cárcel egipcia. No podía complicar a Julius en aquello.

Así que no le quedaba más que Daniel.

Catherine sabía que a Daniel le fascinaba el peligro y que siempre se podía contar con él a la hora de llevar a cabo alguna temeridad… El primer ejemplo de eso lo tuvo el día en que le conoció, hacía veintiséis años, cuando ella no era más que una asustada criatura de diez años a la que una cuadrilla de alevines de matones habían acorralado en un rincón del patio del colegio y la abrumaban con la salmodia de que su madre iba a abrasarse en el infierno. Un renacuajo irrumpió de pronto en el grupo de infantiles gamberros, se abrió paso a puñetazo limpio y la rescató como un príncipe azul a lomos de su corcel: era Daniel Stevenson.

A partir de entonces, siempre lo tuvo de su parte, y a la recíproca; ella fue su consuelo cuando el muchacho perdió a su madre, y él hizo lo propio cuando fallecieron los padres de Catherine. Fue Daniel quien, una noche tenebrosa, antes de que ella cumpliera los veintitrés, la había apartado del borde del abismo.

Y también fue Daniel quien realmente comprendió las razones por las que Catherine abandonó el catolicismo, una Iglesia a la que nunca volvería.

Daniel intervino asimismo en el sueño de la noche anterior, porque formaba parte de sus recuerdos. Danno, el único alumno de la clase que no se rió de Catherine cuando la niña permaneció de pie encima de un taburete, con un letrero colgado del cuello.

Consultó el reloj. En México estaban a punto de ser las ocho de la mañana. Conocía las costumbres laborales de Daniel: no tardaría en abandonar el campamento para dirigirse a las excavaciones, donde permanecería fuera de su alcance durante las siguientes diez horas, más o menos. Catherine no disponía de esas horas. De modo que era cuestión de comunicarse con él como fuera.

Pero ¿cómo?

—¡Ahí está! —exclamó Daniel, y su voz repercutió contra la piedra de la cámara funeraria. Sus dedos se movieron raudos por el teclado: ¿Lo habéis visto, Dallas? ¿Captasteis la imagen?

Unos segundos después aparecía la respuesta en la pantalla del ordenador portátil.

Lo hemos visto, doctor Stevenson. Enhorabuena.

Daniel apagó la linterna y acentuó el brillo de la pantalla para tener una imagen más definida. No existía la menor duda. Lo había conseguido. Por fin contaba con su prueba. Los antiguos mayas descendían de los supervivientes del continente perdido de la Atlántida.

¡Si Cathy estuviese allí para compartir con él aquel momento!

Mientras contemplaba las imágenes superpuestas en la pantalla del monitor, resultado de años de trabajo, Daniel soltó una carcajada cuyos ecos se repitieron en los húmedos y escamosos muros de la antigua tumba. Y luego se apagaron.

Cathy.

En el mundo entero, Cathy había sido la única persona que no se rió de él cuando expuso por primera vez su hipótesis de que los mayas descendían de los antiguos minoicos de Creta, a los

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